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Channel: Cuaderno del tribal
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Escribir: causas y azares

¿Por qué se escriben libros? ¿Por vanidad? ¿Por necesidad? ¿Por dejar un testimonio sobre nuestro paso por la tierra, como quiere el proverbio árabe? ¿O por todas estas cosas a la vez? Mi respuesta sería que por todas estas motivaciones a la vez.

En realidad, se escribe por las mismas razones por las que se lee: uno siempre quiere leer los libros que le gustaría escribir. El Quijote es el libro que los lectores hispanohablantes nunca lo escribiremos, pero en el que nos reconocemos la mayoría. Igual sucede con Cien años de soledad: un libro que sentimos imposible, pero al mismo tiempo nuestro.

Lectura y escritura nacen de un profundo desacuerdo con del mundo y, probablemente, esta sea la causa que motiva a la mayoría de poetas y narradores a escribir. Unos quieren restablecer el orden perdido con el mundo, otros quieren desarreglarlo más y otros moverse en un equilibrio peligroso. En eso consiste el poder de las ficciones: imaginar mundos que no podríamos.

No sé si exista una sola motivación para escribir. Si fuera solo por vanidad, la literatura sería una frivolidad; si fuera solo por necesidad, sería un ejercicio de psicoanálisis; si fuera solo por dejar un rastro de nuestra vida por la tierra, sería un diario o un recurso de no ficción.  Luego de años de experiencia haciendo lo mismo, creo que se escribe por necesidad y por placer.

Hace treinta y cinco años que escribo periodismo y treinta y cuatro literatura. La historia de mis libros es la historia de las respuestas a por qué escribo. Todos ellos son parte de un todo y el todo de una parte. Son también producto de una práctica que tiene que ver con mis aciertos y mis fracasos, aunque siempre con una imperiosa necesidad de expresarme a través del lenguaje. Empecé escribiendo poesía. Mi primer libro se llamó Dialogando el extravío, con el cual obtuve el primer lugar en el VI Concurso El poeta joven del Perú en 1985.  Tenía entonces 22 años cuando lo escribí y publiqué.  A este, le siguió en 1989 El exilio y los comunes, en el que intenté, con resultados inciertos, aunque con mucho ímpetu, alejarme de las profundidades afectivas y acercarme a una visón más épica y social de la realidad.

El tercer libro, Confesiones de la tribu, se publicó en 1992 y, como su nombre lo indica, recoge las voces cosmogónicas de una sociedad tribal (los padres, los hijos y los hijos de los hijos) que, mediante un tono sentencioso y rotundo, buscan expresar la verdad y la identidad de su porvenir a través de una serie de símbolos y significados ocultos.

Los tres libros siguientes: Teorema del navegante (2008), La unidad de los contrarios(2011) y Filosofía vulgar (2013) son unitarios y forman parte de un plan creativo en el que poesía y filosofía se hibridan de tal modo que es imposible establecer una diferencia entre las ideas filosóficas y las ideas poéticas. “La poesía es una forma de aprender a filosofar y no de aprender filosofía, decía Kant. En esta misma línea temática y estilística se encuentra Manual de sabiduría (2021), libro en el que parece acentuarse la visión escéptica, irónica y metafísica de los tres anteriores.

La historia de estos libros tiene su prehistoria: antes que los libros primero se publicaron los poemas, o lo que yo llamaba en aquella época —con cierto orgullo y soberbia—poemas. Todavía lo recuerdo nítidamente, aunque el nombre de la revista de muy mala calidad en que apareció mi primer poema se me haya olvidado. Estaba acompañado por fragmentos de una carta y de un párrafo escueto con que el editor acogía mi colaboración.

Yo no sabía que los malísimos versos que había pergeñado a mis escasos dieciséis años iban a tener la fortuna de aparecer en letras de molde. Fue mi padre el primero en descubrirlo. Compró la revista por pura casualidad en un puesto de periódico y luego fue corriendo a casa para enseñársela a la familia entera. El hombre no cabía en su pellejo. El orgullo se le escapaba a borbotones por los poros del cuerpo ¡En casa había un poeta! Qué importaba si bueno o malo, pero había un poeta.

Con el tiempo, lo que nació como una curiosidad terminó convirtiéndose en una forma de vida. Quiero decir que a mi alma ingenua y desierta de los años aurorales ingresó una especie de virus letal que nada ni nadie ha podido hasta ahora arrancar de raíz. Es, digamos, lo que algunos llaman el sentido o sentimiento poético de la vida. Eso que, cursilerías y huachaferías aparte, me volvió un ser adolorido, un tímido in fraganti, un debilucho capaz de conmoverse por todo y siempre con ganas de convertir aquello en versos, en palabras, en esas cosas que al común denominador le parecen casi siempre una cojudez.

La poesía y la literatura, en general, se mantienen en una zona especial del lenguaje, una zona de reinvención y experimentación donde se clonan los vocablos, donde alcanzan altura máxima los verbos y donde se conciben nuevos materiales para el genio lingüístico. Mientras “exista —dice Jorge Fernández Granados— un idioma y seres humanos que lo requieran para comunicarse habrá de pronto algo inquietante entre ellos, cierto estado de las palabras, al que se podrán denominar de muchas maneras pero que, en términos arcaicos, no será otra cosa que poesía”. Escribir tiene sus causas y azares, sin duda.

 

 


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 Dolor y placer

El cerebro usa las mismas redes neuronales y zonas del cerebro para desarrollar las matrices del dolor y el placer. La vida humana está signada por ambos sentimientos, sin embargo, dice Ribeyro, el cerebro es selectivo, pues memoriza solo las sensaciones de ambos. Si fuera al revés, nuestras vidas serían una suma de repeticiones y torturas.

Nuestra relación con el dolor físico es natural, pero cuando este se vuelve reiterativo, se convierte en un problema existencial, por llamarlo de alguna manea. Ahora, hay dolores y dolores, pues no todos tienen la misma intensidad. Hay unos que son insoportables y cuestionan de raíz lo que somos, mientras que otros son tolerables y dejan intacta nuestra condición humana.

Para compensar al dolor existe, felizmente, el placer, que consisteen aquello que agrada o da gusto. Los hay de todo tipo y a veces se convierten en el gran objeto de nuestros deseos. La vida sería insoportable si faltase este último. El dolor, en cambio, es una “sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Uno y otro son distintos, pero no incompatibles. Ambos forman parte de la condición humana.

Michel de Montaigne decía que el dolor era inseparable del placer y uno no podía existir sin el otro. “Quien arrancase del hombre el conocimiento del dolor, extirparía al mismo tiempo el conocimiento del placer y reduciría el hombre a la nada”, escribió.  ¿Cómo sería ciertamente una vida en la que solo hubiera dolor o solo placer? Con toda seguridad, aburrida.

Pero el dolor y el placer son efímeros y sus recuerdos quedan en la memoria, pero no sus sensaciones. “Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo restituye aquello que no puede destruirnos.”, dice Julio Ramón Ribeyro.

En una novela de Haruki Murakami, un narrador afirma que los seres humanos no se vinculan solo a través de la armonía, sino, sobre todo, a través del dolor con el dolor, las heridas con las heridas y las debilidades con las debilidades, y que la verdadera armonía de la vida reside en la aceptación de esa doble naturaleza. No existe, por eso, silencio sin un grito desgarrador o el bienestar sin vivir antes un sentimiento de pérdida.

En mi caso, el dolor suele empezar como una punzadita de alfiler que crece y crece y solo cede ―en parte― a pinchazos cargados de Diclofenaco y Metamizol Sódico, complementado con dosis posteriores de Dolo Trineural.Yo sé que la muerte es un poder contra el que nada se puede, pero si me fuera dado elegirla, me gustaría que fuera súbita y sin ese dolor de ciática que ni el Diclofenaco, Metamizol Sódico, el Dolo Trineural pueden quitarme.

Las punzadas que a veces me provocan la inflamación de la ciática no tienen nada de abúlicas. Mi vida ha estado signada, como la mayoría de la gente, por el dolor, el físico y el moral y, en menor proporción por el placer, aunque ahora dudo de esa desigualdad entre estas sensaciones que, de hecho, no son contrarias en sí mismas, sino concurrentes. La ciencia ha descubierto que el dolor y el placer tiene el mismo origen. Los sádicos y los masoquistas hablan de un dolor benigno y un dolor maligno. El primero sería el de más bienestar, el agradable; y el segundo, el destructivo,

No es que huyamos del dolor y vayamos siempre al encuentro del placer; puede ser el revés. Hay gente que gusta tatuarse la piel o amar con violencia de por medio. El dolor provoca que el sistema nervioso central libere endorfinas, que son las proteínas que bloquean las fuentes del sufrimiento; sin embargo, esas mismas endorfinas producen euforia, esa sensación exagerada de bienestar que también la dan algunas drogas.

El placer y dolor son inseparables del hombre. Para un escritor esto está más o menos claro. Por un lado, tiene al proceso mismo de la creación, que es sumamente doloroso, en tanto exige escribir hasta vaciar al ser, hasta extralimitar los esfuerzos creativos; y por otro lado, tiene al proceso de corrección que es, según el testimonio de la mayoría de escritores, placentero y hedonista. Ahora sabemos que el dolor y la euforia son parte de un mismo funcionamiento neuronal. “El dolor que nos hace sufrir/ es el mismo que no devuelve la fe de la vida”, dice un poeta.

Lo más sorprendente es lo que hace nuestro cerebro: usa la matriz del dolor para ayudarnos a desarrollar la empatía, es decir, a conectar con otros seres humanos. En pocas palabras, utilizamos las mismas redes neuronales o las mismas zonas del cerebro para sentir el dolor propio y el ajeno. Esto explicaría por qué lloramos o reímos en una película. El cerebro no diferencia quién sufre, si nosotros o los que están sufriendo de verdad. Experimentamos el dolor o el éxtasis de los demás como si fuesen nuestros.

 

 

        

 

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 La metáfora y el lenguaje popular

Existe, al parecer, una separación entre la poesía y el ciudadano común y corriente, la cual no se condice con la utilización que este hace del lenguaje metafórico en su vida cotidiana. ¿Es realmente extraña y difícil la poesía para alguien que comprende su funcionamiento y usa con intensidad sus recursos en la vida práctica? 

La poesía es un arte que practica una minoría. Existen muchas razones que explican esta realidad. Una de ellas es que para acercarse a la poesía se necesita de una gran cultura y de una gran sensibilidad. Otra es que el lector, en general, se ha banalizado y el poeta se ha vuelto más críptico en el uso del lenguaje literario.

Sin embargo, es justo reconocer que el lenguaje poético (en el sentido de figurado, expresivo y ambiguo) no es exclusivo de la imaginación poética. Tampoco se trata un recurso que solo pueden entender los doctos y los cultos. En realidad, se usa también en la vida cotidiana, como es el caso de metáfora, la cual, como podríamos advertir si prestamos más atención, impregna el lenguaje ordinario.

Para ilustrar la anterior afirmación, veamos la siguiente frase: «La discusión es una guerra», que vendría a ser algo así como un concepto metafórico, puesto que el significado de la palabra “guerra” ha sido trasladado a la palabra “discusión” y de este modo ha adquirido una nueva realidad semántica. Ahora, este concepto metafórico, dicen estos autores, está presente en nuestro lenguaje corriente a través de una amplia variedad de expresiones: “Sus críticas dieron justo en el blanco”, “Destruí su argumento”, “Nunca le he vencido en una discusión”, “Sus argumentos son indefendibles”. “Mis argumentos fueron demoledores” o ”Le gané la batalla”. Esto quiere decir que la metáfora no está meramente en las palabras, sino también en el proceso del pensamiento, en los conceptos.

El uso metafórico del lenguaje no solo es recurrente sino también insustituible; es sin un equivalente en el lenguaje informativo o referencial. Esto ocurre con las expresiones “Ponte mosca” y “Tirar la casa por la ventana”. ¿Con qué expresiones no figuradas las podemos sustituir? Difícil, muy difícil encontrar sustitutas que tengan la misma intensidad expresiva. Al menos no conozca hasta ahora alguna.

Pero es en los medios de comunicación escritos, especialmente en los populares o sensacionalistas, donde confluyen estas ideas de la metáfora del lenguaje y la metáfora del concepto, y donde también ocurre una extraña simbiosis entre el lenguaje de la calle y el lenguaje del periodismo. Esto puede parecer una contradicción, puesto que uno de los objetivos principales de esta profesión es ser “objetiva” y veraz; es decir, presentar la realidad tal cual es, sin añadir ni quitar nada. Sin embargo, leamos el siguiente titular: «Paolo Guerrero vs Neymar: Duelo de dragones» (Trome, 24/11/12). Aquí, el significado “duelo” (combate, lucha) ha sido trasladado o ha sustituido al significado “juego” o “competencia”.  Y “dragones” añade los conceptos de fuerza y poder. Lo mismo pasa con la expresión “Arranca diálogo entre Mirtha Vásquez y las bancadas (Perú 21, 20/10/21). Al diálogo, en este caso, se la anexado el verbo “arranca” en su acepción de comienzo, atribuible a máquinas o artefactos. En su acepción más estricta, arrancar significa sacra algo con violencia.

A veces, bajo el disfraz del humor, las metáforas del lenguaje periodístico esconden profundos prejuicios racistas. Veamos algunos titulares de la época del gobierno de Alejandro Toledo, donde algunos medios, hacían un uso particularmente racista de la información. Un titular del diario Ajá (1/7/07) es revelador: «Choledo es mismo globo con hueco. Men de CGTP dice que es el único que se desinfla». Al margen de estas manifestaciones embozadas de racismo, lo que hace el titular es presentarnos metafóricamente una situación: que el presidente Toledo sigue bajando en el nivel de preferencia en las encuestas. En este caso, el significado de “globo con hueco” ha sido trasladado al sustantivo “Choledo” (o Toledo). Quizás estas metáforas ordinarias cobran más fuerzo debido a la incorporación de algunas expresiones coloquiales como “Choledo” o “globo con hueco”. Pero no son únicamente los diarios populares los que emplean las metáforas. Están también los diarios serios como El Comercio (23/11/12): “Sergio Agüero es el delantero más letal de la Liga Premier». El significado “letal” (mortífero, mortal) ha sido trasladado al del significado «jugador”, “competidor”; todo esto, evidentemente con la intención de volver más eficaz e impactante el mensaje periodístico.

Lo que a mí me llama poderosamente la atención es el divorcio entre poesía y el ciudadano común y corriente. ¿Por qué ocurre esto si, como hemos visto, el lenguaje metafórico es utilizado con intensidad en la vida cotidiana? ¿A qué se debe esta aparente separación? ¿Por qué la poesía tendría que ser diferente y difícil para alguien que comprende su mecánica y usa con eficacia sus recursos en la vida práctica?  Habrá que ir más allá de las apariencias y averiguarlo. Los ciudadanos comunes y corrientes, los escritores y los periodistas utilizan las figuras retóricas porque valerse únicamente de lo simple y referencial supondría empobrecer la comunicación.

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El valor de lo inadvertido

¿De dónde vienen los temas que impulsan una historia de ficción o de no ficción? ¿De nuestras experiencias conocidas o de impulsos más bien oscuros de nuestro mundo interior? Antón Chéjov no se hacía problemas con esto: él creía que los mejores temas se encuentran en la realidad que pasa desapercibida.

Durante el desarrollo de un taller para escribir historias de ficción y de no ficción que vengo dictando hace unas semanas, se me ocurrió preguntar en la primera clase a los participantes de dónde creían ellos que podían sacar los temas para sus relatos y cuáles eran las motivaciones que los impulsaban a elegirlos.

El tema, como se sabe, es crucial para desarrollar una historia, pues se trata del asunto general que va a guiarla de principio a fin. El tema, dicen los manuales de técnicas narrativas, se establece comprimiéndola hasta dejarla en su esencia, abstrayéndola, sacando de ella detalles y excesos para hacerla general, de modo que podamos definirla en unas cuantas palabras tipo la soledad, el odio, la traición, los celos, la desobediencia, etc.

Las respuestas de los participantes a mi pregunta fueron variadas. Unos dijeron que los tomaban a partir de historias ajenas, otros que los sacaban de alguna noticia que habían leído o visto en la televisión y algunos dijeron que no podían explicar cuál era su procedencia, pues sentían que la elección era el resultado de un impulso interior un poco confuso.  Uno sostuvo que él creía que los temas más bien elegían a los escritores, aunque no en todos los casos.

El magnífico novelista inglés de origen pakistaní Hanif Kureishi afirma que los temas “vienen de la experiencia, de lo que ya ha sucedido” y que “las historias están en todas partes, y pueden elaborarse de las cosas más simples”. Por su parte, Richard Ford, el autor del hermoso libro autobiográfico Flores en las grietassostiene que la escritura viene del caos, de la incertidumbre y que el escritor parte de la nada. “Los relatos, y también las novelas […] tienen su origen en impulsos vigorosos y desordenados; se proveen de acumulaciones azarosas de vida volcadas en palabras, y en su creación se valen de la desgracia, la memoria defectuosa, el azar […] todo lo cual culmina a menudo en un objeto de tensión, difícil de contener y que sólo se sostiene gracias a un control feroz y a veces insuficiente”, dice Ford.

¿Quién tiene la razón: Kureishi o Ford respecto a la procedencia o motivaciones de los temas? Los dos, sin duda. Las historias se escriben a partir de la experiencia y lo conocido, pero también a partir de lo caótico y lo azaroso. No hay una regla de oro para esto: los temas pueden venir de lo que nos resulta familiar y también de zonas oscuras de nuestras vidas.

Alonso Cueto cree que los temas se eligen en función a una premisa: que el escritor es un proveedor sofisticado de instintos básicos del ser humano, como un religioso y un cocinero. Es decir, que, así como el primero proporciona a los individuos alimentos exquisitos y el otro una fe inquebrantable y todopoderosa, el escritor tiene la capacidad de crear para los seres humanos historias convincentes, bellas e inolvidables.

Según Anton Chéjov, los grandes temas de la literatura se encuentran en lo que no vemos, en lo que pasa desapercibido. En otras palabras, que los grandes temas están en la realidad corriente, pero que de tanto frecuentarlos terminamos por ignorarlos o cubrirlos con el manto de nuestra ceguera diaria, esa que elige ver solo aquello que considera “importante”.  Basta leer la famosa crónica Nueva York, una ciudad de cosas inadvertidas, de Gay Talese, para saber cómo funciona esto. En su historia, este miembro canónico del Nuevo Periodismo norteamericano se fija en la otra Nueva York para pergeñar su relato: la ciudad inadvertida, la de los gatos, las hormigas y los armadillos, así como la de los personajes como botones de hoteles,  un mendigo, una fabricante de pelucas y una predicadora que llega al lugar donde ofrece la palabra de Dios en una limusina.

Pero hay más cosas inadvertidas que Talese introduce en su crónica: las veces en que parpadean los neoyorkinos, los litros de cerveza que beben y las libras de carne que se llevan al estómago a diario y el número de los que nacen y se van a la tumba durante las últimas veinticuatro horas. Y así por el estilo. El resultado es una ciudad que parece extraña, pero que está retratada a partir de lo conocido, solo que como son hechos y datos corrientes sus habitantes no los reconocen o tardan en establecer una relación con ellos. Y sí, como dice Chéjov, los grandes temas se encuentran en lo que no vemos, en lo que pasa desapercibido.

En realidad, no importa de dónde procedan los temas y cuál sea su naturaleza, lo cierto es que a partir de un asunto determinado un escritor pueda narrar una historia convincente, seductora, que tome por asalto la atención del lector o del escucha y lo arrastre cautivado desde las primeras hasta las últimas palabras, que lo haga su cómplice, que lo introduzca en la materia narrativa así sea con una carnaza manida o banal. Qué importa. La narración es un poder: el poder de la persuasión, y a los seres humanos nos gusta que nos persuadan con buenas historias.

 

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Vallejo, perfil de frente

El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo de Daniel Titinger es un libro que —por asociación de nuevos y viejos datos, consulta de documentos inéditos y nuevas maneras de aproximarse a la leyenda— nos permite acercarnos, de frente y de perfil, al personaje histórico llamado César Vallejo.

De César Vallejo se ha escrito, dicho e imaginado mucho. El ser legendario convive con el ser histórico en condiciones desiguales. El poeta genial y trágico pervive multiplicado en el imaginario, mientras que el hombre real y contradictorio necesita ser documentado con más acuciosidad.

Existen algunas magníficas biografías del poeta peruano, así como lúcidos ensayos sobre las relaciones entre su vida y su obra, pero hasta ahora nadie había acometido la tarea de redactar un perfil; es decir, sumergirse entre documentos, testimonios, fotografías, cartas e informes de distinta naturaleza para revelarlo en toda su complejidad, en sus acciones y en su carácter.[Un perfil] cuenta la historia mínima de una persona, pero también la biografía de la     idea que ha encarnado ésta durante toda su vida”, sostiene Julio Villanueva Chang.

El perfil es un género del periodismo narrativo que consiste en retratar fielmente a una persona, célebre o desconocida, ya sea mediante un enfoque original o inesperado. Se escribe no para denigrar o `limpiar` alguien, sino para saber quién es esa persona. Como bien dice Jon Lee Anderson: “Sirve para conocer a alguien, no para humanizar a alguien”.

César Vallejo es célebre, pero sigue siendo un desconocido, en parte por lo que representa (un poeta/símbolo, un rasgo profundo y doliente de nuestra peruanidad que por momentos resulta intocable) y en parte porque su vida ha estado cubierta por un manto de relatos imaginarios que es preciso retirar para mirar qué hay adentro.

Daniel Titinger, autor de El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo, no solo retiró en su investigación periodística varias capas de esos relatos para acceder al Vallejo digamos real, sino que llegó a la conclusión de que no podía hacerlo sin tener en cuenta a Georgette Philippart, la mujer que acompañó a César Vallejo hasta su muerte, un ser de un carácter temible y capaz de defender el honor de su marido con la energía de una fiera.

Georgette Philippart es un personaje ambivalente en la vida de César Vallejo. Por un lado, representa a la mujer de coraje fuerte y conflictiva que domestica al poeta bohemio y libertino; y por otro lado, a la esposa firme y decidida que defiende, si es posible con su vida, la obra del poeta. “Vallejo es Vallejo gracias a Georgette”, dice Miguel Pachas Almeyda, uno de sus biógrafos. ¿Qué hubiera pasado si en 1939 ella y Raúl Porras Barrenechea no hubieran publicado Poemas humanos, el libro que sacó a César Vallejo del ostracismo y le preparó el camino a una posteridad más benigna?

Georgette fue, ciertamente, un ser complejo y contradictorio. Su odio a Juan Larrea y a todos los biógrafos, estudiosos y amigos de Vallejo que andaban por allí contando cosas íntimas de los dos (sus abortos, las enfermedades venéreas de su esposo, la pobreza que los aquejaba, los préstamos reiterados que nunca devolvían a los amigos), así como su celo enfermizo con los textos de Vallejo frente a los editores volvieron, probablemente,  lento el rescate literario de Vallejo, pero es imposible negar que ella representó un sostén afectivo, moral y material para el poeta.

A veces, Georgette pasaba del reclamo a la acción directa, como la vez en que encaró a Gerardo Diego por ventilar en una charla que ofreció en Lima las deudas que el poeta peruano no le había honrado. Presa de una gran ira, cogió unas cuantas monedas y se las arrojó. Philippart llegó a Lima en 1951 y se quedó para siempre en el Perú.

Gracias a su investigación periodística, Daniel Titinger ha logrado dar con nuevos documentos: el expediente clínico completo de Vallejo que Rafaela García de la Barga, una amiga y vecina de Georgette Phllipart, conservó a lo largo de cincuenta años en un maletín de cuero. Con estos documentos, y con la ayuda interpretativa del médico Carlos Gotuzzo, Titinger desliza en su libro la hipótesis de que César Vallejo no murió de malaria ni de sífilis, sino de tifoidea.

En El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo están narrados casi todos los episodios reales e imaginados que existen sobre él. Uno de sus grandes méritos es presentarnos un relato sólido y coherente de su vida, muy bien contextualizado y salpicado de anécdotas significativas, así como de datos iluminadores sobre algunas zonas oscuras de la vida familiar del poeta. Sin embargo, discrepo de su enfoque: se excede en el llanto y la tristeza que aquejaron a Vallejo y dice muy poco, o casi nada, del ser vital, del muchacho que tenía un gran sentido del humor, del profesor al que le faltaba un tornillo y del poeta que jugaba a resignificar a las palabras cuando no querían decir lo que él quería

 



 

 

 

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El arte narrativo de Enrique Carbajal

Un nuevo conjunto de cuentos, Viento pálido,  de Enrique Carbajal pone en relieve a un notable narrador y a un habilidoso recreador del lenguaje coloquial. Sus historias están compuestas por conflictos que solo pueden resolverse a través de la violencia y, en algunos casos, la resignación.

El cuento es, sin duda, el género narrativo más exigente, dice Juan Bosch, por una razón: su brevedad obliga a quienes lo practican a ir directo al grano, no salirse del camino, no ramificarse. “[El] arte del cuento consiste en situarse frente a un hecho (tema) y dirigirse a él resueltamente», dice el escritor dominicano en su ensayo Apuntes sobre el arte de escribir cuentos.

Y esto es lo que precisamente hace Enrique Carbajal en su libro Viento pálido: situarse en un hecho central e ir resueltamente al grano, sin alambiques ni rodeos. Por esta razón, gran parte de sus relatos usan la técnica in medio res, una técnica literaria que consiste en comenzar desde conflicto y no desde el principio de la historia. Sus cuentos, por esta razón, se agotan en una extensión no mayor a las tres o cuatro páginas, y esto porque él ha entendido mejor que nadie otra lección de Bosch: un cuento no es extenso, sino intenso.

Para llegar resueltamente al control de la materia narrativa, un narrador debe, antes que nada, convertir una historia en un relato. Una historia está compuesta por todos los acontecimientos y sucesos, en cambio el relato es el resultado de la selección de esos acontecimientos y sucesos que realiza el narrador con la finalidad de quedarse con aquellos que sirven a su objetivo: contar una historia que enganche al lector. Un buen drama es como la vida, pero sin las partes aburridas", dijo Alfred Hitchcock. Y esto que vale para el cine vale también para la literatura y, especialmente, para los cuentos que componen Viento pálido.

En los relatos de Enrique Carabajal, como dijimos, el drama se desencadena desde las primeras líneas y su progresión se intensifica o se mantiene debido a dos recursos: la descripción del paisaje físico y psicológico y la utilización de diálogos cortos a la manera de juicios o aforismos sobre la situación que acontece (los personajes y los narradores de las historias  juzgan o califican todo el tiempo la realidad que viven); ambos recursos acentúan el clima de conflicto y enfrentamiento. Por un lado, es como si el mundo que rodea a los personajes fuera una extensión del clima interior que los envuelve, o viceversa. Y, por otro lado, tenemos el lenguaje, que es una especie de espejo de la conciencia, igual que el silencio.

Tomemos dos ejemplos: los cuentos Dos personas viejasy Noche de espera. En el primero, dos padres cuidan de una hija tullida a la que deciden quitarle la vida para que no siga sufriendo; y en el segundo, un padre espera a escondidas la llegada del amante de su hija para matarlo, pues cree que él no la merece, sin embrago, debido a una confusión provocada por su odio, le quita la vida a uno de sus hijos.

En Dos personas viejas, más que las acciones de los personajes importan lo que estos dicen —o no dicen. Por ejemplo, la forma en que la mujer persuade al marido para que ahogue a su hija tullida. El lenguaje es elíptico y a veces silencioso y, no obstante, los personajes saben lo que deben hacer. Otras veces importa mucho lo que dicen y como lo dicen. El lenguaje está cargado de sus experiencias, sus sufrimientos y su visión de la vida, por momentos amarga y, en algunos casos, pesimista y macabra. No hay alegría ni en el lenguaje ni el paisaje que los rodea, salvo en un par de relatos que tienen como eje temático el amor.

En Noche de espera, las acciones están contrastadas con la descripción del paisaje que acentúa la tensión de la espera. En tanto el padre ansioso aguarda con un arma la llegada del amante de su hija, el tiempo y la noche son uno solo con los pensamientos del potencial homicida: “A medida que llegaban las horas y templaban con más bríos el afán de su espera, comenzaba a brincarle más y más apurado el corazón, que llegó el momento en que sus pensamientos cambiantes lo hicieron arrepentirse de esperarlo con la escopeta: pero, en cuanto regresó a su memoria, imperturbable, la imagen de su hijo muerto, volvió a templarse de un coraje más tensado, sin presagio. Y cuando los últimos ruidos se fueron callando tras la noche ya crecida, sintió que el corazón todavía le sonaba en precipitadas palpitaciones. […[ // De pronto, llegó el viento, en medianos soplidos, y se esforzó en hacer sonar las hojas de los eucaliptos del corral; estuvo así un largo rato, jugando con el aire de la noche, luego se fue, dejando otra vez a la noche quieta”.

Ricardo González Vigil ha destacado la “calidad pareja” de los relatos y su maestría narrativa. Lo suscribo. Sin embargo, debo advertir ciertos excesos y reiteraciones en el uso de la oralidad. El lenguaje de los personajes es un lenguaje inventado que percibimos como natural y espontáneo gracias a una habilidosa adaptación, pero, como dije, quizás sea necesario un poco menos de exuberancia verbal. Por lo demás, el excelente pulso narrativo de Enrique Carbajal lo tienen en verdad muy pocos cuentistas.

 

 

 

 

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En busca del tiempo perdido

Un viaje puede ser una incursión al pasado, una exploración al mundo perdido de la infancia; todo depende de lo que busquemos. Pero también puede ser la comprobación de que mientras más hurgamos en los recuerdos, más tenemos la certeza de que ya nada volverá a ser lo mismo.

Nueve años después de mi última visita, he regresado a Chulucanas, el lugar donde nací hace cincuenta y ocho años. El viaje ha sido largo, siguiendo el antiguo ramal de la carretera Panamericana, el que atraviesa pueblos de nombres no hispanos: Mochumí, Túcume, Jayanca, Olmos, Ínsculas, Íllimo, Pacora, Olmos, Ñaupe, entre otros.

De niño hice esta ruta de más 400 kilómetros en auto, en camioneta, en camión o en los buses deExpreso Sudamericano, TEPSA y Cruz de Chalpón. Recuerdo el paisaje: una carretera extendida como una serpiente negra encima de lomas interminables, un sol abrasador, bosques de zapote y algarrobo a ambos lados del asfalto y amplias zonas desérticas. Esta vez, como antaño, me invade una enorme ansiedad: quiero llegar cuanto antes a mi destino.

Elegimos esta ruta porque nos dijeron que la carretera que bordea el mar y atraviesa el corazón del desierto piurano estaba en pésimo estado. Pero —pensándolo bien— la elegimos porque en realidad se trataba de un viaje que era una especie de ajuste de cuentas con mi pasado, una loca carrera en busca de mis más caros recuerdos de la infancia y de los seres que más he querido, muchos de los cuales ya no están en este mundo.

Había, sin embargo, una razón igual o más poderosa que todas las anteriores: que mi hija, Luciana, de diez años, conociera el lugar donde habían vivido sus abuelos. A esta causa se sumaron mi hermano Javier y mi sobrino José Luis, quien iba a conducir de ida y vuelta la camioneta Renault roja que nos llevaría y traería de regreso. Luciana llevaba varias semanas insistiéndome en el viaje, hasta que el azar obró sus simetrías y nos ofreció la oportunidad de realizarlo.

Partimos muy temprano, a la seis de la mañana. En el trayecto, Luciana —quien no pegó un ojo en las siete horas que duró la marcha— abrió su laptop para seguir sus clases virtuales. Yo hice lo propio con la mía para aligerar el trabajo pendiente de la universidad dodnde trabajo. De rato en rato conversábamos sobre cosas triviales o bajábamos a estirar las piernas y, de paso, a comprar bebidas y algo de comer en las tiendas de los grifos desperdigados por el camino. El tiempo se volvía elástico y esto exasperaba a mi pequeña hija. “¿Papá, cuánto falta para llegar?, ¿Ya estamos en Chulucanas?”, me preguntaba insistentemente.

La Renault surcaba a 90 y, a veces, a 100 kilómetros por hora la pista sinuosa y llena de espejismos. En un momento determinado me llamó poderosamente la atención el letrero con el nombre de un centro poblado menor: Las Ánimas en el que, por supuesto, no había a la vista seres humanos a varios metros a la redonda, sino casas y calles vacías. Nada, ni siquiera burros, perros y cabras surcaban esos espacios fantasmagóricos. ¿Estuvo siempre este pueblo allí? ¿Seguirían viviendo las ánimas en el mismo lugar, por decirlo de un modo metafórico y paradójico? Aunque el nombre del lugar me sonaba, no estaba registrado en mi memoria.

Media hora después, llegamos al Kilómetros 50, un lugar de paso donde se comen las mejores cecinas de Piura. De allí parte el desvío que conduce a Chulucanas. Los verbos ser y estar nos advirtieron que la meta estaba a punto de ser cruzada. Lo primero que mi hija quiso ver fue el Lengash — antiguo nombre del río Piura—. Ella había leído un cuento mío con el mismo nombre y estaba llena de curiosidad por conocerlo. El río indomable y torrentoso, no obstante, estaba seco, indefenso, como una fiera dormida. Así lo vimos desde la altura del puente Ñácara.

Al día siguiente, lo primero que hicimos con Luciana fue un recorrido por todos los lugares vinculados con mi infancia: la escuela donde estudié, la casa donde viví y ciertos lugares más donde fui muy feliz. Luego fui a colocarles flores, esta vez en compañía de mis hermanos, a mis padres y a todos mis muertos más queridos. Por la tarde fui a recobrar los sabores de las comidas y comprobé que el cerebro es engañoso, que el gusto y el placer son épicos, que la memoria del paladar es una trampa y que nosotros nunca volvemos a ser los mismos. Probé el pan y supe que ya era como el que hacía el panadero Manano en su horno de barro. Probé el Seco de Chabelo y comprobé que ya no era el que cocinaban con fuego de leña en la picantería Todos vuelven. Probé y probé varias cosas más y tuve la certeza de que somos hijos de un pasado que jamás podemos recobrar. Mientras tanto, Luciana, rodeada de cariño y de sus sobrinas —de menos edad que ella— era tan feliz como yo lo había sido cuando tenía su edad.

El domingo tomamos el camino de regreso, otra vez muy temprano. El plan era estar en Trujillo a las dos de la tarde, pero un imprevisto paro agrario nos detuvo más de lo debido y tuvimos que tomar la carretera que conduce a El Brujo y luego tomar La Costanera hasta llegar a Huanchaco y de allí a Trujillo; es decir, ya lejos, muy lejos, lejos del mundo perdido que acabábamos de dejar hacía apenas unas horas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El dios más poderoso

Walt Whitman fue poeta, periodista, narrador y profeta, pero antes que nada fue un innovador y un amante de la libertad. Innovador porque inventó un nuevo lenguaje y una nueva manera de poetizar, menos formal por decirlo de alguna manera. Y un hombre libre, porque no tuvo miedo de hablar de cosas prohibidas como el sexo y el placer en medio de una sociedad pacata y represora.

Si no hubiera sido un gran poeta, su autobombo, su autopublicidad y sus ficciones periodísticas serían meras anécdotas. Qué personaje tan fascinante es el que se retrata el libro El dios más poderoso. Vida de Walt Whitman de Toni Montesinos, un personaje del "ego", del "yo" y del "sí mismo". «¿Cómo no adorar a un hombre que se adora a sí mismo? [...] Whitman quiso hacer el amor con todos los seres humanos. La única manera de hacerlo fue acostándose con la Democracia», dice Manuel Vilas citado por Montesinos.

El biógrafo también cita sobre el tema a Enrique López Castellón: «[...] se ha criticado de él su carácter egotista, sin comprender que el egotismo de Whitman no responde a la definición académica ("sentimiento exagerado de la propia personalidad"), sino que debe ser entendido dentro de su concepción filosófica del sí mismo, pues este no es concebido por el poeta como el íntimo y profundo ser personal, se trata más bien, del Ser universal manifiesto en el hombre; y, en este sentido, se opone al "ego" o "yo fenoménico. Dicho de otra manera, el "Canto a mí mismo" es, en realidad, un canto a todos los hombres identificados con la naturaleza entera».

Tamaño ser y tamaña desmesura poética, como la de Whitman,  tenían que ver, sin duda, con la clase de conciencia que había desarrollado. El psiquiatra Richard Maurice Blucke dijo al respecto: «La conciencia cósmica difiere de la conciencia corriente y de la autoconciencia; es una tercera forma de conciencia que nace de una compenetración del fondo más profundo del individuo con todos los seres del universo. Esa conciencia va acompañada de un estado de elevación, de júbilo, de exaltación, de un avivamiento del aspecto moral, un sentido de inmortalidad, de vida eterna, no como algo que se tendrá, sino como algo que ya se tiene». En su definición, el psiquiatra no se refería estrictamente a Whitman —del que además era amigo—, pero qué otro mejor ejemplo que él para explicar este poderoso tipo de conciencia. La influencia del autor de "Hojas de hierba" a través de su poesía, su conciencia cósmica y su visión original de la vida sigue ejerciendo una enorme influencia sobre la poesía, a más de doscientos años de su desaparición.

Otro dios, Borges, mucho más discreto, escribió sobre su admirado Whitman: «Durante un tiempo pensé en Walt Whitman no sólo como un gran poeta, sino como el único poeta. En esta última instancia suponía que todos los poetas que el mundo hubieron hasta 1855, meramente se habían dirigido hacia Whitman y que no imitarlo era un signo de ignorancia». Más radical fue D.H, Lawrence: «Por delante de Whitman, nada. Por delante de todos los poetas, explorando la jungla de la vida sin desbrozar, Whitman. Más allá de él, nadie. [...] nadie va realmente más allá. Porque el campamento de Whitman se halla al final del camino, y al borde de un gran precipicio. Sobre el precipicio, extensiones azules, y el vacío azul del futuro. Pero no hay manera de bajar. Es un callejón sin salida». No puedo dejar de pensar que un dilema parecido nos dejó Vallejo con su potente poesía. Recomiendo el libro de Toni Montesinos, un autor que ha sabido desnudar a un viejo y poderoso dios de la poesía universal.

Pero el poeta no la tuvo fácil. Paralelamente al autobombo publicitario que solía acompañar a cada nueva edición o reseña de Hojas de hierba,  recibía una oleada de críticas, muchas de ellas furibundas y enconadas. «El autor debería ser echado a puntapiés de toda sociedad decente, por pertenecer a un nivel inferior al de las bestias. No hay inteligencia ni método en este parloteo desarticulado, y creemos que debe tratarse de un pobre loco escapado en pleno delirio del manicomio» (anónimo en un periódico de Boston). Rufus Wilmot Griswold, un crítico muy importante de la época, escribió que el libro era «un montón de estúpida porquería escrita por un asno sentimental que hubiera muerto de amor no correspondido». Algo parecido sostuvo el irlandés Henry Bidgard Bagshawe: «Hemos hojeado este libro con asco y con asombro; asombro de que haya quien ose imprimir este fárrago de inmundicia, estas elucubraciones que se parecen más al desvarío de un borracho, o de alguien medio loco, que a lo que una persona sensata juzgaría adecuado ofrecer a la consideración de sus semejantes». Los ataques eran una reacción frente a una manera antiliteraria de hacer poesía, de poetizar en prosa digamos. Asimismo, se trataba de una crítica a lo que se consideraba inmoral o antiético, debido a que Whitman se permitió escribir con un gran margen de libertad sobre el sexo y el cuerpo masculino y femenino. «Él fue el primero en hacer añicos la vieja concepción de que el alma del hombre es algo “superior” a la carne, algo que está “por encima” de esta […]. Whitman fue el primer vidente heroico que tomó el alma del pescuezo y la plantó entre los tiestos de barro», escribió H.H. Lawrence.

Solo un dios tan poderoso pudo haber albergado una fe tan grande y resistido tanto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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La tradición literaria de Trujillo

La riqueza literaria de un medio se mide no solo por la calidad de los libros que sus autores producen, sino también por la forma en que estos asumen su tradición, ya sea mediante el doble juego de la ruptura y la continuidad o a través de un diálogo fructífero entre el presente y el pasado.

 Se ha dicho hasta la saciedad que la poesía moderna peruana empieza con José María Eguren y César Vallejo, autores a partir de los cuales esta se desarrolla en sus principales vertientes.

Es una suerte —o una coincidencia o un juego del azar —para quienes vivimos en Trujillo que en este parteaguas tengamos como representante a un poeta que funda una tradición. Sí, que la funda, pues todo lo que tuvimos antes no tenía, como creen muchos estudiosos, un carácter autónomo o independiente.

Vallejo no es solo una voz genial que encarna en sí misma un universo literario, sino también el representante de una generación que —otra vez debido a una coincidencia o un juego del azar— cambió radicalmente el modo de escribir, producir y entender la literatura peruana.

Cualquiera podría pensar que el protagonismo de Vallejo y La Bohemia de Trujillo en las primeras décadas del siglo XX torció para siempre el magro y mediocre proceso literario trujillano, pero eso fue circunstancial: mientras Vallejo y sus amigos vivieron aquí ejercieron una gran influencia sobre sus contemporáneos. Después, nada o muy poco

¿Qué pasó en las décadas venideras? Entre los años 20 y 30, la época del oncenio, el postmodernismo y el vanguardismo no parecen haber tenido voces destacadas en estos lares, al menos en la dimensión de Vallejo. Es más bien en la década del 40 cuando emerge la narrativa indigenista y la épica andina de Ciro Alegría, que otra vez tenemos a un autor muy ligado a Trujillo y a La Libertad, pero, igual como sucedió con el periodo de Vallejo y La Bohemia, un autor casi sin seguidores en el medio, sin un vínculo visible y claro con una propuesta literaria y crítica local que se pudiera sostener en el tiempo. Vallejo y Alegría son como cabos sueltos, como caminos que las generaciones venideras no siguieron o simplemente no conservaron como auténticas rutas de escape.

Las generaciones de Vallejo, Orrego Alegría, hombres ligados, al menos los dos primeros, a la vida universitaria parecen no haber ejercido la menor influencia sobre el proceso educativo regional. La mayor prueba de ellos es que ni la vieja universidad pública ni las privadas que se fundaron después han tenido las carreras de Literatura o Filosofía como resultado de este rico y pasajero proceso de la cultura surgida del poder de las provincias. ¿Cómo y desde dónde pensar entonces la literatura que se produce en esta parte del país?

En los años siguientes, en las décadas del 50 y el 60, digamos, con el surgimiento de la literatura urbana y la hegemonía de la generación del 50, alcanza un liderazgo —discreto por decirlo de alguna manera— el grupo Cuadernos Trimestrales de Poesía, una de cuyas mayores virtudes fue publicar una estupenda revista y crear el concurso El poeta joven del Perú; y el grupo Trilce, una generación de brillantes  poetas y narradores que encumbró por algún tiempo individualidades, aunque no logró remecer colectivamente las estructuras culturales del medio, como lo hizo Hora Zero en Lima y algunas ciudades del interior. Algunas antologías y ensayos sin mayor penetración crítica y sentido histórico dan cuenta de estos momentos.

Hay, por supuesto excepciones en toda esta orfandad, sin que esto signifique que estas excepciones han llenado el vacío existente, al menos en los que a estudios críticos se refiere. Es oportuno reconocer los estudios pioneros y de gran valía de Saniel Lozano Alvarado, Jorge Chávez Peralta o Elmer Robles Ortiz, por ejemplo. Pero es tan poco que es como tener nada.

Y en cuanto a creación, nadie podrá negar la existencia de voces de altísima calidad reconocidas en premios como Copé o El Poeta Joven del Perú. ¿No nos dice acaso algo esta cadena de nombres: ¿Vallejo, Orrego, Alegría, Romualdo, Watanabe, Lizardo Cruzado y David Novoa? Y paro de enumerar para no generar polémica ni enconos. Hay que anotar, por cierto, que algunos autores de esta lista hicieron su carrera literaria fuera de Trujillo.

Frente a esta constatación de este complejo proceso creativo y de la carencia de estudios críticos más ambiciosos, ha llegado, creo, la hora de articular o recomponer o refundar esta tradición despedazada.Escritores, poetas, editores y críticos están llamados a retomar ese camino abierto por Vallejo, Alegría, Orrego, los integrantes de los grupos literarios Cuadernos Trimestrales y Trilce y tantos otros autores. Pero antes, creo, los creadores jóvenes  deben abrir los ojos muy bien y dejarse de zalamerías, paterías, envidias y deslealtades que a nada bueno conducen. Y, sobre todo, deben dejar de lado la soberbia de pensar de que con ellos comienza todo, negándose así a un diálogo con el pasado, con las generaciones anteriores, con la tradición.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Las huellas de La edad de hierro

Hay libros a los que uno vuelve cada cierto tiempo, gracias a que el tratamiento de su tema, sus técnicas narrativas y la originalidad de su lenguaje desestabilizan nuestros afectos y movilizan nuestra imaginación hacia confines desconocidos. Uno de estos libros es La edad de hierro de J. M. Coetzee.

Las huellas que dejan las novelas no son de la misma intensidad que la que dejan los libros de poesía. Por esta razón, suelen durar lo que duran las etapas de nuestras vidas mientras las leemos; quizás porque conectan mejor con nuestras historias personales y con nuestra educación sentimental. Luego se desvanecen o se van a reposar al desván de nuestra memoria.

Las huellas de la poesía son un poco distintas,  pues se extienden más allá de nuestra cronología personal, ya que establecen lazos con un estado del ser, con la zona intemporal de nuestros afectos y con el misterio, el horror y la armonía de la belleza. Digamos que la poesía se dirige a una capa más profunda de la existencia. De allí que sus huellas permanezcan como intermitencias, como fogonazos a los que volvemos la mirada cada tanto.

Pero hay novelas a las que uno regresa en busca de su poesía; es decir, de su enigma imperecedero, de su fuerza poética. Hasta ahora me ha sucedido solo con dos: Los miserables de Víctor Hugo y La edad de hierro de J. M. Coetzee. Si bien llegué a la primera durante mi adolescencia, su impacto se ha extendido a lo largo de toda mi vida. La justicia que Jean Valjean busca para sí y para los que lo rodean,  así como la solidaridad que establece con sus vecinos y el amor que siente por Cosette, son metáforas de la justicia universal en la que me reconozco de inmediato.

Los miserables tiene, como la poesía, la capacidad de desestabilizarnos emocionalmente, de abrir abismos en nuestro inconsciente y de poner en duda la naturaleza de lo que sentimos o percibimos. Lo mismo me sucede con La edad de hierro, una novela a la que he vuelto siguiendo mis propios pasos. La leí hace unos doce años por primera vez, unos cinco por segunda vez y una tercera y en estas últimas semanas. Es verdad que cada lectura ha sido distinta en la medida en que los lectores nunca somos las mismas personas, sin embargo siento que se trata siempre del mismo estremecimiento cuando estoy frente a sus páginas.

¿Qué tiene de especial esta novela, qué nos engancha rápidamente con ella? Para empezar, el tema, de evidente interés humano: la lucha contra la segregación racial expuesta de manera simbólica a lo largo del libro bajo el concepto de “la edad de hierro”. ¿Y que es esta edad? Una menos amable que la edad de arcilla y la edad de la tierra, una en la que los niños y los adolescentes tienen tiempo y ganas de liberarse y de luchar contra las injusticias que oprimen al mundo. En otras palabras, son niños de hierro que pierden su inocencia respondiendo a la brutalidad policial con violencia. La novela presenta, en este sentido, la crueldad del apartheid en los ochenta, cuando la segregación racial obligaba a los niños a reemplazar el asombro de la infancia por el combate político. No olvidemos que una de las razones por la que se le concedió el Nobel decía: “por sus múltiples retratos de la implicación y el desconcierto del outsider en la sociedad sudafricana”.

No es un tema original, pero su tratamiento sí. En medio del conflicto social expuesto como trasfondo, Coetzee narra la historia de la señora Curren y un mendigo alcoholizado. Ella es una moribunda y él un ser borroso que no tiene nada qué ganar o perder en la vida. Ninguno de los dos tiene porvenir, pero establecen una solidaridad hosca y un afecto oculto matizado por sus anhelos. Se trata, dice Javier Calvo, de individuos “que luchan por sobrevivir en un mundo hostil y que, a menudo, utiliza la fantasía para escapar a otros mundos en los que no exista el horror”.


La eficacia narrativa de La edad de hierro depende en buena cuenta del desarrollo del punto de vista que emplea. Por un lado, tenemos a un narrador personaje, protagonista, homodiegético (usa el yo), que hace coincidir el tiempo de la historia y el tiempo del narrador y usa, de preferencia, el pretérito perfecto: “he pensado”, “he decidido”, etc. Y, por otro, tenenos a un narrador en segunda persona (usa el tú) que se dirige a la hija y al lector, interpelándolos con un relato dramático, lleno de reclamos y de resignaciones. En ambos casos, el narrador es la señora Curren. La sutileza, la exactitud y la belleza espartana de su lenguaje son excepcionales y dotan a la novela de un atributo especial.

Espero, como me ocurre con la poesía de los grandes autores, volver en breve sobre mis pasos como un cangrejo iluminado para leer otra vez La edad de hierro, una novela, como dije, capaz de generar, gracias a su perspicacia, difícil sencillez y singularidad el mismo gozo espiritual que procura esa otra gran epopeya de la narrativa universal: Los miserables.

 

 

 

 

 

 

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Los 90 años de El tungsteno

Una edición facsimilar y un libro que presenta las diversas formas en que fue recibida en la prensa de Europa y Latinoamérica recuperan la importancia de El tungsteno de César Vallejo, una novela que sigue la tradición de denuncia y protesta social iniciada por Clorinda Matto de Turner en 1889.

 El próximo año se celebrará el centenario de la publicación de Trilce, el libro de César Vallejo que más atención ha concitado entre los lectores,  quizás por su condición de ‘raro’, enigmático e indiciario de su genialidad poética. Hasta ahora, nadie se pone de acuerdo en lo que realmente es: un chispazo de genio, un experimento singular o una vía de escape.

Pero este año que finaliza se han cumplido los 90 años de un libro que no tiene el hermetismo y el misterio creativo de Trilce: la novela El tungsteno, publicada en Madrid por la editorial Cenit en marzo de 1931. En realidad, su valor, al margen de lo estético, como dicen Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi,  reside en que se trata del «texto narrativo de mayor extensión que produjo el poeta», «un intento de Vallejo de escribir una novela entonces llamada proletaria» y «un testimonio de una inflexión tanto ideológica como estética». Por nuestra parte, agregaríamos que la novela es una muestra del talento abarcador de quien se desplazó con el mismo ímpetu creativo, aunque con resultados desiguales, por casi todos los registros y formatos literarios. Muy pocos de su generación —por no decir nadie— logró ese cometido.

Cuando Vallejo muere en 1938, era un poeta y un intelectual casi desconocido. Con el tiempo hemos llegado a saber que Rusia 1931 fue su libro más editado. Lo que no sabíamos hasta ahora es que su novela El tungsteno fue traducida al ruso con un tiraje de tres mil ejemplares y al ucraniano con un tiraje de nueve mil ejemplares y que Vallejo intentó que fuera traducida al alemán y al francés, pero nunca lo logró. Esta información se la debemos a Carlos Fernández y Valentino Gianuzzi, quienes acaban de publicar dos volúmenes de extraordinaria valía: una edición facsimilar de la novela y un texto que recoge las reseñas y los comentarios periodísticos que suscitó su aparición: Sobre El tungsteno de César Vallejo.

La conversión al marxismo de César Vallejo generó una serie de cambios e ideas nuevas en su proceso creativo. En su poesía, los resultados se pueden ver en Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz. En su prosa narrativa y teatral, los productos no alcanzan, digamos, esa misma intensidad y altura, pero sí nos permiten vislumbrar al creyente en el acontecimiento político y la justicia social del que habla Víctor Vich.

¿A qué se refiere la editorial Cenit cuando presenta en 1931 a El tungsteno como una novela proletaria? ¿Qué era para los escritores y los ideólogos de izquierda de antes de la Segunda Guerra Mundial una novela con ese nombre?  Para la editorial, se trataba de un fruto surgido del contacto de un escritor con las masas obreras. Para un traductor y escritor ruso como Fedor Kelin era, desde una perspectiva ortodoxa, la consecuencia de un compromiso político consistente en narrar las luchas sociales de los pueblos oprimidos por el imperialismo norteamericano. No obstante, el libro no logró encajar del todo con la ideología del país de los soviets.

Fedor Kelin, el traductor de la novela al ruso, le reprocha los rezagos pequeño burgueses presentes en la construcción del personaje Léonidas Benites, así como la inautenticidad y desconexión social y programática del herrero y dirigente Servando Huanca. Afirma, además, que Vallejo no sabe establecer lazos entre lo individual y lo colectivo en desmedro de la veracidad de la novela. La escritora rusa Alexandra Mingulina le critica un ‘erotismo exótico’ gratuito en la medida en que narra con ciertos detalles las relaciones sexuales entre los patrones y las indias esclavizadas. No olvidemos que en las traducciones al ruso y al ucraniano estos pasajes fueron mutilados y, en algunos casos, suprimidos del todo, puesto que no correspondían con la idea de la novela proletaria ortodoxa. La recepción de la novela en la prensa española y latinoamericana tuvo otros matices. En España reconocieron la eficacia con que representó las lucha social y política de sus compatriotas. Sus amigos Luis Alberto Sánchez y José Eulogio Garrido advirtieron, por su parte, los giros ideológicos de que se había impregnado su literatura. El primero sostuvo que El tungsteno era una obra de propaganda más que de tesis; y el segundo, señala que la «doctrina y la práctica comunista los ganaron como prosélito convencido y esperanzado». Ninguno de los dos, por cierto, esperaba algo distinto.

En 1931, el argentino Salomón Wapnir llamó la atención sobre el carácter social y americano de la novela escrita por un entonces joven Vallejo. A noventa años de su publicación, Carlos Fernández y Valentino Guanuzzi sostienen lo siguiente sobre ella: «Es un paso adelante en la tradición de novelas que protestan contra el maltrato y la explotación indígena, y que había iniciado en 1889 con la aparición de Aves sin nidode Clorinda Matto de Turner.  El tungsteno se inserta dentro de esta tradición desde una perspectiva marxista […]».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Expansión y contracción de la literatura regional

No siempre los procesos creativos van de lo mano con los estudios literarios. Cuando esto no ocurre, tenemos una visión empobrecida de lo que se hace y una suma de autores que brillan como estrellas solitarias, desarticulados, sin saber muy bien cuál es su vínculo con la tradición. No obstante, existen excepciones que hacen posible un nuevo impulso para revalorar el proceso literario trujillano.

En un artículo anterior,  La tradición literaria de Trujillo (La Industria, 12 de diciembre del 2021), sostuve que la influencia y el impulso propiciado por César Vallejo y la narrativa indigenista de Ciro Alegría no se había correspondido con una propuesta literaria y crítica local que se pudiera sostener en el tiempo. Dije, además, que ambos eran “como cabos sueltos, como caminos que las generaciones venideras no siguieron o simplemente no conservaron como auténticas rutas de escape”.

La interrogante central de mi artículo era la siguiente: ¿cómo es que las generaciones subsiguientes a Vallejo y Alegría asumieron la tradición literaria de Trujillo, ya sea por el doble juego de la ruptura y la continuidad o a través de un diálogo fructífero entre el presente y el pasado? También afirmé que desde los años 20 hasta la actualidad, el proceso creativo y la crítica literaria no habían dialogado lo suficiente y que esto se traducía en una gran pobreza en los estudios literarios y un proceso creativo desarticulado y atomizado por la falta de investigaciones en este campo.

Una manera de constatar este divorcio entre los estudios y la creación —vuelvo a decirlo— es que ni la vieja universidad pública ni las privadas que se fundaron después han tenido las carreras de Literatura o Filosofía como resultado de un rico y pasajero proceso de la cultura surgida del poder de las provincias. Otra pista es indagar cuántas tesis sobre el tema se han desarrollado en las universidades locales en los últimos cincuenta años. “¿Cómo y desde dónde pensar entonces la literatura que se produce en esta parte del país?”, me preguntaba en el artículo citado.

También afirmé que, por supuesto, habían excepciones en toda esta orfandad, sin que esto significara que estas excepciones habían llenado por completo el vacío existente. Destaqué los estudios pioneros y de gran valía de Saniel Lozano Alvarado, Jorge Chávez Peralta y Elmer Robles Ortiz. Pero, aclaré, que era tan poco que era como no tener nada. En ningún momento negué sus aportes e importancia. Es más, varias veces me he ocupado de reseñar los libros publicados por algunos de estos autores. Es verdad que, por premura y por sentido de la oportunidad, no cité los ensayos escritos por el historiador Blasco Bazán Vera y Edición extraordinaria. Antología general de la poesía en La Libertad (1918-2018) de Bethoven Medina Sánchez, entre otros autores; omisiones involuntarias que, según me he informado indirectamente, parecen haber generado algún malestar. Tengo reparos puntuales a los trabajos de estos últimos, pero eso no significa que niegue su contribución.

No sé si motivado directa o indirectamente por mi texto, Saniel Lozano Alvarado publicó el artículo Sentido y razón de ser de las literaturas(La Industria, 19/12/21). Allí sostiene que las literaturas regionales “son fruto natural de todas las sociedades y naciones heterogéneas”; que en el Perú se ha priorizado, como si fuera el único el sistema literario valedero,  “la literatura culta en español” en desmedro de las literaturas populares; que en Latinoamérica, como en otras partes del mundo, “las regiones tienen su realización literaria propia”; y que “lo característico en el Perú es la diversidad local y regional”. Cierra su artículo con una enumeración de autores y libros que han estudiado la literatura regional desde Marco Antonio Corcuera hasta Danilo Sánchez León.

No puedo estar más de acuerdo con lo señalado por Saniel Lozano Alvarado, pero hago las siguientes salvedades a su punto de vista: los estudios que existen son excepciones que confirman la regla (su valor es, por la tanto, singular); son en su mayor parte muestrarios de lo que se hace, no llegan a ser ensayos críticos que hagan dialogar lo universal con lo local (como sí lo son, por ejemplo Escritores de la Región La Libertad o Literatura Regional de La Libertad del autor citado);  no creo que mi enfoque sea hacerle el fuego a la literatura culta, creo, más bien, que se complementa con lo que Alvarado Lozano sostiene. La literatura regional no tiene por qué oponerse a la literatura universal. Si fuera así, no existirían las obras de Vallejo, Valdelomar y Watanabe, autores que supieron combinar, con gran maestría, ambos conceptos.

De lo que hay que cuidarnos es de mirarnos siempre al ombligo. Hay que estudiar el proceso literario liberteño como un todo, no como una suma de datos, biografías y enumeraciones de libros, como si se tratase de un compendio de recetas. No nos quedemos en la periferia y en el plancito lector regional (eso es para vender y paracontentar a mediocres). Lo local, debe, tiene, que ser al mismo tiempo universal. Hay que instalar un telescopio más allá del espacio del proceso literario regional para mirar las primeras estrellas, el instante del Big Bang, para ver cuánto se expande o se contrae lo que estamos escribiendo.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Ser o no ser universales

1. De la provincia y el mundo

Podemos ser universales escribiendo a partir de los temas que nos rodean y sin caer nunca en la seducción “del diablo de la provincia”, que no es otra cosa que una estrechez de miras o una vocación por la gloria fugaz y local como la de Efimov, el violinista que se creía el mejor de la tierra.

El riesgo de mirar el mundo de manera estrecha y provinciana es que puede darnos una idea equivocada de lo que valemos. En el arte, uno puede partir de lo específico, pero la proyección de lo que hacemos tiene que ser universal, de lo contrario creeremos que la realidad se reduce a lo que nuestra limitada perspectiva nos permite.

En su novela SolenoideMircea Cărtărescu cita el caso de Efimov, uno de los personajes centrales de la novela Niétochka Nezvánova de Fiódor Dostoyevskiquien aprende a tocar el violín con pasión e inspiración y es muy célebre en la provincia remota donde vive. Efimov, debido a esa minúscula celebridad territorial y a una repentina soberbia, llega al extremo de creerse el mejor violinista del mundo. Un día, sin embargo, llega a su pueblo un verdadero violinista, alguien con una experiencia más universal, y brinda un extraordinario concierto. Luego de escucharlo, Efimov abandona el violín y no vuelve a tocar más en su vida. Así acaba, dice Cărtărescu, sus días un “pobre hombre seducido por el diablo de la provincia”, el autoengaño y la gloria ridícula.

Distintos son los casos de César Vallejo, Fernando Pessoa y V. S. Naipaul. Los tres crearon una espléndida literatura a partir de los temas banales que les proporcionaron los mundos provincianos en los que nacieron: Santiago de Chuco, Lisboa y Chaguanas (Trinidad y Tobago), solo que ellos aspiraron a lo universal, a eso que según el DRAE “comprende o es común a todos” y se logra a través de la conexión con las fibras más íntimas del alma humana.

Estos autores mencionados elevaron a una categoría estética superior lo cotidiano, lo local y lo simple a través del lenguaje y el sentido de la existencia. Los tres, además, no se dejaron persuadir por el diablo de la provincia y la soberbia y construyeron, desde la periferia, una visión cosmopolita del mundo gracias a las lecturas y las relaciones políticas y culturales que cultivaron. Esta es la única manera de romper una estructura cultural de poder: un centro que acapara todo y una periferia que pugna, sin ninguna posibilidad de éxito, por conseguir un pedazo de los privilegios de ese centro.

Es curioso que en un mundo interconectado y globalizado algunos escritores defiendan la idea de que lo local es lo único auténtico y vendan su alma al diablo de la soberbia y el chauvinismo provinciano. Peor todavía: que ignoren que la lengua en la que escriben, el español, es una lengua de la periferia que, aunque cuente con más de quinientos millones de hablantes, no es todavía una lengua de poder. La importancia de una lengua, de acuerdo a Fernando Iwasaki, está determinada “por su grado de influencia en la vida cotidiana de las sociedades o en la aprehensión del conocimiento”. Quizás lo primero lo tenga el español, pero no lo segundo.

En su libro Momentos literarios, V. S. Naipaul confiesa que de joven sintió que carecía de una “tradición literaria viva” y que haber nacido en una colonia era un lastre para su vida. Pero tras una serie de dificultades y fracasos, adquirió conciencia de la historia de Trinidad, de su origen hindú y del objetivo personal que perseguía; entonces se lanzó a escribir sin mayor temor que su propia capacidad y se apropió del mundo que tenía al alcance de la mano, de las calles de su barrio, de las personas que lo rodeaban, de los recuerdos que alimentaban su vida provinciana; es decir, decidió ser universal.

(Suplemento Enfoque del diario La Industria de Trujillo, 17 de marzo del 2019)

2

Kundera el provincianismo literario

En su historia personal de la novela, Milan Kundera indaga en los prejuicios e interpretaciones a que ha dado lugar entre los escritores la vieja confrontación entre provincianismo y contexto universal desde hace varios siglos.

He escrito sobre este tema varias veces, pero me gustaría enfatizarlo a raíz de la lectura del libro El telón. Ensayo en siete partes de Milan Kundera.

Creo que el provincianismo y su mayor manifestación ―la estrechez de miras―, son males que corroen a la literatura en general, pero tratándose de un país desarticulado y plural como el nuestro, con literaturas orales y escritas, antiguas y modernas, autóctonas y occidentales, el tema cobra capital importancia.

Kundera define al provincianismo como “la incapacidad (o el rechazo) a considerar su cultura en el gran contexto”. El gran contexto sería para nuestro tiempo la cultura universal y lo global que, para bien o para mal, ha reconfigurado los conceptos de centro y periferia.

El provincianismo literario sería una ideología, aunque también un estado de ánimo y una postura personal. Él novelista checo estudia los casos de los países del centro de Europa, sin embargo su análisis se puede extrapolar a lo que ocurre en Latinoamérica y el Perú.

Hay dos tipos de provincianismo, según Kundera: el de las naciones grandes y el de las pequeñas. “Las primeras “se resisten a la idea goetheana de literatura mundial porque su propia literatura les parece tan rica que no tienen que interesarse por lo que se escribe en otros lugares”.

En el caso de las segundas, las pequeñas, “se muestran reticentes al gran contexto por razones precisamente inversas: tienen la cultura mundial en alta estima, pero les parece ajena, como un cielo lejano, inaccesible, por encima de sus cabezas, una realidad ideal con la que literatura tiene poco ver. La nación pequeña ha inculcado a su escritor la convicción de que él sólo le pertenece a ella”.

Pero esta división puede también analizarse desde el marco de lo nacional. En principio, la soberbia de no mirar más allá de nuestras fronteras no iría con nosotros, un país más bien apocado o dañado en su autoestima. Lo peligroso, en todo caso, es lo segundo:  ver la literatura y la cultura globales como lejanas y difíciles de alcanzar. Es lo que Mircea Cărtărescu llama “el diablo de la provincia”, que no es otra cosa que una estrechez de miras o una vocación por la gloria fugaz y local. Como escribí en otro artículo, el riesgo de mirar el mundo de manera estrecha y provinciana es que puede darnos una idea equivocada de lo que valemos.

La literatura, aquí y en todas partes, es apreciada por sus valores estéticos y culturales y por su esfuerzo en elevar a una categoría estética superior lo cotidiano, lo local y lo simple a través del lenguaje y el sentido de la existencia. O, también, por tomar lo mejor de lo global para enriquecer una literatura nacida en un contexto definido, popular o provinciano. Esos valores que hacen grande a una literatura son percibidos mal o de manera distorsionada, dice Kundera, “desde el punto de vista del pequeño contexto”.

Vivimos en un mundo interconectado y globalizado y, pese a esto, se defiende la idea de que lo local es lo único auténtico o lo que único que posee valor. La importancia de una literatura se define, como dije antes, por sus valores estéticos y culturales, así como por su capacidad para darle sentido a la condición humana venga de donde venga: de lo local, de lo folclórico, de lo provinciano o de lo aldeano.

 (Suplemento Enfoque del diario La Industria de Trujillo, 14 de agosto del 2019)

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Verbo, ficción y geografía de Lima

Las novelas son narraciones extensas que seducen o desestabilizan emocionalmente al lector por lo que cuentan, pero también son espejos de un lenguaje y una geografía que revelan —a través de mentiras y verdades o ambas cosas— de que está compuesta una época y una ciudad. Esto sucede con Nueve vidas, la nueva novela de Leonardo Aguirre.

Un concepto convencional y apretado de novela dice que se trata de un género narrativo de ficción en prosa, extenso, en el que un narrador relata una serie de sucesos que ocurren en el tiempo y en el espacio, encadenados y configurados entre sí. No es una definición completa, pero recoge sus elementos más importantes.

A la luz del concepto anterior, Nueve vidas de Leonardo Aguirre es una novela, pero una que podríamos calificar de autoficción, un género en el que el narrador, el personaje y el autor son una misma persona en una historia que se supone ficticia. Digo esto, porque este parece ser el punto más sensible de la novela: el conflicto y la duda permanente entre lo que es ficción y lo que no lo es.

En Asociación ilícita publicada hace algunos años, su autor ya nos había adelantado su predilección por la autoficción y lo “vitriólico”. En dicho libro presentó una historia grotesca y estrafalaria de nuestra literatura basada en el dato biográfico, los dilemas éticos,  las incontinencias verbales y la contradicción de sus protagonistas.

Aguirre es consciente de que el tipo de novelas que escribe le exigen un esquema compositivo claro y preciso, incluso banal, pero esquema al fin y al cabo. Nueve vidasse abre con una pequeña explicación/introducción en la que un narrador en primera persona revela un encuentro con el director de la Casa de la Literatura Peruana y anuncia la redacción de un informe que servirá como guía para una futura exposición en ese lugar sobre su vida y obra.

El esquema estructural y la trama de la novela contemplan un relato central (el informe/guion) y un diálogo que se interpola luego de cada parte o capítulo del anterior. El primero, tiene como punto de partida un juego de naipes al que llaman “Nueve vidas” alrededor del cual el narrador y sus amigos Ariel, Dorian y Rogelio mantienen vivo su vínculo afectivo. Todos ellos, además, comparten una compleja educación sentimental ambientada en la Lima de las décadas del 80 y el 90, un periodo tumultuoso, violento y desesperanzador de nuestra historia.

El informe/guion, además del relato central, desarrolla una serie de microrrelatos vinculados al narrador: su vida familiar y religiosa, sus hazañas y derrotas en la escuela, su relación con la música y los objetos más queridos, sus performances amorosas y su relación verbal y geográfica con la ciudad. El ritmo no es homogéneo ni lineal, está salpicado de una serie de saltos hacia atrás y de desaceleraciones que, sin embargo, no alteran ni pervierten la cadencia en general de la historia. La prosa de Aguirre es expansiva, llena de frases subalternas, con predilección por la coma y la explicación irónica.

Nueve vidas transgrede, asimismo, los convencionalismos de la novela. Por ejemplo, cuando emplea el pie de página, que, por lo general, es incómodo en la medida en que interfiere en la fluidez de la lectura. No sucede esto con Nueve vidas, donde, como en el caso de los libros anteriores, sirven para ampliar y complementar el relato.

Los diálogos que suceden a las partes narrativas parecen seguir el esquema de una entrevista informativa, pero son fragmentarios, los turnos de intervención no siguen un esquema lógico y las preguntas y respuestas están llenas de suposiciones y referencias reales. Es en este intercambio de palabras con un interlocutor (que parece ser más bien su alter ego) donde el narrador enfatiza y cuestiona, al mismo tiempo, el carácter ficticio de su literatura, la veracidad de los personajes femeninos que aparecen en sus libros, así como su desprecio por los críticos, reseñadores y demás fauna de la literatura limeña.

La novela es original por su estructura, por su eje compositivo y, desde luego, por el lenguaje con que está escrita y la ambición espacial que persigue. Lo primero, se refiere a la forma en que Aguirre alterna su prosa quebradiza con las reiteraciones de la jerga de barrio y la oralidad, lo cual se complementa con un despliegue minucioso, detallista y visual de la geografía de Lima. El narrador parece conocer los nombres y la disposición (así como el pasado) de cada una de las calles de Lima, una ciudad con la que mantiene una relación de amor/odio. Pero este lenguaje y este recorrido geográfico son el pretexto de lo que realmente nos quiere dejar ver: una ciudad caótica, llena de gente racista, (los jugadores de “Nueve vidas” tienen un “Cholométrico” para medir y almacenar las huachadas de la gente), machista, sexista, prejuiciosa y otras pestes más.

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Poesía, 35 años después

La poesía es un asunto de minorías, cuando de locos o seres periféricos. Sin embargo, como dice Jorge FernándezGranados, donde exista unidiomaysereshumanosquelarequieran,ella estará allí para recordarnos lo importante que es el asombro y la belleza para los seres humanos.

A punto de publicarse untomo que reúne siete libros de poesía escritos entre 1987yel2021,loscuales comprenden latotalidadde mipoesíapublicadahastaahora, me atrevo de realizar algunas reflexiones, porque creo que 35 años de ejercicio poético no son cualquier cosa.

Conel primero de mis libros,Dialogandoel extravío,obtuve el primer lugar enel VI ConcursoElpoetajovendelPerúen1985.Teníaentonces22añoscuando loescribíypubliqué.Es unlibroeminentemente lírico, ajenoy distante de la escritura coloquial y conversacional dominante en la generacióndelosochenta.Aestelesiguióen1989,Elexilioyloscomunes,en elque intenté, conresultados inciertos,aunqueconmuchoímpetu, alejarmedelasprofundidadesafectivasyacercarmeaunavisónmásépicay socialdelarealidad.

Eltercero,Confesionesdelatribu,sepublicóen1992y,comosu nombreloindica,recogelasvocescosmogónicasdeunasociedadtribal(los padres,loshijosyloshijosdeloshijos)que,medianteuntonosentenciosoy rotundo,buscanexpresarlaverdadylaidentidaddesuporveniratravésde unaseriedesímbolosysignificadosocultos.

Lostreslibrossiguientes:Teoremadelnavegante(2008),Launidaddelos contrarios(2011)yFilosofíavulgar(2013)sonunitariosyformanpartedeun plan creativo en el que poesía y filosofía se hibridan de tal modo que es imposibleestablecer unadiferencia entre lasideas filosóficas y lasideas poéticas.“Lapoesíaesunaformadeaprenderafilosofarynodeaprender filosofía”,decíaKant.En estamismalíneatemáticay estilísticase encuentra Manualde sabiduría(2021), libro en proceso, en el que parece acentuarse la visiónescéptica,irónicaymetafísicadelostresanteriores.

Lahistoriadeestoslibrostienesuprehistoria:antesqueloslibros primerosepublicaronlospoemas,oloqueyollamabaenaquellaépoca—conciertoorgulloy soberbiapoemas. Todaalorecuerdo nítidamente, aunque el nombrede larevista de muy malacalidaden que apareció mi primer poema se me haya olvidado. Estaba acompañado por fragmentosdeunacartaydeunrrafoescuetoconqueeleditoracogíami colaboración.

Yo no sabía que los malísimos versos que había pergeñado a mis escasosdieciséisañosibanatenerlafortunadeaparecerenletrasdemolde. Fue mipadreelprimeroendescubrirlo.Comprólarevista porpura casualidadenunpuestodeperiódicoyluegofuecorriendoacasapara


enseñárselaalafamiliaentera.Elhombrenocabíaensupellejo.Elorgullo se le escapaba a borbotones por los poros del cuerpo ¡En casa habíaun poeta!Quéimportabasibuenoomalo,perohabíaunpoeta.Esunalástima nomásqueyanoestéenestemundoparaquemelosigarecordando.

Larevistacirculódemanoenmanoduranteelalmuerzo(alrededor delamesasiemprehabíaunadocenadepersonas).Yo,porsupuesto,estaba sumamente avergonzado. Tenía la cara roja, me sudaban las manos y un temblorinexplicableatravesabatodomicuerpo.Tímidoalatriplepotencia deseéquelatierraseabrieraymetragara.Sinembargo,mientosidigoque mi ego nose sintió regocijado. Claroque sí. ¿Qué poeta noes un bicho vanidoso?

Con el tiempo, lo que nació como una curiosidad terminó convirtiéndoseenunaformadevida.Quierodecirqueamialmaingenuay desiertadelosañosauroralesingresóunaespeciedevirusletalquenadani nadiehapodidohastaahoraarrancarderaíz.Es,digamos,loquealgunos llamanel sentido osentimiento poético de lavida.Esoque, cursilerías y huachaferías aparte, me volvió un ser adolorido, un tímido in fraganti, un debiluchocapazdeconmoverseportodoysiempreconganasdeconvertir aquelloenversos,enpalabras,enesascosasquealcomúndenominadorle parecencasisiempreunacojudez.

Hacecasitreinta ycincoañosque lapoesíameacompañade manera sostenida, sin embargo, cada vez más se subraya su condiciónde arte de minorías. Ellase mantiene en una zonaespecial del lenguaje, una zonadereinvenciónyexperimentación dondeseclonanlosvocablos, donde alcanzan altura máxima los verbos y donde se conciben nuevos materiales para el genio lingüístico. Mientras “exista —dice Jorge FernándezGranados—unidiomaysereshumanosquelorequieranpara comunicarsehabrádeprontoalgoinquietanteentreellos,ciertoestadode laspalabras,alquesepodrándenominardemuchasmanerasperoque,en términosarcaicos,noseráotracosaquepoesía”.

Loqueahoraustedes tienenensusmanosesconsecuenciadel entusiasmo, del miedo, del compromiso moral, de la ingenuidad y del asombro con que he llevado a la poesía en mis espaldas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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Trilce y el annus mirabilis 1922

Trilce de César Vallejo, por su carácter revolucionario e inclasificableforma parte de ese grupo de libros que, coincidentemente, se publicaron en 1922 y cambiaron para siempre el destino de la literatura universal gracias a su carácter trasgresor y original.

Se afirma que 1922 fue para la literatura universal un annus mirabilis; es decir, un ‘año extraordinario’, un ‘año de maravillas’ debido a que nunca antes, dice el ensayista Cristhoper Domínguez, escritores, artistas e intelectuales «fueron tan conscientes de estar empezando una nueva época».

En realidad, 1922 es célebre porque es el año en que se publicaron algunos de los libros más importantes de la era moderna, esos que cambiaron la historia de la narrativa y la poesía. Todos conocen que Ulises  de James Joyce y La tierra baldía de T.S. aparecieron en ese annus mirabilis, pero pocos saben que no son los únicos libros y tampoco los únicos acontecimientos de esa mítico año.

Para empezar, es el año en que muere Marcel Proust. En la lista de libros publicados figuran también el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein (publicado en 1922, pero con una edición de 1921 que su autor calificó de ‘pirata’), y El cuarto de Jacob de Virginia Wolff. Y, claro, un libro trascendental para el mundo de habla hispana: Trilce de César Vallejo.

Es un consenso considerar la novelaUlisescomo ‘revolucionaria’, como punto de quiebre de la narrativa del siglo XX; el poemario La tierra baldía como el que trastocó las técnicas de la composición en el siglo XX; el Tractatus logico-philosophicus como un intento dereducir el mundo a la lógica pura;y El cuarto de Jacob como un texto que borró «los límites entre acción, lirismo y pensamiento» dentro de la narrativa.

Autores y libros tienen en común varias cosas: aparecen tras la debacle de la Primera Guerra Mundial, se insertan en una especie de crisis personales que devienen en revoluciones formales, particularmente en el lenguaje; y son una negación, en cierta forma, de una tradición. Esto es muy evidente en el caso de los libros de Joyce, Wittgenstein y Vallejo.

A nosotros, por obvias razones, nos interesa poner los ojos y la atención en Trilce, un libro inclasificable y ‘adelantado’.«Su modernidad les debe menos a las vanguardias de la época que a su apuesta por un lenguaje radicalmente libre […] En Trilce, hay gérmenes de una explosión humana, que solo puede encarnarse en una nueva lengua: “Madre dijo que no demoraría” (III); “Todos han partido de la casa en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es su recuerdo lo que queda sino ellos mismos” (Poemas humanos). De la promesa a la restauración de la presencia, aquella voz –esta es su fuerza– traspasa la ausencia. Vallejo disipa siempre la angustia que puede suscitar en mí. Es un misterio luminoso», dice Sévana Karaléklan.

César Vallejo, debo decirlo, escribió su libro revolucionario con sinceridad. Nada en él es artificial o se rige por el puro juego verbal. Es una creación transparente, que responde a una necesidad imperiosa: hacer decir a las palabras lo que el sentimiento manda; y si el lenguaje se opone, convertir ese lenguaje en algo propio, manipulable y nuevo, sujeto a la voluntad y a los vaivenes emotivos del creador. Vallejo escribió Trilce‘en difícil’, porque no lo podía hacer de otra manera.

La escritura de Trilce se inscribe dentro de una visión radical del uso del español. En este sentido, César Vallejo llevó hasta los límites máximos el español. Lo hizo por necesidad, por un deseo ferviente de representar sus identidades sociales, su universo local, su lenguaje andino, la identificación con el otro, su cristianismo, su vocación marxista, la totalidad de su yo creador y su yo social. En este camino, se apropió y desmanteló los significados de su lengua, subvirtió el lenguaje convencional, agotó sus posibilidades al máximo. Hizo con el español algo parecido a lo que hizo Joyce con el inglés: lo llevó hasta el límite y con ello dejó un margen de maniobra muy pequeño a los poetas que iban a desarrollar sus obras creativas a lo largo de siglo XX.

Vallejo dejó el español en escombros. ¿Qué ha quedado de esta lengua de esta lengua a los creadores post-Vallejo? Este traerse abajo el muro semántico y sintáctico del español peruano ha colocado a los creadores, consciente o inconscientemente en una especie de pantano del que es muy difícil escapar. ¿Qué les queda tras la aventura radical de Vallejo? ¿Inventar un estilo, cambiar de código, asomarse a los bordes espeluznantes de la imitación o guardar silencio?

Pienso en el vanguardismo hermético y en la audacia arcaizante de Martín Adán, en los versos surrealistas de César Moro y Emilia Adolfo Whestphalen, en los registros simultáneos de Jorge Eduardo Eielson, en las estructuras del coloquialismo anglosajón reproducidos por los poetas más importantes de la generación del 60 o en la incorporación de la realidad integral que obsesionó a los integrantes de Hora Zero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El libro más peligroso

Para ser aceptada y valorada, la novela más famosa y revolucionaria del siglo XX, Ulises de James Joyce,  tuvo que librar batallas contra censores, moralistas, piratas, ciudadanos escandalizados, jueces, fiscales y una serie de guardianes de la moral. Cien años después, está cómodamente instalada en el canon literario universal.

La crónica de cómo fue escrita, publicada, perseguida y, finalmente, aceptada Ulises de James Joyce —una de las novelas más famosas de la historia—está descrita minuciosamente en el libro El libro más peligroso. James Joyce y la batalla por Ulises de Kervin Birmingham.

Este libro está considerado como una obra de arte revolucionaria, una que transformó la historia de la literatura con la fuerza de un cataclismo Estas consideraciones son más o menos unánimes, aunque nadie sabe a ciencia cierta por qué es así. Hay una historia detrás que tiene que ver, por un lado, con la censura, la mojigatería y el conservadurismo y, por otro, con la historia personal de un irlandés genial llamado James Joyce.

Ulises se publicó primero por entregas en la revista The Little Review en los Estados Unidos y luego, en 1922, como libro en París gracias a Sylvia Beach, quien la publicó bajo el sello de su librería: Shakespeare and Company.  El libro circuló en el mundo anglosajón de manera clandestina gracias a que estaba considerado como ‘peligroso’ para la moral cucufata de la época. Otro libro célebre que fue señalado también como  ‘obsceno’ en su tiempo fue Aullido y otros poemas de Alen Ginberg, pero eso ocurrió unas décadas después de Ulises.

¿Por qué resultaba era un libro peligroso? «Era un libro peligroso porque no aceptaba una jerarquía entre lo empírico y lo obsceno, entre nuestra vida exterior y la interior. Era peligroso porque demostraba cómo un libro podía abolir el poder del secretismo. Nos enseñaba que el secretismo es la herramienta de regímenes condenados y que los secretos son, tal y como escribió Joyce, “tiranos, dispuestos a ser destronados”», dice Birmingham.

La historia de la literatura está llena de paradojas, una de ellas es esta: ¿cómo logró un libro considerado por sus contemporáneos como ‘obsceno’ e ‘indecente’ convertirse en un libro revolucionario y, sobre todo, ¿cómo llegó a adquirir un valor literario fuera de la común? Una buena parte de la explicación reside en el talento y la vida de su autor: James Joyce.

Los censores americanos encasillaban a esta novela en seis adjetivos letales: obsceno, lúbrico, lascivo, impúdico, indecente y desagradable, lo cual la volvía un objeto de persecución de las sociedades antivicio que no dudaban en considerarla una obra pornográfica, pese a los argumentos en contra de gente como Ezra Pound, quien gritaba a los cuatro vientos que se trataba de una obra maestra. La novela no solo fue incomprendida por los puritanos de la época, sino también por escritores célebres como Bernard Shaw y Virginia Wolff.

En su magnífica investigación, Kervin Birminghamel libro no solo estuvo prohibido por ‘obsceno’, sino que censores europeos y americanos confiscaron y quemaron millares de ejemplares.  La clandestinidad se convirtió de pronto en su destino inmediato. «Era contrabando literario, una novela que sólo podías leer si encontrabas un ejemplar falso impreso por editores piratas o si conseguías burlar a los agentes de aduana para introducirlo de matute en el país», cuenta Birmingham.

Pero Ulises fue el arquetipo de la revolución modernista no solo por su enfrentamiento frontal contra la censura y la falsa moral, sino por sus propias cualidades literarias. Con el tiempo, la novela ocupó el lugar que merecía y sus efectos revolucionarios, aunque silenciosos, calaron muy hondo entre escritores y lectores y la literatura universal ya nunca más volvió a ser la misma.  Ulises llegó a esta consideración gracias la intuición, perseverancia e inteligencia de James Joyce, quien todo el tiempo que lo llevó a escribir el libro (más de una década) estuvo seguro de que estaba creando un libro distinto y superior a todos los que conocía. Ni la sífilis, ni la ceguera progresiva, ni la pobreza, ni sus ataques de pánico impidieron nunca que lograra su cometido.

Cuando Ulises fue publicada por Sylvia Beach se convirtió en un best seller y en uno de los libros más pirateados de la historia gracias a que estaba considerado como libro ‘peligroso’ y ‘prohibido’ y, en cierta medida, como un libro con gran valor literario. Al cabo de los años, gracias a la célebre sentencia dictada por el juez americano, Jhon Woosley, en la que declaraba que la novela debía ser admitida en los Estados Unidos y, por lo mismo, librada de la absurda calificación de ‘indecente’ y ‘corruptora’, el texto de Joyce alcanzó definitivamente el estatus de ‘clásico moderno’ y comenzó su periplo por círculos académicos.

¿Por qué Ulises es una novela revoluciona? Entre otras razones, por la libertad con que fue escrita, la invención de un nuevo código literario (una nueva manera de decir las cosas), la incorporación de nuevas maneras de contar historias, la pulverización del narrador único, la eliminación de los signos de puntuación, la mitificación de la futilidad y, sobre todo, —como comprendió el juez Woosley— porque expresa de forma abierta el libre flujo de la conciencia; es decir, la compleja vida mental de las personas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Persistir en la poesía 

No dudo que los lectores de poesía no son muchos, que las editoriales publican libros de este género con un tiraje reducido —por no decir irrisorio— y que el lenguaje poético es a veces impenetrable o está alejado del lector común. Sin embargo, los poetas siguen escribiendo, las editoriales publicando y los lectores leyendo.

Una de las razones para que la poesía exista pese a los factores que juegan en su contra es la siguiente: la poesía es una necesidad espiritual, un estado superior de conciencia. No creo exagerar cuando sostengo esto último. Siempre me asombra la persistencia de los poetas en publicar sus poemas y la de los lectores en leer lo que los poetas publican. Por lo general,  los primeros y los segundos suelen ser los mismos, de modo que no hay por qué alarmarse. Se trata de un arte de minorías, un arte del que el gran público se alejó hace algún tiempo. Hay editoriales que son capaces de tirar diez mil ejemplares de un novelista  más o menos famoso, pero  no existe  una  editorial que publique libros de poesía que tengan tirajes  que  sobrepasen los mil o dos mil ejemplares.

En un comienzo, la, poesía estuvo más cerca de la gente. No como ahora, que es casi un arte de culto y es leída por un porcentaje muy reducido de lectores.  Poesía viene del término griego poiesis que significaba, al comienzo,  hacer en un sentido técnico y, por lo mismo, se refería al trabajo creativo en general, incluido el de artesano. Poesía era entonces creación y el poeta un creador.

Los tiempos, la sociedad y la cultura han cambiado. La poesía tiene una definición más restringida. Se considera una forma de expresión de lo emocional a través de un lenguaje particular que tiene como ejes la metáfora y la imagen.La metáfora, según el diccionario de la RAE, es la “traslación del sentido recto de una voz a otro figurado, en virtud de una comparación tácita, como en lasperlas del rocío, la primavera de la vida o refrenar las pasiones”, mientras que la imagen es la “recreación de la realidad a través de elementos imaginarios fundados en una intuición o visión del artista que debe ser descifrada, como en las monedas en enjambres furiosos”.

Una de las razones por las que el gran público se alejó hace algún tiempo de la poesía es su lenguaje. Con lectores cada vez más banales y frívolos, el lenguaje poético necesita ser explicado. Los lectores no poetas necesitan familiarizarse con la metáfora y la imagen. Viven en un mundo global y pragmático y a ellos no se les puede hablar con un lenguaje figurado o que dice lo que no dice. En este sentido, el cuento y la novela han desarrollado mejores estrategias para conectarse con el lenguaje del ciudadano promedio.

Uno de los rasgos característicos de la poesía moderna, según Perer Gimferrer,  es su voluntad minoritaria. La que se escribía antes de la aparición de los simbolistas —quienes se apartaron a fines del siglo XIX de la escena pública y se volvieron solitarios— contaba con muchos lectores. Ahora, ella es más un objeto de culto, una curiosidad reservada para unos cuantos iniciados. Los libros tienen tirajes ínfimos y los lectores no leen poesía debido a que existe, por un lado, la decisión de parte de los poetas de escribir para una “inmensa minoría” con un lenguaje críptico, justo ahora en que la información es tierra de nadie; y de otro, a que el propio lector se ha vuelto banal y adicto a los juguetes electrónicos, las dietas y los libros de autoayuda. Los lectores de hoy son, con toda certeza, más superficiales que los de antes.

Pero la poesía persiste. Los poetas siguen escribiendo, las editoriales siguen publicando y los lectores ―pocos, es cierto, pero compuestos en su mayoría por los mismos que escriben y publican― siguen leyendo. Y persisten por una única y maravillosa razón: la poesía nace de una profunda necesidad del hombre: buscar  estados superiores de conciencia y virtualidad.

Ha sido hasta cierto punto incapaz de adaptarse a la gran crisis moral y cultural que vive el mundo a partir del siglo XIX, agudizada después con las  guerras,  las dictaduras y los grandes conflictos  sociales  que han hecho perder  la  esperanza  a  muchas  personas, sin embargo es una necesidad espiritual.

La poesía nace de la necesidad del hombre de buscar estados superiores de conciencia y virtualidad, por esta razón no va a morir. Seguirá, dicen lo entendidos, el mismo camino que la ciencia: en busca de la verdad en base a intuiciones y revelaciones.

Llevo 35 años escribiendo y publicando libros de poesía. Durante este tiempo he podido comprobar, por una parte, que efectivamente se trata de una necesidad espiritual y, por otra parte, que muchas de las ideas en torno a las relaciones entre los lectores y la poesía son mitos o verdades a medias. Un ejemplo: los lectores comunes y corrientes viven al margen de la poesía.  Si esto fuera cierto, no se publicarían cientos de libros de este género cada año en todas partes del mundo. Quizás lo que no funciona es la forma en que los poetas se aproximan a los, lectores. Por allí, digamos, es que hay que innovar. La poesía necesita, como la narrativa, ponerse más a tono con los nuevos tiempos.

 

 

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Ángela, Humboldt y el Océano

Una magnífica historia de ficción une al naturalista y viajero Alexander Von Humboldt, a una niña que quiere pasar como un chico para ser aceptada en la tripulación del barco en el que viaja el naturalista alemán y al Perú del siglo XVIII, entonces en sus días finales como Virreinato.

La novela Océano al revésde Julia Wong parece estar construida a primera vista sobre la base de la vida de Alexander Von Humboldt, el viajero y naturalista alemán, que llegó al Perú el 1802, sin embargo, conforme uno avanza en su lectura, descubre que la historia tiene como eje a Ángela, una niña nieta de un esclavo procedente de Manila que viaja en el barco que trae al naturalista al Perú.

Humboldt es desde luego un personaje importante en la medida en que la novela ofrece una visión externa del Perú, la que tuvieron los viajeros y naturalistas que entre los siglos XVIII y XIX contribuyeron con sus escritos y opiniones a forjar entre los peruanos del futuro una toma de conciencia sobre la importancia del pasado, la riqueza natural y la cultura.

Océano al revésnarra pasajes de la vida íntima y viajes de quien, gracias a su empeño y sus descubrimientos, creía haber ganado un lugar en la historia de la ciencia, pero más indaga en la vida postiza y en las contradicciones sentimentales y morales de una niña flacucha que se hace pasar por un chico: «[…] no me daba temor que me descubrieran, porque en la parte superior de mi cuerpo nada delataba si era un chico o no, y lo mejor era que a nadie le importaba, todos estábamos preocupados con nuestra propia miseria [….]». En realidad, el disfraz buscaba ocultar su condición de mujer, en cuyo caso, como dice el narrador, la destruirían.  El vínculo que el falso chico mantiene con Humboldt es distante y ella no sabe si es amoroso, amical o de simple admiración.

La novela empieza cuando la corbeta Pizarroestá a punto de zarpar del puerto de La Coruña con rumbo a América. En ella viajan Alexander von Humboldt y su ayudante Alexandro Bonpland.  Entre los tripulantes hay marineros experimentados, polizontes , prostitutas y el falso adolescentes de marras, quién ha llegado allí en base a su astucia, a la ayuda indirecta de su madre y al azar. La Corona española le ha extendido amplísimos poderes al científico alemán y esta expedición es la más trascendental de su vida.

Se podría decir que en el plano simbólico la novela cuenta dos viajes. El primero es un viaje exterior, el que sigue el homo viator, Alexander von Humboldt, y que sirve como telón de fondo de la historia central; y un viaje interior, el que experimenta Ángela en la brevedad de su vida. Ambos, creo, sirven como base, para la estructura de la novela que, en esencia, se mueve entre estos dos ejes narrativos. Por un lado, está la mirada del hombre de ciencias que mide y escudriña la realidad; y por otro, la del ser inseguro y desconcertado que no sabe quién es y cuáles son sus orígenes reales. Ambos viajes estructuran de alguna manera una novela que alterna, con gran acierto y pericia, el narrador personaje con el narrador omnisciente.

Es Humboldt quien le propone a Ángela que llegue al Perú, un país fabuloso en el imaginario de los extranjeros. Ella sigue su consejo y en el trayecto, mientras conoce paisajes, comidas, costumbres y descubre, sin querer, la vida oculta de su mentor (su debilidad por los mulatos, por ejemplo), empieza a cuestionar sus creencias, su identidad y su pasado. Su padre ha muerto, su madre es una mujer que ha aceptado con resignación su destino y sus hermanos son unos malditos machistas y patanes. Lo único que le queda entonces es huir, de la ciudad donde vive (Cádiz), de su familia y, en cierta forma, de sí misma. ¿Quién es en realidad Ángela? ¿Una india china, como ella dice? ¿Un chico disfrazado? ¿Una mestiza?

En los viajes, en el exterior y el interior, Ángela aprende a leer y a escribir, experimenta los límites de su cuerpo, se sumerge en las costumbres de las desconcertadas gentes de Lima, tiene un encuentro fugaz y cercano con el libertador San Martín que la deja marcada,  aborrece del culto a las imágenes religiosas católicas y aprende del poder de las plantas y los números por boca del amauta Guanilo. Un día, cuando este le pregunta por qué quiere saber tanto, ella le responde: «Porque los que saben parecen más felices, andan orondos, erguidos, les dan los mejores servicios y comidas, duermen en camas amplias, tienen casas grandes». Lo que hace, en realidad, es declarar su empeño y su frustración de vivir una vida distinta.

El conceptoocéano al revés está ligado, de alguna manera, a la búsqueda identitaria de Ángela. En un momento de la historia, cuando arriban al puerto de Paita, ella piensa en el poder del Océano Pacífico y en por qué este parece ser más océano que el Atlántico. Humboldt parece leer su mente y dice: «Este es un océano al revés. Todas las aguas o todas las cosas cuando muestran su lado posterior, su lado oscuro, lo anverso, son más fuertes y potentes». Ángela tarda en comprender la magnitud de este concepto, pero siente que allí está una de las claves del poder de la identidad, del ser: todos tenemos un lado oculto que hay que saber asumir.

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Seguimos queriendo a Vallejo

Hace unos días, se conmemoraron los 130 años de nacimiento de César Vallejo. Pese al tiempo transcurrido, su figura crece y crece y va camino a convertirse en el más universal de todos nuestros poetas y el que mejor sintonizó con nuestra manera rara y contradictoria de ser peruanos. Este es un texto escrito hace un tiempo, pero que recupero con ciertos retoques.

Sin duda los peruanos tenemos con César Vallejo una relación paradójica. En abril (o en marzo) de cada año todos nos acordamos de él, lo llenamos de elogios, lo llamamos maestro y hasta recitamos en su honor Los heraldos negros o Los dados eternos. Vallejo es, en pocas palabras, nuestro poeta más famoso y también nuestro más ilustre desconocido.

Una cosa, dice Borges, es la fama y otra la popularidad. Gracias a la primera, un escritor puede ser “más conocido” que Cristo (es un decir), y gracias a la segunda muy leído, es decir, muy popular, muy metido en la vida de la gente. No es un sacrilegio ni una revelación: Vallejo es un emblema de peruanidad, pero los peruanos promedio no lo leen.

La paradoja es más paradoja si agregamos que en otros lares la poesía del “cholo” es bastante apreciada (España, por ejemplo) y si llegamos a la conclusión que los estudios sobre su obra son más numerosos que las ediciones de sus libros. Los críticos han escrito libros para leer e interpretar su poesía, pero nadie lee a estos exegetas ni menos a Vallejo. Cuando digo “nadie” es evidente que exagero. Debería decir “la mayoría”.

Peese a las paradojas, es un poeta muy querido en el país. La gente no lo conoce, pero lo aprecia. Es como todos esos jóvenes que llevan en sus camisetas la imagen del Che Guevara: no saben nada de su ideología, pero intuyen que tras la imagen de ese barbudo hay un rebelde que se hace querer. ¿Y por qué queremos tanto a Vallejo? ¿Cuál es la causa de este cariño?¿No dicen que la mayoría no lee sus versos?

Creo que los peruanos queremos a Vallejo de varios maneras. La mayoría, porque ha interiorizado al poeta modernista de “Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé”, al artista de las fotografías patéticas y al hombre cuyos retazos biográficos revelan al paradigma romántico del lírida: pobre, triste, pero amante de la belleza. Amor a primera vista, se dice. Tan luego uno conoce algo de él, provoca abrazarlo y pedirle que no sufra más.

Ya Víctor Vich nos ha advertido en su libro César Vallejo un poeta del acontecimiento, del otro Vallejo, del vivo, del vital y afirmativo:  «Vallejo es también un poeta afirmativo que celebra el encuentro con una verdad universal, que entra en contacto con algo eterno y que constata el valor de quienes han optado por transformar el mundo […] es un autor impactado por la fuerza de una verdad que no es otra que la necesidad de justicia entre los hombres y el valor de la solidaridad humana», dice Vich.

Otra forma de quererlo es a través de la identificación. Vallejo no sólo es el “cholo”, el “serrano” que escribe una poesía de gran calidad, sino el provinciano que salta con garrocha a Lima y se marcha a París; es decir, al centro mismo del arte y la civilización, para escribir con las tripas y morir un día de aguacero. Vallejo es, en cierto modo, la expresión personal de una aspiración colectiva: nadie es profeta en su tierra. Una tierra donde le pegaban con un palo y duro también con una soga, sin que él les haga nada.

A Vallejo lo queremos asimismo por la poesía que ha escrito. Este es, digamos, el amor de vida y obra, de humanidad completa. En realidad es un cariño basado no en la poesía de los golpes tan fuertes de la vida, ni el Dios que le duele mucho el corazón o la Rita de junco y capulí, sino en los versos que nos cuestionan la existencia y nos pone la piel de gallina de pura intensidad y altura: “César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes/sabiendo que andas cautivo,/ sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/¡César Vallejo, te odio con ternura!”.

Pero todo no es amor para el autor de Trilce. Hay –y son los menos- los que lo malquieren, los que desean matar su fama, los que pretenden sacudirse de su sombra y los que le llaman “llorón”, “ramplón”, “dramático” y “sombrío”. En verdad no hay odio, sino un exceso de individualismo: “quiero ser yo, pero Vallejo no me deja”. En todo caso, se trata del clásico amor /odio que cultivan los peruanos.

En el otro extremo están los papistas, los que lo adulan, los que por el exceso lo visten de santo o pervierten su poesía. Ellos han escrito el libro del mal amor, han ahuyentado a los lectores potenciales y han edificado un altar de huachafería y mal gusto para deshonrar al poeta. A Vallejo se le quiere como él propuso querer a los demás: “¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial/ interhumano y parroquial, provecho! (...) quería/ ayudar a sonreír al que sonríe,/ ponerle un parajillo al malvado en plena nuca,/ cuidar a los enfermos enfadándolos,/ comprarle al vendedor,/ ayudarle a matar al matador- cosa terrible-/ y quisiera ser bueno conmigo/ en todo”. Y no como suponen los farsantes.

Entonces a César Vallejo lo odiamos con ternura y lo “ternuramos” con odio; es decir, lo queremos completamente, aunque sólo hayamos leído “Hay golpes fuertes en la vida, tan fuertes… yo no sé”. 

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