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Channel: Cuaderno del tribal
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Conversaciones con una niña

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¿Cómo explicarle a un niño sobre abstracciones como el amor y la muerte? A menudo creemos que no nos van a entender. Sin embargo, ellos son siempre una caja de sorpresas.
 No sé si es la edad, el lenguaje o los prejuicios lo que hace más difícil la comunicación con un niño. A los dos años, el niño es una especie de agujero negro que succiona toda la energía verbal que está a su alrededor, mientras que un hombre de cincuenta es más bien un pieza conservadora que sabe cuáles son los límites de las palabras.
Los niños descubren el contenido de las palabras por imitación o por experiencia directa. Así, poco a poco, van adquiriendo el sentido del amor, la bondad, la maldad y otras realidades que solo el lenguaje es capaz de simbolizar con eficacia. La más difícil de entender, probablemente, sea el concepto de muerte; o sea, la cesación o término de la vida.
Y es difícil entender el concepto de muerte por la realidad compleja a la que se refiere. Morir es no estar, dejar de ocupar un lugar, cesar en el continuo transcurrir del tiempo. De niños, la mayoría de los seres humanos nos formamos una idea de la muerte a partir del dolor moral que sienten los mayores y la inmensa tristeza que existe a nuestro alrededor.
Enseñarle a contar a un niño es un tarea ardua, pero placentera.  Relacionar la cantidad, que es un elemento abstracto, con los números propiamente dichos es una fuente de hallazgos y extravíos permanente. Lo mismo ocurre cuando se les enseña a identificar los colores, nombrar a los animales y controlar manualmente algunos artefactos necesarios para su desarrollo personal.
Las conversaciones que se desarrollan entre niños y adultos ocurren a partir de realidades simples e inmediatas. Generalmente, les hacemos preguntas y ellos responden de manera más o menos avisada. Otras veces intercambiamos mensajes condicionados por su reducido prontuario verbal. Sin embargo, muchas veces conversan con nosotros de igual a igual y nos sorprenden con el manejo de algunos conceptos y palabras. A esto habría que añadir su inusual y persistente manejo del porqué de las cosas. 
Mi hija, como su madre y yo, hemos sido educados en una cultura católica, en la que se enseña a los seres humanos desde muy pequeños que las personas que se mueren se van al cielo, incluido Jesús.  Hace poco estuve enseñándole a través de una fotografía en blanco y negro los nombres de mis padres, sus abuelos,  pues quiero que crezca y los tenga siempre presentes como trato de hacerlo yo cada uno de los días que me quedan.  «Este es José y este es Nilda», le repetía. Y ella me pregunta una y otra vez con inmensa curiosidad. «¿Cómo se llaman tu papá y tu mamá?».  «Este es José y este es Nilda», yo  le seguía repitiendo.
En un momento, Luciana cambió el sentido de la pregunta por uno más concreto: «¿Y dónde están?». Glup. «Ellos ya no están», traté de explicarle. «Pero, ¿dónde están?», me insistió mirándome fijamente a los ojos por casi unos treinta segundos. Su mirada era inquisitiva. «En el cielo», dije. «Ah, como Jesusito», me dijo y siguió enfrascada en la tarea de apilar cubos de madera de diversos colores.  Y de esta manera clausuró una conversación a la que, probablemente como ya ha ocurrido otras veces, volverá con más agudeza.
Me ha quedado, confieso, un amargo sabor a derrota. ¿Por qué perdí la oportunidad de explicarle que ellos ya se habían muerto y que únicamente quedan en el recuerdo de las personas? Estoy seguro que lo hubiera entendido, no porque sea muy lista ―que lo es― sino porque es natural que un niño sepa en qué consiste el principio y fin de la vida. A veces, frente al imperio de una cultura culposa, a la que nos aferramos con fantasías y remordimientos, preferimos no coger el toro por las astas  y quedarnos callados.
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Mi amada Luciana con su caballo azul, luego de un función de teatro.

Mis queridos libros

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Lo más importante en una vocación literaria no es necesariamente publicar un libro, sino persistir y, sobre todo, leer, única forma de evadir la mediocridad y miseria de la vida cotidiana.
 Luis Loayza afirmaba en los años 50 que en el Perú primero se publicaba y luego se aprendía a escribir, cuando debía ser el revés. En mi caso, he procurado ―hasta donde me ha sido posible― aprender a escribir a través de la lectura, el análisis de modelos y la experiencia directa.  Sin embargo, no me he podido sustraer del todo del afán de publicar. La literatura está llena de falsas exaltaciones del ego y de vanidades perniciosas.
Hace 28 años que publico libros y todavía no termino de aprender a escribir. Mi primer libro, Dialogando el extravío, data de 1986 y se publicó gracias al ímpetu de Juan Félix Cortés, quien fundó un sello editorial con este motivo: Mamut Editores. Por ese tiempo se había descubierto en Sullana el fósil de un animal prehistórico que algunos presumían era un mamut, razón por la cual este amigo decidió bautizar así su editorial. El poemario tuvo dos ediciones y se publicó gracias al “prestigio” que me había granjeado el concurso Poeta Joven del Perú, el cual gané a los 23 años.
Mi segundo libro, El exilio y los comunes, se publicó con SEA una fugaz editorial creada por el poeta Santiago Aguilar en 1989 y con el auspicio de CONCYTEC. Se trata en realidad de un cuaderno de quejas y contentamientos sobre los duros años 80. El libro fue ilustrado por el pintor Santos Salvador Rosado. Entonces seguía siendo joven e indocumentado. Estudiaba Derecho y era más o menos feliz.
Luego vendría Confesiones de la tribu (1992). El 2011 la editorial OREM de Trujillo haría una segunda edición en formato pequeño. Es un homenaje a mis padres que se fueron: Nilda y José, y también a mis hermanos: Margoth, Javier, Marcela, Carlos y Milagros. La ilustración de la portada la realizó Héctor Acevedo y la edición fue compartida entre SEA, la Casa del Artista y la Municipalidad de Trujillo. Cuatro años después (1996), en edición de Sietevientos, aparecería mi primer libro de cuentos: Historia del enemigo. Siempre quise ser narrador. El primer relato de este libro presenta la esquizofrenia de un personaje que se debate entre ser libre o asimilado. La portada reproduce un cuadro alusivo de William Pinillos.
El 2003, compilé una parte de mis artículos periodísticos en Tan frágil manjar. Historias, libros y personajes (ATAL, Trujillo), libro que recoge mis lecturas, entusiasmos, equivocaciones y pasión por ciertos libros y personajes literarios, además de dos entrevistas ficticias a Sabato y Borges. Catorce años después, el 2007, apareció bajo el sello Revuelta Editores de Lima  una de las ediciones más hermosas que se ha hecho de un libro mío: Teorema del navegante, que fue finalista del Premio Copé 2007. Dos años después, CEA, una editorial creada por los hermanos López Miñano, reeditó mi libro de cuentos El suicida del frío, que el año anterior había lanzado, con un sinnúmero de erratas, la editorial Altazor de Lima.
Mis tres últimos libros se han publicado sucesivamente. La unidad de los contrarios, 2001, editado por Petroperú.  Con este gané el Premio Copé de Bronce. Es el preámbulo de la filosofía poética que desarrollaría después. En esencia es un libro que vuelve al viejo y manido tema del amor. El 2012, El placer traidor. Crónicas elegidas, compuesto por textos híbridos que parecen crónicas y que se publicaron en La Industria, El Peruano y El Comercio. Una versión resumida de estos trabajos apareció el 2011 con la editorial Papel de Viento y con el título de Mis tres imposibles y otras crónicas. Y el 2012,Filosofía vulgar, dedicado a mi hija Luciana. Reúne mi poesía escrita entre el 2007 y el 2012. Lo editó CEA (Trujillo, 2012).  Por supuesto, no tiene nada de vulgar. El nombre hace honor a las apariencias.
Esta es, en resumidas cuentas, la historia personal de mis queridos libros; es decir, la historia privada de alguien que cree en la escritura y la lectura como formas de superar la mediocridad del mundo real.


Inteligencia versus estupidez

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Según Medawar, la inteligencia declina hasta llegar a un tope; para Denegri es diferente: la inteligencia decrece de manera indefinida y, por lo mismo, cada día existe más estupidez. No soy tan pesimista como el novelista Philip Roth, para quien las personas ya no leen porque simplemente se ha "cortado la señal" con los libros y, además, porque "la concentración, la soledad y la imaginación" que hacen falta brillan por su ausencia. Pero le doy la razón.
Para Marco Aurelio Denegri no se lee porque simplemente la estupidez, que reina en los medios de comunicación y en casi todas las relaciones sociales, es estupefaciente y opresiva. Para él, a diferencia de lo que pensaba el científico Peter Medawar, la inteligencia decrece de manera indefinida en el mundo; es decir, no se va a detener. Siguiendo esta lógica, hoy existen, proporcionalmente, más estúpidos que los que existían hace 50 años. Y, por lo mismo, menos seres inteligentes.
La demostración palmaria de esta realidad sería la actuación de los políticos, los contenidos de los medios de comunicación, particularmente de la televisión ―agente estupidizante por antonomasia― y la frivolidad campeante en todos los órdenes de la vida. «Evidentemente eso no puede ser una manifestación de inteligencia», dice Denegri.
Si la estupidez es la «torpeza notable en comprender las cosas”, la inteligencia es todo lo contrario: capacidad para entender, comprender o resolver problemas. ¿Por qué hemos llegado a esta encrucijada que, de ser totalmente cierta, cuestiona nuestra propia naturaleza humana? ¿No somos acaso los únicos seres pensantes de la naturaleza?
Aunque no estoy convencido totalmente de los argumentos de Denegri, debo admitir sin embargo que gracias al declive de la cultura, la entronización del espectáculo, la indiferencia por los libros, el culto por la frivolidad tecnológica, el descrédito de lo razonable y la obtención del placer por el placer, los objetivos humanos han dado un vuelco: lo normal es no comprender y lo anormal no dejarse manipular bajo ninguna forma de poder. Los más felices son, al parecer, los que no piensan y se dejan conducir como parte del «rebaño desconcertado».
En una realidad donde se ha encumbrado la estupidez, es muy difícil, desde luego, que "la concentración, la soledad y la imaginación" tengan cabida. En esto le doy toda la razón a Roth. ¿Por qué alguien que es muy feliz con lo que tiene tendría que dedicarse a la meditación, el culto por el aislamiento o el desarrollo de utopías colectivas?  
En un mundo donde todo pasa muy rápido ―o simplemente no pasa nunca― es lógico también que la lectura termine convertida en un "hobby solitario", en una actividad exclusiva de una elite, de una minoría ilustrada. ¿Esto quiere decir que las grandes mayorías siempre van a ser funcionales para el poder? Todo parece indicar que sí. Por eso se dice que la estupidez es opresiva.
Debo observar, no obstante, que la culpa de que la estupidez crezca en forma geométrica y la inteligencia en forma aritmética no se debe a los medios de comunicación en sí, sino a quienes los manipulan y desarrollan sus contenidos. Por otra parte, me aterra comprobar que uno de los temas dominantes del atraso educativo sea la incapacidad de nuestros niños y jóvenes para comprender lo que leen. ¿Es acaso esto una prueba contundente de las afirmaciones de Marco Aurelio Denegri?
No me consuela pensar bajo ningún punto de vista de que todos somos o hemos sido estúpidos alguna vez y que por esta razón hemos cometido grandes o pequeños errores. Tendríamos que admitir entonces que la estupidez es consustancial a los seres humanos. ¿Se puede decir lo mismo de la inteligencia? ¿Tenemos en nuestras vidas un historial de sabiduría que nos haga sentir orgullosos?



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La perfección del fracaso

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Uno de los cuentos más hermosos, enigmáticos y recordables de Julio Ramón Ribeyro es Silvio en el Rosedal. Todos sus lectores coinciden en su alto valor estético y, sobre todo, en su función de alegoría sobre los misterios de la existencia.
 En principio, el cuento convoca muchos de los temas centrales de la condición humana. Peter Elmore identifica cuatro de ellos: el sentido de la existencia, la naturaleza del amor, la índole del deseo y el derecho a la realización. Yo añadiría el de la soledad y el deterioro físico y moral.
Estos temas cruciales están catalizados por Silvio, quien es el centro alrededor del cual giran todos los hechos y situaciones de la historia. Su vida no tiene de algún modo mucho sentido, pues se refugia en la falsa seguridad de la vida anodina, apartada, campestre y mediocre en una hacienda. Silvio, como casi todos los personajes de J. R. Ribeyro, carece de porvenir. Pero lo más dramático es que los vacíos que le infringe la soledad son llenados con obsesiones que a lo único que lo conducen es al fracaso sistemático.
Este hombre que, además, no conoce el amor o lo conoce muy mal, siente que su fracaso como escudriñador de mensajes ocultos es compensado por la aparición de su sobrina Roxana, una bellísima quinceañera de quien se enamora perdidamente apenas la conoce. Pero la naturaleza del amor no es ser siempre complaciente. Su sobrina lo ve solo como un tío e ignora por completo que él la ama y, sobre todo, la desea.
Silvio tiene derecho a realizar sus viejos anhelos, y con este motivo contrata a un músico genial y discriminado por la sociedad tarmeña para que le enseñe a dominar el violín. Ambos ejecutan en solitario perfomances fuera de serie que tienen como único testigo al viento. Hay aquí, sin duda, una alegoría sobre la fugacidad e inutilidad del goce estético, ese que Kant opuesto al interés y a la pura racionalidad. Miguel Gutiérrez sostiene que Silvio en El Rosedal puede ser tomado, en una de sus perspectivas de significación como una parábola del escritor en el mundo contemporáneo. Elmore afirma que el cuento desarrolla «la expectativa de que los signos contengan un sentido iluminador y alberguen una verdad capaz de transformar a quien lee». Esto, quizás, sea la clave de su gran aceptación entre los lectores.
Como se lee, los significados que convoca la historia son múltiples, y en esto sin duda reside su valor. El otro valor consiste en la utilización de un estilo —tal y como pide en su decálogo del cuentista— «directo, sencillo, sin ornamento ni digresiones». A esto habría que añadir la utilización de un lenguaje reconocible por los lectores y que es, al mismo tiempo, convencional. Alguien, por esta razón, ha dicho que Ribeyro es el mejor escritor del siglo XIX que ha tenido el Perú.No obstante, aunque su prosa parezca vieja sus temas aparecen siempre vinculados a la realidad inmediata.
Silvio enEl Rosedaldebe leerse como una alegoría sobre los enigmas de la existencia humana y como una crítica sutil contra el consumo banal de los productos simbólicos del mundo contemporáneo. El cuento tiene un alto valor polisémico debido a la complejidad del tema abordado y las derivaciones de este, que van desde el melodrama hasta la ironía más sutil.
El cuento es una experiencia ética y estética. Ética porque la vida moral de Silvio es un dilema entre la aceptación del deterioro o el empeño en superar sus derrotas personales. Y estético porque en todo momento lo que busca Silvio tras la resolución del enigma es el goce de la perfección o la perfección del fracaso.



Lenguje y democracia

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El pilar de la democracia es la comunicación y si esta falla porque un texto está mal escrito, entonces falla la relación entre Estado y ciudadanos con el consiguiente desprestigio del primero.
Uno de los problemas más comunes que enfrentan los usuarios de la lengua es su tendencia a la solemnidad y a extender las oraciones más allá de los límites que la memoria a corto plazo permite.
La palabra solemnidad tiene varias acepciones; una de ellas se refiere  al acto de celebrar públicamente un hecho mediante pompa y ceremonias extraordinarias; es decir, de manera formal, grave y afectada.
El uso de la solemnidad en los escritos se remonta al lenguaje notarial del siglo XVI (el que trajeron los encargados de asegurar las propiedades de las tierras conquistadas para  la corona española) y se mantiene casi intacto en los documentos que producen a diario los empleados de la administración pública, especialmente los de tipo legal, esos que tienen que ver con el ejercicio de los derechos y obligaciones de los ciudadanos. Por este motivo, en esferas como la judicial sobreviven anacronismos como “a fojas”, “en mi persona”, “lo estipulado”.
Los documentos a los que me refiero no solo pecan innecesariamente de solemnes, sino también de largos y tortuosos. Lo que se puede decir en tres cuatro palabras se dice en veinte y con una estructura sintáctica que complica su comprensión. Lo peliagudo de esto es que se trata de una costumbre, de un hábito, de una cultura enraizada con la que, a veces, es muy difícil lidiar.
Los especialistas coinciden en que las oraciones largas son muy difíciles de interpretar, sobre todo si están llenas de incisos, redundancias y fórmulas de cortesía insípidas. Y esto ocurre porque nuestro cerebro va guardando lo que vamos leyendo en una especie de “cajas sintácticas” que se abren y cierran  conforme el significado se completa. Como el cerebro no puede mantener muchas cajas abiertas a la vez, una frase larga le crea enormes problemas de almacenamiento y comprensión.
He comprobado esto de la solemnidad y las oraciones extensas en algunos talleres de redacción que he dictado para los empleados de algunos organismos gubernamentales. Ellos producen documentos solemnes y extensos, en primer lugar, porque creen que escribiendo en difícil pueden mantener su estatus de profesionales y su prestigio social como empleados públicos. En segundo lugar, ignoran o menosprecian o no valoran lo suficiente la importancia del lenguaje para la democracia. ¿Lenguaje y democracia? ¿Qué tiene que ver el lenguaje con la democracia?
“La democracia se fundamenta en la facilidad de comunicación entre la ciudadanía. Los párrafos confusos, las frases complicadas y las palabra raras dificultan la comprensión de los textos e inhiben a las personas del ejercicio de sus deberes y derechos”, dice Daniel Cassany. Totalmente de acuerdo.
Si los empleados públicos usaran un lenguaje simplificado y fueran directo al grano, los organismos públicos peruanos no tendrían tantos ciudadanos iracundos reclamando en sus ventanillas de atención al cliente qué diablos significa la resolución o informe que acaban de recibir como respuesta a un reclamo o consulta. Cuando la comunicación que se dirige a los  ciudadanos se vuelve hermética, estos sienten, con toda razón, que sus derechos han sido vulnerados. Por lo tanto, es lógico pensar que un documento  público en realidad un documento privado también― que esté mal escrito es un ataque directo contra el propósito principal de la democracia: el diálogo fluido entre Estado y ciudadanos. Por esta razón, me satisface que en algunos sectores del Estado se haya instaurado ahora la política de obligar a sus empleados a escribir mejor; es decir, de manera clara, precisa, concisa y breve. Sin duda, la democracia ―ese concepto que de tan usado ha ido perdiendo su esencia― habrá de mejorar su salud.



El nuevo periodista

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La práctica del periodismo moderno supone el dominio de las nuevas tecnologías, aunque también el cultivo de los viejos principios: la ética profesional y la belleza del lenguaje.
Es verdad que la vida de un periodista ha cambiado mucho. Su nuevo rol profesional lo ha obligado a convivir con la tecnología, la cual en cierta forma deben dominar para ejercer mejor su oficio.
Conocer la tecnología supone no solo manejar herramientas vinculadas al ciberperiodismo, aplicaciones móviles  y redes sociales, sino también  a medios impresos. En todos los casos, ese periodista debe decidir qué formato es el idóneo para divulgar la información que maneja.
Pero los nuevos tiempos exigen a los periodistas, por un lado, conocer lo nuevo y, por otro, perfeccionar  lo de siempre.  Lo primero se refiere a que debe moverse como pez en el agua en el universo de las tecnologías de la información, así como en el manejo de nuevos conceptos y teorías sobre el periodismo. Lo segundo a que los contenidos éticos y estéticos de hace cien años deben ser enfatizados, pues no han cambiado en lo más mínimo, sino que se han vuelto imprescindibles.
Una de las transformaciones que ha sufrido la teoría del periodismo tiene que ver con los géneros que se utilizan para las versiones digitales e impresas. En el terreno de lo digital, los dispositivos móviles y las redes sociales, la subjetividad del periodista debe quedar reducida al mínimo, mientras que en el territorio de los impresos cobra cada vez mayor importancia.
Esta diferencia tiene que ver también con el tiempo empleado para escribir y leer mensajes periodísticos. En el ciberperiodismo, se calcula que la lectura de un texto demanda entre 3 y 5 minutos, en tanto para el medio impreso entre 17 y 21 minutos, lo cual supone que la extensión de las frases, para el caso de los medios electrónicos, debe ser mínima. El Libro de estilo del diario El País, por ejemplo, recomienda  (para sus dos versiones) que una frase no debe exceder las 20 palabras, una entradilla las 60, un párrafo las 100  y una nota informativa las 900.
Podemos inferir entonces que el periodismo impreso va mejor con los textos más extensos, interpretativos y analíticos, en tanto emplea un tiempo más “largo”. Quizás por esto, quienes practican el periodismo narrativo sostienen que el escenario tecnológico lejos de envejecerlo lo ha revitalizado. Los que escriben y leen crónicas, perfiles y reportajes interpretativos saben muy bien qué tiempo y paciencia necesitan. La idea es que el interés del lector no se pierda hasta el final; cosa que, por lo demás, importan muy poco en el formato digital.
En cuanto a los contenidos éticos, estos, pese a su vejez, resultan más actuales que nunca. El periodismo debe recobrar su función de piedra en el zapato de los poderosos y corruptos, para lo cual debe tener bien claro cuáles son los límites del delito y qué rol deben desempeñar en la construcción y el desarrollo de la democracia.
Lo estético en el periodismo se refiere al uso correcto de la lengua, aspiración tan vieja como el oficio mismo de informar. Este uso consiste en dos cosas: conocer y aplicar las normas gramaticales del español y practicar un estilo bello, claro, conciso, preciso, breve y fluido que, además, sea fácilmente entendible por el lector.
«Los periodistas han de escribir con el estilo de los periodistas, no con el de los políticos, los economistas y los abogados. Los periodistas tienen la obligación de comunicar y hacer accesible al público en general la información técnica o especializada. La presencia de palabras eruditas no explicadas refleja la incapacidad del redactar para comprender y trasmitir una realidad compleja. El uso de tecnicismos no muestra necesariamente vastos conocimientos, sino, en muchos casos, una notable ignorancia» (Normas de escritura, Libro de Estilo de El País, p. 39).

Allí está el quid del asunto: el nuevo periodista debe tener adaptabilidad para subirse al tren de los nuevos tiempos y entereza moral y estética para cultivar los viejos principios de su oficio.

Periodismo y literatura: encuentros y desencuentros

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El punto de encuentro entre periodismo y literatura es la técnica y el lenguaje; el punto de desencuentro: la forma en que ambas se aproximan a la realidad.
 Las relaciones entre periodismo y literatura son muy antiguas. Quienes practican ambas disciplinas están divididos respecto a las ventajas o desventajas que esto implica.
Unos, caso Ernest Hemingway, creen que el periodismo puede ser castrante para la literatura, pues desgasta el estilo. Otros, como Gabriel García Márquez, afirman más bien que el periodismo es un género de la literatura y, por lo mismo, no hay ninguna posibilidad de daño colateral.
Debemos añadir que Ernest Hemingway nunca dejó de practicar el periodismo; lo hizo hasta los últimos años de su vida; en cambio Gabriel García Márquez, un reportero y articulista nato, escribió para diarios y revistas hasta los años 80. Sí algo de periodismo escribió después, fue muy esporádicamente.
Existen muchas cosas  en común entre los dos; por ejemplo, las técnicas y procedimientos narrativos. Un periodista, tanto como un cuentista o novelista, está obligado a domina las persona narrativa, la construcción de los personajes, el manejo del tiempo, las rupturas espacio-temporales y todos los recursos dirigidos a mantener el interés del lector (el dato escondido, las mudas, las cajas chinas, etc.). Otro punto en común es el manejo correcto del lenguaje. Es inconcebible que  periodistas y escritores no  conozcan a fondo su principal herramienta, ya que si no es así están obligados a fracasar estrepitosamente. Seguramente a estas dos cosas (el dominio de las técnicas y procedimientos narrativos y la corrección idiomática) se refería García Márquez cuando hablaba del periodismo como un género de la literatura.
Pero así como existen elementos que los unen, hay otros que los separan. La realidad es uno de ellos. Mientras un escritor tiene la libertad para convertir a esta en un ficción, ya sea exagerándolo, disfrazándola, volviéndola un infierno o un paraíso o alterándola en general sin ningún límite salvo la verosimilitud el periodista tiene que ser rigurosamente fiel a ella, porque no puede cambiarla o tergiversarla sin que esto implique una grave alteración de de la verdad.  
Tomás Eloy Martínez sostenía que un periodista puede ficcionalizar la realidad siempre y cuando se lo haga saber al lector. En todos los demás casos, tiene que ser un esclavo de la exactitud. La libertad del periodista termina donde comienza la libertad del escritor. El tema es otro límite. Un periodista podría escribir sobre cualquier asunto, siempre que lo investigue; un escritor no: para él forma y fondo están íntimamente ligados y debe responder instintivamente a este principio. Sucede lo mismo con el espacio: en la literatura lo dicta el furor del escritor, el enfoque que quiere darle, el sentido de la vida que quiere capturar; en el periodismo, el diseño gráfico, la cantidad de páginas en blanco.
Pero tal vez la diferencia más profunda es de carácter político; es decir, social. «Hay novelistas y poetas egotistas que aseguran a mi juicio siempre falsamente que sólo escriben para sí mismos: por suerte, este autismo dudosamente veraz está prohibido en el articulista. Nadie es tan arrogante o tan imbécil como para decir que escribe artículos  sólo para él mismo», escribe  Fernando Savater en su libro Figuraciones mías. Sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar. Y aunque se refiere el caso específico de los articulistas, creo que se puede aplicar a los periodistas en general.

Savater enfatiza en el carácter de servidor público que tiene un articulista y, por lo mismo, en el rol didáctico o lúdico de sus textos. «Un buen escritor de artículos es un acelerador de partículas imaginativas y racionales, lo cual excluye el mero capricho autocomplaciente», añade. Yo estoy de acuerdo con lo primero: con el carácter de servicio público hoy tan olvidado que tiene el periodismo. Sin embargo, no creo que un hombre de prensa esté libre de la tentación narcisista y menos que cumpla a cabalidad con las obligaciones morales y legales de la comunidad.

Ciudadanos sin República

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¿Es irreconciliable el crecimiento económico con el progreso social? Toda respuesta, según Alberto Vergara, pasa por el punto de encuentro entre la promesa republicana y la promesa neoliberal que conviven en la sociedad peruana.
Los peruanos vivimos asustados por la inseguridad y escandalizados por la corrupción general, sin embargo asumimos estas pestes como parte de un devenir natural, como si se tratara de procesos que no se pueden evitar pese a que resquebrajan la ética mínima de la convivencia.
Pero la inseguridad y la corrupción no son los únicos males de nuestra caja de pandora. Están también la desconfianza de los ciudadanos por las instituciones y las leyes, el descrédito del Congreso y las funciones públicas,  el divorcio entre el Estado y los ciudadanos y el empobrecimiento de sistema educativo. Sin embargo, el Perú tiene una de las economías más prósperas de la región.
Nadie podrá negar que la vida política, social y económica de nuestro país ha dado un vuelco. Hace mucho tiempo que dejamos de ser el país feudal y atrasado que fuimos hasta los setenta. Quizás los rasgos más destacados de este cambio sean la reforma de la propiedad de la tierra, la adquisición de una ciudadanía cada vez más plena y la reducción relativa de la pobreza. No obstante, algo en la estructura sigue fallando y nos condena a vivir todavía con grandes conflictos sociales irresueltos.
En la cresta de la ola del crecimiento económico de la última década los fundamentalistas del liberalismo  creyeron que el crecimiento económico por sí solo nos iba a sacar de la pobreza y que el Estado iba a reformarse por la fuerza de los acontecimientos. Ahora que empieza el desaceleramiento económico aflora uno de los problemas más graves que se había pasado por alto: el funcionamiento de las instituciones.
En su estupendo libro Ciudadanos sin República, el politólogo Alberto Vergara explica de manera clara y didáctica por qué esta incoherencia entre crecimiento económico y atraso social, eso que Alfredo Torres llama “crecimiento infeliz”. Vergara sostiene que en la construcción del desarrollo social peruano contemporáneo han competido históricamente cuatro proyectos: el republicano, el socialista, el corporatista y el neoliberal. Ha habido, es cierto, otro tipo de promesas, pero no han tenido mayor gravitación.
Las promesas socialista y corporatista (el Apra y el velasquismo, según Vegara) están “enterradas” o han sido arrasadas por la fuerza de los acontecimientos a fines del siglo XX. La que sobrevive, con tensiones y graves conflictos, es la vieja promesa republicana nacida en el momento en que los criollos lograron la independencia del yugo español y que consiste en un viejo anhelo de un “orden fundado en la igualdad de los ciudadanos” y en “la capacidad de participar en los asuntos públicos de la misma manera que cualquier otro ciudadano”.

La promesa republicana  nunca se ha concretado y es más bien –sostiene Vergara un fracaso sistemático. Este conviviría en relación de desencuentro con la promesa neoliberal, la cual sí ha logrado éxito a partir de los años 90 y consiste, esencialmente, en el desarrollo del mercado sin presencia del Estado y en la redistribución de la riqueza gracias a la competencia económica, con las consiguientes desigualdades que esto acarrea. Pero en este camino de mercados desregulados, crecimiento económico imparable, consumismo generalizado, emprendimiento e inversión privada nacional e internacional, se dejó de lado las instituciones democráticas o republicanas; es decir, el anhelo de un Estado fuerte donde funcionen correctamente los deberes y derechos. La restricción al mínimo de la actividad estatal que pedían los neoliberales redujo al mínimo la posibilidad de consolidar la democracia y la ciudadanía. Por esta razón vivimos ahora a merced de la inseguridad y la corrupción.

Wisława Szymborska: la flecha en el blanco

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¿Qué hace perdurable a un poeta? Sin duda la sencillez,  originalidad y sabiduría, atributosdeWisława Szymborska, la poetisa polaca que transmutó en oro las palabras.
Desde hace mucho tiempo buscaba en librerías algún libro de Wisława Szymborska, Premio Nobel de Literatura en 1996. Los buscaba porque desde que leí su poema Bajo una estrella en dos traducciones distintas, quedé seducido por la sencillez y profundidad de su poesía. Fue Jorge Luis Borges quien sostuvo que cada escritor crea sus precursores. Y los crea en función de su filiación afectiva, ideológica, literaria o lo que sea. Wisława Szymborska es, de algún modo, mi precursora.
En traducción de Abel Murcia dice Bajo una estrella: «Que me disculpe la coincidencia por llamarla/ necesidad. / Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco./ Que se enoje la necesidad por llamarla mía. / Que me olviden los muertos que apenas brillan en la/ memoria. / Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado/ por alto a cada segundo./ Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo / el primero./ Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa./ Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo (…).». En otra versión cuyo nombre del autor no he podido localizar: «Perdona, azar, que te llame necesidad. /Perdón, necesidad, si al tenerte me equivoco. / Perdonen, difuntos, que apenas los recuerde. / Perdón, tiempo, por todo lo que se me escapa en un segundo./ Perdóname, viejo amor, que el nuevo me parezca el primero./ Perdónenme, guerras lejanas, por traer flores a casa./ Perdonen, heridas abiertas, que acabe de pincharme el dedo (…)». En cualquier caso, la flecha había dado en el blanco.
Hurgando en pilas de libros y estantes finalmente hallé dos de sus títulos: Si acaso y Fin y principio. Dos libros breves que leí de un tirón. Me quedé, sin embargo, con la miel en los labios por largos meses. Entonces reinicié la búsqueda del santo grial, pero nada. Y así anduve, hasta que mi amigo, el poeta Juan Carlos de la Fuente Umetsu, siempre generosos y dispuesto a extender la mano de los menesterosos en materia poética, me llamó un día por teléfono y me dijo tajante: «No busques más, ni intentes comprar nada. Ya encontré el libro que buscas. Un ejemplar de Poesía no completa (que es en realidad casi completa) te espera». Quince días después de esta llamada providencial me entregó el libro como regalo. Wisława Szymborska entró de este modo al club de mis precursores más queridos.
¿Por qué leer a Wisława Szymborska?  La primera razón es que su poesía se ocupa de temas  triviales que rápidamente convierte en trascendentes gracias a la llaneza de su lenguaje. Szymborska transmuta el lenguaje de la tribu en oro puro. Esa es la función principal de un buen poeta: ser un alquimista de la palabra, convertir lo difícil en fácil, transformar la oscuridad del pensamiento en agua clara. Si es al revés; es decir, si no se entiende bien y rápido, el lector prefiere, en unos casos, huir del texto, puesto que lo encuentra difícil de comprender o, en general, porque siente que no está preparado para leerlo con la claridad con que lee, por ejemplo, una novela o una noticia en un diario; en otros casos, el lector asume el desafío de desentrañar el significado de los versos haciendo un esfuerzo mayor al que su banalidad le permite. La tarea se vuelve titánica si, además, el poema está escrito con un lenguaje no familiar y con una técnica complicada. Si el lector pese a todos sus esfuerzos no logra engancharse con el texto, opta finalmente por lo común: abandonar la poesía, a veces para siempre.
La segunda razón es la originalidad de su enfoque. Es original por su modo de personal de aproximarse a la realidad, de convertirse en un modelo de expresión o de presentarnos lo corriente como algo novedoso. Wisława Szymborska dirige constantemente su atención hacia temas, problemas o situaciones desde unos supuestos previos: la complicidad del lector, el humor y el sentido de lo ridículo. El lector siente que ella habla de lo que no se ve a simple vista, de lo que se ignora o se desconoce. Pero esto es solo aparente: el lector lo sabe, solo que no puede decirlo o escribirlo como ella lo dice o escribe: «Debo mucho/ a quienes no amo. // El alivio con que acepto/ que son más queridos por otro. // La alegría de no ser yo/ el lobo de sus ovejas.// Estoy en paz con ellos/ y en libertad con ellos, y eso el amor ni puede darlo/ ni sabe tomarlo (…)». (Agradecimiento)

La tercera razón es su sabiduría. Wisława Szymborska vivió 89 años y llegó a un grado muy alto del conocimiento poético: «Cuando pronuncio la palabra Futuro,/ la primera sílaba pertenece ya al pasado. // Cuando pronuncio la palabra Silencio, / lo destruyo. // Cuando pronuncio la palabra Nada, / creo algo que no cabe en ninguna no-existencia». (Las tres palabras más extrañas)

Dos historias enérgicas

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Una buena novela vale por el modo en que cuenta una historia y no por el tema que desarrolla.Es lo que sucede con Middelsex de Jefrrey Eugenides y La muerte del padre de Karl  Ove Knausgård: un fresco social y una autobiográfía respectivamente.
La novela Middelsex de Jeffrey Eugenides está precedida por el Premio Pulitzer que se le concedió el 2003 y la novela  La muerte del padre de Karl Ove Knausgård por la comparación que ha hecho la prensa europea de ella con lo mejor que escribió Marcel Proust.
Middelsexcuenta ―como muchas― una historia familiar ambiciosa y deslumbrante y ―como pocas―  consigue erigirse como una de las grandes novelas americanas. Las otras las han escrito Scott Fitzgerald, Philip Roth, Jonathan Frantzen y otros más.
El libro de Jeffrey Eugenides narra en primera persona la identidad sexual y social de Calíope Stephanides, un hermafrodita de origen griego que vive la mayor parte de su vida culturalmente como una mujer, pero íntimamente como un varón.
No se trata de una narración lineal, sino de un calidoscopio de historias que se desprenden de una principal: la autobiografía del hermafrodita. Todos los relatos tienen como fondo fenómenos socio-históricos: la expulsión de los griegos de Turquía en los años veinte, la migración de turcos y griegos a Nueva York y el progresivo deterioro industrial, moral y social de Detroit, la mítica ciudad de los grandes fabricantes de automóviles.
El libro 1 se desarrolla la historia de Desdémona y Lefty, los abuelos de Calíope. Ambos huyen de Emirna con documentos falsos y consiguen casarse, pese a que son hermanos de sangre, en el barco que los conduce a Estados Unidos. El libro 2, se ocupa de la relación de Tessie y Milton, los padres de Calíope, quienes no aceptan la mutación que sufre la identidad de su hija(o). El libro 3 narra la vida de Calíope, desde su nacimiento hasta su pubertad. Y el libro 4, la historia tragicómica de cómo Calíope se convierte en varón y se va a trabajar como agregado cultural en la Embajada de los Estados Unidos en Berlín. Mezcla de fresco social con novela negra y relato tragicómico, es sin duda una de las grandes narraciones de los últimos tiempos.
Cuando Jeffrey Eugenides terminó de leer  La muerte del padre de Karl Karl Ove Knausgård dijo lo siguiente: “ha roto la barrera de sonido de la novela autobiográfica”. Curiosa afirmación. Su par pudo haber dicho lo mismo de su estupenda Middelsex.
La muerte del padreha llevado, efectivamente, la novela autobiográfica hasta el paroxismo. En esencia, narra la trágica muerte del progenitor de Knausgård, quien se autodestruyó ingiriendo grandes cantidades de alcohol en compañía de su madre. En su descenso, padre y madre se abandonan a la mugre, la soledad y la ruptura con el mundo social.
El narrador, Knausgård, usa la escritura como una catarsis. La usa para hurgar en la relación tensa y extraña que mantuvo con un padre desangelado y autoritario, para buscar su identidad como escritor en medio de una vida familiar que lo ahoga de a pocos y lo frustra como padre, y para reconstruir los últimos meses de agonía de un padre entregado enteramente al consumo de alcohol. En realidad es siempre el narrador el que se busca y autoflagela.
El comienzo de la novela del sueco es envolvente: «La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía». Después de esto, uno no para y quiere seguir y seguir hasta llegar al final.
La muerte del padre es una de las cinco novelas que bajo el nombre genérico y provocador de Mi lucha ha escrito de Karl Karl Ove Knausgård, No se ha equivocado Eugenides ni los críticos europeos respecto a su calidad. Frente a un novelista que se desnuda con tanta maestría ante los ojos de los lectores. no queda sino la admiración más absoluta.

Ivitación: jueves 11 de diciembre, 7:30 pm. Alianza Francesa de Trujillo.

Las ideas traicionadas

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Una excelente novela de Leonardo Padura proyecta los avatares de un escritor, de Trostki y de su verdugo en el fracaso de ciertas utopías políticas que alimentaron el sueño de los hombres durante el siglo XX.
Reconstruir mediante la ficción la vida de un personaje  como Lev Davidovich Bronstein, Trostski, es una ventaja y un riesgo al mismo tiempo. Lo primero, porque se trata de un personaje polémico cuya vida está todavía llena de revelaciones; y lo segundo, porque la trayectoria vital de alguien así es casi siempre inasible o suele congelarse en el espacio intermedio entre la realidad y la leyenda.
En la novela El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura se cuenta una parte de la vida dramática y por ratos rocambolesca de Trostski. Sin embargo, no estamos ante el eje principal de la historia, sino ante uno de sus planos narrativos. Hábilmente, el narrador cubano ha estructurado su novela según la técnica de las cajas chinas: una historia contiene a otra historia, de modo tal que su tejido deja muy poco lugar para la comprobación histórica o el uso del dato fehaciente, lo cual por cierto no tiene sentido tratándose de la ficción.
La historia madre es la de Iván Cárdenas Maturell, un aspirante a escritor, quien tras la muerte de su mujer decide concluir su manuscrito sobre la vida de un hombre misterioso al que había conocido en la playa mientras este paseaba en compañía de dos borzois rusos. El depositario de la historia es su amigo Daniel, quien más tarde  encuentra el cuerpo de su amigo aplastado por el derrumbe del techo de su miserable departamento.
El enigmático paseante de los borzois rusos es Ramón Marcader, o Jacques Mornard, el comunista español y agente de la policía soviética que asesinó en 1940 a Trostki en una operación muy audaz. La de Mercader es, sin duda, la historia más rica: su infancia burguesa en Barcelona,  la relación con unos padres distantes y extraños, su militancia comunista y amoríos durante la Guerra Civil española, su designación como verdugo del líder disidente ruso, su reconocimiento en Rusia como “héroe de la Revolución” y su refugio cubano mientras el cáncer implacable lo corroe por dentro.
La tercera historia es la del penoso exilio de Trostki, su lucha por sobrevivir a la persecución de Stalin y su esfuerzo por imponer su teoría de la “revolución permanente” frente a la hipótesis del “socialismo en un solo país” que defendía la ortodoxia comunista rusa.  En realidad, los episodios elegidos por Padura son aquellos que mejor reflejan sus avatares políticos e intelectuales, así como algunos episodios relacionados con grandes personajes de la revolución bolchevique y el arte: su relación con Lenin, su vieja enemistad con Stalin, el amor por su mujer, su aventura sexual con Frida Khalo, su discrepancia con Diego Rivera, su egolatría y su fuerte sentimiento de superioridad.
Las tres historias de El hombre que amaba a los perros tienen algo en común, un hilo moral que las atraviesa: la traición de las ideas y la inutilidad de las acciones.  Por un lado, Matorell siente que ha vivido en vano, que el sueño “estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se (ha) trocado en la mayor pesadilla autoritaria de la historia”.  En realidad, Matorell le llama “desastre cósmico”. Ramón Mercader siente algo parecido o más atroz: el grito de dolor que lanza Trostki antes de morir, así como la entrega de una vida a cambio de una larga y sórdida pesadilla que lo conduce únicamente a la nada. En cierta forma Trostki piensa y siente lo mismo: tanto sacrificio solo para obtener la persecución, el asesinato de sus hijos y la fragilidad de unas ideas revolucionarias que nunca pudieron instaurar un mundo más justo y feliz. He ahí el  leimotivdel libro: el sentido sin sentido de la historia que los hombres creen construir para los demás.

La historia tiene muchos de los ingredientes de la novela policial, de espías, histórica y de aventura. Su verdadero valor, no obstante, creo que está dado por la forma tan fluida en que avanza el relato y salta de un espacio-tiempo a otro, así como por las reflexiones en torno a las ideas revolucionarias, los grandes malentendidos de la historia, el fanatismo político y la verdadera índole de la naturaleza humana que interpola a lo largo de la narración. 

Charlie Hebdo: humor contra intolerancia

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Lo verdaderamente opuesto a la intolerancia y el fanatismo religioso no es la libertad, sino el humor, forma letal que tenemos para burlarnos del poder, del abuso y de nosotros mismos.
A raíz de los atentados fundamentalistas islámicos contra  los caricaturistas del semanario Charlie Hebdo hemos vuelto a revivir la oposición de viejos conceptos: tolerancia-intolerancia, libertad-esclavitud y alegría-terror.
La oposición tolerancia-intolerancia se resume en la  postura, por un lado, de que las ideas, creencias o prácticas distintas de los demás deben ser respetadas; y, por otro, de que más bien merecen nuestro rechazo o desprecio. En este sentido, discriminar a un musulmán solo porque lo es resulta  tan condenable como matar a tiros a 12 personas porque no creen en Alá.
La “facultad natural ―dice el diccionario de la RAE― que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos” se llama libertad y es una de las bases ideológicas  de la civilización occidental nacida luego de la Revolución Francesa. Lo contrario es la esclavitud; es decir, la “sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación”. Un acto de libertad sería, por ejemplo, expresar una opinión respecto a determinada religión o ideología sin temor a sufrir represalias; y un acto de esclavitud, callar, aunque se piense distinto, por temor a ser ejecutado.
Charlie Hebdo es la expresión pura del humor (por ratos ríspido y grotesco), de la alegría de vivir, de la predisposición a no tomar en serio ni a los actos humanos “trascendentes” ni menos a los cotidianos. Liquidar con frialdad a un policía de tu misma filiación religiosa que te pide clemencia con la mano es implantar  terror; es decir, miedo muy intenso, tensión, ir contra el contento, contra el júbilo de la vida así sea esta rica o miserable.
“De Dios nadie se ríe, pero de los hombres y las mujeres podemos reírnos a mandíbula batiente. Eso explica que en las sociedades y en los estados teocráticos la risa y el humor son prácticamente inexistentes. En las sociedades aristocráticas predominaba (o era más conocida) la risa de los de arriba contra los de abajo. En las sociedades democráticas predomina la risa de los abajo tanto contra los de arriba como contra ellos mismos. En los albores del mundo moderno, la risa ayudó a la emergencia de la cultura popular, distinta las culturas teocráticas y aristocráticas. El humor y la ironía jugaron un papel importante en la transformación de las monarquías absolutas en monarquías constitucionales. Voltaire apelaba al poder disolvente de la risa y se burlaba no sólo de monarcas y aristócratas sino también de Rousseau y de sí mismo”, ha escrito el politólogo Sinesio López. No es casual por esto que los terroristas islámicos hayan elegido como blanco un semanario de humor y a París, la capital de  Francia, país símbolo de las libertades democráticas.
Quienes hayan leído la novela  El nombre de la rosa de Umberto Eco o visto la versión cinematográfica de esta podrán comprobar cuánta razón tiene López en su punto de vista. En la historia de Eco, unos monjes benedictinos fanáticos ocultan la existencia de un libro envenenado (supuestamente el segundo libro perdido de la Poética de Aristóteles) que habla del humor, la risa y la ironía. Lo ocultan por temor a los efectos liberadores que la risa podría producir sobre sus lectores ocasionales. Para evitarlo, propician una serie de asesinatos que luego se los atribuyen al demonio. En realidad, lo que quieren mantener es el statu quo de la Iglesia Católica, la esclavitud del pensamiento y negar la libertad propiciadora del humor que todo lo cuestiona y ridiculiza. Los benedictinos fanáticos van así no solo contra el humor, sino también contra la democratización de su fe.  En la época feudal,  cierto sector del catolicismo hizo, en pocas palabras, lo mismo que hacen ahora los estados teocráticos islámicos: borrar el humor y la risa por el peligro ideológico que representan.

Entonces, no es que los caricaturistas de Charlie Hebdo se lo hayan buscado con sus dibujos irreverentes y ofensivos, sino que el buen humor es lo verdaderamente opuesto a la intolerancia; es decir, “a la falta de respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”. (Diccionario de la RAE).

¿Aburridos y mediocres?

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Los verdaderos creadores, según Rilke, son los que afrontan  el peligro y van al extremo de la experiencia, no los que desisten al menor intento.
Las opiniones tienen importancia en tanto son opiniones; es decir, puntos de vista, pareceres que ni ofenden ni denigran a las personas. Cuando se convierten en argumentos ad homine; es decir, van dirigidas contra las personas y no contra las ideas, dejan de serlo simplemente y no contribuyen al debate.
La opinión del poeta David Novoa respecto a que todos los poetas de Trujillo son “mediocres y aburridos” no pasa de ser una opinión, rebatible además, puesto que no corresponde necesariamente a la verdad, aunque no está muy lejos de ella.
Con lo de “aburridos”, sí estoy de acuerdo. Lo he sostenido, además, varias veces. Y esto ocurre porque no han aprendido ―no hemos aprendido ―  la justa combinación entre lo superficial y lo profundo. La historia demuestra que ambas, en estado puro,  no son recomendables para una literatura que aspire a conquistar lectores. Una dosis equilibrada de ambos factores es necesaria para enriquecer un mundo moralmente empobrecido.
En las grandes historias como El Quijote de la Mancha o Madame Bovary hay algo de superficial en el mundo de sus personajes, solo que en dosis necesarias. ¿No es acaso un acto de frivolidad tener que servir a una señora como Dulcinea del Toboso? ¿O que la heroína Emma Bovary siga sus instintos básicos para no morirse de aburrimiento en la casa burguesa donde vive? Como dije, en dosis combinadas adecuadamente lo superficial y profundo, lo frívolo y trascendente, lo limitado y lo vasto producen resultados aceptables.
Para reducir las altas dosis de aburrimiento en que incurren los poetas trujillanos, David Novoa ha optado por la perfomancecomo un modo sistemático de comunicar su poesía, estrategia que le ha dado un éxito relativo y nada desdeñable  ―digo relativo porque hay gente, que piensa más bien que se trata de una “payasada”―. Es verdad que se trata de un “hecho extraliterario”, como dice Jorge Tume, pero esa es, finalmente, la manera de comunicar de David Novoa, su modus operandi de combinar lo frívolo y lo profundo. Y esto se respeta, aunque no estemos de acuerdo con el bacín amarillo que se pone en la cabeza, la forma en que modula la voz cuando recita o el humor con que cultiva su egolatría.
Pero lo que, al parecer, ha causado más molestia e incomodidad  es su afirmación de que todos los poetas trujillanos “son mediocres”. Es decir, para Novoa hay por estos lares un solo poeta ―salvo él, se infiere― que haya creado  una obra “admirable o sobresaliente en su línea”; es decir, brillante. Lo que habría es más bien es lo opuesto: lo mediocre, aquello que tiene calidad media o es de poco mérito y tira más bien para malo. No considero que haya mala leche en las afirmaciones de Novoa; lo que percibo es su deseo de provocar, su exceso para  atraer miradas a las perfomances que practica y su forma de entender la poesía desde el ángulo de la espiritualidad.
La poesía de los demás podría ser “mediocre” no porque lo diga Novoa ―esa es su opinión o provocación―, sino por otras razones que están más allá de esto. Un poeta ―un poeta no mediocre en todo caso― es alguien a quien le importa en primer lugar escribir. Y para hacerlo, se prepara emocional y técnicamente. Lo primero, porque se trata de una actividad (¿profesión, modo de vida, oficio?) en la que pone en riesgo toda su existencia a cambio de nada; y lo segundo, porque para llegar al fondo de la experiencia estética tiene que hacerlo a través de una lengua y de ciertas estrategias comunicativas, las cuales debe dominar casi a la perfección.
Nadie llega a ser poeta porque lo certifica un documento, lo garantiza el tiempo empleado o lo declara una autoridad competente. Se llega a ser un creador literario no porque lo quieran otros, sino porque alguien está convencido de que quiere serlo. «Las obras de arte nacen siempre de quien ha afrontado el peligro, de quien ha ido hasta el extremo de la experiencia, hasta el punto que ningún humano puede rebasar. Cuanto más se ve, más propia, más personal, más única se hace una vida», escribió Rainer Maria Rilke.
Aquí está, estimado Koky Tume, el partidor de aguas, el límite entre un poeta mediocre y uno verdadero: ¿cuántos de los seres humanos que tienen experiencias e imaginan realidades están dispuestos a poner en riesgo su vida mediante la poesía?



Knausgård, sobre su propia vida

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Un novelista perturbador nos descubre a través de la autoficción el choque entre la urgencia de crear y la banalidad del mundo corriente en el que vive.
 Karl Karl Ove Knausgård es no solo el escritor noruego más importante del momento, sino un escritor que “ha roto la barrera de sonido de la novela autobiográfica” (Jeffrey Eugenides); es decir, un practicante de una corriente literaria llama autoficción, que se refiere a la relación ambigua entre autobiografía y ficción. Si de algo se ocupa de manera exclusiva y excluyente Knausgård es precisamente de eso: narrar con pasión pasajes de su vida familiar y literaria.
La muerte del padre es la primera novela de su saga llamada Mi lucha, la cual comprende seis títulos de ambiciones demenciales. Narra la trágica muerte del progenitor de Knausgård, quien se autodestruyó ingiriendo grandes cantidades de alcohol en compañía de su madre. En su descenso, padre y madre se abandonan a la mugre, la soledad y la ruptura con el mundo social.
El narrador, Knausgård, usa la escritura como una catarsis. La usa para hurgar en la relación tensa y extraña que mantuvo con un padre desangelado y autoritario, para buscar su identidad como escritor en medio de una vida familiar que lo ahoga de a pocos y lo frustra como padre, y para reconstruir los últimos meses de agonía de un padre entregado enteramente al consumo de alcohol. En realidad, es siempre el narrador el que se busca y autoflagela.
El comienzo de la novela del sueco es envolvente: «La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para. Antes o después, algún día ese movimiento martilleante se para por sí mismo y la sangre empieza a correr hacia el punto más bajo del cuerpo, donde se concentra en una pequeña hoya, visible desde fuera como una zona oscura y blanda en la piel cada vez más blanca, a la vez que la temperatura baja, los miembros se endurecen y el intestino se vacía».
El título Un hombre enamorado, la segunda novela de Knausgård, es engañoso porque no se refiere solo a la vida amorosa del narrador ―autor al mismo tiempo―  con Linda, una bella poetisa que padece crisis psicológicas y con quien tiene tres hijos, sino también a las borrascosas relaciones amicales con otros escritores, así como a los placeres y tedios de la paternidad.
Este autor noruego es como un Midas: todo le sirve como materia narrativa. La trascendencia está en el modo en que narra su vida cotidiana: su rol como vecino en un apartamento de clase  media, las peleas con su mujer, las ironías de sus amigos, su rencor con el pasado, las vacaciones frustradas, su adicción al cigarrillo, los paseos en cochecitos con sus hijos, la rigidez de los suecos, su poca habilidad para cambiar los pañales o dar de comer a sus hijos. Pero estas situaciones solo crean un clima de fondo; la piedra angular de la novela es la necesidad de escribir y la urgencia de crear.
Cuando Karl Karl Ove Knausgård narra en realidad lo que hace es gruñir, exteriorizar, lanzar al universo visible una fuerza que lo apremia, que lo obliga a manifestarse como un apasionado idealista, como un hombre enamorado de las fuerzas oscuras de la creación. Él toma una tesis de Lawrwrence Durrell y la convierte en el eje de su propia narrativa: escribir una novela es ponerse una meta y luego caminar dormido hacia ella.

«No solo tenemos acceso a nuestra propia vida, sino a casi todas las vidas que existen en nuestra civilización, no solo tenemos acceso a nuestros propios recuerdos, sino a todos los recuerdos de esta jodida cultura, porque yo soy tú y tú eres todo el mundo, venimos de lo mismo, vamos a lo mismo, y por el camino todos oímos lo mismo en la radio, vemos lo mismo en la televisión, leemos los mismos periódicos, y en nosotros está la misma fauna de rostros sonrientes de personas famosas. Aunque tú estés en un minúsculo cuarto. En un minúscula ciudad a miles de kilómetros de los centros del mundo, sin encontrarse con una sola persona, su infierno es tu infierno, su cielo tu cielo, sólo tienes que reventar ese globo que es el mundo y dejar que todo lo que hay en él se esparza por los lados», escribe este autor. Y eso es precisamente lo que hace con sus novelas: expulsar expriencias propias y ajenas con una sinceridad punzante, con urgencia estética, con el dolor siguiéndole a todas partes. La lección de Karl Karl Ove Knausgård es muy clara: la creación no tiene por qué correrle a la realidad, debe enfrentarla cara aunque se nos vaya el último aliento de vida en ello. Estupendo escritor. Estupendas novelas.

El esplendor de Murakami

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Un libro de cuentos, Hombres sin mujeres, reactualiza la maestría de Haruki Murakami, un autor de prestigio y de grandes ventas que aguarda hace años el esquivo premio Nobel de Literatura.
Como todo gran escritor, Haruki Murakami convoca adhesiones y rechazos, aunque creo que  más lo primero.  De él se ha dicho que es uno de los pocos escritores que ha logrado, al mismo tiempo, ser un escritor de prestigio y un éxito de ventas. Y también que se trata de un narrador frívolo, de una clara vocación comercial que calza bien con el gusto de un público poco exigente.
Diga lo que se diga, lo cierto es que las historias de Haruki Murakami hace rato que están instaladas no solo en el partidor anual del premio Nobel, sino también en el imaginario de los lectores más entusiastas y exigentes. Y esto ocurre, en principio, gracias al cuidadoso entramado de sus narraciones y a su facilidad para convertir temas corrientes en profundos, lo que no es poca cosa.
La reciente publicación deHombres sin mujeres, una colección de siete relatos sobre la soledad que provoca la adquisición o pérdida del amor, parece haber convocado un torrente mayor de adhesión hacia su narrativa. Los elogiosos comentarios de Rodrigo Fresán, Rafael Norbona y otros autores, así como una lectura placentera de este conjunto de cuentos nos obliga a inferir que, efectivamente, este autor japonés está todavía muy lejos del declive y “convence a todo el mundo” (Iván Thays). En realidad, el libro lo muestra en todo su esplendor.
Las narraciones de calidad para que sean consideradas como tal deben cumplir con dos requisitos básicos: entretener y darle sentido a la existencia,  exigencias que  los cuentos de Murakami logran con creces. Si a esto añadimos la fluidez del relato, la sequedad intencional, la austeridad de los recursos narrativos, la capacidad para conectarse con el lector a través de la música y la naturalidad para presentar las perturbaciones sexuales y sicológicas, la fórmula es casi perfecta.
Rafael Norbona afirma que «su prosa es tan filosófica y lírica que se sitúa a medio camino entre Kafka y Kawabata (…)».  Del primero ha aprendido la exploración del absurdo de la existencia sin llegar a la fatalidad o la angustia existencial, y del segundo la perspicacia de la narración, tanto que a primera vista pareciera que Murakami sacrificara deliberadamente a la belleza en favor de la precisión y la claridad.
Los personajes de Hombres sin mujeres han perdido a los seres que aman y están imposibilitados para evitar los recuerdos hirientes y establecer una comunicación eficaz con los seres que los rodean. El último cuento, cuyo título da nombre al libro, es una especie de narración-ensayo sobre el desamparo anterior y posterior a la ruptura amorosa y una reflexión sobre las heridas recónditas que la ausencia de las mujeres deja sobre el alma de los hombres que las han amado. Es el cuento que contiene la clave, la base filosófica del libro.
De los siete cuentos, dos de ellos me parece que muestran mejor las probidades del novelista: Sherezade y Samsa enamorado. En el primero, una mujer casada ─apodada Sherezade  por su amante debido a sus grandes dotes de narradora oral─ y un hombre maduro ─recluido en un departamento por razones ideológicas─ mantienen encuentros esporádicos donde el sexo es una pulsión, una aproximación física desprovista de la más mínima pasión. Lo más importante es la comunión que logran gracias a las conversaciones post-coito que mantienen y a la evocación del pasado que hace ella, gracias a lo cual la pareja consigue finalmente un éxtasis pasajero. La forma en que avanza la historia es realmente magistral.
Samsa enamorado está lleno de referencias a Frank Kafka y a su novela Lametamorfosis. El insecto ha regresado a su condición de Gregor Samsa en un  momento en que Praga es invadida por un ejército extranjero. Este personaje, cuyo físico es idéntico al de Kafka, está desconcertado porque la realidad  a la que vuelve ya no es la misma y no entiende muchas de las cosas elementales que ha vivido antes. Samsa se enamora de una muchacha  jorobada. Una lectura atenta nos advierte que la relación entre el ex insecto y la joven funciona como un espejo que refleja la deformidad moral de los seres humanos. En ambos cuentos, enamorarse es siempre una maldición que termina con la partida de la mujer y, por lo mismo, con la llegada irremediable de la soledad.

¿La cobardía o la santidad?

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Una novela de Francisco Ángeles sobre la amistad, la paternidad el sexo y la imposibilidad de encontrarse a sí mismo revela a un autor con una propuesta novedosa y de alta calidad en la narrativa peruana última.
Desde el punto de vista de la crítica y de la repercusión en los medios de comunicación,con Austin, Texas 1979 sin duda le va muy bien a su autor: Francisco Ángeles. Su primera novela, La línea en medio del cielo, si bien tuvo una acogida favorable no alcanzó la repercusión que tiene ahora la segunda.
En los últimos quince años muchos narradores peruanos, sobre todo los que pertenecen a la generación de Ángeles, han usado como fuente literaria el conflicto interno que padeció el Perú en los años 80. Al autor de Austin, Texas 1979 esto le parece una hipocresía, puesto que significaría, según sus propias palabras, colocarse en una situación moral privilegiada e inauténtica. Él prefiere ser fiel a sus propios designios y demonios interiores; es decir, escribir desde su propia problemática.
El libro comienza cuando el protagonista, Pablo, adquiere un conejo para para regalarle a Emilia y termina con el sacrificio delanimal. “¿Hay alguna clase de simbolización que hayas querido trasmitir con la muerte del conejo?”, le pregunté hace poco. Y él me respondió que no, que fue totalmente casual, aunque es consciente de que el sacrificio del conejo funciona como un desencadenante dramático en la historia de los protagonistas. Este tipo de escenas y episodios le dan precisamente a la historia un cariz hasta cierto punto extraño.
La novela está escrita en primera persona. Mantener la sintaxis, la semántica y la estructura del lenguaje en esta voz narrativa a lo largo de 130 páginas me imagino que no es nada  fácil, puesto que  se corre el riesgo saturar el discurso y la atmósfera que se va creando; cosa que jamás ocurre en la novela de Francisco Ángeles. Pero lo que a mí más me llama la atención es la manera en que el narrador enfatiza las frases que pronuncia. Por ejemplo: “Lo dije así, utilizando la palabra maravilla, quizá por primera vez en mi vida” le dice Pablo a Adriana. Esta estructura que destaca determinada significación de las palabras se repite a lo largo del libro. ¿Hasta qué punto los significados convencionales se convierten en un límite para la narración, para las intenciones del narrador? Para resolverlo, Ángeles usa a las palabras como fuentes de iluminación sobre el mundo sombrío que viven sus personajes.
Una de las cosas que más me gustan de la novela es la forma en que está organizado el relato. La narración resumen en primera persona está interpolada por fragmentos de diarios y anotaciones puestas para esclarecer las tres historias que la componen: la de Pablo, el narrador, un hombre de veintisiete años que  acaba de separarse de Emilia, su mujer; la de la relación tormentosa y rara entre Pablo y Adriana,  la hija del siquiatra al que acude Pablo para que lo ayuda a salir del hoyo en el que vive, siquiatra del cual, gracias a  Adriana, Pablo conoce a fondo la vida siniestra que este ha llevado; y la de  Pablo y su padre, quien le confiesa al hijo la historia de amor que vivió en Austin, Texas, en 1979. Los tres relatos se refieren a relaciones truncas, a lo que fue; pero solo el último convoca sentimientos más o menos puros sobre lo que pudo haber sido. El episodio de la confesión (el padre se enamora de una estudiante pero desiste, por cobardía o por santidad, de establecer una relación con ella) está puesto allí con el propósito de contrastar el fracaso y la frustración que agobia a los personajes a lo largo del libro.
La parte más rica de la novela usa como base filosófica una cita de Hannah Arendt sobre los tres tipos distintos de actividades que realizar el ser humano para sobrevivir: labor, trabajo y acción. Acción, según Arendt, es eso que existe en un momento de nuestras vidas en que podemos crear algo separado de lo que conocemos, algo nuevo y distinto y quizá renovador, y frente a esto tenemos solo dos opciones: decidirnos a crearlo o dejarlo pasar y seguir con nuestras vidas. El padre de Pablo invoca este argumento para justificar su decisión. Se trata de la parte más hermosa y enriquecedora de Austin, Texas 1979.


Hacer el ridículo con afecto

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La paternidad, más que una ardua responsabilidad, es una exuberancia sentimental. No importa saber cuándo llega o si nos conduce al ridículo.  Lo importante es que se aprende (haciendo), como en el poema de Cisneros.
Ser padre es un asunto complejo, máxime si lo eres a  los cuarenta y tantos. La paternidad supone no solo engendrar, sino también asumir  una cualidad en la que se conjuga amor, responsabilidad y respeto. Se concibe en absoluta  libertad, pero se cría bajo parámetros sociales bien establecidos.
Lo más arduo de la paternidad  consiste en no saber nunca si es que estás ejerciendo bien tus deberes y derechos. Como en el poema de Antonio Cisneros sobre el amor, se podría decir que la paternidad es difícil, pero se aprende (haciendo). No hay decálogos, guías, recetas ni psicólogos que te señalen el camino correcto. No los hay, aunque  los demás sean padres o no siempre se inmiscuyen en tus asuntos paternos.
Cuando no tenía hijos, las voces “experimentadas” me aconsejaban que me apurara porque de lo contrario lo que iba a engendrar no eran hijos sino nietos. ¿Y qué?, me decía siempre. Y otra vez los metiches aparecían con sus exhortaciones sobre la mejor edad para tener hijos. Yo tuve después una hija, no por ellos sino por mí mismo.
Me había resignado hace tiempo a no ser padre y a sobrellevar con dignidad mi soltería. En la preservación de este camino personal renuncié a una serie de costumbres y hábitos sociales que a mí me parecían  forzados y contrarios a mis intereses; por ejemplo: hacer las cosas únicamente porque los demás lo creían o querían.
Es verdad que a los cuarenta y tantos ya no tenemos la misma agilidad y los mismos reflejos para criar, aunque sí mucho entusiasmo y amor. Por Luciana, mi hija, me monto en carros chocones, me coloco vinchas multicolores en la cabeza, me enfundo en trajes de superhéroes, bailo con mis dos pies izquierdos, me subo a un columpio, escribo cuentos de aventuras y terror y, más de las veces, hago el ridículo con afecto. Hacer el ridículo con afecto quiere decir realizar, por exceso de amor, rarezas o extravagancias que causan risa.
Por los hijos, además del ridículo hacemos lo que sea para estar mejor de salud, prolongar nuestras vidas e imaginar escenarios futuros a su lado. No todo se puede, sin embargo todo se intenta. Gracias a Luciana, ahora leo más que antes (subrayo y anoto los libros para que ellas los descubra cuando sepa leer), subo escaleras con cierta agilidad y lidio con el escepticismo que llevo desde siempre. No basta con ser padre, también hay que parecerlo.
Desde hace cuatro años soy padre y todavía los metiches siguen con sus exhortaciones y consejos. Y también con sus comentarios inoportunos: «Apúrate, ten otro hijo para que Lucianita no se sienta sola», «Cuando tú tengas 60, ella va a tener diez» y así por el estilo. Hay otros que, por irónicos, son más crueles de lo debido: «A ver, a ver. No se parece mucho a ti».

Ni lo peliagudo de la paternidad ni menos las exhortaciones y consejos ajenos me quitan el sueño. Siento que valió la pena esperar lo suficiente. En realidad, mi único temor es que no esté a la altura del aprendizaje de mi hija. La velocidad a la que corren sus pensamientos es pasmosa, sin embargo así andamos, a trancas y barrancas en pos de su estela de luz. Podría faltarme el tiempo, pero estoy seguro que el amor nunca. Ser padre es siempre una exuberancia sentimental.

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