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Pasión por la enseñanza

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La mejor manera de acabar con el aburrimiento y desatar el gusto por el conocimiento es la pasión; es decir, enseñar con vehemencia.
 El concepto del verbo enseñar es, según mi punto de vista,  incompleto: «Instruir, doctrinar, amaestrar con reglas o preceptos». Digo incompleto porque se puede enseñar también con la pasión.
Si tenemos en cuenta la incapacidad que tienen los jóvenes peruanos para entender lo que leen o para escribir lo que piensan, la pasión resulta una pieza clave en la transformación de un ser humano. Pasión en una sus acepciones  significa «Apetito o afición vehemente a algo».
El drama de la educación en el Perú es que todo el mudo se aburre en las aulas de una escuela, de un colegio o de una universidad. Se han ensayado todas las metodologías y técnicas y perfeccionado todos los procesos de enseñanza-aprendizaje, pero siempre se llega al mismo punto que describe el diccionario como aburrimiento: «Cansancio, fastidio, tedio, originados generalmente por disgustos o molestias, o por no contar con algo que distraiga y divierta».
Desde hace años estoy convencido del valor de la pasión en el campo educativo. Creo que esta vía emocional debe ser mejor considerada a la hora en que se forma a los profesores de todos los niveles educativos. Estoy de acuerdo con que los profesores deben ser entrenados para que puedan desempeñar mejor sus roles en el aula. Comparto también la idea de lo importante que son la estimulación, la enseñanza activa y el uso de herramientas tecnológicas para la tarea docente. Pero creo que les falta el elemento emocional del que hablo.
La pasión que exhibe un profesor desencadena siempre la incitación a  obrar o funcionar (estímulo) o mueve el ánimo de alguien para que proceda de una determinada manera (motivación). En el libro de entrevistas Conversaciones con ojos del siglo XXI de Santiago Pedraglio, todos los entrevistados ― peruanos exitosos de distintas profesiones  que presentan enseñanzas para futuras generaciones― coinciden sin proponérselo en que la influencia más grande que los marcó en su infancia o juventud fue la de un maestro de escuela o de universidad, ya sea por la entrega al oficio,  su entusiasmo por el Perú o el gusto insaciable por el conocimiento.
Nadie ha resaltado esta coincidencia entre los entrevistados, coincidencia qua mí me parece muy reveladora. Los testimonios de gente como el escritor Oswaldo Reynoso, el sociólogo Julio Cotler, el pintor Fernando de Szyszlo, el teólogo Gustavo Gutiérrez, el físico Ronald Woodman, el embajador Juan Manuél Bákula, el poeta Carlos Germán Belli, el periodista Edmundo Cruz, entre otros, comprueban la fuerza poderosa del liderazgo y la pasión en favor de la enseñanza.

Todo profesor es al mismo tiempo un líder. Los docentes olvidamos frecuentemente que enseñamos a seres humanos capaces de emocionarse hasta las lágrimas o de enojarse hasta la agresión. Los recursos que nos proporciona la pasión por los libros, obras de arte, teorías científicas o personajes que admiramos se convierten en armas formidables sólo si logramos que se manifiesten en su estado más puro. En este sentido, creo más en el profesor que quiebra la voz mientras lee un verso de Pablo Neruda o explica con un brillo diabólico en sus ojos la teoría del Big Bang que en el docente que expone brillantemente los hábitos para ser un empresario exitoso vestido como un dandy y a punto de convertirse en un témpano de hielo. Enseñar es emocionarse; es compartir iras, alegrías y tristezas. Es poner la piel como carne de gallina, y llorar si es preciso.

Ciencia, entre lo claro y los oscuro

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El reto antiguo de la ciencia fue lidiar contra prejuicios ideológicos, su reto actual es evitar que intereses privados impidan que sus beneficios lleguen a toda la humanidad.
 La Internet le ha traído al mundo una serie de beneficios, uno de estos es la aceleración del conocimiento humano. Otro es el fácil acceso a este conocimiento almacenado en millones de ordenadores a lo largo de la tierra. Gracias al primero,  la ciencia y la tecnología vuelven cada día más cómoda la vida; y gracias al segundo, la información ya no es privilegio de unos cuantos.
La aparición de la Internet y sus efectos altamente positivos para la humanidad no serían posibles si es que la ciencia y la tecnología no hubieran alcanzado hace mucho tiempo una posición de autonomía y libertad. Por miles de años, ambas estuvieron sometidas a poderes políticos y religiosos con funesta consecuencias para el desarrollo de las sociedades.
La historia de la ciencia y la tecnología es una lucha constante para vencer prejuicios e ideologías anquilosadas. Hace unos mil setecientos años antes que Copérnico y cuatro siglos ante que naciera Ptolomeo, Aristarco creó una cosmología heliocéntrica que fue paulatina e interesadamente olvidada: admitir que el centro del universo visible no era la tierra sino el sol era un desafío demasiado grande para quienes ejercían por entonces el control de la mentes y los cuerpos.
Pero los avances científicos no fueron solo “olvidados” en Grecia, también lo fueron en mayor medida en Roma. Con la llegada del cristianismo y su adopción como religión oficial por los romanos las cosas fueron de mal en peor. Según Timothy Ferris, nada más opuesto a Roma que la ciencia: Roma reverenciaba la autoridad, promovía la práctica del Derecho y alentaba el pragmatismo, mientras que la ciencia no tiene más autoridad que la naturaleza, valora la novedad sobre lo rígido y precedente y desdeña la práctica en favor de lo hipotético.
Se cree, por ejemplo, que cristianos fanáticos quemaron los libros paganos que se guardaban en la Biblioteca de Alejandría y que musulmanes fundamentalistas hicieron los mismo con los libros que custodiaban los cristianos. La desaparición del saber antiguo gracias al fuego es un precio demasiado alto que la ciencia tuvo que pagarle a la ignorancia y a los prejuicios ideológicos.  Muchos y oscuros siglos cayeron después sobre la historia de la humanidad.
Con el paso del tiempo, la ciencia y la tecnología transitaron por su propio camino, el cual no ha sido siempre lineal, puesto que las dos pueden servir tanto para intereses claros como oscuros. La fascinación de Arquímedes por las palancas y las poleas sirvió para bombear agua y mover barcos, pero también para  construir gigantescas grúas bélicas que mantuvieron aterrorizados a los soldados romanos que querían conquistar Siracusa, la tierra natal de Arquímedes. El saber científico de Albert Einstein ha servido para comprender el origen del universo y la naturaleza del tiempo, pero también para la construcción de la bomba atómica.

El desenfreno con que el industrialismo extremos destruye el medio ambiente, la oposición feroz de muchas empresas farmacéuticas a los medicamentos genéricos y el uso mortífero de armas y drogas que promueven ciertos grupos de poder podría hacernos pensar que la ciencia y la tecnología transitan más bien por un camino lleno de ambivalencias. Si antes, la religión y el poder político se opusieron al avance científico, ahora los poderes económicos lo alientan para su propio beneficio.

Una conmovedora novela sin ficción

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Javier Cercas ha escrito no solo una novela que borra los límites entre la verdad y la mentira, sino una historia conmovedora que enfrenta al lector consigo mismo.
Javier Cercas califica a su último libro, El impostor, como una «novela sin ficción saturada de ficción». Lo primero, porque intenta descubrir la verdad sobre la vida embustera de Enric Marco, un barcelonés que se hizo pasar como un deportado y superviviente del campo de concentración nazi de Flossebürg hasta que fue descubierto por un historiador, Benito Bermejo, en el 2005; y lo segundo, porque el personaje del que se ocupa es en sí mismo una mentira construida con verdades a medias y, por lo tanto, una ficción seductora que mantuvo engañada a la sociedad española durante tres décadas.
El impostor se desarrolla en base a dos relatos: el que narra la vida rocambolesca del citado Enric Marco y el que ―auxiliado por el ensayo, la crónica y la autobiografía― cuenta el proceso de investigación, documentación, valoración y escritura que realiza Cercas sobre lo que tiene entre manos (un proceso por lo demás más lleno de dudas que de certezas). Quizás esta es la parte más sorprendente y enriquecedora del libro.
“Tal vez lo que ocurrió no deba ser comprendido, en la medida en que comprender es casi justificar”, escribió Primo Levi en Si esto es un hombre, libro basado en su aterradora experiencia en el campo de exterminio de Auschwitz. Javier Cercas se plantea una pregunta semejante al abordar la vida de Enric Marco: ¿entender es justificar? Y a eso es a lo que se dedica a lo largo de cuatrocientas veinticinco páginas: a tratar de comprender ―sin intención de justificar nunca― por qué el embustero Marco hizo lo que hizo y dijo lo que dijo durante tanto tiempo sin que nadie pudiera descubrirlo.
El principal argumento que se esgrimió en contra del impostor es que su comportamiento resultaba combustible para quienes creían que el Holocausto nunca había existido y que los nazis no habían sido tan malos como parecían. Marco se defendía de este argumento, y de otros menos letales, diciendo que su “alteración de la verdad” servía para darle voz a los que no tenían voz y para recordarle al mundo que cosas como el exterminio nazi no deberían volver a suceder.
«¿Es moralmente lícito mentir?», se pregunta el novelista español. Los relativistas sostienen que la mentira no siempre es mala y a veces es necesaria para alcanzar el bien (esto lo que Platón llamaba “noble mentira” y “mentiras oficiosas” Montaigne). Los absolutistas como Inmmanuel Kant argumentan, en cambio, que la prohibición de mentir no admite medias tintas; es decir, que hay que decir la verdad aún a costa de nuestra propia vida. Mario Vargas Llosa, quien estuvo muy lejos de absolver a Marco cuando se descubrió su engaño, sostuvo en su artículo “Espantoso y genial” que el falso superviviente de un campo de concentración había operado y obtenido los mismos resultados que un novelista: esto es, que había sido un mentiroso que decía siempre la verdad.

Lo que ha conseguido finalmente Javier Cercas es una novela fascinante y conmovedora que nos ayuda ―en base a interrogantes más que en respuestas― a comprender más al ser humano que a Marco, a explorar las fronteras entre la verdad y la falsedad y admitir, sin complejos, nuestra capacidad infinita para el autoengaño. 

Pinocho, el cine y la fantasía de los niños

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Pese a los años transcurridos, el cine sigue manipulando con el mismo poder seductor la candidez de los espectadores, especialmente la de los niños.
Hace unos días fui al cine con mi hija de cuatro años para ver la versión nueva de Pinocho, el clásico cuento infantil escrito por Carlo Lorenzo Filippo Giovanni Lorenzin del que tenía vagos recuerdos.
Ingresamos puntuales a la sala y la encontramos prácticamente desierta. Hasta la hora en que empezó la función los espectadores eran seis: tres padres y tres niños. Quizás la hora no era propicia: las dos de la tarde. Lo cierto es que allí estábamos todos para disfrutar de las aventuras de Pinocho.
Desde hace unos tres años más o menos, soy un asiduo espectador de películas infantiles gracias a mi hija. He visto con ella docenas de películas para niños de todo tipo, más en casa que en un cine propiamente dicho. Nunca, lo confieso, había disfrutado tanto como la semana pasada en que fuimos a ver la historia del niño al que le crece la nariz cada vez que miente.
La cinematografía fue en su origen un invento al que muchos ―entre los que se encontraban los hermanos Lumière― no parecían encontrarle más utilidad que la documental, hasta que George Méliès inventó el espectáculo cinematográfico; es decir, la capacidad de crear universos artificiales y convincentes para el deleite de los espectadores.
El 28 de diciembre de 1895 los hermanos Lumière proyectaron públicamente en el salón Indien del Gran Café bar de Los Capuchinos, en París, filmaciones de la salida de obreros de una fábrica francesa en Lyon, la demolición de un muro, la llegada de un tren y un barco saliendo del puerto.
Fue uno de los filmes el que más huella síquica dejó en los espectadores: la llegada de un tren. De pronto, del fondo de las imágenes surgió la imagen de una locomotora que avanzaba lentamente hacia los espectadores. Se cuenta que algunos, muy alarmados, saltaron de sus asientos y huyeron; otros se arrojaron debajo de las sillas y los más corrieron despavoridos. Esos franceses de fines del siglo XIX no sabían que eran los primeras víctimas de un arte escapista que luego congregaría multitudes.
En aquella época, los seres humanos jamás habían visto imágenes en movimiento, de modo que las impresiones que causaron los documentales de los hermanos Lumière ―según los comentarios de la época― fueron de excitación, temor e incertidumbre frente a  lo nunca visto. Pronto, Méliès y sus seguidores se dieron cuenta que para esto siguiera fascinando de la misma manera el cine debía convertirse en un espectáculo de colectividades.
Con el tiempo, los espectadores dejaron de atemorizarse y de huir despavoridos, sin embargo el cine sigue causando las mismas fuertes impresiones de su origen. La primera reacción de mi hija cuando el muñeco de madera empezó a caminar y a hablar fue una mezcla de temor y rechazo, luego siguió la aceptación. ¡Un muñeco de madera cobraba inesperadamente vida!
Hay que meterse en el pellejo de un niño para vivir las impresionantes bondades psicológicas del cine. Le digo porque en el momento en que apareció la boca gigantesca de la ballena y se tragó de un solo movimiento a Yepeto, el perro y Pinocho (en tempos distintos), mi hija gritó como un francés del salón Indien y a continuación me explicó: «Ah, sí, sí, papá, yo he leído en los libros chiquititos que me regalaste que Pinocho vive en la panza de una ballena!». Esta vez el cine se había aliado con la literatura para hacernos más felices.

El periodista persistente

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¿Dónde reside la pasión por el periodismo? ¿En su cercanía con la literatura,  en la atracción por el abismo de la hora de cierre o en su profunda ligazón con la belleza del lenguaje?
 En el verano de 1986 ―tenía entonces 23 años―  publiqué por primera vez un artículo en este diario. Estudiaba la carrera de  Derecho y lo único que me gustaba era escribir y leer. Veintiocho años después de esa primera publicación, sigo escribiendo con la pasión intactaun artículo semanal en este suplemento, aunque ahora tengo la visión disminuida y el tiempo tomado por el amor por mi hija, la docencia y el oficio de sobrevivir.
Llegué al periodismo por decisión propia. En mi adolescencia soñaba con ser narrador y periodista, acaso porque intuía que ambos oficios son consanguíneos en primer grado. Durante el tiempo que llevo enseñando y haciendo periodismo me he preguntado varias veces cuáles son las razones que me han llevado a militar en su fe, y la verdad es que pienso que todo tiene que ver con la idea de que el periodismo es un género de la literatura.
Antaño el periodismo era un oficio, una experiencia que se asumía y ya, ahora  los periodistas tienen licenciaturas, maestrías y doctorados, pero la verdad es que esto es solo la cáscara de la profesión. El periodismo es, antes que nada, como dice el cronista Jorge Carrión, una mirada hacia el mundo, un modo de elaborarlo narrativamente, un método de trasmitirlo a quienes están deseosos de saber lo que sucede a su alrededor.
Entonces, ya tengo la primera razón: hago periodismo por su cercanía con la literatura, disciplina que le proporciona, de alguna manera, las herramientas básicas para elaborar la historia informativa de la realidad. Pero la relación periodismo-literatura se refiere únicamente a uno de los espacios del periodismo: la redacción. Las posibilidades del periodismo contemporáneo abarcan también la transmedia, la infografía, el periodismo de viñetas o los videojuegos, espacios que en todo caso que están lejos de mis intereses.
La segunda razón es emotiva. Le doy la razón a Juan ViIloro: el periodismo es literatura bajo presión. Me seduce escribir con la espada de Damocles de la hora de cierre, contra el reloj y ante la inminencia del deadline. Escribir cada semana por encargo puede parecer una fría imposición, sin embargo se trata también de una agradable manera de perseguir un imposible.
La tercera razón es que el periodismo tiene una profunda ligazón con el lenguaje, con la belleza del lenguaje mejor dicho Y esto es seguramente una de las cosas más hermosas de este oficio o profesión. La manía de escribir cada semana se explica en buena cuenta con la necesidad de alcanzar la belleza de las palabras y las ideas. Lo estético en el periodismo se refiere al uso correcto de la lengua, aspiración tan vieja como el oficio mismo de informar. Este uso consiste en dos cosas: conocer y aplicar las normas gramaticales del español y practicar un estilo bello, claro, conciso, preciso, breve y fluido que, además, sea fácilmente entendible por el lector.
Existe una larga y noble tradición de periodistas que honran la belleza del lenguaje y el oficio que, dice Jorge Carrión, «se construye como una sucesión de artesanos que aprenden de otros artesanos, de maestros  y discípulos, de maestros clásicos y de nuevos faros contemporáneos». Y mis faros son Truman Capote, Gay Talese, Gabriel García Márquez, Leila Guerriero, Juan Villoro y Norman Mailer, entre otros grandes autores. No digo que escriba como ellos, pero me da felicidad sentirme seguidor de esta historia de buscadores de lo inasible.
Las tres razones expuestas no son, desde luego, los únicos argumentos de que dispongo para justificar mi predilección por el periodismo. Hay otras más (la vocación por la observación, el gusto por la información y el dato, la pasión por el conocimiento), sin embargo creo que ninguna de estas se asemejan afectivamente a las primeras.  El periodista es una pasión que se inocula muy temprano y de la cual nunca se escapa.



La terca amistad de “Los piuranos”

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La amistad es perdurable porque es recíproca y está condenada al paso inexorable del tiempo. Por esta razón, los verdaderos amigos hacen todo lo posible para celebrarla.
El tiempo, el implacable, el que pasó, así dice la letra de un tema de Pablo Milanés. A este concepto temible con el que medimos la extensión de nuestras vidas y la profundidad de nuestros afectos es al que he invocado hace poco con motivo de un encuentro amical.
En 1983 ingresé a la Universidad Nacional de Trujillo a estudiar Derecho y Ciencias Políticas. Sendero arrinconaba al país a punta de bombazos, la inflación galopaba a campo traviesa y los estudiantes universitarios alimentábamos una profunda desesperanza por el destino del Perú, sin embargo procurábamos ser felices a pesar de la tentación del pesimismo que envolvía a la mayoría.
Veinticinco años después de concluir los estudios de Derecho, los integrantes de la promoción a la que pertenezco han decidido celebrar con muy buena voluntad este acontecimiento. Es hasta cierto punto natural que un ser humano quiera sobrevivir a su muerte y perdurar en el recuerdo de los demás mediante fotografías y actos celebratorios. Se trata de una especie de anhelo muy difundido con el que se pretende paliar el absurdo de la vida y volverse, aunque sea metafóricamente, inmortal.
No he podido asistir a la misa, a la clase del recuerdo ni al almuerzo de confraternidad que  organizaron los integrantes de la promoción “Florencio Mixán Mass”, sin embargo sí lo hice al encuentro previo que concertamos los cuatro piuranos que fuimos uña y mugre durante esos años grises y al mismo tiempo maravillosos, tiempo en el que en las radios del Perú todavía sonaba con enorme éxito la canción Avenida Larco de la banda Frágil .
Conocí, si mal no recuerdo, a Álex, Roberto y Andrés  en los pasillos del Seminario de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo. Los cuatro cachimbos habíamos llegado a destiempo a los exámenes médicos y a la matrícula debido al Fenómeno del Niño que en 1983 asoló al norte del país. Hicimos por separado un viaje de casi 24 horas en avión, en camioneta, en balsas y a pie para llegar a Trujillo e iniciar nuestros estudios universitarios. A veces pienso que si este desastre natural y esos viajes accidentados no hubieran ocurrido quizás nuestra amistad no hubiera surgido tan temprano y tenido la solidez que hasta ahora tiene.
El encuentro pactado funcionó como el espejo de nuestras propias biografías: nos descubrimos unos más, otros menos canosos, panzones, cortos de vista y con triglicéridos. Confieso que en este caso me siento como el personaje de la novela Los años de peregrinación del chico sin color de Haruki Murakami. Mis amigos cincuentones como yo son ahora respetables abogados y jueces, y yo un escritor y periodista que defiende lo indefendible; ellos tienen hijos de dieciocho y más, y yo apenas una niña de cuatro. Pero, por encima de todo, mantenemos la misma vocación por la broma, la palabra ingeniosa y el ímpetu por vivir como si el tiempo no hubiera pasado.
Selfie de por medio recordamos cual viejos precoces“las “rayadas” (amanecidas de puro estudio), las visitas a la biblioteca de la calle San Martín, las exposiciones grupales, la pugna por obtener notas aprobatorias, las fogatas en la cancha de fulbito, los paseos campestres, los desayunos en la cafetería de Educación, las libaciones en bares de mala muerte y, sobre todo, la manera de vivir nuestra condición de universitarios. A todos nos gustaba, a nuestros dieciocho años o más, ser independientes, dormir en un cuarto de alquiler, comer a salto de mata, resolver nuestras penas de amor a duras penas y reconocer nuestras propias limitaciones.
A diferencia de Tsukuru Tazaki y sus amigos, los personajes de  Los años de peregrinación del chico sin color, mis amigosy yo no nos reunimos para saldar deudas del pasado ni para escribir un cuaderno de quejas y contentamientos sobre nuestros destinos, sino para disfrutar (vinos de más, vinos de menos) de la vida que tenemos. Queridos Álex, Roberto y Andrés,  nos hemos vuelto a ver tal vez porque sentimos que la amistad es más perdurable que el amor gracias a que es recíproca y porque nunca más volveremos a ser los que fuimos en otro tiempo.




Ese inasible y maligno yo

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Una de las características del mundo moderno es que los seres humanos tienen miedo a encontrarse consigo mismos y por esta razón viven de prisa, eluden oportunidades y se miran de soslayo en el espejo de la verdad.
Conforme ha pasado el tiempo, el hombre ha ido perdiendo su capacidad para encontrarse a sí mismo; es decir, su capacidad para tomar conciencia de quién es y cuáles son sus límites.
En la Antigüedad florecieron los movimientos religiosos y los sistemas filosóficos que enseñaban cómo alcanzar a ser uno mismo o, como en el caso del budismo, cómo eliminar el sufrimiento y el apego al mundo terrenal a través de verdades que conducían a la iluminación.
Los seres humanos disponían de tiempo y condiciones materiales para avocarse a la búsqueda de su propio yo. En pocas palabras: pasaban más tiempo consigo mismos y, por consiguiente, tenían mayores oportunidades y condiciones para encontrarse. Cuando empezó a producirse un aceleramiento de la vida, los tiempos quedaron cortos, lo material adquirió un rol protagónico y nació el miedo profundo a encontrarnos cara a cara con nosotros mismos.
El mito griego de Narciso resume muy bien este complejo devenir. Narra la historia de un joven del mismo nombre que al ver su imagen reflejada en el agua siente una gran atracción por ella. Narciso estaba subyugado y al mismo tiempo preso de su hermosura: no podía tocarla ni abrazarla y tampoco apartar su mirada de ella.  Gracias a esto, era incapaz de amar o iniciar una relación afectiva y, lo más terrible, atender las necesidades básicas que le permitieran vivir o ser él mismo. Poco a poco, su cuerpo y alma se fueron consumiendo hasta quedar convertido en una simple flor: el narciso.
Los seres humanos de estos tiempos han seguido de alguna forma el itinerario de Narciso. Por un lado, sobrestiman sus habilidades, rinden culto a sus cuerpos, se admiran y se afirman a sí mismos con cierto desprecio hacia el sentimiento de los demás (Narciso provocaba grandes pasiones a hombres y mujeres, pero era incapaz de amar). La cultura del consumo alienta, por ejemplo, esta visión superficial de la vida. Y por otro lado,  esos mismo seres humanos constantemente se miran en el espejo de la vanidad para averiguar quiénes son, y cuando descubren su auténtica imagen no pueden soportarla y la ocultan. Para compensar esta atroz verdad, sobrevaloran lo que son.

La vocación del hombre contemporánea de huir de sí mismo ha revitalizado algunos miedos atávicos: el  miedo a la oscuridad, al silencio y a la soledad. De ahí esa esa loca carrera en que vivimos enfrascados: el gusto por las luces artificiales, la visibilidad y el exhibicionismo; la preferencia por la bulla, el ruido, la música estridente y las conversaciones a grito partido; y la obsesión por vivir mal acompañado, ponerle like a todos los mensajes en Facebook y ser el amigo o amiga de todos.

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Orwell: el periodista decente

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George Orwell no fue solo uno de los escritores y periodistas más importantes del siglo XX, sino un intelectual decente y autónomo a quien era muy difícil encasillar como de “izquierdas” o “derechas”.
 George Orwell, gracias a sus novelas Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), se convirtió en modelo del anti-totalitarismo de la postguerra. Las críticas de ambas estaban dirigidas en un  comienzo, al parecer, a combatir los excesos del estalinismo, sin embargo gracias a su profundo valor simbólico pueden extenderse a cualquier sistema contrario a la libertad y autonomía de los individuos.
La primera es un fábula que ridiculiza la corrupción de un sistema totalitario: los animales de una granja expulsan a sus dueños abusivos e instauran un sistema de gobierno peor que el de antes, sistema en el que los cerdos se erigen como jefes morales. La segunda, la más célebre, presenta la historia de una sociedad donde un estado “perfecto” puede controlar todos los comportamientos sociales. El régimen suprime derechos y hasta sentimientos y, para sobrevivir, las personas tienen que ser fieles y adherirse a sus objetivos. Esta novela es la que introdujo el concepto de “Gran Hermano”, usado hasta hoy por los medios de comunicación.
Pero lo que George Orwell en realidad más desarrolló no fue la literatura, sino el periodismo a través de la crónica, el ensayo y el análisis político. Desde esta última actividad se dedicó a denunciar cómo el poder fáctico usaba el lenguaje para controlar el comportamiento de los ciudadanos. Su tesis era que los poderosos usaban un lenguaje cuyas palabras significaban exactamente lo contrario a lo que decían, de modo que el verdadero significado ―o el significado oculto― debía olvidarse gracias esta acción engañosa. Ejemplo: En la novela 1984, el Ministerio de Guerra cambia su nombre por el de Ministerio del Amor y así encubre sus verdaderos fines.
Para evitar que las mentiras suenen a verdad o que los eufemismos atenten contra la exactitud de las cosas, Orwell propuso seis reglas de oro que debían seguir todos los periodistas: «1. No uses nunca una metáfora, símil o figura lingüística que estés acostumbrado a ver impresa, en particular expresiones como “talón de Aquiles”, “canto del cisne”, “hervidero”, “semillero”, pues se trata de metáforas muertas. La mayoría de  veces se usan sin conocer su auténtico significado. 2. Si puedes usar una palabra corta, no uses nunca una larga. No hagas un uso uso “pretencioso” del idioma con el abuso de palabras como “fenómeno”, “individuo”, “objetivo” y “elemento” o sin  significado como “romántico”, “plástico”, “valores” y “humano” 3. Si puedes acortar una palabra, hazlo.Es frecuente encontrar párrafos largos y carentes de sentido no solo en discursos políticos sino en textos sobre arte y crítica artística. 4. Nunca uses la voz pasiva si puedes usar la activa.5. Nunca uses un vocablo extranjero, un término científico o jerga si crees que existe un equivalente en el lenguaje común. 6. Rompe cualquiera de estas reglas antes que decir una barbaridad. Por ejemplo, si es necesario para construir la frase más exacta pero bajo la recomendación de no usar el lenguaje para manipular o engañar al lector».
Gracias a la edición del libro Ensayos (Debate, 2013) ahora disponemos de una amplia selección en español de sus trabajos periodísticos. De estos, según la traductora Irene Lozano, emerge un Orwell decente, es decir, un ser humano limpio, honesto y digno en actos y palabras. De muy pocos intelectuales se puede destacar la decencia como característica central. Orwell lo fue tanto así que la intelectualidad de derechas lo consideraba un “rojo” y la de izquierdas un “reaccionario”. Él se definió a sí mismo como un escritor «de izquierdas por convicción, de derechas por temperamento». Fue, en esencia, un autor heterodoxo, un indagador incansable de la mentira en las verdades, un cultor de la calidad literaria y la independencia de pensamiento, así como un pensador preocupado por ajustar sus reflexiones a la realidad y no la realidad a sus intereses. Quizás por esta razón sus escritos cobran total vigencia y nos devuelven a un Orwell al que se lee siempre con gusto e interés.


El cordón sanitario de la fama

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La literatura debería ser siempre una conquista espiritual, pero a veces se convierte en un nido de víboras, en una carrera de caballos, en un cordón sanitario para aislar a los verdaderamente buenos.
El libro Las bellas extranjeras del rumano Mircea Cărtărescu reúne tres relatos magistrales escritos con  humor ácido y descarnado. El primero de ellos, Ántrax, se refiere a la delirante situación que vive un escritor a partir del día que recibe un sobre sospechoso de contener ese polvo mortífero en un contexto  post 11-S. El segundo y el tercero, Las bellas extranjeras y El viaje del hambre, abordan las situaciones absurdas que padece un grupo de escritores antes de la caída del comunismo en un viaje a Francia y a una ciudad rumana de provincias, respectivamente,
El segundo relato es realmente una obra maestra sobre las miserias de los escritores. Aunque se refiere específicamente al caso rumano, la historia de Cărtărescu sobre el “nido de víboras” en que se convierte la convivencia literaria es fácilmente reconocible en cualquier lugar donde haya hombres de letras.
Los comentarios al respecto son verdaderamente deliciosos: «Si oyes solo cosas buenas acerca de un escritor, si ves que todos los quieren como a un hermano,  puedes estar seguro que nadie le teme, de que todos le estrechan la mano para ser generosos con él pues, en cualquier caso, no representa un peligro. Los compañeros de profesión no se permiten nunca alabar a los que son mejores que ellos ni tampoco siquiera a los iguales (…) los alabados son elegidos con gran cuidado entre los inofensivos, entre los tiernos fabricantes de “sofisticados destellos lingüísticos” (…) mientras que los verdaderamente buenos están rodeados por el famoso cordón sanitario: o bien no se habla de ellos en absoluto, o bien se habla mucho, pero  a sus espaldas (…) o bien se les somete a una encarnizado tiroteo de insultos tan pronto como uno los ve en el objetivo» (pp. 112 y 113). ¿Algún parecido con la realidad?
La envidia, no solo en la literatura, es un sentimiento que todos poseemos, pero esto no quiere decir que todos la padezcamos en forma idéntica. Hay la inocua, la que se practica sin mala leche. Gracias a esta existe la emulación, el deseo de algo que no se posee y, por lo mismo, la voluntad de alcanzarlo. La vanidad inocua es competitiva y, en cierto sentido, mueve a los que están rezagados en la gran maratón de la vida y el éxito.

La otra clase de envidia, la artera, es mañosa, astuta, ataca a traición y genera tristeza o pesar del bien ajeno.  Esta sí que es de temer. Generalmente detrás de un envidioso artero se esconde un inseguro, un individuo al que el triunfo del otro lo vuelve más consciente de su mediocridad. Este tipo de envidioso apuñala por la espalda, mina el valor o el mérito del otro. Siente que el triunfador o el bienquerido entre la gente no merece nada o es un oportunista que se ha robado lo que estaba reservado para él. La envidia artera es, sobre todo, peligrosa.

Un ajuste de cuentas sentimemtal

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Renato Cisneros ha escrito, con grandes recursos expresivos y una enorme fuerza conmovedora, una novela en la que realiza un balance sentimental sobre la relación que mantuvo con un padre mítico y autoritario.
Una de las vertientes más ricas de la narrativa contemporánea es la llamada autoficción, un género en el que el narrador, el personaje y el autor son una misma persona en una historia que se supone ficticia.
Dentro de la autoficción destacan las novelas que exploran la relación entre esa persona trina y su padre, relación que suele ser casi siempre tensa, dolorosa o castradora, con algunos matices según la experiencia de cada escritor.
No sé exactamente cuál es el punto de partida de este tipo de historias cuyo eje es el binomio padre-hijo, pero ahora mismo me vienen a la mente una serie de títulos: El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, La muerte del padre de Karl Karl Ove Knausgård, El pez en el agua (que es más un libro de memorias que autoficción) de Mario Vargas Llosa, Patrimonio: una historia verdadera de Philip Roth, La invención de la soledad de Paul Auster, y otras dos de autores peruanos que no he leído y que, según las reseñas, abordan directa o indirectamente este tema: Pequeña novela con cenizas de José Carlos Yrigoyen y Nuevos juguetes de la Guerra Fría de Juan Manuel Robles.
La notable novela La distancia que nos separa de Renato Cisneros forma parte de esta tradición y destaca por el uso extraordinario de los recursos narrativos (combina muy bien la narración pura con cartas, notas de prensa, informes militares y letras de cancines), los recursos expresivos (está escrita con un lenguaje en el que los elementos lingüísticos no convencionales como las figuras literarias y las construcciones fonéticas y semánticas alcanzan picos muy altos gracias a la formación poética del autor) y, sobre todo, por la honestidad y valentía con la que ha sido escrita.
El narrador hurga primero en la genealogía familiar para comprender y reducir después la distancia que lo separa de  la doble figura paterna: la del progenitor que cuida celosamente su pasado, sus dolores amorosos y la expresividad de sus afectos y la del Gaucho Cisneros, el duro, el ministro que no tenía pelos en la lengua, el general que declaraba sin miedo la necesidad de exterminar a los terroristas y a los corruptos. En realidad, buscando la verdad sobre el padre lo que ha conseguido Cisneros es descubrirse a sí mismo (“Cuando mi padre murió, desperté, me sentí grande, mayor”, p.352).

Los comentaristas han destacado la honestidad y el tono profundamente conmovedor de la historia: “una honestidad que llega hasta las últimas consecuencias” (José Carlos Yrigoyen), “una extensa carta de amor al padre, un reportaje político de investigación sentimental (Jeremías Gamboa). Tienenrazón,tras su lectura me queda una sensación muy parecida a la que tuve tras cerrar la última página de "El olvido que seremos" de Héctor Abad Faciolince: un nudo en la garganta. 

La dificultad de convivir con el otro

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Vivimos en una sociedad poscolonial y nuestras mayores dificultades son la intolerancia y la incapacidad para comprender lo que piensa el otro. ¿Cuánto de nosotros mismos estamos dispuestos a dar para que esto se acabe?
 La alteridad es la condición de ser otro: una persona distinta no solo físicamente, sino también a nivel de pensamiento. A los peruanos nos cuesta mucho aceptar que existen otros con iguales deberes y derechos que los nuestros. En este sentido, el racismo sigue operando como un síntoma de esa alteridad perturbada y esto convierte al Perú en un país muy fracturado socialmente.
«Yo creo que en la infancia de la sociedad peruana está el gran conflicto de  la alteridad, porque somos una sociedad poscolonial fundada sobre desigualdades. Esto forma parte de una gran patología que podría resumir como la dificultad de convivir con el otro como un igual (…)», afirma el psicoanalista Jorge Bruce. Esas desigualdades de las que habla Bruce están enraizadas en el imaginario y adquieren forma vía la intolerancia y la incapacidad para colocarse en el pellejo del otro.
La intolerancia tiene raíces religiosas y se refiere en general «a la falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias». Los políticos  y algunos jerarcas de iglesia se comportan de este modo; es decir, no soportan que otros ―que tal vez forman parte de su entorno o son totalmente ajenos a este― puedan practicar creencias o manifestar públicamente ideas diferentes debido a que las consideran inferiores o porque simplemente no están dispuestos a abrir grietas en su fundamentalismo.
Esa alteridad enfermiza de la que habla Bruce y la gran intolerancia que corroe las entrañas de los distintos estamentos sociales explican por qué no hemos superado el estatus de sociedad poscolonial y por qué la democracia resulta todavía un punto de luz muy lejano. “Sociedad poscolonial” significa una sociedad regida por patrones mentales del pasado profundamente discriminadores y verticalistas  y “un punto de luz muy lejano” que estamos muy lejos de alcanzar una convivencia civilizada. Gracias a esto, predominan la pobreza, las discordancias sociales, la discriminación (racial, social, sexual, económica e ideológica)  y, en general, un profundo debilitamiento de los lazos entre el Estado y la ciudadanía.
La otra forma en que se manifiesta la alteridad enfermiza de los peruanos es la incapacidad para «tratar de comprender ―dice  Jorge Bruce― a quien piensa diametralmente lo opuesto. Para ilustrarnos al respecto, el  psicoanalista cuenta lo siguiente: « (…) hace poco estuve discutiendo sobre las obra “El ojo que llora” y, de pronto, me encontré diciendo en público que yo nunca he había dado el trabajo de entender qué sienten los fujimoristas acerca de la obra y creo que ha sido un error mío».
He ahí el problema: ¿cuánto espacio estamos dispuesto a darle al otro?, ¿con cuánta comprensión recibiremos sus puntos de vista?




La edición como género literario

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Pocas veces nos detenemos a pensar cuál es rol que las solapas y las contratapas de un libro juegan en el proceso de seducir  a un lector y consagrar a la edición como un nuevo género literario.
En su libro La marca del editor, el mítico editor italiano Roberto Calasso dice: «Los escritores, en principio, son productores de cadáveres, que en ciertos casos pueden ser sometidos a experimentos galvánicos gracias a la intervención de agentes externos: los lectores». Pero estos no son los únicos dotados para convertir un libro en estado larval en un ser con vida propia y completa. Están también los editores.
Es muy difícil saber a ciencia cierta qué es un buen editor, sin embargo especialistas como Calasso coinciden en que se trata de alguien que adapta, limpia de hojarascas y acondiciona un libro a las normas de diseño y calidad y, sobre todo, quien posee olfato, visión e intuición para combinar lo clásico con lo desconocido y crear las condiciones para que lo publicado se conecte con el lector.
Roberto Calasso afirma que el primer gran editor fue el veneciano Aldo Manuzio en el siglo XVI, quien logró dos cosas notables: la edición como una forma (selección, tipografía, forma, tamaño, páginas de apertura, tipo de papel, portada, etc.) y la invención del libro de bolsillo: una edición en 1502 del Filoctetes de Sófocles. Después de estos logros, todo lo demás resulta una variación.
La edición no es solo un arte o una parte de la producción del libro. Calasso va más allá. Afirma que se trata de un género literario “híbrido y multimediático”: «Traten de imaginar una editorial como un único texto formado no sólo por la suma de todos los libros que ha publicado sino también por todos sus otros elementos constitutivos, como las cubiertas, las solapas, la publicidad, la cantidad de ejemplares impresos o vendidos, o las diversas ediciones en las que el mismo texto fue presentado. Imaginen una editorial de esta manera y se encontrarán inmersos en un paisaje muy singular, algo que podrán considerar una obra literaria en sí, perteneciente a un género específico».
En la práctica de ese nuevo género literario destacan especialmente los textos de las solapas y las contraportadas, vías a través de las cuales los lectores “oyen” la voz de los libros. De manera que escribirlos requiere de experiencia, astucia y capacidad, cualidades que, por lo general, las tienen los buenos editores.

El antecedente de los textos de las solapas y las contratapas son las “epístolas dedicatorias”, un género literario que empezó en el siglo XVI en el que el autor se dirigía al mecenas que había financiado la obra combinando la adulación y el argumento comercial. Con el paso del tiempo, los lectores buscaron argumentos de apoyo sobre la calidad de un libro ya no en las epístolas (que por lo general eran las primeras páginas de un libro) sino en sus partes externas: en las solapas y en las contratapas. Quizás algún día se puedan editar, por ejemplo, los textos que escribieron (o dirigieron) para libros de éxito editores legendarios como Roberto Calasso, Giulio Einaudi, Gaston Gallimard, Maxwell Perkins, Gordon Lish, Carlos Barral o Jorge Herralde.

Juan Cameron, el exiliado y el posmoderno

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La poesía del chileno Juan Cameron (Valparaíso, 1947) convoca el concepto con la expresión directa y la cultura popular para  lograr una poesía sorprendente y llena de revelaciones, al mismo tiempo que conmovedora.
Me confieso un lector tardío de la poesía de Juan Cameron, lo cual desde luego no distorsiona mi entusiasmo y mi lectura crítica. La lectura más remota que realicé de sus trabajo es el poema “Asignaciones forzosas”: “Si muero/ repentinamente/ declaro/ que nada me debo/ que lo adeudado lo pagué con versos/ que no graven mi recuerdo/ con censos ni hipotecas/ por último/ de rematarme/ ofrezcan precio ilusorio/ para impedir ser adquirido nuevamente/ por el suscrito que firma a mano muerta/ y que ha vivido/ mano a mano/ en la sorda ilusión de cancelarse”.
Luego leí completo el libro “Perros de circo” reeditado en el 2011, un libro compacto y sorprendente. Este es el Cameron que a mí me gusta, el descarnado, el directo, el que lanza jabs directos al plexo xolar: “Perdonad el pelaje descastado/ este brillo es de tanto restregarme/ de la baba/ la rabia/ la patada/ Perdonad el mordisco por la espalda/ Es mi ternura agreste/solapada/ pero ternura al fin/ (la única mía)/ En verdad salí cachorro// en la calle me hice perro”.
Esto es lo que se llama “escribir con las tripas”. Los que escriben con las tripas son aquellos que, según Almudena Grandes, «se juegan la vida en lo que escriben», los que construyen y destruyen al mismo tiempo el mundo para poder ser ellos mismos. Un poeta que «se juegan la vida en lo que escribe» lo hace porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto creador es el aire que respira, porque no encuentra otra manera de ser y estar y porque construir es para él inventar un mundo a la medida de sus aspiraciones.
Una de las constantes en la poesía de Cameron es su condición de exiliado, de sujeto arrancado de su espacio natural y social, de ahí esas imágenes duras extraídas de la vida corriente; y otra es la del creador posmoderno, en el sentido de irracional, a contracorriente, contrario a la rigidez y el funcionalismo de la vida. El humor, entre otras cosas, abre espacios para que el poeta hable críticamente de sí mismo: “Se le dijo/ se le advirtió/ usted/ ama demasiado sus antiguos amores/ no se renueva/ usted/ no conoce las Islas Esporádicas/ cree/ en utopías/ en la reconstrucción/ del Muro de Berlín/ habla con la boca llena de los miserables/ no baila al ritmo actual/ no se moderniza (….).
La complicidad, la connivencia con el lector es uno de los “ganchos” que me ha aproximado a la poesía de este chileno. Un lector es cómplicecuando siente afinidad con lo que lee, cuando siente que el autor de un texto le habla al oído o le dice con viejas palabras las nuevas ideas que él imagina pero que es incapaz de escribir. Así es exactamente la poético: aquello que los poetas escriben y que los lectores aspiramos a comprender del todo, aunque nos parezca que nosotros también podríamos hacerlo tan bien como ellos.



La postpoesía, el nuevo paradigma

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¿Por qué la poesía sigue perdiendo lectores y prestigio social? Fernández Mallo, piensa que se debe a que no todavía no ha dado el salto de la modernidad a la posmodernidad, como sí lo han hecho las otras artes.
Una queja recurrente entre los poetas es que ahora muy pocas personas leen poesía. Esto, en todo caso, puede constatarse en los austeros tirajes de libros, la poca o nula de asistencia a los recitales y la profunda desconfianza en un género que antaño era la expresión por antonomasia de los seres humanos.
En un mundo donde impera la lógica del mercado no es insólito  que la poesía sea considerada como un asunto propio de seres extraños, locos o desviados del juicio social. La torpeza del mundo real y la excesiva presión con que los sistemas políticos y económicos someten a los seres humanos ha hecho que estos consideren a la poesía un asunto de cenáculo. Este mundo requiere de ovejas que sigan los dictados del mercado. Todo lo que es contemplación, filosofía, profundidad y riqueza emocional es sospechoso y debe ser proscrito.
Entre el lenguaje poético y los lectores comunes y corrientes hay desde hace muchos años una fisura difícil de cerrar. Es una brechaabierta desde dos frentes. Por un lado, los poetas, que en un determinado momento de la historia decidieron volverse herméticoso antipáticos. Y, por otro, los lectores, que poco a poco ─y a su pesar─ han ido empobreciéndose o banalizándose, tanto que en algunos casos son capaces de confundir un poema con un texto de autoayuda.
En su libro Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma, un libro publicado el 2010, Agustín Fernández Mallo sostiene que la poesía escrita (para diferenciarla de la que utiliza otros lenguajes que no sea el escrito), si es que no ha muerto ya, se ha convertido en  “práctica de manierismos y ejercicios de nostalgia”. Añade este autor: “(…) una abrumadora mayoría de la poesía publicada (…) parece no haberse enterado del cambio operado no solo por el resto de las artes (…), sino por el conjunto de lo que damos en llamar sociedades técnico-desarrolladas, y si se ha enterado le da la espalda de tal manera que sólo puede conducirla al suicidio por anoréxica autodestrucción”.
Para Fernández Mallo, en la poesía escrita contemporánea todavía no ha producido un cambio de paradigma, a diferencia de las artes plásticas o la música, donde desde hace algún tiempo la ciencia y la tecnología han potenciado las posibilidades comunicativas de ambas. En la poesía que él llama “ortodoxa” los recursos expresivos más se han anquilosado y congelado en el pasado.  Lo que propone es que la poesía comience un proceso de desconstrucción, de cambio radical de sentido, puesto que se trata de la única disciplina artística que todavía no lo ha hecho. Este fenómeno se conoce como el salto de la modernidad a la posmodernidad.
La vía para recuperar a los lectores y el prestigio social perdidos no pasa por matar a la poesía escrita, sino en rescatar lo mejor de esta, incorporar las posibilidades expresivas que ofrecen por ejemplo, Internet, las redes sociales y los medios audiovisuales, así como buscar la colaboración (como antes lo hicieron las vanguardias o “ismos” de comienzos del siglo XX) con medios más convencionales como las artes plásticas, la arquitectura, el cine y la televisión. La postpoética sería, por esto, una estrategia para garantizar la existencia de la poesía y una nueva poética inspirada en el lenguaje e imágenes las nuevas tecnologías que gobiernan el mundo.
                                             

Creatividad literaria: inhalar y exhalar

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¿Es la poesía un raptus “divino” o un proceso interior en el que se combina, con dosis salomónicas, la inspiración y la dedicación?
La creatividad es un estado de la conciencia, dice Osho, muy paradójico en tanto, en la  superficie, sucede una gran acción (crear) y, en lo profundo, un aislamiento total.Lao Tse llama a este estado de la conciencia wei-wu-wei, una acción a través de la inacción.
Según estos maestros, el estado de la creatividad sería estar en armonía con la naturaleza o sintonizado con la vida y el universo. Lao Tse utiliza una metáfora muy hermosa e ilustrativa: es como inhalar y exhalar. Cuando sucede lo primero, el todo entra en el ser individual; y cuando sucede lo segundo, el individuo se diluye en el todo.
En relación a la creatividad poética, es un consenso de que se trata de un estado de equilibrio. ¿Inspiración o dedicación? Ambas cosas a la vez: la inspiración es el estado de ensoñación, el misterio, el impulso interior; y la dedicación, la elección consciente de los instrumentos, técnicas y materiales con que se crea la poesía.
En la creatividad literaria, sobre todo en el proceso de escritura de la poesía, la paradoja de la que habla Osho es muy ilustrativa. La poesía, dice Stephen Spender, es una especie de perturbación del equilibrio del cuerpo y la mente: “(…) es que el esfuerzo concentrado que supone escribir poesía es una actividad espiritual que hace que se olvide completamente, por el momento, que se tiene un cuerpo”.
Es una equivocación pensar que la poesía es un acto de iluminación que produce de forma instantánea una obra artística. Quien escriba poesía sabe que el ramalazo de creatividad requiere esfuerzo, técnica, cultura y dominio del lenguaje. Hay que alimentar el mundo interior rápido y bien. ¡Cuánto tuvo que leer y ensayar Rimbaud para producir lo poesía genial que creó!
La otra aparente incongruencia de la poesía está en el mismo lenguaje. Lo resumió muy bien Álvaro Mutis en una entrevista: “Cuando escritores, colegas míos, cuya obra admiro, me dicen que sienten un placer infinito al escribir, no es que no les crea…es que me cuesta un trabajo horrible imaginar eso. Para mí escribir es una lucha con el idioma. El pintor tiene un lienzo en blanco, y lo va llenando de colores. Pero el lienzo está en blanco, entregado a él totalmente, a lo que él haga. El músico tiene una gama de sonidos, una manera de aprovechar esos sonidos. En cambio, los escritores nos las tenemos que ver con las palabras, con las que hablamos con el peluquero, peleamos con el taxista, discutimos con el amigo, hacemos una vida diaria que gasta y desgasta las palabras. Y esas mismas palabras son las que tenemos que sentarnos a usar para darles brillo, para darles eficacia”.

Lao Tse es también el autor de otra metáfora certera: el creador debe ser como un bambú por cuyo orificio debe fluir libremente la fuerza creativa que está más allá de nuestra voluntad. Pero eso no basta: el bambú, el creador, debe prepararse para ser un perfecto bambú, el mejor, el más capaz para recibir el ímpetu estético que lo sobrepasa.

Controversia: ¿alta cultura o sociedad de masas?

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¿Quién puede llenar mejor las grietas espirituales del  mundo moderno?¿La alta cultura o la cultura de masas? Gilles Lipovestsky y Mario Vargas Llosa tienen puntos de vista opuestos y al mismo tiempo originales.
La controversia en torno a la alta cultura y la cultura de masas nació con la llegada de los medios de comunicación y desde entonces no ha dejado de manifestarse en distintos lugares, tiempos y campos del saber.
Gilles Lipovestsky y Mario Vargas Llosa mantienen desde hace algunos años un debate sobre estos temas. Ambos son autores de libros fundamentales para entender, por un lado, la degradación de la alta cultura y su remplazo por la civilización del espectáculo y, de otro, los beneficios democráticos y humanísticos de la cultura de masas en un mundo gobernado por el consumo y los conflictos de todo orden.
La discusión de ambos intelectuales se centra en las ventajas y desventajas de la alta cultura y la cultura de masas (que otros llaman cultura de consumo y Vargas Llosa “sociedad del espectáculo”).  Para Gilles Lipovestsky, las sociedades donde prima el espectáculo han dado mayor grado de autonomía a los individuos y son, en general, consensuadas en cuanto a la convivencia democrática: ya no hay revoluciones sangrientas, ni dictadores, ni megadiscursos que fanaticen a los individuos que las componen.
La postura del novelista peruano es contraria. Para él, los seres humanos viven una especie de confusión que no les permite distinguir el espectáculo de los valores estéticos. Afirma también   que la sociedad del espectáculo no ha traído ni paz ni sosiego, ni menos ha desterrado la violencia, la cual impregna las relaciones humanas y acentúa pestes como la xenofobia, el racismo y la discriminación. Lo más grave, dice Vargas Llosa, es que la sociedad contemporánea ha desmovilizado a los intelectuales o provocado que los seres más pensantes y creativos le den la espalda a los temas cívicos o desprecien a la vida política, piedra medular de cualquier sociedad democrática.
Otro fenómeno inquietante que divide sus opiniones está relacionado con lo que la alta cultura y la cultura de masas consideran como arte. Según Vargas Llosa, somos objeto de un embauco, puesto que carecemos de un canon (la alta cultura de antes) que nos ayude a diferenciar lo excelente de lo regular y de lo despreciable. Ahora, dice, “(…) todo arte puede ser bello o feo, pero no hay manera de saberlo” (…) Al gusto del cliente”. La cultura ha pasado a ser puro entretenimiento y no hay manera de parar, sobre todo en las artes plásticas, esta loca carrera de mentiras. Gilles Lipovestsky considera, en cambio, que existen otras vías distintas a la alta cultura que brindan placer, felicidad y creatividad a los hombres. Por ejemplo, el cine, la televisión y la publicidad. Se trata de manifestaciones humanas que al lado de las grandes jerarquías estéticas de las que habla Vargas Llosa han creado un arte de diversión que produce emociones y ayuda a reflexionar a la gente.

En lo que sí están de acuerdo en que ninguna de los dos modelos culturales que defienden ha traído completa felicidad a los seres humanos y que la educación es la única vía que puede llenar del todo los vacíos espirituales de las sociedades modernas.

El futuro de la poesía

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La poesía nace de  la  necesidad del hombre de  buscar  estados superiores de conciencia y virtualidad, por esta razón no va a morir. Seguirá, dicen lo entendidos, el mismo camino que la ciencia: en busca de la verdad en base a intuiciones y revelaciones.
La poesía nace de  una  profunda  necesidad del  hombre: buscar  estados superiores de conciencia y virtualidad. Su  método se parece un poco al de  la ciencia, la cual se ha desarrollado en muchos periodos de su historia en base a intuiciones.
El pensamiento de los antiguos astrónomos persas y griegos, por ejemplo,no necesitaba ser  probado y,  sin embargo, fue desarrollándose a partir de de una especie  de  iluminaciones o revelaciones más o menos certeras sobre la realidad
¿Pero por qué hay unan crisis de la poesía y no una de la ciencia si tanto se parecen sus métodos?  En principio, la primea no tiene por qué seguir el camino de la segunda tratándose de formas de conocimiento autónomas y distintas; y, en segundo lugar, sus objetivos sin distintos, aunque en ambos casos se trata de buscar siempre la verdad.
¿Por qué hay una crisis de la poesía? ¿Qué la causa? ¿Cuáles son sus manifestaciones? ¿Por qué un género como la novela sí es aceptado por la mayoría de lectores y  por qué  otro como la poesía no?  La poesía es  un arte voluntariamente  minoritario, que no tiene  una masa de cultores. ¿Qué  ha ocurrido?, ¿Por qué  ha llegado a este  estado  y  por  qué  la novela es más bien un género  exitoso? Hay editoriales que son capaces de  tirar  diez mil ejemplares de  un novelista  más o menos famoso, pero  no existe  una  editorial que publique libros de poesía que tengan tirajes  que  sobrepasen los mil o dos mil ejemplares.
En el siglo XIX, que es  el del esplendor  de la novela realista, esta  se adaptó fácilmente a los desafíos del mundo  moderno; se  subió al  tren de la historia rápidamente; es decir, satisfizo las ansías de entretenimiento y placer que buscaban los lectores de aquella época; nada de problematizar la existencia ni buscar el absoluto. Y ustedes saben que  el  éxito  de  la  novela  de  allí en adelante no se ha detenido.
La crisis de la, poesía empezó el momento mismo en que perdió su condición de arte conectado con el  gran público lector. En algún momento, esta tuvo  más cultores y más lectores, pero poco a  poco  fue  perdiendo  esta posición. Esto se debió a dos causas principales: la primera es que sobrevino una crisis moral  y  cultural  del  lector. El empobrecimiento y envejecimiento  del lector es un fenómeno que no se puede negar. Él es cada vez más banal, le importa menos la profundidad y la trascendencia de los textos, y es menos  exigente y, al mismo tiempo, más fácil de engañar. Basta con observar cómo se traga el cuento de  los  libros de  autoayuda y cuánto le mortifica todo  aquello que  le  plantee  profundidad  y  búsqueda de  pensamiento abstracto.
La segunda razón es que, como consecuencia de la pérdida de conexión el público lector, la poesía se ha vuelto críptica. Al final, los poetas han terminado  escribiendo  para  sí mismos o disfrazando su mala calidad con la parafernalia verbal. Por eso se edita tan poco y se lee menos. ¿Quiénes son los  principales compradores de  libros de  poesía? Los aspirantes a poetas y  los  poetas.
Estas, según mi punto  de  vista, son las dos grandes causas  que  han colocado  a  la  poesía en una  situación de  arte minoritario. La novela y el cuento, pero más lo novela, han sido géneros más astutos y han sabido adaptarse a las exigencias del mercado y el público lector. Esto no significa, desde luego, que los lectores de novelas y cuentos sean todos superficiales. De ninguna manera, la novela y el cuento han sabido diversificarse y, como dije, satisfacer las necesidades escapistas de los nuevos lectores.

¿Quiere decir esto que la poesía va a desaparecer? No necesariamente. Creo que va a seguir siendo un arte que exige cierto tipo de lectores, pero desconectado  de  las  grandes  mayorías. La poesía ha sido hasta cierto punto incapaz de adaptarse a la gran crisis moral y  cultural  que  vive  el  mundo  a  partir del  siglo XIX, agudizada después  con las  guerras,  las dictaduras y los grandes conflictos  sociales  que han hecho perder  la  esperanza  a  muchas  personas. Sin embargo, como  la poesía nace de  la  profunda  necesidad del  hombre de  buscar  estados superiores de conciencia y de estados  superiores de  virtualidad, no va a morir. Va a seguir como la ciencia: siempre en busca de la verdad en base a intuiciones y revelaciones que nunca se producen, aunque con pocos lectores, hasta que sobrevenga una revolución del mundo y, por consiguiente, del lector.

Leer, ¿en voz alta o en silencio?

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Los seres humanos más antiguos ya sabían leer y escribir antes de haber inventado esta tecnología, puesto que estaban dotados de cerebro capaz de almacenar y descifrar incluso los signos lingüísticos todavía inexistentes.
Las pruebas más antiguas de la existencia de la escritura se remontan a 6000 años a.C. Pero cuando esto ocurrió, hacía mucho tiempo que el cuerpo humano, particularmente el cerebro, «ya era capaz de actos de escritura y de lectura que aún pertenecían al futuro», dice Alberto Manguel en su libro Una historia de la lectura.
¿Cómo es esto de que el hombre era capaz de capaz de realizar actos de escritura y de lectura del futuro? ¿Es que los seres humanos de la antigüedad ya sabían leer y escribir antes de que el primer escriba ―chino o sumerio― hubiera pergeñado y pronunciado las primeras letras de un alfabeto? En cierto sentido, sí.
Lo que ocurre es que la capacidad de almacenar, recordar y descifrar sensaciones y signos ―como los arbitrarios del lenguaje, todavía sin inventarse― ya formaban parte constitutiva del cerebro humano. En realidad, si es cierto lo que sostienen Manguel y los neurolingüistas, las palabras pertenecen a un mundo de significados compartidos, a un “diccionario común” que se halla al comienzo de nuestra relación con las artes de leer y escribir.
En realidad, la lectura es una función común a todos los seres humanos. Seguir con los ojos las letras de un texto es solo una de las formas de leer.  Por ejemplo, los astrónomos leen mapas estelares, los ingenieros los planos del edificio que van a construir, el público los gestos del mimo que está en el escenario del teatro y los músicos las partituras de la sinfonía que van a interpretar. Sin embargo, la lectura de signos lingüísticos es, probablemente, el acto más acabado del pensamiento.
Al comienzo de las sociedades humanas, la costumbre era leer libros en voz alta (ahora, si es un acto privado, esto es considerado un síntoma de atraso). Lo curioso es que la escritura hecha sobre papiros, y más tarde sobre pergaminos y códices, no separaba palabras ni distinguía el uso de mayúsculas y minúsculas, ni menos tomaba en cuenta las reglas de puntuación. Es decir, los lectores tenían que aguzar su oído y su comprensión para distinguir las palabras en medio de una sucesión interminable de letras escritas. Para un lector de hoy esto sería imposible; para los del pasado, era cuestión de rutina. Una de las funciones del cerebro es justamente su elasticidad, es decir, su capacidad para adaptarse a diversas circunstancias.
La lectura silenciosa se popularizó recién a partir del siglo X d.C., lo cual no significa que no existieran casos de este tipo de lecturas. San Agustín refiere en sus famosas Confesiones que en el año 383 visitó al célebre obispo San Ambrosio y se sorprendió de que este nunca leyera en voz alta, que era lo ordinario. ¿Cuál sería el ambiente que reinaba en las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo? Seguramente muy ruidoso.
Como leer es un acto de placer ―salvo deshonrosas excepciones―, muy pocas veces nos ponemos a pensar en qué consiste. Para comenzar, no se trata de un proceso continuo y sistemático. En realidad, cuando leemos  nuestros ojos no avanzan en forma lineal y sin interrupciones, sino que saltan como pulgas a través de los signos escritos tres o cuatro veces por segundo. Lo que se llama propiamente lectura solo ocurre en realidad entre las pausas de ese movimiento, el cual resulta una interferencia. ¿Sería distinto si el desplazamiento fuera lineal? Vaya uno a saber los misterios del cerebro humano.

Aprender a leer le ha costado a la humanidad mucho esfuerzo y mucho tiempo para que algunos antropófagos desdeñen este proceso mental como lo desdeña ahora. La historia de la lectura es una historia de tesoros, de acumulaciones, de viajes interminables, de revelaciones y de placer constante que tienen una edad de más o menos 6 mil años. El amor por la lectura es en buena cuenta una historia de amor que nunca terminará de escribirse y leerse en voz alta o en silencio. 

“díatreinta: diez años de innovar

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La única revista universitaria que practica la investigación y el periodismo narrativo en Trujillo cumple más de una década de vida.
En junio del 2000 un grupo de alumnos y profesores de la UPN creó el mensuario díatreinta que, por su naturaleza inicial, se definía como un medio de información y opinión. Con el paso del tiempo, el mensuario, que se publicaba en formato tabloide, perdió en tamaño pero ganó en ambición: se convirtió en una revista de periodismo narrativo.
Eran los tiempos de las recién creadas Gatopardo y Etiqueta Negra, dos revistas que introdujeron un nuevo concepto de periodismo literario en Latinoamérica, las cuales sirvieron además como modelo para los fundadores de díatreinta. En Trujillo nunca antes se había rendido culto a la crónica, el reportaje y los perfiles como lo hizo este medio. En su mayoría —como hasta ahora— la prensa local prefería el periodismo de información y de declaraciones.
Desde entonces, cada 30 días, cada 720 horas, cada 4320 minutos —salvo dos intervalos en el 2005 y el 2010— los lectores trujillanos han tenido entre sus manos un medio que —pese a su origen universitario— ha sabido expresar el carácter social e investigador del periodismo. Decimos “pese a su carácter universitario”, porque la revista no solo sirve como órgano de práctica pre-profesional para los estudiantes de Comunicaciones de la UPN, sino que intenta, desde su perspectiva, mediar entre los ciudadanos y las autoridades en temas cruciales para la vida de Trujillo.
Su vínculo con Trujillo está presente en todos sus números, pero especialmente en dos: el Nº 1, en el que enfatizó la incapacidad de las autoridades locales para solucionar el problema del transporte; el emblemático Nº 4, dedicado a explorar el origen y características de la “trujillanidad”. En este, personajes como el pintor indigenista Pedro Azabache, el sacerdote Rufino Benitez y el periodista Antonio Fernández Arce revelaron a los lectores en qué consistía el arte y la
pasión de ser trujillano. Y el número de enero del 2003, del que se tiraron 5 mil ejemplares e hizo las veces de guía de la Primera Feria del Libro de Trujillo.
En las 73 ediciones de la revista se han escrito cientos de textos y publicado miles de fotografías. En este balance provisorio de sus diez años de creación (en realidad son once, sin embargo no contamos el año y pico en que dejó de circular) es justo recordar los nombres del primer equipo: Domingo Varas Loli (que codirigió la revista con el que escribe), los ex alumnos José Balarezo, Susan del Castillo (creadores de la cabecera) y Jorge Vergara (primer coordinador). A ellos se sumaron inmediatamente después Julio Flores y Alejandro Castillo (hoy docentes y periodistas).
En la historia de díatreinta se pueden identificar hasta tres momentos muy importantes, todos relacionados con su cambio de formato y visión: del 2001 hasta el 2002, cuando era un tabloide; del 2002 al 2004, cuando pasó a un formato más pequeño y abandonó el periodismo de información y opinión; y del 2006 hasta la actualidad en que se ha abocado a la práctica pura y dura del periodismo narrativo.
Debido a que se trata de una publicación universitaria, en la revista díatreinta los roles de redacción, edición y diseño son siempre precarios. De allí la larga lista de líderes de equipo que han desfilado por allí: Richard Licetti, Iván Rosales Quiroz, Zaira Velásquez, Rita Correa, Héctor Lozano (“Fasalá”), Rosío Vigo, Fernando Carbonell, Helmut Lemke, Jorge Rheineck, Hugo Vergara Lau, Tony Gómez, David Ramos, Alicia Balarezo, Jonathan Meléndez, Ruth Rodríguez, Andrea Fernández, Yago Martínez, Raquel Ávalos, Orietta Brusa, Alfieri Díaz, Aquiles Cabrera, Diego Torres, Richard Moreno (“peluca”), Luis Felipe Alvarado y otro de cuyos nombres, por el apuro y la frágil memoria, no soy capaz de recordar ahora mismo. Incluso en sus páginas alguna vez se publicaron colaboraciones de escritores y periodistas de la talla de Juan Villoro y Alonso Cueto.
Nunca, salvo una airada respuesta de un grupo católico conservador, la revista ha recibido quejas de sus lectores ni menos ataques de enemigos gratuitos y ocasionales. La libertad con que se escribe, se edita, se diseña y se publica es, quizás, la mejor explicación de por qué un medio universitario puede sobrevivir tanto tiempo y seguir teniendo lectores en un época en que estos huyen en estampida de la
prensa escrita.
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