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Poesía: los extremos se atraen

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El amor y la muerte —dos de las temas literarios más recurrentes— han producido no solo grandes obras poéticas, sino también corrientes poderosas que se repelen y atraen al mismo tiempo 
 La historia de la literatura, según Borges, está marcada por unos cuantos temas centrales: el amor, la muerte, el bien, el mal, la soledad, el tiempo y el sueño. Todos los demás no son sino variaciones de estosPodemos inferir, entonces, que de los poquísimos motivos que el escritor argentino señala como los grandes temas de la literatura, dos de ellos—el amor y la muerte—, por su carácter contingente, serían los más recurrentes. 
Se trata de  temas literarios reincidentes que han producido historias hedonistas y trágicas. No es que yo pretenda con esta idea establecer una teoría del desarrollo de la creatividad poética. Trato simplemente de explicar la forma como percibo la poesía que ha tenido como impulsos vitales estos dos poderosos sentimientos  
Podríamos decir que el amor y la muerte producen y marcan obras y vidas. No obstante, se trata de extremos que más de las veces se tocan, se repelen o se atraen. Ambos temas, por cierto, no tienen nada que ver con la calidad de las obras literarias. Es verdad que hay creadores hedonistas y creadores trágicos, pero esta es una distinción puramente nominal, ya que vida obra son indisolubles, de modo que no debe extrañar que quienes han tenido una vida desventurada produzcan, aunque en menor medida, poemas hedonistas; y los que han tenido una vida venturosa escriban, de vez en cuando, poemas sombríos o escépticos.  
Amor y muerte son dos caras de una misma moneda, dos fuentes literarias a las que se llega con el mismo impulso creativo. Sor Juana Inés de la Cruz y Francisco de Quevedo son, creo, ejemplos de esta combinación. Pero, en general, ellos están del lado de la historia del gozo, del amor puro, donde hay muchos autores: Dante Alighieri, William Shakespeare, Goethe, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Pablo Neruda Carlos Oquendo de Amat, César Moro, Leopoldo Cariarse, etcétera. Dentro de este grupo hay ciertamente categorías: los de la imaginación erótica (Sor Juan Inés de la Cruz), los de la magia del amor (Shakespeare, Goethe y los románticos) y los del amor sagrado (Dante Alighieri). 
El soneto 165, Fantasía contenta con amor decente, de Sor Juana Inés de la Cruz es un verdadero compendio de amorosa y erótica: «Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. // Si al imán de tus gracias, atractivo, / sirve mi pecho de obediente acero, /¿para qué me enamoras lisonjero/ si has de burlarme luego fugitivo? // Mas blasonar no puedes, satisfecho, / de que triunfa de mí tu tiranía, / que aunque dejas burlado el lazo estrecho // que tu forma fantástica ceñía, / poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía». 
Por el lado de los trágicos, de los que hicieron de la muerte y el sufrimiento una constante creativa, los nombres abundan. Tenemos, entre otras, a cinco mujeres: Emily Dickinson, Alfonsina Storni, Silvia Plath, María Emilia Cornejo y Alejandra Pizarnik. La lista, por supuesto, es más abundante: Gérard de Narval, Li Po, Fiedrich Hölderlin, George Trakl, Serguei Esenin, Fernando Pessoa, Cesare Pavese, Juan Ojeda, Luis Hernández (en su caso, su poesía refleja la vida interior de un hombre lúdico y positivo más que la de un suicida y un depresivo) y otros más. También, como en el caso de los cultivadores del amor, hay matices. Están los que llegan a la locura (Hölderlin y Nerval), los que consagran al sufrimiento y a la murete como una búsqueda o una liberación (Césare Pavese, Fernando Pessoa), los que llevan el sufrimiento con dignidad (Li Po) y los que asumen una culpa inexplicable, un martirologio personal (Dickinson, Plath, Cornejo, Pizarnik). 
Un poema narrativo de Emily Dickinson es una muestra de las afirmaciones anteriores: «Morí por la belleza, mas apenas/ me había acomodado en la tumba / cuando uno que había muerto por la verdad fue depositado/ en un tumba adyacente. / Me preguntó suavemente por qué había muerto. / “Por la belleza”, le contesté. / “Y yo por la verdad; ambas son una misma; / somos hermanos”, dijo. / Y así, como parientes que se encuentran una noche, / conversamos entre las tumbas / hasta que el musgo llegó a nuestro labios / y cubrió nuestros nombres». 
En el caso de Pessoa, la muerte lo ayuda a reencontrarse con su verdadero ser: «Yo, complejo y numeroso, yo, excesivo y sucesivo, yo, que desembarqué en todas las puertas del alma (…) ¿moriré entonces así? No: el universo es grande y todo puede volver en él (…) Entremos en la muerte con alegría. Se acabó la obligación de vestirse, lavarse, tener que razonar, simular, cuidar las maneras, tener riñones, hígado, pulmones, bronquios, dientes, todo lo que provoca enfermedad y sufrimiento (a la mierda todo eso) (…) Mi cuerpo es mi ropa interior. ¿Qué me importa que sea una basura enterrada en la tumba y devorada por gusanos? Soy Yo. He muerto, ¡viva yo!». 
Quisiera enfatizar que el amor y la muerte son dos caras de una misma moneda. Ambas han sido y siguen siendo dos de las mayores motivaciones de la poesía. Amor (vida) y muerte (ausencia de ella) se han dado muchas veces juntas o resuelto en el espacio de una misma obra creativa. En algunos casos, hay poetas que han expresado el amor en un estado puro y otros que han escrito sobre la muerte y el sufrimiento en su estado más extremo. Me inclino a pensar, no obstante, y como dice un poema de Francisco de Quevedo, que siempre habrá un amor constante más allá de la muerte: «Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera;// mas no, de esotra parte, en la ribera,/ dejará en la memoria, en donde ardía:/ nadar sabe mi llama el agua fría,/ y perder el respeto a la ley severa.// Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,// su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado». 




La revelación que nunca se produce

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Escribir cada semana por encargo pude parecer una fría imposición, sin embargo se trata también de una placentera manera de perseguir un imposible. 
Cada jueves desde hace más o menos veinticuatro años escribo un artículo para este diario con pasmosa puntualidad. He fallado algunas veces, pero en general he mantenido este ritual para desesperación de quienes quisieran verme tirar la toalla. 
Escribo artículos por diversas razones: para comentar los libros que leo, para ordenar mis pensamientos, para pulir mi escritura y para entrenarme como lector. Todas estas razones están ligadas de alguna manera a una causa común: comunicarme por necesidad. 
Es posible que de todos los cientos de artículos que he escrito, solo unos cuantos puedan salvarse del olvido. El periodismo es efímero y su fuerza destructora es peor que la del fuego purificador. Pero lo peor de todo no es el olvido, sino esa especie de esclavitud a la que el periodismo somete a sus seguidores. 
Muchas veces he querido tirar todo y recobrar mi libertad; quiero decir, la libertad de vivir sin tener que angustiarme cada vez que llega el jueves. En realidad, mi estrés comienza los lunes de cada semana cuando empiezo a buscar y luego a madurar el tema que desarrollaré en ochocientas palabras para este suplemento.  
Escribir un artículo es relativamente fácil, en el sentido de que es algo que se hace con rapidez cuando uno está, digamos, más o menos entrenado. Sin embargo, el verdadero desafío no es hacerlo rápido, sino bien; o en todo caso, bien y rápido. A veces sucede que las horas y los días pasan y no brota de mi mente ningún tema. Pero se trata de una treta de mi cerebro, pues este trabaja en silencio y, cuando menos lo espero, me regala el bendito tema para la página Consejero del lobo. 
Otras veces el tema brota cuando estoy frente a la página en blanco, vacío, desalentado y, aparentemente, sin ideas. En algunas ocasiones no aparece sino hasta que he escrito las tres o cuatro primeras líneas. Entonces el leopardo salta tras la apetitosa presa y no para hasta poner el punto final.  La manera en que el cerebro organiza las ideas con la ayuda de la gramática (natural o aprendida) es una operación realmente fantástica. 
Escribir periodismo es una forma de agonía, una manera de alcanzar algo parecido al absoluto. Hablo, claro, del periodismo que es asumido también como una forma de alcanzar la belleza. Porque esto, creo, es lo más valioso que hay detrás de esa manía de escribir cada semana: una forma de conquistar la belleza de las palabras, de las ideas, de las cosas simples de la realidad.  
Los teóricos del periodismo destacan casi siempre su lado utilitario y ético, pero metiendo en lo ético solo la responsabilidad de los periodistas con la verdad y la sociedad, dejando de lado la dimensión estética de un oficio que no trasmite únicamente información, sino también placer, gusto, bienestar y comodidad espiritual. Los lectores que buscan informarse también buscan entretenerse y disfrutar de algo que esté bien escrito. Por esta razón, el deber de un periodista es primero escribir bien, sea cual sea el género que practica o el medio en el que trabaja. Para cumplir con este cometido se necesita, por supuesto, tener clavada la espina de la pasión, pues según mi modo de ver esto lo que verdaderamente mantiene con vida la práctica de este oficio.  
Decía que a veces busco temas  que surgen, cuando menos lo pienso, de la profundidad del vacío. Un recurso que a mí me ha dado resultado es forzar la imaginación con ciertas acciones mecánicas o con ciertos rituales del intelecto: abrir al azar la página de un libro de poemas o una novela, mirar una película, escuchar música (Billie Holliday y Mozart de preferencia), tomar un café, salir a caminar sin rumbo definido por la casa o por la calle,  tirarme en la cama  a mirar el techo, hojear un libro de pinturas o fotografías. Supongo que a esto es lo que los antiguos creadores llamaban convocar a las musas o llamar a la inspiración. Se trata de un respiro, de un recreo que la mente y las emociones necesitan para soltar el tesoro escondido. Es como el resorte invisible que impulsa el proyectil lo más lejos posible. 
En realidad no hay una fórmula única que me asegure que llegaré a buen puerto. La escritura es un proceso misterioso en el que las palabras aparecen una a una para establecer nexos extraños, caprichosos y hasta irracionales. Nada explica por qué un adjetivo se deja atraer por determinado sustantivo o por qué un verbo expresa la realidad mejor que otro, aún cuando se refieran a la misma realidad. Se trata de un absoluto misterio, de una situación premeditada y al mismo tiempo espontánea, donde lo más importante es lo que se deja de lado, lo que se corrige, lo que da placer efímeroy no lo que se elige. Si pudiera decirlo todo en una sola frase, diría, como Borges, que escribir un artículo es también una revelación que nunca se produce. 

Se vuelve flor lo que no vuelve

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Veinte años después, el narrador Jorge Díaz Herrera retoma su vena poética con Se vuelve flor lo que no vuelve (CEA, 2013), un homenaje a Antonio Claros. 
La mayoría de lectores conoce a Jorge Díaz Herrera como un consumado narrador de novelas e historias para niños. Le va también en este aspecto que su lectores olvidamos, a veces por completo, que detrás de este fabulador tiene que haber un poeta, un orfebre de las metáforas. 
Y en efecto ese orfebre existe. Suele suceder que algunos narradores ―por desidia, por vergüenza o por cinismo― desconocen o esconden los versos que alguna vez escribieron. La mayor parte de los escritores comienzan siendo poetas y, a veces, ese pasado resulta incómodo y por lo tanto hay que negarlo o cuando menos no mostrarlo.  Lo que no saben  es que la condición de poeta es como una marca de tinta indeleble. 
Cada vez que he leído las novelas y cuentos de Jorge me he preguntado de dónde proceden las imágenes, las palabras y lo temas que atraviesan toda su obra. Proceden, desde luego, de su propia experiencia (que no tiene que ser necesariamente autobiográfica) como lector, como escritor, como ser humano. Sin embargo, detrás de esa experiencia como lector, como escritor y como ser humano hay un ser deslumbrado por las fulguraciones de la vida, por las epifanías de la vida cotidiana y por las imágenes insólitas procedentes de la vida corriente.  
La novela, decía Cortázar, se gana por puntos y el cuento por nock-out. Yo agregaría que la poesía es un combate que se gana sin dar un solo golpe, incluso que se gana antes de haber comenzado la contienda. La poesía doblega por lo que no dice directamente, por los rodeos que da, por las imágenes que proyecta antes de encarnar en la conciencia del lector. Los poetas no son luchadores cuerpo a cuerpo, porque si lo fueran perderían todas las batallas. La poesía no se gana por una maratón de puntos ni por la contundencia de un nock-out; se gana porque las palabras prefiguran con mucha antelación lo que va a suceder. Y nadie sabe explicar a ciencia cierta por qué la poesía gana el corazón de los lectores sin haber librado ningún combate. 
Se vuelve flor lo que no vuelve es el narrador Jorge Díaz tomándole el pulso al tiempo, al mar, a la vida, a los sueños y a los imposibles. Aquí se han juntado el observador, el filósofo y el poeta para descubrirnos, con sencillez y profundidad, que aquello que parte, que deja de ser, que se marchita o desaparece es aquello que se convierte en eternidad, belleza duradera, placer extendido en el tiempo. 
La muchacha prisionera en la piel del muchacho, Prometeo derrotado por no ser dios, los marineros jubilados de la aventura,  la fugacidad de la vida, los amigos que se marcharon, los lugares que ya no visitará, el deterioro de los cuerpos, y la música que lo devuelve al pasado nos hablan de un combate que no ha comenzado y que, sin embargo, ya lo ganó la poesía antes de haberse siquiera iniciado. La poesía no se crear ni se destruye, solo se transforma. Es, en cierta forma, un oficio de magia: vuelve flor lo que no vuelve o se pierde o se  destruye o envejece. 
He leído con mucha atención los treinta poemas que componen Se vuelve flor lo que no vuelve y me gustan todos, ya sea por las imágenes que construyen, la calidad de los contenidos y el ángulo hasta cierto punto descarnado desde donde mira el mundo el poeta; no obstante, prefiero un poema breve que, creo podría resumir muy bien su arte poética. El poema se llama El pelícano: «Arrastrando mis alas de viejo/ pelícano/ picoteo en los mercadosy mi hambre es más fuerte/ que los escobazos de los mercaderes./ Peleo en los basurales/ contra los rapazuelos hambrientosy los locos./Abro y cierro mi largo picoy el aire es poca cosa para llenar/ mi buche.Mis plumas se derraman./ Un día me llevarán en un tacho de basura,/ seco y estirado,/ lejos del mar donde un día soñéconstruir mi morada».

Gracias, Don Antonio

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Antonio Fernández Arce, brillante periodista, maestro de generaciones y mejor ser humano acaba de morir. Hace poco, tras un largo y fatigador viaje, vino de China para reencontrase con los amigos y la tierra que lo vio nacer.
La imagen del hombre bonachón, bromista y hasta un poco rudo no se correspondía con la imagen del periodista riguroso formado en las canteras de La Prensa y el periodismo de los años 50; es decir, un periodismo aventurero, amante de la noche y tributario de la buena escritura.
Su manera de enseñar ahuyentaba a la mayoría de sus discípulos. Te señalaba los errores en la cara (nunca con malas intenciones) y te obligaba a sentarte a su lado para que observaras los cambios que hacía en los textos. Al principio, este estilo bronco de ejercer el magisterio disgustaba a los novicios, pero pronto uno aprendía a entender que esa era su manera de trasmitir los conocimientos. Por lo demás, fuera de las salas de redacción era un personaje generoso, dotado de un especial sentido del humor.
Con Don Antonio Fernández Arce algunos miembros de mi generación aprendimos a escribir notas informativas, crónicas, reportajes y perfiles. Mientras él nos respiraba en la nuca, nosotros aprendíamos ―tocados eso sí por los nervios― a usar correctamente los tiempos verbales, a eliminar adjetivos innecesarios, a cambiar la voz activa por la pasiva, a escribir cifras en letras, a colocar titulares. En fin, a hacer todo lo que un periodista que ame la profesión tiene que hacer. Él era nuestro jefe. En la redacción donde trabajábamos la mayoría era poeta o, como dice la gente con cierta sorna, “medio poeta”. De modo que estábamos contaminados por el lenguaje literario y no nos resultaba fácil escribir según el estilo “seco” que exige la prensa. Y de tanto señalarnos los errores en la pantalla de la computadora y observarnos con ojos de inquisidor, algo aprendimos de ese experimentado periodista. Militante moral de la izquierda, lector de las más grande poesía china, conversador infatigable y ser generoso a toda hora, don Antonio está desde hace mucho tiempo muy bien considerado por quienes como yo aprendimos a escribir periodismo en los años 90. Antes de esto, nuestro trabajo era solo una vaga
aproximación, un intento fallido hacia el corazón de ese oficio apasionante tan venido a menos ahora.
Cierta vez, uno de los redactores que aprendíamos con él a escribir periodismo, el más vehemente, aunque el más improvisado tal vez, logró arrancarle a un político famoso varias declaraciones. El texto estaba lleno de citas, una más urticante y más explosiva que la otra, al final de las cuales el redactor había colocado los verbos «dijo», «añadió», «acotó», «refirió», «aseveró». Don Antonio, contento por la «primicia» conseguida por su pupilo, puso particular énfasis en la lectura y corrección. Pero, poco a poco, sin embargo, el rostro se le fue desencajando y cuando llegó a la última línea se puso de pie y pidió que llamaran al redactor, al tiempo que decía a viva voz: «Dijo, añadió, acotó, refirió, aseveró. ¡¿Pero quién diablos dijo, añadió, acotó, refirió o aseveró?!». El redactar de marras se había olvidado de colocar el nombre del político que hacía las declaraciones. Todos los presentes nos echamos a reír, incluido Don Antonio. Por supuesto, el autor del texto no volvió a aparecer más por la Redacción.
Además de su familia, su pasión más perdurable era China, un país al que viajó a finales del la década del 50 y al que le dedicó un libro estupendo China. El asombro (Petroperú, Lima, 2008). El libro recoge los mejor de las crónicas y reportajes sobre China escritos por este periodista desde los años 50. En su libro destacan el perfil de Mao, las crónicas sobre los poetas de la dinastía Tang, los reportajes sobre la China antigua y moderna y, sobre todo, las historias sobre la metamorfosis que experimenta ese país a raíz de su desmesurado crecimiento económico.
Otra de sus grandes pasiones fue la amistad, que él cultivó de manera original y desaforada. Es verdad que para mi generación fue un maestro, pero creo que esencialmente fue un amigo. Su ironía apuntaba siempre hacia quienes sabía que lo querían y apreciaban y, sobre todo, hacia quienes tomaban su humor como una muestra de cariño. Domingo Varas Loli, Williams López, Guillermo Rebaza Jara, Héctor Acevedo, Rafael Lizarzaburu y algunos amigos más siempre lo vamos a recordar por lo que nos enseño, por lo que nos hizo reír y por su original manera de hacernos más agradable la vida. Gracias por todo, Don Antonio.

Mozart: entre la realidad y lo real

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Nuestras emociones no producen sentimientos  únicos respecto a la música, sino percepciones e interpretaciones individuales, una cada vez más distinta que la otra. 
Escucho  una vez más el Concierto Para Piano Nº 23 de Mozart.  Un amigo me ha dicho que a él esta música le causa un efecto opuesto al mío: lo deprime. Cosa más extraña, pienso. Un segundo amigo a quien consulto me dice que lo aflige, y un tercero me confiesa que lo estimula a realizar una acción creativa. 
No existe desde luego un enfoque único a través de los sentidos. Lo que para uno es negro, para otro es blanco y para otro es gris. Y esto es así porque la realidad es un fenómeno subjetivo que consiste en percibir e interpretar lo que un individuo considera como real; mientras que lo real es lo que existe, sea o no percibido por el individuo. 
Nuestro cerebro límbico no produce en todos los mismos sentimientos a partir del concierto de Mozart. Cada uno de nosotros lo siente y percibe a partir de sus mapas  mentales (conjunto de ideas, valores y creencias que desarrollamos a lo largo de nuestras vidas), así como también a la forma en que nuestro cerebro establece sus redes neuronales frente a la música que escucha. 
«Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que mira», dice un refrán que se difundió mucho antes de que las neurociencias comprobasen que la realidad se construye por la fuerza de los pensamientos o que el cerebro es incapaz de distinguir entre lo que es real y lo que intencionalmente una persona instala en su mente. 
Un libro sagrado de los judío como El Talmud lo dice de manera más certera: «No vemos las cosas como son, las vemos como somos». ¿Y qué somos? Una suma de experiencias anteriores, un manojo de herencias genéticas, un conjunto de funciones cerebrales, una individualidad episódica producto de millones de redes neuronales. 
¿Qué pasaría si el Concierto Paria Piano Nº 23 de Mozart provocara en todos los que lo escuchan un mismo efecto? Supongo que no seríamos seres humanos sino robots y la vida sería muy monótona y aburrida. Así como no podemos memorizarlos todo tal y como le ocurrió Funes El Memorioso, un personaje de Borges― porque la memoria se convertiría en un tormento, así también no podemos construir cerebralmente una única realidad porque todos nuestras actos serían previsibles y repetitivos, con la pérdida de libertad que esto supondría. 
En cada de uno de nosotros, la música, la de Mozart especialmente, se particulariza, se hace indefinible y nos dice finalmente quiénes somos. Podría ser que a mí sus creaciones me proporcionan un estado que mezcla la felicidad con la ternura debido a que en mi cerebro su música está asociada a una imagen de felicidad en mi infancia; al que lo deprime, tal vez porque en su cerebro tiene anotado un hecho triste en su vida; y al que lo consterna, porque tal vez es la música que escuchaba de niño la madre que lo crió con tanto amor. 
«Los deseos, ideologías, creencias, sentimientos y mapas mentales (entre otros poderosos fenómenos) actúan como potentes filtros perceptuales, haciendo que los datos encajen con lo que cada uno quiere percibir», afirma Néstor Braidot. Estos elementos serían  inconscientes y dirigirían, entre otras cosas, nuestros gustos musicales. 
Los neurólogos han tratado de explicar esta diversidad de interpretaciones de lo real a partir de la incapacidad del cerebro para procesar toda la información que recibe (solo lo hace con el 1% del total); es decir, que opta por lo más sencillo: deja que cada cerebro construya su propia realidad con los pocos datos que posee.  Mi pregunta, ¿actúa también así con la música mediocre? ¿O respecto a la mediocridad las redes neuronales de todos los individuos ―por lo menos de los que han desarrollado su gusto y su sensibilidad musical― tienen una sola interpretación?  
La otra explicación es que nuestros gustos son diversos porque nuestros cerebros están dotados de la neuroplasticidad; es decir, de la capacidad del cerebro para formar nuevas redes como resultado de la relación del individuo con su entorno. En este sentido, tal vez la belleza es una batalla que se libra exclusivamente en el terreno de la mente. 


Reflexiones de fin de año

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¿Qué publicar cuando el 2014 está a punto de acabarse? Un texto reactualizado sobre el significado de hacer literatura en y desde la periferia podría ser lo más oportuno. 
Siempre me he preguntado cómo ve o siente la literatura un poeta o un narrador que lee, escribe, trabaja y vive en Trujillo. Toda respuesta, supongo, se enmarca dentro de un contexto puramente personal y ella tiene que ver mucho con la manera como cada uno entiende el fenómeno literario, lee, publica, viaja o cultiva su autoestima. 
Debido a que el Perú es un país política y económicamente centralista, el proceso literario –dicen los estudiosos- repite esta estructura de poder: un centro que acapara todo y una periferia que pugna, sin ninguna posibilidad de éxito, por conseguir un pedazo de los privilegios de ese centro. 
Según Washington Delgado, la dicotomía centro-periferia no ha sido estática en el Perú. El centro unas veces ha estado en provincias (como en los años 20 del siglo pasado) y otras veces, como ahora, ha estado en Lima; es decir, ha fluctuado cada cierto tiempo a causa de factores políticos, económicos y sociales. Por otra parte, no hay que perder de vista que así como Trujillo es la periferia de Lima, esta es a su vez la periferia de México y esta la periferia de París o Nueva York. 
En todo caso, creo que un poeta o un narrador que vive en Trujillo piensa y siente la literatura tan igual como el poeta y narrador que vive en cualquier lugar del mundo. Iván Thays dice que solo existe una forma de ser escritor peruano: vivir en el exilio, sea este interior y exterior. En el primer caso, supone parapetarse en una cueva periférica y defenderse a como dé lugar de la hostilidad del mundo. En el segundo caso, consiste en marcharse del lugar de origen para vivir (y escribir) en un lugar del centro. Supongo que los poetas y narradores que escriben en Trujillo padecen una especie de exilio. Desde esa condición de extrañeza, en mi caso, quisiera explicar algunas ideas respecto a cómo veo o siento la literatura. 
Como algo fascinante, arduo, divertido y, al mismo tiempo, muy serio. Aunque suene trasnochado, creo que el principal deber de un poeta o de un escritor es para con el lenguaje. La belleza para expresarse requiere de un instrumento idóneo. Es como en el fútbol: para jugar bonito hay que aprender antes como se patea una pelota. 
Como algo que no admite medias tintas. Y si las admite, quiere decir que se vive a modo de una esquizofrenia, de una disociación peligrosa que te puede llevar al fracaso o la consagración. Hay quienes se entregan en cuerpo y alma y quieren hacerse invisibles o demasiado visibles. Otros se entregan en medio cuerpo y en media alma y, si tienen suerte, terminan siendo más o menos conocidos. Los menos afortunados terminan por desaparecer para siempre. (Robert Walser-Fernando Pessoa/ Julio Ramón Ribeyro-Carlos Eduardo Zavaleta). 
Como algo que no te hace mejor o peor persona, sino que te salva del aburrimiento de la vida. La vida es, por definición, monótona, frívola, repetitiva y limitada. La literatura es plural, profunda, diversa y libre e imaginativa. Uno escribe solo por estas razones. En mi caso, yo no tengo un propósito moral, una ideología o un interés especial para escribir. 
Como una fuente de discordia y provocación, igual que en cualquier oficio, arte, profesión o empleo humano. El odio y la envidia son patéticos en la literatura. Son más los que desean que te chanque un carro en una esquina cualquiera que los que ganes el premio Alfaguara de novela. Los poetas y escritores son a menudo más desleales y envidiosos. A veces uno no escribe para que lo quieran más. Como una expresión de la condición humana. Antes que desde una patria social, jurídica o política, se escribe desde la sinceridad. Creo que es fatal sentir o pensar como un provinciano, como un tercermundista o como un rezagado. Vivimos en la periferia, alejados de los centros culturales del mundo, pero esto no quiere decir que lo que escribamos no tenga valor. La globalización podrá haber fracasado en su intento de convertir al mundo en una aldea verdaderamente global; no obstante, no ha matado la creatividad y la imaginación, que son más fecundas donde más limitaciones técnicas y materiales existen.

Como si el mundo fuera a desaparecer

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¿Qué clase de satisfacciones brinda la literatura en un mundo pragmático donde no se lee o se lee muy poco? Probablemente la importante de todas sea estimular la imaginación de los lectores ávidos de encontrar la belleza.  
En general, la literatura brinda muchos placeres, sin embargo el más importante de todoquizás sea leer. Un escritor escribe porque en esencia es un lector; es decir, alguien que vive dos veces, puesto que aprende de los que otros experimentan y aspiran. Leer es el acto de seducción por antonomasia y el ser humano que no sucumbe a su hechizo renuncia a uno de los grandes placeres de la vida 
Es muy noble satisfacer la necesidad de soñar, leer y estimular la complicidad del lectorPero en términos prácticos, la literatura no sirve para cambiar o mejorar el mundo. José Saramago lo dijo de manera más directa: «Si bien es cierto que la literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, y en ese sentido no abrigo ninguna esperanza con respecto a ella, a mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos”.  
¿A qué se debe esta visión tan devaluada de la literatura? Supongo a que se trata de un oficio que no tiene un carácter de  «respetable» o «útil»,  a que está asociada a la vida bohemia y llena de excesos como las drogas y el alcohol,  y a que quienes la ejercen (escritores y periodistas) no sirven para la vida práctica, para la competencia o para el mercado. Más que razones valederas, se trata sin duda de prejuicios muy arraigados en el imaginario social. 
Para que los escritores se vuelvan seres visibles o alcancen estatus social tienen que aparecer en los medios, demostrar que pueden con el éxito o  ganarse cuando menos el premio Nobel. De lo contrario, serán ignorados olímpicamente o mirados con cierta conmiseración. Esta situación es mucho más dramática en realidades donde nadie lee y los libros son como máximo objetos de curiosidad. 
La actitud de la sociedad frente a la literatura es una repetición a escala mayor del prejuicio que tienen los grupos de poder frente al escritor. Algunos consideran a narradores y poetas como un escollo para el desarrollo humano debido al pensamiento crítico con que juzgan la realidad y a la literatura como una actividad del pensamiento que no tiene nada que ver con el progreso de la sociedad. 
El oficio de escribir ficciones es, en principio, un acto de arrojo que con el tiempo se pule, se organiza y se estudia. Está motivado por la necesidad de llenar el imaginario de las sociedades y por un estado existencial interior: expresar los sentimientos. Hacerlo mal o bien depende de cuánto sacrificio esté uno dispuesto a asumir. Esto, desde luego, no se contradice con el éxito, un factor externo producto muchas veces del azar y de la manera con que un escritor mueve las fichas de en el gran tablero del mundo mediático. 
Un narrador o poeta que «se juegan la vida en lo que escribe» lo hace porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto creador es el aire que respira, porque no encuentra otra manera de ser y estar y porque construir es para él inventar un mundo a la medida de sus aspiraciones. Esta reconstrucción, por supuesto, tiene que ver con el placer, con el encanto de sentirse un pequeño Dios y disponer a su antojo el mundo que lo rodea. 
Los autores que escriben por desacuerdo y por placer tejen sin  ataduras ni intereses inmediatos o mezquinos una realidad ficticia, que es finalmente la realidad perfectible, la que queremos que exista pero que, afortunadamente para nuestra imaginación, siempre termina convertida en una persecución, en una revelación que nunca se produce. ¿Pero luego de la destrucción y reconstrucción de la realidad qué queda? Sin duda, el libro solo, las historias solas, algo que ya no le pertenece al autor, algo que viaja empujado por sí mismo al porvenir y busca el corazón de los lectores para perdurar o para recordarle ese acto de arrojo gratuito y desinteresado: escribir por necesidad, como si el mundo fuera a desaparecer.

La guillotina invisible del editor

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Un libro conquista la gloria literaria gracias a la calidad de su autor y, muchas veces, gracias a la mano diestra del editor que poda, corrige, sugiere y ama al libro que edita como si fuera el suyo. 
Es verdad que una vez publicados los libros deberían defenderse solos, correr la maratón de la historia solo con la ayuda de su propia calidad, sin embargo muchas veces su perduración depende del ímpetu y la visión de los editores, de los buenos editores quiero decir. 
Un editor no es únicamente alguien que paga, administra y publica por medios impresos o semejantes un libro, sino, fundamentalmente, quien lo adapta, limpia de hojarascas, acondiciona a las normas de estilo y calidad y, sobre todo, quien posee olfato, visón e intuición para darse cuenta cuándo está frente a un libro perdurable o, de ser el caso, para crear las condiciones que permitan que ese libro se haga perdurable. 
Este concepto de editor es, quizás, muy anglasajón. En el mundo de habla hispana hemos tenido y tenemos extraordinarios editores como Carlos Barral, Mario Muchnik,  Francisco Porrúa, Jorge Herralde, entre otros, aunque no son los más. En los libros de memorias Egos revueltos de Juan Cruz Lo peor no son los autores de Mario Muchnik  se detallan los encuentros y desencuentros, lealtades y deslealtades entre célebres autores y editores de nuestra lengua 
En la historia literaria anglosajona el binomio autor-editor tiene ─subraya el periodista Wiston Manrique─ epígonos: Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe con Maxwell Perkins, T. S. Eliot con Ezra Pound, Harper Lee con Tay Hohoff, Raymond Carver con Gordon Lish. Entre las historias más divulgadas tenemos la de Raymond Carver, quien dio a leer sus cuentos a su amigo y editor Gordon Lish. Este consideró que a los textos de su amigo les sobraban páginas y adjetivos y realizó una labor de poda. El resultado: un Carver minimalista y concentrado. Los maledicentes dicen que Lish inventó a Carver. En todo caso, ¿hubiera podido el editor mejorar el producto en base a textos mediocres? Supongo que no. 
Algo parecido le ocurrió a T.S. Eliot, el poeta que dio a leer La tierra baldía a su amigo Ezra Pound, también editor suyo Pound cortó, zurció y redujo a menos de la mitad los versos originales. La tierra baldía  que los lectores conocemos es el resultado de la fina guillotina del autor de Cantos pisanos 
Nunca hemos tenido algo así en nuestra tradición literaria. Nos faltan editores que poden y mejoren textos, que lidien con los caprichos de los autores y produzcan textos míticos. No olvidemos que muchos de los relatos de J. D. Salinger, representante junto con John Cheever del llamado estilo The New Yorker”, fueron rechazados sistemáticamente por los editores de esta legendaria revista, quienes los consideraban impublicables.

El arte de leer y escribir poesía

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La poesía persiste gracias al corazón de los que la leen y la escriben, por esto  existen los  llamados talleres literarios y los libros que nos enseñan cómo se llega a sus entrañas. 
El mundo actual parece estar en contra de la poesía y del sentido poético de las cosasComprendo a quienes dicen: “Con la poesía, nada”. Los comprendo, pues sé cómo se aburren al menor contacto con ella. Sin embargo, todavía hay gente que la lee, la escribe y tiene deseos de aprender de sus bondades. 
En un artículo anterior, sostuve que las causas para el descrédito generalizado son varias: los poetas, por su propia condición de “marginados”, se han vuelto herméticoslos lectores han ido empobreciéndose o banalizándose; y la poesía, en general, no ha impulsado un cambio de paradigma, a diferencia de las artes plásticas o la música, que la acerque a la ciencia y la tecnología para potenciar sus recursos expresivos. 
Los seres humanos que leen y escriben poesía son una minoría y marchan solos por el camino de la cultura. Se trata de un arte de culto, no tengo la menor duda. En sus filas abundan los soñadores, los idealistas, los utópicos y los ilusos. Osho sostuvo que  uno de los estados supremos del ser es la creatividad y que dentro de la creatividad la poesía ocupa un lugar relevante. Según su visión, “un poeta está más cerca de Dios que un teólogo”. 
Octavio Paz afirma que hay poesía sin poemas; por ejemplo, personas, paisajes y hechos que por su belleza nos mueven a un estado anímico superior. Y es poético dice Paz aquello que ha sido tocado por una “condensación del azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenas a la voluntad creadora del poeta”. La vida en general, si nos atenemos a las afirmaciones del ensayista mejicano, sería poética. “Lo poético es la poesía en estado amorfo”, sostuvo el poeta mejicano. Proscrita de la vida cotidiana, la poesía se ha quedado en el único lugar donde siempre fue bien recibida: los poemas y, por añadidura, en el corazón de los que la escriben y la leen.  
Gracias al corazón de los que la leen y la escriben existen los talleres de poesía y los libros que nos enseñan cómo se crea. A mí me gusta recomendar siempre, en este sentido, El ABC de la lectura de Ezra Pound y El arco y la lira de Octavio Paz. Ahora tengo que añadir un libro de reciente aparición: El análisis de la poesía de Enrique Verástegui, sobre todo los capítulo dos y tres: Poema y metáfora: una realidad autónoma y Poesía: música verbal y estructura. Se trata de tres conferencias donde desarrolla el análisis que la poesía podría realizar sobre el mundo.  
El capítulo dos es en realidad un relato apretado sobre el origen de la poesía, los vínculos de esta con el esoterismo y la filosofía, el valor y el sentido de las metáforas, los principales aportes de los grandes poetas y corrientes literarias de Occidentes, así como consejos para lograr el ritmo y la estructura. Gracias a gente como Paz, Pound y Verástegui la poesía existe y seguirá existiendo, así sea como un arte de minorías.

Narrar: los miedos, la técnica y el talento

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Contar historias fantásticas, imaginarias o ficticias, largas o cortas, es el resultado, de alguna manera, de tres miedos ancestrales del hombre: miedo a la oscuridad, miedo al silencio y miedo a la soledad.  
El miedo a la oscuridad se originó por el temor a morir en manos de un depredador o de una bestia colosal que no se podía ver. El miedo al silencio, en el temor a padecer la mudez (la nada) que precedía a todo ataque del enemigo superior a nuestras fuerzas. Y el miedo a la soledad, en lincertidumbre de enfrentar el peligro sin la compañía que nos haga sentir menos indefensos y vulnerables.  
Respecto al arte de contar, este vocablo viene del latín “computus” y significa llevar cuenta de algo. El que no sabe hacerlo no sabe sencillamente narrar. En términos simples,  contar es escribir historias inventadas en prosa y solo con palabras. Su finalidad es satisfacer dos necesidades básicas del ser humano: estar entretenido y buscarle sentido a la existencia. 
Contar es el resultado de un equilibrio: de un lado tenemos la capacidad natural (el talento) y de otro la capacidad aprendida (la técnica). Son concurrentes y no deberían manifestarse por separado. Talento significa capacidad, aptitud o inteligencia para desempeñar algún oficio o profesión. La técnica, conjunto de herramientas y procedimientos para llegar a un objetivo, es en cambio lo que se descubre y se practica, y también lo que hace posible que el talento perdure. La verdadera literatura es posible solo si un escritor logra juntar técnica y talento. 
Todos los lectores estamos seguros de la utilidad del arte de contar, aunque los escritores no tanto, por lo menos en cuanto a su utilidad social. «(La literatura no sirve) para nada (…).Tome usted las obras literarias más notables, las de Occidente si quiere, que son las más cercanas a nosotros; tome las que mejor hayan puesto el dedo en la llaga de la miseria humana, las que con mayor alarma y agudeza hayan advertido acerca del peligro que representa para el mundo nuestra especie; tome usted, por ejemplo, las tragedias de Sófocles, la Comedia de Dante, El Quijote, los dramas y tragedias de Shakespeare, las novelas de Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Musil, Camus, Sartre, las que quiera, y estará de acuerdo conmigo en que ninguna de esas obras –ni todas ellas en conjunto- han logrado cambiar un ápice la historia de la barbarie humana (…) Si bien es cierto que la literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, (….), a mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos». 
Contar, en todo caso, sería una manera personal de evadir esos miedos que nos acompañan desde tiempos inmemoriales.

Las mareas de la escritura

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Una excelente historia de Fernando Ampuero basada en la tragedia del terremoto de 1970 revela, por un lado, a un país solidario y, por otro, a seres humanos enfrentados con sus propios males. En medio de todo esto, la escritura pretender ser un antídoto contra el olvido.
Quizás la mayor dificultad en la escritura de una novela breve es el equilibrio por el que debe optar debido a su parecido con el cuento y su filiación con la novela convencional: por un lado, debe concentrar sus recursos sin llegar nunca a los dominios del relato; y por otro, tejer progresivamente una historia sin exagerar su extensión.
Sucedió entre dos párpados de Fernando Ampuero es una novela que se mueve en esta línea de equilibro con naturalidad. Una experiencia “intensa y desoladora” como el terremoto de 1970 en Ancash parece, a primera vista, un tema apropiado para acometer una larga historia de corte social o épico, sin embargo lo que ha escrito Ampuero es una ficción con “una visión poética y personalísima”. El ancla, es decir el lugar y el instante de la narración, es un buen punto de partida, pero no basta por sí mismo. Hay que saber complementarlo con otros vehículos narrativos, como la construcción de personajes, escenas y conflictos, que en el caso de esta novela son impecables.
La trama se desarrolla sobre la base de núcleos narrativos que han sido ensamblados con mucha habilidad y oficio. El primero es el caso de Leonardo, el niño que salvó de morir gracias al payaso “Cucharita”. Su testimonio ayuda a los militares a reconstruir el proceso de la tragedia y al excéntrico párroco de Yungay a crear la santidad del payaso. El segundo es la experiencia de Gustavo, un aspirante a escritor que decide viajar de Lima a Ancash como voluntario. En el camino descubre la realidad de un país devorado por el cataclismo, la improvisación, el desconcierto y la rapiña, así como el sentido de la existencia y el amor ocasional. Y el tercero, la charla agónica que mantienen dos jóvenes sepultados bajo el suelo Yungay en cuyas palabras se filtra el terror y la injusticia provocados por el terremoto. Este visión sombría que atraviesa en realidad toda la novela es atemperada (y contrastada) por la euforia social que desata la participación de la selección peruana en el mundial de fútbol de México 70.
En realidad, más que relatar una historia un escritor lo que hace es descubrir nuevamente el mundo, mirarlo desde otro ángulo, con otro enfoque. Sucedió entre dos párpados es la alegoría de un hecho aciago del pasado materializado a través de relatos simbólicos, el más importante de los cuales, según mi modo de ver, es el que corresponde a Gustavo. Este joven que aspira a utilizar la literatura como su modus operandi encarna, al mismo tiempo, la trayectoria real de un país al que la tragedia mueve a la solidaridad, pero también al olvido y a la indiferencia.  Por esta razón,  la escritura —“las mareas de la escritura”— es tan importante para la reconstrucción de los acontecimientos: el niño Leonardo escribe en pedazos de papel los últimos momentos del payaso “Cucharita”, Gustavo apunta en un cuaderno las intensas experiencias que vive y los sepultados colocan en un muro la frase que los rescatará de la muerte inminente.



Nuestro amor por los libros

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Es innegable que todos los niños  desarrollan un gusto especial por la lectura y los libros. Esto se debe, quizás, a que a esa edad los vemos como objetos sagrados y como fuentes infinitas de placer, aunque no sepamos leer. Los libros lo son todo: la puerta de escape, un mundo paralelo, la imaginación convertida en realidad, la realización de nuestros anhelos y deseos.
Cuando veo a mi hija Luciana tomar sus libros con gran afecto y gozo no puedo dejar de preguntarme si este amor que siente por ellos logrará prevalecer durante las diversas etapas que atravesará a lo largo de su vida. Espero que sí. Pero a veces siento también un nudo en la garganta. El objetivo de lograr que un niño ame la lectura lo persigo desde antes de ser padre y, ahora que lo soy, me asusta un poco.
Me asusta porque ese amor por los libros que manifiestan todos los seres humanos al comienzo de sus vidas se convierte luego en una profunda indiferencia. ¿Por qué? ¿Qué pasa en el trayecto de la infancia a la adolescencia? ¿Por qué el viaje que realiza la lectura de la casa a la escuela se convierte después en una pesadilla? ¿Es la escuela, con sus imposiciones, el lugar donde se acaba el valor simbólico y hedonista de los libros? Todo parece indicar que sí, pues allí la lectura antes que en un placer se convierte en una obligación.
Leer es, ante todo, un placer y no una imposición. Profesores y estudiantes deben replantearse, por todas las razones anteriores, los objetivos del famoso plan lector que siguen las escuelas y todas las ideas que tienen en torno a incentivar la lectura. El placer supone también el despliegue de la pasión. Un profesor desapasionado tendrá como consecuencia un estudiante apático y desdeñoso. Y el sistema educativo peruano está lleno de estudiantes apáticos y desdeñosos.
En principio, todo lo que es impuesto hace infelices a los seres humanos. Si la lectura es impuesta,  tendremos siempre lectores infelices. Y los lectores infelices lo único que pueden sentir es rechazo por lo libros y la lectura. Y cuando lo libros carecen de afecto son considerados objetos sin valor a los que se les puede maltratar y destruir sin ningún remordimiento. A veces, los adultos enseñamos a los niños, queriendo o sin querer, que un televisor, un reloj o una prenda de vestir valen más que los conocimientos que los libros albergan. Siguiendo esta lógica, los mayores alentamos a veces la compra de textos sin prestar atención a su procedencia. De esta manera, lo único que hacemos es perder el respeto por ellos, reducirlos a meros objetos utilitarios y acabar con el escaso valor simbólico que aún tienen.
Temeroso de lo que vaya a sucederle en la escuela, procuro siempre por esto que mi hija Luciana comparta libremente mi cariño por los libros y la lectura. Esto no es obra de un plan o una estrategia para que ella se convierta en una futura lectora. Lo que hago simplemente es compartir con ella mis quehaceres cotidianos y amarla según como vivo y predico. Luciana me  ve ordenar, limpiar y consultar los libros y a continuación hace lo mismo sin que yo se lo pida. Confío en que la sola presencia de estos la envuelva en una atmósfera agradable que luego recuerde con afecto.
De niño fue el propietario de un libro con el cual iba a todas partes. Contaba la historia de un pirata y estaba primorosamente ilustrado. Era de esos que se hacen especialmente para los niños: páginas gruesas, de gran formato y muy resistente. Debido al uso, el librito, sin embargo, se caía a pedazos y yo, que apenas sabía leer, lo amaba por sus figuras y el misterio que encerraban las letras que narraban las aventuras del personaje. Al parecer, el amor era tanto que dormía con el libro. Un día, mientras jugaba en el parque cercano a mi casa, un grandulón me lo arrebató de un zarpazo y lloré, según me cuentan, varios días.
Mi historia de lector comienza con ese robo violento. Soy, en cierta forma, un lector que se la ha pasado lamentando en silencio la pérdida de ese objeto tan preciado. Quiero creer que partir de entonces la historia de mi vida es algo así como la búsqueda de ese santo grial. Cada libro al que le he metido diente es la recuperación parcial de la historia del pirata y de esos dibujos primorosos que tanto me gustaba mirar. Me gustaría, en este sentido, que Luciana viviera también, a su manera, la búsqueda de su propio santo grial. Es solo un deseo, y todos saben que los deseos esconden las pulsiones que nos conducen a la felicidad.
Me preocupa también la “primera vez” como lectora de Luciana. Cuando digo “primera vez” me refiero no a las lecturas que tendrá de niña, sino a la lectura que cambiará su vida, la lectura que dividirá su condición de ser humano antes y después del gusto por la lectura.«La primera experiencia literaria, como la primera experiencia sexual, debe estar precedida de un hábil trabajo de seducción, o de lo contrario puede volverse traumática», dice el mexicano Enrique Serna. Y no le falta razón. Si “nuestra primera vez” como lectores ocurre con un libro denso y aburrido, es más que seguro que nuestra relación con la lectura será nefasta y espantará al buen lector que todos llevamos dentro. Por esta razón, no hay manera más eficaz de inculcar el odio por los libros a un niño o a un adolescente que obligándolo a leer textos densos y aburridos bajo la premisa de que solo la cultura puede salvar sus almas de rebaños desconcertados.
En futuro que la espera a Luciana como lectora es peliagudo. No solo enfrentará las imposiciones de la escuela, la falta de pasión de los profesores y la indiferencia de la mayoría por los libros y la lectura, sino también una nueva realidad del libro propuesta por la ciencia y la tecnología. Probablemente ella comparta libros impresos con electrónicos, lea de manera simultánea y no lineal, combine íconos con signos lingüísticos, adquiera información a una velocidad asombrosa y envejezca con la lectura a la misma velocidad con que cambia el conocimiento. Sea cual fuere la realidad que viva Luciana y su generación, estoy seguro de algo: que si sembró amor por los libros cosechará amor por ellos. (Tomado de la edición N° 3 de "El ojo Interior") 
http://issuu.com/francocastaneda0/docs/el_ojo_interior_3ra_edici__n

¿El centenario de La Bohemia de Trujillo?

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 Hace cien años (¿o más?), un grupo de creadores e intelectuales resquebrajó las estructuras de la vida cultural del Perú. Un célebre periodista limeño lo llamó “La Bohemia de Trujillo”. De sus integrantes, uno llegó a ser con el paso del tiempo un poeta universal: César Vallejo.

Respecto al influyente grupo de creadores e intelectuales que animaron la vida cultural de Trujillo a principios del siglo XX existen dos vaguedades: por un lado, no se sabe si llamarlos “La Bohemia de Trujillo” o “Grupo Norte”, y, por otro, se duda sobre el verdadero punto de partida para establecer su cronología,  la cual oscila entre 1914 (o desde mucho antes antes), la fecha del célebre banquete que ofreciera Cecilia Cox a los estudiantes de la Universidad Menor de La Libertad el 4 de abril de 1915 en la ramada del señor Porturas, en la playa de Buenos Aires, y el muy citado artículo de La Bohemia de Trujillo de Juan Parra del Riego publicado por el semanario Balnearios el 22 de octubre de 1916.

Las actividades de La Bohemia de Trujillo, según estudiosos como Germán Peralta y Teodoro Rivero Ayllón, van desde 1914 a 1922, mientas que las del Grupo Norte comienzan en 1923 con la fundación del diario del mismo nombre   dirigido por Antenor Orrego.German Peralta plantea tres momentos del grupo trujillano: el primero es el de la fundación (1914-1916), el segundo es el del reagrupamiento de la bohemia (1917-1922) y el tercero es el de la constitución del Grupo Norte (1923-1932, con otros integrantes además).
Gracias a los aportes de ambos estudiosos, la información con la que contamos es ahora más clara. Una cosa es “La Bohemia de Trujillo” y otra muy diferente  el Grupo Norte. Respecto a desde cuándo se puede hablar propiamente de La Bohemia, las dudas persisten. Si nos atenemos al hecho de que sus integrantes “hacían bohemia” en su etapa de estudiantes universitarios , su centenario debió celebrarse en 1914; si seguimos la fecha del banquete, debió ser en abril de 1915; y si usamos como referente el texto de Parra del Riego, los cien años debieron conmemorarse en octubre de 1915.
¿Qué hacían estos lúcidos, rebeldes y soñadores jovencitos de comienzos del siglo XX en una ciudad como Trujillo que tenía apenas entre 14 y 16 mil habitantes? Pues leer a los simbolistas, reunirse en un bar, en una playa, asistir a un teatro, celebrar rituales paranormales o gastarles bromas a los cucufatos. No olvidemos que entre sus integrantes había uno al “que le faltaba un tornillo” (Vallejo).Los centros de reunión de “La Bohemia” eran muy visibles y se contaban con los dedos de la mano. Para beber y comer: el bar “Americano”, el café “Esquén” (en el jirón Ayacucho), las huertas “Los Tumbos” y “Los Ñorbos” (ambas en el barrio Chicago), los restaurantes "Morillas" y "Valeriano" (frente a la playa de Buenos Aires). Para recitar poesía, escuchar música y sostener encuentros esotéricos: la garconiere de José Eulogio Garrido (en la cuadra cuatro del jirón Independencia, cerca la Catedral, el departamento de Antenor Orrego (en el jirón Salaverry), la casa del músico Daniel Hoyle, conocida como “El Molino” (detrás del actual campus de la Universidad Privada del Norte) y la ciudadela de Chan Chan. Y para espectar comedias y admirar bailarinas ocasionales como Nora Rouskaya, el teatro “Ideal” (en el jirón Orbegoso) y el teatro “Gloria” (en el jirón Independencia).
La importancia de esta generación de creadores intelectuales puede resumirse en tres puntos: haber contribuido a la formación de César Vallejo, haber cuestionado el centro del poder cultural (Lima) y haber creado las condiciones para el desarrollo de un nuevo pensamiento político para entender el Perú.


Hagamos la revolución ortográfica

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Una iniciativa juvenil propone hacer una “revolución ortográfica” con la finalidad de que nos podamos comunicar mejor. Empujemos esta decisión, no dejemos que se quede en el nivel del simple deseo, de la utopía cotidiana.
La ortografía, dice la RAE, “es el conjunto de normas que regulan la correcta escritura de una lengua”. Pero más que regular, lo que esta disciplina lingüística consigue es “facilitar y garantizar” la comunicación escrita. Lo primero, porque propicia el entendimiento; y lo segundo, porque constituye un factor de unidad lingüística; es decir, permite que todos los usuarios del español manejemos los mismos códigos y respetemos las misma reglas.
Hace uso días, unos estudiantes de la universidad donde trabajo lanzó una iniciativa llamada “Revolución ortográfica”. El nombre es verdaderamente audaz, pues supone  un cambio profundo y violento de las estructuras de la escritura incorrecta. La realidad de la que parten es que la mayoría escribe mal y que esta realidad debe ser revolucionada, es decir, cambiada de golpe, sin miramientos. En realidad, lo que estos jóvenes quieren hacer no es enseñar a escribir correctamente a la gente, sino llamar la atención sobre la tragedia de la incorrección idiomática. Una campaña comunicativa, en otras palabras. Aplaudo y suscribo esta idea, aunque creo que es necesario precisar algunas ideas.
Hablar no es, desde luego, lo mismo que escribir. A quien habla se le puede perdonar que diga haiga, incluso que sea anárquico e incoherente en su discurso y hasta que haga trizas la concordancia. El habla tiene la virtud de complementarse con los gestos y los movimientos corporales. 

Lo que sí no se puede perdonar ni tolerar, pues denigra los principios mismos de la comunicación escrita, es que alguien escriba benir, lla yegué, vueno, enantes, corrucción, redacte un texto farragoso, incoherente, sin comas ni puntos, o emplee expresiones rimbombantes como si fuera un notario del siglo XVI. Si alguien escribe mal es porque su pensamiento está mal. Si el pensamiento está organizado, la escritura lo estará también.

Lo que se debe aprender al mismo tiempo es gramática. En la escuela, en el colegio y en la universidad nos enseñan un conjunto de reglas muertas, de normas frías e inanimadas que nadie quiere memorizar ni aplicar. Así no se aprende a escribir, más bien se genera un odio visceral contra la gramática. Se aprende a escribir escribiendo y, sobre todo, leyendo. Si estos hechos ocurren por separado, seguro que cualquier forma de aprendizaje nos llevará al más absoluto de los fracasos.
Después que uno aprende a organizar su pensamiento en frases lógicas, a relacionar las palabras, a tildarlas, a colocar puntos y comas y a ligar las oraciones, está preparado para culminar el proceso de redacción. El problema reside en que nos exigen redactar sin que antes hayamos aprendido a pensar y a leer y, por añadidura, a acercarnos a las reglas gramaticales como nos acercamos a una enciclopedia o a un diccionario: con simple curiosidad y como jugando.
Es imposible prescindir de las normas gramaticales y perder de vista que el objetivo de la comunicación escrita es la persuasión. Sin ellas, todo sería un caos y nos iría peor de lo que nos va ahora. Es asimismo necesario dar vida a las leyes de la lengua, desacralizarlas y redimensionarlas en su uso doméstico. Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que una palabra bien tildada, una coma bien puesta y una frase bien construida aseguran la unidad de la lengua y garantizan la existencia de la vida social.

Acompañemos entonces a estos jóvenes en su iniciativa y hagamos con ellos la revolución ortográfica.

Las lecciones del Hay Festival de Arequipa

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El Hay Festival Arequipa 2015 no solo ha colmado las expectativas de los amantes de las artes y las letras, sino  que también ha demostrado lo importante que pueden ser estas para el desarrollo de un país con grandes carencias y miserias.
“Estalló el volcán” tituló Caretas su informe sobre la inauguración del Hay Festival Arequipa, un evento que reunió durante cuatro días en esa ciudad a importantes intelectuales, cineastas, narradores, artistas y periodistas de todas partes del mundo.
Aunque los volcanes erupcionan más que estallan, lo que Arequipa vivió el 5, 6, 7 y 8 de diciembre  fue la emisión violenta de una serie de actividades que sobrepasaron las expectativas de los asistentes.  Fueron casi cien invitados y más de cincuenta eventos. Todos de primer nivel.

Entre los invitados extranjeros más destacados estuvieron Joumana Haddad, Jon Lee Anderson, David Trueba, Martin Amis, Fernando Savater, David Rieff, Gerald Martin, Vicente Molina Foix, Jorge Edwards, D.T. Max, Leila Guerriero, Irvine Welsh, Mario Bellatín, Alberto Fuguet, Marcus du Sautoy y entre los nacionales Alonso Cueto, Fernando Ampuero, Jeremías Gamboa, Renato Cisneros, Juan Manuel Robles, Daniel Alarcón, Miguel Gutiérrez, Julio Villanueva Chang, Gustavo Gorriti, entre otros.
Una de las características del Hay Festival, una iniciativa que nació en Europa y que hoy se ha diseminado por muchas partes del mundo, es que las ciudades donde se organiza no suelen ser capitales de un país o metrópolis (salvo excepciones), sino más bien ciudades medias, acogedoras, con condiciones materiales, culturales y geográficas idóneas para la difusión de las artes y las letras. Existe así Un Hay en Cartagena de Indias, por ejemplo. Arequipa fue elegida supongo que por esto y por la ayuda de Mario Vargas Llosa. Por lo demás, hay que reconocer el gran avance de Arequipa en relación a su patrimonio arquitectónico, cultural y social.
¿Es irreconciliable el crecimiento económico con el progreso cultural? Desde luego que no. La organización del Hay Festival Arequipa es una muestra de que son compatibles. Una de las grandes sorpresas fue —soy testigo presencial— el lleno casi absoluto de todos los recintos donde se desarrollaban las actividades. Presencié las intervenciones de Fernando Savater y Martin Amis y doy fe de que los arequipeños no solo estuvieron allí por cientos, sino que preguntaron, se divirtieron y aplaudieron a rabiar. A mí me dejó muy buena impresión también el diálogo que sostuvieron Jon Lee Anderson Y Julio Villanueva Chang.

¿Agún día tendremos en Trujillo un Hay Festival? Supongo que todo depende de que hagamos las cosas tan bien como la han hecho los arequipeños. Tradición literaria tenemos, por lo menos.

La metáfora de la diferencia

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Un magnífico libro de Pilar González Vigil, Lala, la sin-piés, cuenta la historia de una simpática ciempiés que puede leerse como una metáfora de la diferencia y una parodia de la autoestima.
En el excelente cuento Lala, la sin-piés de Pilar Gonzales Vigil tanto lo que se relata como la forma en que se relata tienen idéntico valor. Se trata de un cuento que tiene como referencia inevitable al famoso El patito feo de Hans Christian Andersen, en el sentido que podría leerse también como una metáfora de la diferencia y una parodia de la autoestima. Es decir, la historia que vive la protagonista no es necesariamente lo más importante sino los significados que proyecta a los lectores.
Lala, la sin-piés  es un ciempiecita diferente a las de su especie. Ella no tiene patas y su cuerpo rosado está lleno de pelos. Esta apariencia singular provoca las burlas y las bromas de sus hermanos, quienes la consideran poco apta para el juego y la vida social con sus semejantes. Lala acusa el golpe y se refugia en el cariño de su madre. Esta sufre tanta como la hija la discriminación de que es objeto la ciempiés y no puede hacer nada para remediar la situación.
Lala busca respuestas en la naturaleza, especialmente en la única montaña que se eleva sobre el bosque donde ella vive. Quiere saber por qué es rara. Al día siguiente se levanta con gran alegría y decide subir hasta la cima de la montaña, lo cual provoca otra vez las burlas de sus hermanos. ¿Cómo una ciempiés que no tiene piés puede subir a lo más alto de una montaña? Pero Lala está decidida, se baña con gotas de rocío muy temprano y entrena a diario para conseguir el estado atlético indispensable
Finalmente, cuando la luna llena reaparece, decide partir en busca de la cima. La madre intenta disuadirla para que no lo haga, pero la ciempiés está decidida a cumplir sus sueño. En realidad ha sufrido un proceso de transformación y sabe que la única manera de lograr que todos la acepten es cumplir con su objetivo. Llegar al punto más alto de la montaña es un acto de heroísmo personal, una búsqueda de sí misma. Algo le dice que las respuestas están allí, que su vida tendrá sentido si llega hasta a realizar lo que ha propuesto.
El trayecto resulta más duro de lo que había pensado. ¿Qué reto personal no lo es? Lala, la sin-piés, no obstante, no desmaya y sigue en pos de su sueño. Ni el frío, ni el dolor de cuerpo ni el agotamiento de las provisiones la hacen desistir. En un momento de debilidad, invoca a su madre y llora, pero sigue caminando. Llegada la noche, con el hambre y el cansancio acosándola, Lala cae rendida, cierra los ojos y entra en un sueño profundo. De pronto se despierta y está frente a su madre convertida en una hermosa mariposa azul. En realidad, el huevo que recobró la mamá ciempiés tras una tormenta no era el de una ciempiés sino el de una oruga de mariposa. Lala, la sin-piés es una mariposa y llegado el momento partió a la montaña para formar su capullo.

Lala, la sin-piés  es un cuento lleno de múltiples figuraciones. Afirmé antes que podría leerse como una metáfora de la diferencia y una parodia de la autoestima. Lo primeo porque narra el drama de la incómoda situación de una ciempiés diferente, física y emotivamente, de los seres que la rodean, de los cuales recibe burlas y discriminación, eso que la realidad actual llama bulling. Lala no se avergüenza de su situación, aunque sí siente que no encaja, que no es ella misma, que es diferente y que no es libre. Lo segundo porque la situación que vive es absurda, paródica. ¿Cómo es que una ciempiés quiera subir a lo más alto de una montaña si no está dotada físicamente para hacerlo y, sobre todo, si es vista como frágil, insignificante y hasta cierto punto chiflada? La situación no es solo absurda, sino también producto de un malentendido: los ciempiés creen que ella es una ciempiés y ella cree que sus hermanos se burlan de su condición porque nació rara.  Ni lo uno ni lo otro. Ella es una oruga de mariposa que siente que su autoestima está mellada hasta que oye el mandato de un sueño que le dice que suba a la montaña, que allí sabrá quién es realmente ella. 

Dame tu voto y no preguntes quién soy

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¿Si los políticos peruanos no son leales con las ideas que pregonan cómo van a serlo con los electores o el partido al que pertenecen? El cambio de camiseta no debería extrañar a nadie en un país sin sistema de partidos y estamentos políticos coherentes.
La política, por su misma naturaleza, requiere de ciudadanos preparados, probos y conscientes de que representan a las mayorías que los eligen —o dejan que ejerzan de facto su representación— para que garanticen la vigencia de sus derechos. Al menos esto es así en teoría.
Mal que bien, los políticos se preparan para gobernar, profesar una ideología, formar una especie de linaje, hacer una carrera de años, tratar de entender cómo funciona el Estado y poner en práctica las mejores recetas para gobernar. El poder político se basa en la prepotencia, el dominio, el mando, el privilegio, la superioridad y la conspiración contra el débil. La historia de los Estados es la historia de la lucha contra esta forma de poder, así como una cabal demostración de que la política y los políticos —pese a las profundas injusticias que acarrean— resultan necesarios para la vida social. De allí lo conveniente de contar un sistema de partidos y estamentos políticos.
Pero como la mayor parte de los oficios, artes y profesiones la política se ha ido devaluando a saltos agigantados. La corrupción —esa peste de los Estados ricos y pobres— ha convertido los fines primigenios de la política en asuntos subalternos que conciernen solo a soñadores y «tontos útiles». Tras ella se agazapa una lógica perversa: dame tu voto y no preguntes quién soy y a qué me dedico.
En el Perú a partir de 1992 la política sufrió un proceso de  «espectacularización». Los políticos con ideología y discursos con contenido desparecieron o se arrinconaron en movimientos de última hora. Los empresarios, los periodistas, los militares retirados, los caciques de provincia y algunos ciudadanos de «éxito» se apoderaron de puestos de mando y representación. Las de 1990 fueron, creo, las últimas elecciones con contenido ideológico en el Perú. Sin embargo, ya algo anunciaba que el medio político del Perú empezaba a perder profundidad y decencia. Al poco tiempo, las cosas se pusieron patas arriba: había muy poco espacio para los políticos de vocación y mucho para los que buscaban una fórmula de ascenso económico. La prédica de que se había llegado al fin de la historia, los partidos y las ideologías «lumpenizó» el discurso electoral y abrió de par en par las puertas —con la ayuda de los medios de comunicación— a los aventureros y a los improvisados.
Perdidos en medio de la nada, sin debate de ideas, sujetos a los vaivenes del poder y el dinero, los políticos pasan de una tienda política a otra, buscan su acomodo, revelan sus verdaderas ambiciones. ¿Si no son leales con las ideas que pregonan cómo van a serlo con los electores o el partido al que pertenecen? En este sentido, no debería llamarnos la atención que Anel Towsend haya pasado a las filas de APP, que Lourdes Flores haya propiciado una alianza con el APRA o que Susana Villarán forme parte de la plancha presidencial de Daniel Urresti. Entiendo que muchos electores nos sintamos defraudados o incluso traicionados, ¿pero de verdad podíamos esperar algo diferente?

La tragedia de nuestra historia es que nuestra lucha por salir de la pobreza no se corresponde con una lucha para tener un sistema de partidos y estamentos políticos (con las responsabilidades personales y colectivas que esto supone). La tragedia salta a la vista con políticos que se venden por un plato de lentejas.

Pamuk y sus recuerdos de Estambul

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Las ciudades de los escritores suelen ser espacios fugaces de felicidad, odios y recuerdos, más que simples lugares físicos por donde ellos transitan. Un libro de memorias de Onhar Pamuk,  Estambul: ciudad y recuerdos, así lo confirma.
Los escritores suelen establecer con las ciudades —que son de todos— una relación íntima que oscila entre el amor y el odio, entre la aceptación y el rechazo o entre el silencio y la elocuencia. Un estadio espiritual de sentimientos simultáneos, nunca por separado.
Franz Kafka, Fernando Pessoa, James Joyce Jorge Luis Borges y Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, se refirieron a Praga, Lisboa, Dublin, Buenos Aires y Lima como espacios de existencia, las convirtieron escenarios de sus obras y, en el mejor de los casos, las cubrieron con el manto de su imaginación. Los escritores redibujan de este modo espacios del pasado y el futuro que el tiempo confirma o diluye según la grandeza del creador.
Las ciudades están presentes como un espacio donde se reproduce el universo literario de los escritores o como el objeto mismo de sus afectos, recuerdos, melancolías y obsesiones. Cuando ocurre lo primero, son por lo general los conocedores de sus obras los que reconstruyen mediante guías, mapas, itinerarios y diccionarios personales las vidas que ellos vivieron en las ciudades que amaron y odiaron a la vez. Tenemos así libros sobre la Praga de Kakfa, el Buenos Aires de Borges o el Dublin de Joyce.
Cuando ocurre lo segundo, los escritores escriben memorias o autobiografías en las que se mezcla el recuerdo, la educación sentimental e intelectual y los viajes que realizaron por el mundo interno y externo. Pocos, sin embargo, han dedicado a una ciudad un libro entero donde pudieran resolver la tensa relación que mantuvieron con ella a lo largo de su vida. Es el caso del premio nobel turco Onhar Pamuk, quien en el 2003 publicó su libro Estambul: ciudad y recuerdos, un libro escrito con una visión panorámica y al mismo tiempo personal.
Estambul es Onhar Pamuk la ciudad física y la ciudad ideal, la pobreza y el esplendor, el pasado y el presente; es decir, establece con esta legendaria ciudad turca una relación ambivalente, en la que, además, padeció las contradicciones propias de su vocación artística y la clase social a la que pertenecía. La familia del novelista era rica y occidentalizada y guardaba en su imaginario el antiguo esplendor de la capital del imperio otomano. Pamuk vive estas contradicciones como un dolor que lo desgarra y, al mismo, tiempo como el descubrimiento de una belleza interior y aterradora: la amargura.
Según el novelista turco, Estambul está ligada con sus habitantes a través de un sentimiento común: la amargura, la que a su vez es alentada por la sensación de pérdida y pobreza, por el dilema de ser occidental o ser oriental o simplemente por un estado espiritual de derrota que todos sienten sin comprenderlo cabalmente. El libro, que está acompañado de fotografías muy expresivas sobre la belleza y la fealdad física y moral de Estambul, se convierten realidad en una elegía en la que desfilan recuerdos, personajes, curiosidades, recuerdos maravillosos y felices, así como una testimonio sobre el encuentro violento entre la lo antiguo y lo moderno. Las imágenes que proyecta el memorioso Pamuk recuperan las callejuelas, los edificios, las estatuas, los parques, los cementerios y el mítico Bósforo, quizás el gran personaje de estas memorias.

Gracias a este libro uno puede conocer emocionalmente a Estambul y, sobre todo, conocer la importancia que una ciudad puede tener para el desarrollo literario y espiritual para un escritor.

El mundo cercano y distante de V.S. Naipaul

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“La mitad del trabajo de un escritor consiste en descubrir su tema”, dice V.S. Naipaul. Ocurre, sin embargo, que la mayoría de escritores busca incesantemente en lugares remotos y no se da cuenta ─o no quiere darse cuenta─ que lo tiene al alcance de la mano.
En el libro Momentos literarios, que es una especie de biografía intelectual de V. S. Naipaul, este escritor  plantea una serie de reflexiones en torno al placer de leer, el arte de la escritura y la identidad del escritor.
Sus reflexiones se levantan sobre la base de dos ideas fuerza: la tradición literaria y el valor del escritor para ser auténtico. Naipaul nació en la isla de Trinidad, en el seno de una familia de emigrantes hindúes que habían formado una especie de India aldeana e idílica en el país donde habían llegado en busca de un mejor porvenir.
De joven, este escritor sintió que carecía  de una “tradición literaria viva” y que no pertenecía, como Dickens o Conrad, a una sociedad organizada que usar como referente. También sentía, al mismo tiempo, que tener ambiciones literarias y ser de una colonia inglesa “era un tanto ridículo e insólito” y hasta torpe.
“[…] los grandes novelistas escribían sobre sociedades sumamente organizadas. Yo no tenía una sociedad así. No podía compartir los supuestos de los escritores, no veía mi mundo reflejado en el suyo”, escribe Naipaul. Por un lado, tenemos a una víctima del colonialismo intelectual de la época y, por otro, a un joven escritor carente del valor suficiente para escribir sobre su propio mundo. Con el paso de los años, gracias a su estadía en Inglaterra y sus viajes al exterior, su visión cambió y él empezó a librarse de la tradición metropolitana y a mirarse a sí mismo.
Cuando, tras una serie de dificultades y fracasos, adquirió conciencia de la historia de Trinidad, de su origen hindú y del objetivo personal que perseguía, se lanzó a escribir sin mayor temor que su propia capacidad. Lo primero que hizo fue utilizar en un relato el nombre de una calle de Puerto España donde vivía. Es decir, se apropió del mundo que tenía al alcance de la mano y que había estado esperándolo, con el cual, dicho sea de paso, podía tocar temas universales: “Y de repente un día, sumido en una depresión casi continua, empecé a ver cuál podría ser mi material: la calle de la ciudad de cuya vida mestiza nos habíamos distanciado, y la vida rural anterior, con los usos y costumbres de una India recordada. […] Casi al mismo tiempo surgieron el lenguaje, el tono, la voz de ese material. Parecía como si voz, forma y contenido se integraran unos en otros”.
Gracias a la investigación constante y el estudio, V. S. Naipaul fue descubriendo una tradición literaria que lo conectaba con Inglaterra y la India y, sobre todo, con el lugar donde había nacido: Trinidad. Para lograrlo, contó con la ayuda invalorable de su padre, un periodista que en sus ratos libres escribía relatos sobre la vida de los hindúes que vivían en esa isla. Esos relatos, según Naipaul, se convirtieron en un respaldo moral y sentimental, en un desencadenante del oficio que luego elegiría para vivir.

“La mitad del trabajo de un escritor consiste en descubrir su tema”, afirma en el Prólogo de una autobiografía. Tratándose de un escritor desplazado y casi sin tradición propia, esta idea cobra más sentido y valor.Ahora mismo pienso en las resonancias intelectuales y afectivas que esto tiene para los aspirantes a escritores que sienten, como Naipaul, que  viven en la periferia del mundo o que creen que no cuentan con una tradición literaria que respalde sus ambiciones. No hay más que mirar ─como miró él─ a la realidad que nos rodea y dar el paso con la valentía suficiente para integrar voz, forma y contenido.

John Banville y la belleza de la atmósfera

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Es casi unánime que los narradores crean siempre dos tipos de historias: las que se concentran en la anécdota y en el desenlace sorpresivo; y las que logran crear un tono, una atmósfera, un clima, o una paradoja íntima.
En realidad, la historia de la narrativa se ha movido entre dos vertientes. Por un lado, hay autores preocupados más por los sucesos y los hechos; y autores a los que les resulta fundamental construir sensaciones antes que un conjunto de hechos potenciados por una trama compleja.
Tomemos como ejemplo los cuentos La dama del perrito de Anton Chéjov y La carta robada de Edgar Allan Poe. En el primero, se cuenta la historia de Gúrov y Anna, quienes se conocen casualmente en Yalta, a donde han ido a parar con el de olvidar los malos momentos que pasan en sus matrimonios. Ambos viven un romance y luego regresan a sus hogares, donde cada uno espera olvidar al otro, cosa que no ocurre. Gúrov va en busca de Anna a San Petesburgo, pero ella lo rechaza y le sugiere e más bien encontrarse en Moscú para retomar la relación. La historia termina cuando ambos hacen planes para el nuevo encuentro. La anécdota es banal, insulsa y el relato vale por el clima que desarrolla: un clima de ansiedad y obsesión.
En La carta robada, el ladrón de una carta de grandes implicancias políticas (un importante ministro) ha sido identificado por la policía, la cual sabe además que la tiene oculta en su domicilio, pero ignora exactamente dónde. Con este fin, el prefecto que dirige el caso llama  al detective Dumpin para que se haga cargo del caso a cambio de una gran recompensa. Mediante un ingenioso análisis y una astuta treta para distraer al ministro, Dumpin llega a determinar dónde se  encuentra oculta: en el escritorio, el lugar más visible y, por lo mismo, menos sospechoso. El detective cambia la carta original por otra que había preparado cuidadosamente y así resuelve el asunto. En esta historia lo más importante es lo que sucede, la forma en que se entrelazan los acontecimientos.
La novela Eclipse de John Danville es tributaria de las narraciones donde lo más importante es el tono surreal y lírico que crea alrededor de los personajes. La trama es simple: Alexander Clave, un actor famoso, decide regresar al hogar de su infancia con el fin de encontrase consigo mismo y comprender la crisis nerviosa que lo atenaza luego de su retiro. En la vieja y sucia casa se le aparecen esporádicamente tres espectros (una mujer, un niño y un hombre que no puede reconocer), los cuales parecen darle algunas señales sobre su pasado. Más tarde descubre que en la casa viven también dos inquilinos de carne y hueso con los que establece una relación entre tolerante y huidiza. Luego de un tiempo, su esposa viene en su busca con la intención de salvar su matrimonio y comunicarle que su hija mayor, Cass, quien padece de una enfermedad mental, está embarazada. El actor se ve envuelto en el caos y la desesperación, hasta que finalmente alguien le comunica que Cass se ha suicidado. Tras la muerte de la hija, Alexander Clave se da cuenta que los espectros que se le aparecían eran los miembros de su propia familia, los cuales buscaban darle señales del futuro, no del pasado; es decir, señales sobre el destino trágico de Cass. Pero ya es muy tarde para evitarlo.
Para escribir una novela de estas características hace falta manejar una prosa deslumbrante, de connotaciones líricas, llena de referencias culturales clásicas, de grandes objetivos estéticos y un manejo elegante de la ironía, cosa que John Banville, uno de los más grandes novelistas del mundo contemporáneo, maneja con suma maestría.


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