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Channel: Cuaderno del tribal
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Washingnton Delgado: para vivir mañana

La poesía de Washington Delgado, uno de los poetas menos celebrados de la generación del cincuenta, permanece viva gracias al doble registro en que se mueve: entre la ensoñación y lo social.; entre lo pesimista y lo luminoso. Y, especialmente, gracias a la forma en que nos descubre las profundas verdades que todos llevamos dentro.

En los años ochenta,  Washington Delgado era uno de los tantos poetas peruanos que leía con fervor. Con veinte y pico de años encima, leía también a Juan Gonzalo Rose, Leopoldo Chariarse, Alejandro Romualdo, Jorge Eduardo Eielson y otros nombres asociados a la generación del cincuenta. 

Los del cincuenta no eran entre los peruanos los únicos que convocaban mi atención. Paralelamente leía a Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Luis Hernández, César Calvo y a los poetas del ochenta. Ese interés estaba salpicado por el hallazgo de la poesía en otras lenguas o procedente de otras tradiciones.

Fue por ese tiempo que compré de segunda mano Un mundo dividido, el tomo editado por la Casa de la Cultura del Perú que recogía la poesía que Washington Delgado había publicado entre 1951 y 1970. Posteriormente, a finales de los ochenta, adquirí Reunión elegida, una antología de Seglusa y Colmillo Blanco en el que se incluyeron nuevos poemas del autor cuzqueño.

Ese mismo año, con motivo del cincuentenario de la muerte de César Vallejo, asistí a un recital en la Casa de la Emancipación, en Trujillo, en el que Delgado leyó algunos de sus textos más emblemáticos. Recuerdo nítidamente a un hombre bajito, de lentes gruesos, leyendo con una voz modulada y armoniosaPara vivir mañana,Globe Trotter, Los amores inútiles y Vuelve Artidoro a contemplar la muerte. Pronunciaba las sílabas completas, con energía y tratando de transmitir toda la emoción posible.

Regresé a la pensión donde vivía conmovido por la lectura de Washington Delgado.  Yo había leído sus versos, pero escucharlos sí que era otra cosa, sobre todo por esa extraña y profunda carga emocional con que las cubría la voz del autor.  Ya en mi cuarto, tirado sobre la cama, volví a abrir sus libros y traté de recuperar el estado anímico de las horas anteriores. Leí en voz alta sus versos, dos, tres veces; y solo conseguí sentir una milésima parte de lo que había sentido. Lo que buscaba no era el sonido de las palabras, sino la música de los sentimientos o, por lo menos, aproximarme a ella. Eso es lo que Delgado había trasmitido ese día a su audiencia, el ritmo de lo que no se puede oír sino sentir: «Mi casa está llena de muertos/ es decir, mi familia, mi país,/ mi habitación en otra tierra,/ el mundo que a escondidas miro.// Cuando era un niño con una flor/ cubría todo el cielo./ ¿De qué cuerpo sacaré ahora sombra/ para vivir con un poco de ternura?// Escucharé a los muertos hablar/ para que el mundo no sea como es,/pero debo besar un rostro vivo/ para vivir mañana todavía. Para vivir mañana debo ser una parte/ de los hombres reunidos./ Una canción en mi boca,/ una flor, un fuego puro/ alumbran mi camino. // Pálidas muchedumbres me seducen; no es sólo un instante de alegría o tristeza:/ la tierra es ancha e infinita/ cuando los hombres se juntan».

Víctor Vich afirma que «Washington Delgado fue un poeta cuya obra deconstruye esa oposición entre “poetas puros” y “poetas sociales” que se activó durante tanto tiempo en la crítica literaria peruana. Su obra se mueve entre los dos registros y su voz suele pasar de una opción a otra sin ningún tipo de complejos». Esos códigos se expresan de manera autónoma o a veces confluyen de manera sutil en un solo poema como en el extraordinario Conducta razonable: «Porque la libertad es un fuego/ que pule, afina, organiza/ y destruye la vida.// Porque a un lado está el bien/ y al otro lado el mal y yo no sé/ cuál es la conducta razonable.//  porque después de todo, nada/ importa sino es el amor,/ si no es el odio.// Yo estoy aquí para vivir o para morir,/ para cantar o para morir,/ para respirar, comer y amar./ O para morir».

Se suele decir que los versos de Delgado son pesimistas. Creo que esta afirmación es excesiva. Es verdad que en su poesía existe una carga sombría, una voz que juzga las cosas desde un ángulo negativo o desfavorable, sin embargo esa visión está atemperada o equilibrada por otra visión: la del poeta que anhela, sueña o persigue con placer lo que casi nunca sucede:  «Mi habitación está repleta/ de inútiles papeles y atraviesa/ desarboladas sombras que la mañana/bebe y dirige la tarde/ y la noche endulza/ con un embriagado amor de tiempos muertos./ Nunca tocaré tierra y me complazco/ en esta canción de náufrago/ desesperado y a la vista de tantos/ inútiles amores».

Muchos años después he vuelto a la poesía de Washington Delgado. Leo, con otros ojos y con otra mente, sus versos, los que escuché recitarle aquella tarde de 1988 en una de las salas de la Casa de la Emancipación y mi cerebro rápido establece la asociación y recupera (¿o quiere hacerme creer que recupera?)  ese momento en que brilló la luz de la poesía: «Bajo luces de neón, atravesado/ por el estruendo de los automóviles,/ implacablemente gobernado por señales rojas y verdes,/ he caminado por los desiertos, toda mi vida».


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 Para encontrar la ruta natural


Un conjunto de textos extraídos de conferencias y colaboraciones periodísticas de Alberto Benavides Ganoza, marca el derrotero para un aprendizaje híbrido (budismo, contacto con la naturaleza y filosofía griega), libre de prejuicios y lleno más bien de sabiduría .  La ruta natural, ese es el título del libro,  nos ayuda a filosofar y, al mismo tiempo, a poner los pies sobre la tierra.

Uno conoce a sus amigos por lo que hacen dicen o escriben. Confieso que en estos últimos tiempos he aprendido de Alberto Benavides Ganoza leyéndolo, a pesar de que él parece continuar con la tradición socrática de pensar para producir libros, sino para encontrarse consigo mismo o con la verdad.

Digo leyéndolo porque eso es lo que he hecho al acercarme por segunda vez a La ruta natural, un libro en el que más me parece oírlo. Oírlo en el sentido de que dice las cosas directamente, sin armatostes teóricos, como si todo el tiempo nos hablara y los lectores todo el tiempo lo escucháramos, como ocurre en las conversaciones cotidianas donde se trasmite sabiduría.  Por eso, siguiendo las enseñanzas de Sócrates o Cristo, la verdad no se deja por escrito: se practica, se hace carne, se enseña con el ejemplo.

Y, sin embargo,  detrás de ese sencillez y sutileza de conocimiento, de esta oralidad socrática, hay una enorme experiencia con los libros y la cultura que se exhibe sin soberbia, sin frivolidad, con un afán de enseñar cuál es la ruta natural que debe seguir el ser humano para aprender, para alejarse de la bestia que lo acecha, para adquirir la educación que lo saque de la profunda oscuridad en que habita.

Si bien las ideas que presenta Alberto en La ruta natural no son sistemáticas —esa nunca ha sido su intención― están, sin embargo, articuladas alrededor de algunos ejes de pensamiento y acción, que son en buena cuenta los derroteros que sigue su propia vida. Uno de esos ejes es la rol educativo —educativo en el sentido de descubrir el sentido de la belleza y propiciar el hallazgo de las zonas desconocidas del alma humana― de la poesía. En la antigüedad clásica griega se le había concedido una gran importancia a la poesía en la formación de los jóvenes, de quienes dependía algo tan importante como el porvenir de la polis griega. Los filósofos, los pre-socráticos especialmente , querían ser los únicos responsables de esta tarea tan delicada y no soportaban ser eclipsados por los poetas. Entonces convinieron en atacarlos y acusarlos de acciones amorales, de estar agitados por las furias de las pasiones y las acciones poco dignas de heroísmo.

La fe de Alberto en la poesía, en la suya y en la ajena, es una especie de recuperación de ese rol educativo, edificante y magnífico que tuvo la poesía entre los antiguos griegos.  Los griegos utilizaron las obras de Homero y Hesíodo para fines educativos, no políticos. En el mundo contemporáneo la poesía no compite con los filósofos envidiosos de las virtudes educativas de la poesía, sino con la ignorancia, la chabacanería, la vulgaridad y los malos sentimientos.

Una idea eje de La ruta natural es la relación del hombre y el intelectual con la naturaleza. Al alejarse de ella, el hombre parecer haber perdido el rumbo. “ ¿Por qué es natural que los filósofos se vayan al campo?”, se pregunta Alberto Benavides Ganoza provocadoramente en uno de sus textos. Él mismo nos recuerda que los primeros filósofos vivían o procedían de comunidades más pequeñas que las ciudades.  En principio, dice, es necesario que vayan al campo — y no solo ellos―para que se mantengan saludables. Luego, porque el alma y el mundo se encuentren en su estado natural y, por último,  porque la escuela de la naturaleza es lo que define al filósofo. Y cita a Heráclito: “La sabiduría es actuar de acuerdo a la naturaleza, escuchándola”.

Otra idea rectora es la educación libre o liberadora; la educación del porvenir, la que convertirá las bibliotecas, físicas o virtuales, en las nuevas escuelas. La forma en que ocurre la relación entre educación, ciudadanía y democracia es la forma en la que ocurre el desarrollo de las sociedades. En esto, como en muchas otras ideas, Alberto Benavides Ganoza, al menos de lo que puedo inferir de ese estupendo libro que es La ruta natural, es un heredero de la paidea, de la educación benefactora.

Pero hay algo que atraviesa casi todo su pensamiento y su accionar: su amor por el Perú. Esto, sin duda, es una herencia familiar, un derivado de su vocación por los viajes, de su amor por las culturas y lenguas diversas del Perú (especialmente del quechua). Esto se hace más evidente en su vocación por la agricultura. El Perú es para él, me atrevo a pensar, la Pachamama; es decir, el mundo, la tierra y, al mismo tiempo, la madre acogedora.

Todas estas ideas están desarrolladas de manera breve, fragmentaria, quizás porque cree más en las pocas palabras que dicen mucho o porque está convencido que la poesía filosófica y la filosofía poética ―en otras palabras el decir sabio, bello y concreto― es más efectivo que la retórica literaria y los discursos filosóficos convencionales.

 

 

 

 

 

 

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Vallejo según sus anécdotas

¿Por qué cobran importancia las anécdotas que vivió César Vallejo? Para empezar, porque su vida ilumina su obra, sus versos no se entienden sin sus anécdotas y su obra en general pierde sentido sin el humor y la ironía que animó su vida cotidiana.

Siempre hemos oído decir cuando se trata de hacer un balance sobre el significado y trascendencia de un autor que es mejor separar al hombre del artista para evitar que uno contamine al otro. Y esto, como sabemos, no es posible, al menos no del todo.

Las anécdotas pueden ser extrañas, curiosas, divertidas y parecer inverosímiles, pero tienen la característica de haber ocurrido, por eso arrojan luz sobre las vidas de quienes las viven. Con las anécdotas, es posible entonces volver indivisible al hombre y al artista y, sobre todo, conservar como cierta la parte de una vida que las traiciones de la memoria tienden a diluir en la fantasía.

La imagen tradicional que los peruanos tenemos de César Vallejo es la de alguien entumecido por el dolor, la tristeza y la soledad. Las fotografías que conocemos de él acentúan esta visión gris y, sobre todo, ensombrecen cualquier atisbo de humor o ironía que hayan tenido su obra y su vida. Si nos guiáramos solo por ellas, Vallejo sería simplemente un poeta serio, trágico o sombrío. Y los poemas de Los heraldos negros pasarían como modernistas a secas, los de Trilce serían más herméticos todavía, y Poemas humanos y España aparte de mí este cálizno hubieran llegado a ser lo universales que son.

Las anécdotas cobran más importancia porque desentrañan la relación misteriosa de Vallejo con el lenguaje, en la que siempre se mostró como un superdotado. Por un lado, está el creador que a fuerza de inventiva y audacia hizo añicos la sintaxis y la semántica del español (¿cómo escribir después de esto?) y, por otro lado, la del profundo degustador de la oralidad, del sonido y del ritmo de las palabras (insisto: ¿cómo escribir después de esto?). Es ese mismo Vallejo que ante la pregunta de un policía sobre su identidad contesta: «Soy Menocucho, taitita». Ese mismo que escribe: 999 calorías / Rumbbb… Trrraprrrr rrach…chaz / Serpentínica u del bizcochero / engirafada al tímpano,  y ese mismo que  llamaba con ironía «zorrillas» y «zorrillos» a sus amigas  y amigos.

Saber que en su bautizo los padrinos estuvieron ausentes, que quería ser el estardantero de Santiago de Chuco, que deseaba llamarse como su padre —Pancho Vallejo—, que  quería sembrar arroz con pato para volverse rico, que borracho gustaba de armar trifulcas, que visitaba con frecuencia los fumaderos de opio, que era capaz de memorizar versos ajenos a la primera, que cruzaba a nado el Sena, que fue coronado con ramas de laurel en un restaurante campestre de Trujillo como el sucesor de Darío o que vivía en cura de leche en lugar de cura de agua, ¿nos ayuda a entender sus versos? Yo estoy convencido que sí, además de ayudarnos a entender por qué escribía del modo en que escribía.

Pero así como algunos estudiosos han prestado atención al Vallejo sombrío; hay otros que han reparado en la visión risueña con que asumió la vida que le tocó vivir; o mejor dicho, comunicar. En este trabajo, Miguel Pachas Almeyda, uno de los más importantes biógrafos de César Vallejo, asocia algunos pasajes anecdóticos y risueños de su vida con los poemas y, de este modo, ilumina ciertas zonas de oscuridad que podrían percibirse en su obra. En otras ocasiones, la relación no es explícita, pero basta con saber, por ejemplo, que Vallejo le dijo a Georgette que prefería la miseria y la posteridad a la gloria presente y momentánea para comprender cuán consciente era de su propia grandeza.

A mí me seducen dos anécdotas que dan cuenta de su sentido del humor y que Miguel Pachas Almeyda ha recogido también en su estupenda biografía ¡Yo que tan solo he nacido! En una ocasión, sus colegas profesores encontraron a Vallejo pensativo. «¿Qué pasa César?», le preguntaron. «Estoy muy preocupado, muy preocupado», contestó él. «¿Qué sucede?», volvieron a indagar. «Estoy pensando en la empresa que voy a montar con mi socio», dijo. «¿Y cuál es esa empresa?», inquirieron curiosos. «Pensamos sembrar arroz con pato», les contestó.
Otra anécdota es la que protagonizó con Alfonso de Silva, su entrañable amigo. Este tocaba violín en un restaurante parisino donde ganaba propinas con las que luego él y Vallejo tomaban algún aperitivo. Como el dinero obtenido no alcanzaba para mucho, el poeta solía exclamar mirando los platos vacíos: «¡Qué suerte la nuestra. Tener para abrir el apetito y no para cerrarlo!».

Anécdotas y curiosidades de César Vallejo cierra el círculo de las interpretaciones y nos devuelve a un César Vallejo rebosante de ingenio y peruanidad, al hombre pleno y al mismo tiempo banal que está detrás de esos versos impenetrables y extraños, al ser humano común y corriente que un día se fue a París y se convirtió en el poeta más grande que ha dado el Perú. Ese poeta cultivó, a veces a su pesar, anécdotas y curiosidades como todos, solo que él supo cómo trocarlas luego en la fuente principal de su grandeza literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Vallejo y La Bohemia: nuevas aproximaciones

La Bohemia de Trujillo, 100 años después es un catálogo en el que Valentino Gianuzzi y Carlos Fernández, dos expertos en César Vallejo y ese movimiento generacional, nos cuentan mediante fotografías, cartas libros, periódicos, planos  e imágenes en general qué hacían estos lúcidos, rebeldes y soñadores poetas, periodistas e intelectuales de comienzos del siglo XX en una ciudad como Trujillo. 

Valentino Gianuzzi y Carlos Fernández  acaban de publicar con Del Centro Editores el catálogo de la exposición bibliográfica La Bohemia de Trujillo, 100 años después. Ellos investigan desde haca muchos años la vida y la obra César Vallejo, así como al movimiento generacional al que este perteneció. A ellos le debemos dos documentos muy importantes: Imagen de César Vallejo. Iconografía completa (1892-1938) y César Vallejo en Madrid en 1931, ambos del 2012.

En las cinco secciones del catálogo, que a su vez sigue la división temática de la muestra sobre la Bohemia realizada el 2016 y que tuvimos ocasión de ver en la galería de Casa de la Emancipación de Trujillo,  hay verdaderos hallazgos como, por ejemplo, qué libros leían los bohemios, cuáles eran sus autores predilectos y cómo era su acercamiento a ellos; quiero decir, si era de manera directa o a través de estudios o antologías. En el catálogo se reproducen las portadas de algunos de los libros editados a principios de siglo que los bohemios leyeron y que ejercieron una enorme influencia en su formación.

Fotografías, cartas, planos, libros, periódicos y documentos de distinta naturaleza nos informan sobre la importancia que tuvieron la Universidad, el seminario San Carlos y San Marcelo y el colegio San Juan en los bohemios; el rol del periodismo en su formación como intelectuales y agentes sociales de cambio; la dedicación casi masiva a un género como la poesía (entre los bohemios habían pocos narradores o autores teatrales); la convergencia de la literatura  con artes como la música, la pintura y el teatro; y, por último, las pistas y necesidades que la historiografía literaria nos plantea a partir de ciertas imágenes. Las poco conocidas fotografías de José Eulogio Garrido en el interior de su habitación o la de algunos bohemios en la de Juan Espejo Asturrizaga dan luces sobre el estilo de vida, del mismo modo que nos desconcierta la fotografía de un solitario Vallejo mojándose los pies en las playas e Barranco. 

Hay también muchas publicaciones que, en mi caso, veo por primera vez: las páginas de la revista Cultura Infantil y las portadas de las revistas La Semana y Perúy algunas otras m Los documentos e imágenes del catálogo comprenden el periodo que va aquí desde la aparición de la revista Iris  —mayo de 1914—, dirigida por José Eulogio Garrido y Luis Armas, y la publicación del periódico El Norte —febrero de 1923—, dirigido entonces por Antenor Orrego, tiempo en el que Vallejo parte a Europa y que, según algunos autores, da comienzo a la segunda etapa del grupo que en adelante denominarán ‘Norte’. Las fotografías, las cartas, los artículos periodísticos y las imágenes en general son documentos históricos que nos ayudan a reconstruir en parte la memoria colectiva de una sociedad, de un país, de una comunidad. Hoy, gracias a estos documentos que nos presenta el catálogo podemos seguir el itinerario de la Bohemia y, de alguna manera, entender la sociedad que le tocó vivir a ese puñado de intelectuales peruanos que, desde una pequeña ciudad de provincia, con grandes limitaciones y estrecheces, modernizaron la cultura y el pensamiento sociopolítico del Perú.

Lo primero que me viene en mente al evocar el concepto ‘la Bohemia de Trujillo’ es la relación contradictoria entre esta y César Vallejo. «César Vallejo ha hecho de la Bohemia de Trujillo el grupo literario más célebre del Perú. Su talla literaria, ha ensombrecido la obra inicial y las actividades de los otros miembros del grupo», dicen Gianuzzii y Fernández en la Introducción del catálogo. Necesitamos, por esta razón, saber quiénes fueron y cuál es la trascendencia real de ese grupo de narradores, periodistas, poetas, artistas e intelectuales que compartieron vida con Vallejo.  Para empezar, debemos empezar por afirmar que la Bohemia de Trujillo no fue exclusivamente un grupo de machos, sino que en él participaron también mujeres como la poeta Carmen Rosa Rivadeneira (aunque los autores del catálogo afirman que ella perteneció primero a un grupo rival y que luego se acercó a Vallejo y compañía), aunque de un modo más bien discreto, no protagónico, debido a que vivían en un mundo donde se acentuaban las conductas hegemónicas como el machismo.

¿Qué habrá significado para la estrecha y conservadora sociedad trujillana de comienzos de siglo este grupo de bohemios? No olvidemos que entre sus integrantes había uno al “que le faltaba un tornillo” (Vallejo). Por otra parte, la sociedad trujillana de la época los consideraba `chiflados` y los llamaba, además, bohemios con ironía, pues los creían disolutos, vagos y de costumbres `novedosas` o raras.  Más de cien años después, el tiempo y las indagaciones de Valentino Gianuzzi y Carlos Fernández se han encargado de poner las cosas en su sitio.

 

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Entre grafitos y comedias inútiles

Un narrador y un poeta: Ricardo Calderón Inca 1986) y Eduardo Saldaña (1995). Ambos han crecido bajo la impronta de un país post-sendero y post- inflación, marcado sin duda por las demandas ciudadanas de la generación Bicentenario. Son los representantes de la novísima literatura peruana que se escribe desde la periferia, desde el nuevo poder cultural de la provincia.

Ricardo Calderón Inca nació en 1985, cultiva desde hace mucho la micro ficción y acaba de publicar un libro: Grafitos, integrado por trece historias maestras donde la brevedad es siempre una virtud. En Todavía estaba allí , Calderón Inca recrea y rinde homenaje con indudables logros estéticos al mítico relato de Augusto Monterroso:  «Un niño asustado corrió a su abuelo para decirle que había un dinosaurio dormido debajo de su cama, a lo que él respondió: “Estás loco, los dinosaurios no existen”. Entonces el niño subió asustado a su habitación, se puso en cuclillas y vio al dinosaurio desvanecerse de pura pena».

Eduardo Saldaña, debuta en la escena literaria con La comedia inútil, un libro de poemas estructurado en tres partes, la mejor de las cuales es sin duda Monólogo de Gabriela, el cantar del caos (tanto por la concepción de los poemas, el manejo del lenguaje y el hallazgo de una voz personal): «Escóndeme entre mis facciones de ciervo/ decapitado y mis silencio cobardes/ porque nuestros encuentros siempre/ fueron la respiración de una bestia/ dormida que habita dentro de los/ jardines del deseo mientras todo lo/ demás quedaba convertido en cenizas/ para luego volver a reconocernos en la/ piedad de aquello que no se abandona,/ pero tampoco se nombra,/como un espejo frente a otro, sin rostro/ y a plena luz.» (rito)

Siempre me ha interesado cómo un creador concibe el título de un libro y plantea sus ideas estructuradoras, de las que depende en buena cuenta el resultado final. «Yo estaba en el bus camino a casa y llevaba un librito de Virgilo Ortega llamado Palabrotalogía, un texto sobre el origen de las palabras malsonantes. En él, el autor habla sobre la gramática de los grafitos y distingue tres temas más recurrentes: políticos, gladiatorios y amatorios. Se me quedó ese término y lo elegí como título de mi tercer libro. Siempre me han gustado los libros de corte absurdo-ficcional y he trabajado sobre esa base. Por lo tanto, considero que las ideas o los sentidos que giran alrededor del libro se basan en esa otra aventura fantástica, en esa mirada ficcional que nos ofrece la otra vida: la literatura», me cuenta Ricardo.

Saldaña, tiene también un punto de partida un tanto libresco: «El título se desprende de la novela de Ernesto Sábato: El túnel, en un capítulo donde el protagonista, Pablo Castel, se interroga por la vida y llega a la conclusión de que nada en ella tiene sentido.  Por otra parte, un primer libro trae consigo bastantes errores - aquí la comedia-  y causa  una serie de emociones  – aquí lo inútil.  El libro convoca una serie de ideas: la familia, la religión,  lo lúdico (un homenaje a mis primeras lecturas) y el recuerdo de mis años juveniles, entre la inmadurez y grandes las decisiones, ya que fue escrito hace varios meses atrás, cuando todos los días parecían ser verano», me dice.

Les pregunto ab Ricardo por su poética, por la cocina literaria, por el método propio y ajeno que emplea para escribir.  «Siempre pienso en el lector, en qué es lo que desea encontrar más allá del final de la historia. Luego calculo la secuencia narrativa, los personajes y el tiempo. Y, finalmente, pienso en el título, debe ser sugerente como los demás elementos. A esto lo denomino la “poquedad del microrrelato”: poquedad en personajes, en tiempo, en espacio y en tema.  Decir lo más, con menos, lo mejor posible”, dice la consigna de Max Aub», me explica. Se nota a leguas que tiene una metodología bien definida y una gran experiencia acumulada.

A Eduardo le planteo más bien una pregunta directa sobre los códigos lingüísticos y numéricos y las imágenes que emplea en su libro.Quiero saber si siente, como Eielson, que el lenguaje de la poesía escrita es precario e insuficiente: «El lenguaje limita al lenguaje, es una idea que siempre he tenido presente. Eielson es bellísimo con sus nudos y las muestras pictóricas que hace porque sabía que necesitaba abarcar otros espacios, los cuales, al final, son las ramas del mismo árbol. Hay una página en el libro, donde propongo que sea literalmente arrancada (junte aquí toda su vida y arránquela como a este papel para que no se convierta en otro poema inútil - p.47). Me gustaría que alguien lo hiciera porque de ese modo se estaría traspasando el concepto de que todo debe quedar solo en lo físico, lo cual, por supuesto, termina siendo insuficiente», me responde.

Ricardo Calderón Inca admira a Julio Ramón Ribeyro, César Vallejo, Fernando Iwasaki, Juan José Arreola, Javier Tomeo, Max Aub y Ana María Shua.  Eduardo Saldaña dice que siempre vuelve a Un par de Vueltas por la Realidad, de Juan Ramírez Ruiz, a los artículos de Sebastián Salazar Bondy, a la poesía completa de José Watanabe y al cuentario Otras Tardesde Luis Loayza. Por lo que revelan, los dos son, indudablemente, grandes lectores y, sobre todo, grandes creadores. Confiamos, además,  que en un futuro inmediato nuevos textos suyos van a enriquecer nuestra larga tradición literaria.

 


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J. G. Rose: la poesía como estímulo

Integrante de la llamada Generación del 50 y cultor de una vertiente popular de la poesía, Juan Gonzalo Rose pertenece a la estirpe de los poetas cuyos textos —gracias a la sabia y sutil sencillez de su concepción y a la universalidad de sus recursos afectivos— establecen de inmediato vínculos perdurables con el lector.

Nadie duda de que la poesía es un arte minorías por diversas razones que no viene al caso discutir. Pero lo que sí conviene discutir es una mentira muy difundida: que, para su disfrute, el lector requiera de una alta cultura. Lo que le hace falta en realidad es sensibilidad y un gusto más o menos pulido y predispuesto.

Hay versos que para ser sentidos y comprendidos requieren de las notas al pie de página de filólogos y exégetas. Muchos de los poemas de César Vallejo, por ejemplo, se iluminan con pasajes de su biografía o con ciertas lecturas que hizo en su tiempo. Otros textos no demandan tal esfuerzo:  conectan directamente con el lector gracias a la sencillez y autonomía de sus recursos.

Un poema es un objeto hecho de palabras, según Octavio Paz, y la poesía, siguiendo esta lógica, es una propiedad del texto, sin embargo todos sabemos que no es necesariamente así, que el poema puede ser también un simple desencadenante o una vivencia subjetiva creada a partir de un estímulo (una palabra, una imagen, un sonido, un color). Es lo que podría denominarse estado poético y no es exclusivo de la poesía.

Esa vivencia subjetiva desencadenada por un estímulo no funciona de la misma manera para todos. Puede ocurrir que la primera lectura de un poema me deje indiferente, pero luego con el paso del tiempo me conmueva; o al revés: que me desestabilice emocionalmente al principio y más tarde me deje impasible. La vida, la experiencia, el tiempo, el dolor y la alegría hacen lo suyo. ¿Cuál es el espacio y el tiempo apropiados para vincularse con la poesía? No existe una respuesta precisa; depende de la simetría del azar.

La mayor parte de los poemas de Juan Gonzalo Rose, un poeta que leí mucho en mi juventud, tienen la virtud de no dejar indiferente al lector en su primera aproximación. Esta rápida identificación se debe acaso a su concepción de la poesía como una ‘simple canción’ (creada para ser cantada ates que para ser leída) o a la sencillez y sutileza con que toca temas cruciales de la existencia y que todos reconocen a la primera señal. Lo cierto es que ningún lector, ni antes ni después, podría quedar desilusionado frente a lo siguiente: «Estoy/ tan suave/ ahora/ que si alguien reclinase su rostro sobre mi alma/ bastante me amaría.// Contemplo/ en el alto silencio de los cielos/ las músicas del mar/ y la antigua tertulia de sus leños.// Estoy/ tan triste ahora/ que si alguien se acercase/ me amaría.// Primera noche en el Perú./ Y busco amor./ Como en todas las noches de mi vida» (Retorno).

El sujeto enunciador, quien regresa, presumimos de un viaje largo, está inmerso es dos estados emocionales que, de tan extremos, lo vuelven objeto de amor y compasión: la suavidad (la fragilidad) y la tristeza. En la primera y tercera estrofa, expone su condición de desamparo y lo que podría acontecer (lo que espera) si alguien se reclina sobre su alma o se acerca hasta donde está. En la segunda estrofa, en cambio, presenta el paisaje físico y emocional que lo rodea: el silencio de los cielos y las músicas del mar (que se escuchan lejanas e intuimos inalcanzables y dolorosas), acentuados por la nostalgia de las antiguas conversaciones alrededor del fuego. Es, no obstante, en la última estrofa donde se revela el verdadero objeto de sus deseos: buscar amor, como en todas las noches de su vida. El poema nos toca rápido y directo y sentimos también la necesidad imperiosa de que nos amen como a él.

Quizás sirva como un dato adicional para la interpretación del poema que Juan Gonzalo Rose era un poeta del exilio: del físico y del interior. El primero lo padeció en los años cincuenta, cuando fue desterrado a México por la dictadura de Odría como consecuencia de sus actividades políticas opuestas a ese régimen; y el segundo, lo llevó toda la vida consigo. El alcoholismo, la homosexualidad no declarada y su incapacidad para afrontar las rutinas de la vida acentuaron su infelicidad y lo empujaron a refugiarse en la autodestrucción y la búsqueda del amor imposible.

Los poemas de Juan Gonzalo Rose son llanos, carentes de efectismo y solemnidad y por momentos parecen concebidos como si fuesen letras de canciones. Nunca son, sin embargo, sentimentales ni incurren en excesos exclamativos o estilísticos. Van directo a la emoción del lector y aunque se refieren a temas viejos y recurrentes siempre parecen decirnos cosas novedosas y delicadas en las que nos vemos representados.

Juan Gonzalo Rose fue consciente de que era un hombre predestinado para la poesía, no a la manera de Rilke, quien se consideraba un artista en el sentido puro: vivir solo para escribir su obra, sino en el sentido de ser una especie de vehículo, de instrumento para comunicar estados emocionales superiores: «Ya estoy purificado, Poesía./ Ya podemos mirarnos a los ojos/ como en la tarde de la luz aquella:/ yo jugaba la ronda entre chiquillos,/ y tus manos temblando, me eligieron» (6).


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Cioran: liquidar el lirismo

El filósofo que decía siempre que la vida es soportable tan solo con la idea de que podamos abandonarla cuando queramos, deja al descubierto su pensamiento a través de sus "Cuadernos, 1957-1972", un conjunto de notas íntimas donde se gestaron las grandes obsesiones de su pensamiento radical.

Leo Cuadernos, 1957-1972,  un volumen que reúne el íntegro de los diarios que Emil Cioran escribió en este periodo de tiempo; quince años en los que acumuló anotaciones íntimas, reflexiones escépticas, retratos feroces de amigos y enemigos y opiniones sobre lecturas y situaciones.

Los treinta cuadernos que acaban de publicarse fueron guardados, según Simone Boué, la mujer que lo acompañó durante varias décadas,  en su escritorio y pueden considerarse como el germen de libros posteriores o borradores de ideas que luego desarrollaría con más ahínco. En la cubierta de todos ellos, sin embrago, anotó, fiel a su estilo: «Para destruir».

Entre los temas recurrentes de estos cuadernos está el insomnio atroz que lo persiguió toda su vida, así como su relación con la poesía, de la que, al parecer, nunca pudo librarse: «Todos los poemas que podría haber escrito, que he ahogado dentro de mí por falta de talento o por amor a la prosa, vienen de repente a reclamar su derecho a la existencia, me gritan su indignación y me desbordan».

En otra anotación dice: «Mi ideal de escritura: hacer callar para siempre al poeta que albergamos dentro de nosotros; liquidar nuestros últimos vestigios de lirismo; ir a contracorriente de los que somos, traicionar nuestras inspiraciones; pisotear nuestros impulsos y hasta nuestros gestos». Y luego añade: «Cualquier tufo a poesía envenena la prosa y la vuelve irrespirable».

Cioran, «un hombre corrompido por el sufrimiento», no pudo librar su prosa del tufo de la poesía ni a su vida de un halo de lirismo. ¿Qué mejor poeta que quien busca salvación en la utopía y consuelo en lo apocalíptico? A la mejor usanza de los poetas malditos.  Renegar de la poesía fue su forma de afianzar una fructífera relación de amor-odio con ella.

Rimbaud fascina a los lectores gracias a su vida rutilante y aventurera. Emil Cioran, en cambio, los atrae gracias a las pequeñas dosis de veneno que inocula en su pensamiento. El poeta francés alteró los nervios de su época usando el “desarreglo de todos los sentidos”. El filósofo rumano, en cambio, asustó a sus contemporáneos a punta de lucidez y escepticismo.

El autor de Una temporada en el infierno fue un poeta de la acción, Cioran un profeta de la inacción y la lucidez. En realidad, no es fácil aceptar la fuerza demoledora de su pensamiento. Los títulos de sus libros nos espantan de por sí: En las cimas de la desesperaciónEse maldito yoDel inconveniente de haber nacidoBreviario de la podredumbre o El ocaso del pensamiento. Frente a ellos, el optimista, supongo, pasará de largo y el esperanzado pondrá a buen recaudo las pocas fuerzas que le quedan.

Su pensamiento es exactamente lo contrario a la atmósfera “exitosa” y al “espíritu autoayuda” de estos tiempos. Regalarle un libro de Cioran a un optimista, a un “proactivo” o a un “hombre de fe” es como darle mermelada a un diabético. No digo que quien lo lea vaya a quitarse la vida o a perder la confianza en el destino humano. Máximo tomará conciencia de los enormes abismos que rodean al hombre y aprenderá que vivir no es una circunstancia que podríamos considerar como “políticamente correcta”.

Cioran nació en 1911 en Rasinari, en la región de Transilvania (tierra del conde sanguíneo), Rumanía. Hijo de un pope y de una madre religiosa. En su infancia y adolescencia adquirió el arte de “demoler” el optimismo y la costumbre de pensar en demasía, debido al insomnio que padeció por una larga temporada. De esa época data asimismo su vocación por la melancolía y el escepticismo, que él considera como características genéticas de los rumanos.

Casi toda su obra fue escrita de manera fragmentaria. Sostuvo que escribía aforismos porque él no sabía razonar de otra manera; que sus ideas eran resultados y no procesos; que nunca explicaba nada y que tenía gran cuidado en el estilo con que enunciaba sus reflexiones, pues eran como latigazos metafísicos Creo que uno debe leer a Cioran no para contagiarse de su escepticismo, sino para comprender cuan limitada y finita es la vida. Sus pensamientos son una especie de conciencia crítica, de oráculo, de recordatorio, de diccionario en el que buscamos las palabras que nos devuelven a la condición humana.

Cuadernos, 1957-1972 es una buena manera de aproximarse a su obra por varias razones, la más importantes de las cuales es la lectura de un pensamiento embrionario, germinal, en el estado previo a la genialidad del aforismo y el resumen iluminador. Emil Cioran era, después de todo, un escritor de carreras cortas.



 

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El estilo The Paris Review

Mezclar literatura y periodismo con altas dosis de calidad parecer ser el secreto mejor guardado que explica el éxito de la legendaria revista The Paris Review. Cien de las mejores entrevistas hechas a grandes autores a lo largo de siete décadas se publican ahora en dos tomos imprescindibles. Puras clases magistrales y lecciones de vida.

The Paris Review convirtió a la entrevista en un género literario, de eso no cabe la menor duda. Peter Matthiessen y George Plimpton, sus fundadores en 1953, tuvieron desde un principio objetivos muy claros: debía ser una revista escrita con gran calidad y daría voz a los autores más importantes del mundo. Cuando los fundadores de la revista decían ‘autores’, en realidad se referían a narradores, poetas, dramaturgos y guionistas de cine.

A lo largo de siete décadas, los lectores de este medio han ido conociendo las ‘cocinas literarias’ de los más grandes y renombrados hombres de letras de diversas culturas y lenguas. Las entrevistas han perseguido siempre esta meta. De ahí la denominación de ‘entrevistas de trabajo’ que han recibido la mayoría de ellas.

El estiloparis review’ consiste en desentrañar mediante entrevistas de largo aliento los misterios creativos de narradores, poetas, guionistas y dramaturgos con tal exhaustividad y estética que llegan a alcanzar el estatus de legendarias. Fue en esta revista donde William Faulkner dijo que el mejor lugar para que un escritor pudiera crear con tranquilidad era un burdel y donde Ernest Hemingway sostuvo que el periodismo no era nocivo para un escritor en tanto este supiera apartarse a tiempo de su influencia.

Cuando le preguntaron a la editora  Sandra Ollo  qué hace de las entrevistas de The Paris Review algo especial, su respuesta fue que la revista «había creado un género a caballo entre periodismo y literatura» y publicado «un tipo de entrevista en un formato muy definible» y «elaborado con sentido narrativo». Un estilo, en pocas palabras, inimitable.

La editorial Acantilado acaba de reunir en dos tomos cien de estos trabajos publicados entre 1953 y 2012. En la lista hay premios Nobel, escritores de culto y autores vivos y difuntos.  Comienza con las lecciones del inglés E.M. Foster y termina con los consejos del proverbial editor italiano Robero Calasso. El nivel de las cien entrevistas seleccionados es parejo y el lector no sabe con cuál quedarse, me atrevo sin embargo a recomendar las de George Simenon, W. H. Auden, William Faulkner, Ernest Hemingway, Aldous Huxley, Jorge Luis Borges, Vladimir Nabokov y Raymond Carver del primer tomo; y del segundo, las de Milán Kundera,  Susan Sontag, V.S. Naipaul,  Paul Auster, Ray Bradbury y Umberto Eco. Es una elección muy personal, desde luego.

Estos dos tomos constituyen sin duda verdaderas lecciones de periodismo. Aprendices y no aprendices tienen ante sí un conjunto de poéticas, recetas, consejos, advertencias, modelos a seguir y recomendaciones esgrimidas por los más grandes escritores de los últimos tiempos, algunos del siglo XX y otros a caballo entre este y el XXI.

Hay tres respuestas que figuran en los dos tomos y que no puedo dejar de transcribir. Una es la que le da William Faulkner a Jean Stein en1956, cuando le pregunta si existe alguna fórmula para convertirse en un buen novelista. Faulkner responde:   «Noventa y nueve por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de disciplina y noventa y nueve por ciento de trabajo. El escritor nunca debe estar satisfecho con lo que hace, aunque su trabajo sea todo lo bueno posible. Hay que soñar con grandes metas y aspirar siempre a mucha más de los que sabes que está a tu alcance. No te molestes en intentar ser mejor que tus coetáneos o tus predecesores. Un artista es una criatura controlada por demonios. No sabe por qué lo han elegido a él, y normalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es un ser absolutamente amoral, porque está dispuesto a mendigar, pedir prestado y robar a cualquiera con tal de alcanzar su objetivo». (pp. 89 y 90).

La otra respuesta es la que le da George Simenon a Cavel Collins sobre qué les recomendaría a los escritores jóvenes: «Escribir se considera una profesión, pero no creo que lo sea. Creo que quien no necesita ser escritor, quien piensa que puede dedicarse a otra cosa, debería dedicarse a esa otra cosa. Escribir no es una profesión, sino una vocación de infelicidad. No creo que un artista pueda ser feliz nunca. […]En primer lugar, creo que si uno tiene el impulso de ser un artista es porque necesita encontrarse a sí mismo. Todo escritor intenta encontrarse a sí mismo a través literatura.» (p. 54)

Y la tercera respuesta es Ernest Hemingway. Preguntado por George Plimpton sobre cuál es la mejor preparación intelectual para un aspirante a escritor, el norteamericano no duda en responder: «Digamos que debería ahorcarse cuando descubra que escribir es una tarea fácil que raya en lo imposible. Luego alguien debería descolgarlo son misericordia alguna, y, a partir de ahí, tendría que esforzarse por escribir lo mejor que pueda durante el resto de su vida. Así al menos tendrá la historia del intento de suicidio ara empezar». (p. 167)

Creo que las tres respuestas resumen muy bien el carácter y la naturaleza de estos libros que reseño.



 


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Trilce y Ulises: casi cien años después

El 2022, Trilce de César Vallejo y Ulises de James Joyce cumplirán cien años de publicados por primera vez. Uno representa una revolución en la poesía escrita en lengua española; y el segundo, un antes y después en la narrativa mundial.  Ambos libros son la cabecera de playa de la literatura que se escribió en la primera mitad del siglo XX cuya influencia sigue viva entre los contemporáneos.

 Hacia 1922, César Vallejo era estilística y creativamente un modernista tardío, un deudor de Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Herrera y Reissig. Pero de pronto algo cambió radicalmente en su escritura. ¿Qué pasó por su mente creativa? Vaya uno a saber.

Lo cierto es que la expresión de ese golpe de timón en su escritura es Trilce: la negación absoluta del modernismo y el hallazgo de un vanguardismo propio y original. ¿Y dónde reside su vanguardismo personal? Pues en la actitud revolucionaria con que asumió el lenguaje. Vallejo revela sin trabas su mundo anímico, aunque para conseguir este propósito transgreda las normas de la gramática y la preceptiva. El ritmo tradicional que le infunde la métrica a los poemas desaparece para dar paso a un ritmo interior desconocido, descarnado y profundo.

“Las reglas gramaticales, los vocablos mismos son sometidos a violentos descoyuntamientos. Hasta la ortografía resulta vulnerada y las palabras parecen escritas no de acuerdo a una tradición semántica ni a una realidad sonora, sino a imprevistas asociaciones automáticas”, dice Washington Delgado. Para muestra un botón: “999 colorías. / Rumbb…Trrrarrrrracha…chaz / serpentínica u del bizcochero / enjirafada al tímpano”. El resultado es una escritura tan personal es una poesía expresiva, hermética, incomprensible y ajena al propósito comunicativo del lenguaje corriente.

Vallejo sabía lo que había hecho y lo que iba a enfrentar. Tras la aparición de Trilce le escribió a Antenor Orrego una carta en la que reconoció: “Mi libro ha caído en el mayor vacío”. En esa misma carta, le expresa más adelante, con emotiva lucidez, la enorme audacia que había acometido: “Me doy en la forma más libre que puedo, y ésta es mi mayor cosecha artística. […] ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva”!

César Vallejo, debo decirlo, escribió su libro revolucionario con sinceridad. Nada en él es artificial o se rige por el puro juego verbal. Es una creación transparente, que responde a una necesidad imperiosa: hacer decir a las palabras lo que el sentimiento manda; y si el lenguaje se opone, convertir ese lenguaje en algo propio, manipulable y nuevo, sujeto a la voluntad y a los vaivenes emotivos del creador. Vallejo escribió Trilce “en difícil”, porque no lo podía hacer de otra manera.

Trilce fue publicado el mismo año que otro libro de difícil comprensión: Ulises de James Joyce. Mientras Vallejo dejaba de ser modernista y pasaba a la cabeza de la vanguardia con Trilce, Joyce llevaba al límite el modernismo anglosajón (que no tiene que ver con el modernismo de habla hispana, sino más bien con la radicalidad más vanguardista) y los recursos de la lengua inglesa, igual que Vallejo hizo con el español.

Siempre me pregunto: ¿cómo logró un libro como Ulises, considerado por sus contemporáneos como “obsceno” e “indecente” convertirse en un libro revolucionario?; y, sobre todo, ¿cómo llegó a adquirir un valor literario fuera de la común? Una buena parte de la explicación reside en el talento y la vida de su autor: James Joyce.Ulises es, probablemente, una de las novelas más famosas de la historia, una que transformó la historia de la literatura con la fuerza de un cataclismo.

Cuando Ulises fue publicada por Sylvia Beach se convirtió en un best seller y en uno de los libros más pirateados de la historia gracias a que estaba considerado como libro “peligroso” y “prohibido” y, en cierta medida, como un libro con gran valor literario. Al cabo de los años, gracias a la célebre sentencia dictada por el juez americano, Jhon Woosley, en la que declaraba que la novela debía ser admitida en los Estados Unidos y, por lo mismo, librada de la absurda calificación de “indecente” y “corruptora”, el texto de Joyce alcanzó definitivamente el estatus de “clásico moderno” y comenzó su periplo por círculos académicos.

Ulises es una novela revolucionaria por muchas razones: la libertad con que fue escrita, la invención de un nuevo código literario (una nueva manera de decir las cosas), la incorporación de nuevas maneras de contar historias, la pulverización del narrador único, la eliminación de los signos de puntuación, la mitificación de la futilidad y, sobre todo, —como comprendió el juez Woosley— porque expresa de forma abierta el libre flujo de la conciencia; es decir, la compleja vida mental de las personas.

En el recorrido de ambos libros hay mucha semejanza: los dos hicieron añicos la sintaxis de las lenguas en que se escribieron; los dos fueron incomprendidos debido a la audacia de sus planteamientos estéticos y formales que sus contemporáneos no lograron entender; los dos partieron del mayor vacío hasta abrirse camino en la historia y los dos crearon nuevas maneras de decir las cosas. Hace casi cien años de esto.

 

 

 

 

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Sietevientos,30 años decrítica y creación

Hace treinta años, Houdini Guerrero empezó a publicar Sietevientos, una revista de creación y crítica, que ha llegado al número 37. Con mucho esfuerzo y limitaciones, este medio es, por un lado, un catalizador de ideas y emociones y, por otro, un espejo en el que la literatura de la periferia se mira a sí misma para descubrir sus aciertos y defectos.

Hay revistas de todo tipo en el Perú, pero de crítica y creación o literarias, muy pocas. La revista literaria por excelencia en estos tiempos es Hueso húmero, pero su cobertura es básicamente limeña y tiene un tiraje muy reducido. Hay muchos antecedentes, como Amauta, por ejemplo, que era una especie de enciclopedia periodística en la que cabía todo, pero en la que se valoraba, por encima de todo, el análisis político y la promoción de las artes de vanguardia.

Debido a que el Perú es un país política y económicamente centralista, el proceso literario –dicen los estudiosos- repite esta estructura de poder: un centro que acapara todo y una periferia que pugna, sin ninguna posibilidad de éxito, por conseguir un pedazo de los privilegios de ese centro.

Otros autores, como Antonio Cornejo Polar han utilizado categorías conceptuales como lo hegemónico  (la literatura culta escrita en castellano) y lo subordinado (la literatura autóctona-indígena y la literatura popular). Estos, el centro y la periferia y lo hegemónico y lo subordinado son, digamos, los fenómenos culturales que han marcado la formación de nuestra tradición literaria. Amauta, curiosamente, fue una revista que intentó romper desde Lima con estas ataduras y grietas debido a la visión que le impuso José Carlos Mariátegui.

Según Washington Delgado, la dicotomía centro-periferia no ha sido estática en el Perú. El centro unas veces ha estado en provincias (como en los años 20 del siglo pasado) y otras veces, como ahora, ha estado en Lima; es decir, ha fluctuado cada cierto tiempo a causa de factores políticos, económicos y sociales. Por otra parte, no hay que perder de vista que, así como Trujillo es la periferia de Lima, esta es a su vez la periferia de México y esta la periferia de París o Nueva York.

Las revistas que se publican en las diversas regiones del Perú son la expresión de la pluralidad y la heterogeneidad de la literatura peruana, pero también un reflejo de los fenómenos culturales antes descritos que, en cierta manera, siguen reproduciéndose en un mundo más bien globalizado y con diversos centros y diversas periferias.

Esas revistas recogen de manera abrumadora la creación literaria de los poetas y narradores que escriben en sus regiones y, de un modo un tanto tímido, la crítica de esas manifestaciones literarias. Pienso ahora en dos revistas muy antiguas que parecen irregularmente en Cusco y en Piura: Siete culebras y Sietevientos. La primera se presenta como una revista andina de cultura y la segunda como una revista literaria a secas.

Esta vez voy a ocuparme únicamente de Sietevientos,que es la revista cuya trayectoria conozco más o menos bien. Fue fundada hace treinta años por el poeta y narrador Houdini Guerrero en Sullana y ha llegado hace poco al número 37. Su periodicidad es irregular, aunque, haciendo los cálculos, se puede decir que su director publica en promedio un número o dos por año. Sin embargo, desde diciembre del 2020, esto ha cambiado y la revista aparece cada mes.

Sietevientos ha publicado, desde que apareció por primera vez, cuentos, poemas, crítica de arte, entrevistas y ensayos literarios, estos siempre en menor proporción, como observé antes. El mérito de esta publicación reside en que es un medio que recoge y cataliza, es decir, provoca una reacción y promueve un sentimiento, que, en este caso, es visibilizar la literatura de la periferia y dar cuenta de sus calidades no reconocidas.

El número 36 de la revista constituye un salto en la causa que persigue y el sentimiento que promueve entre los poetas y narradores que publica: se trata de un número íntegro dedicado al ensayo (un género esquivo por lo general entre los escritores peruanos), quiero decir, de un número dedicado a la reflexión y al estudio de la obra de escritores locales, nacionales y universales. En este número colaboran: Luis Eduardo García, Víctor Palacios Cruz, Manuel Armando Abad, Ricardo Musse Carrasco, Gian Pierre Codarlupo, José Lalupú Valladolid, Rafael Gutarra Luján,  Ana Isabel González Seminario, Tadeo Palacios Valverde, Cosme Savedra, Carlos Arrizabalaga, Damarys Ruesta Delgado, Ximena Villaseca Cruz y Jonh Carrillo Vera.

“El ensayo es un género poco cultivado en Piura, por este motivo hemos creído conveniente dedicarle este número espacial de Sietevientos. Tenemos la firme convicción que el acto creador merece tener su contraparte en la reflexión crítica y por ello acogemos los trabajos críticos de nuestros colaboradores, algunos nacidos y otros radicados en nuestra región Pira”, dice en la presentación su director.

Lo único que podría reprochársele es una mayor ambición editorial (dar un salto en el formato y en el cuidado de las ediciones) y plantearse una proyección nacional y acaso internacional y, de paso, lograr lo mismo con la literatura que publica. Pero esto, hasta donde sé, bulle hace tiempo en la mente creadora e impenitente de Houdini Guerrero, su director, hace tres décadas.

 

 

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La aventura infinita

Un libro sobre la historia de los libros, un relato sobre el artefacto que condensó la infinitud del conocimiento, un viaje de más de tres mil años sobre un objeto mágico o un ensayo sobre las virtudes y los peligros de una creación que ha salvado a la humanidad de la ignorancia. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo es todo esto y más, mucho más: un libro seductor y maravilloso a la vez.

Desde mi infancia, los libros han ejercido una gran seducción sobre mí. Ellos me han acompañado en los momentos oscuros y luminosos de mi vida, de todos los cuales creo haber salido siempre bien recompensado gracias a lo que ellos son: una invalorable compañía y una fuente misteriosa de conocimiento.

Los libros tienen como un soplo de vida que los lectores descubren apenas posan sus ojos en ellos. No importa si este soplo de vida encarna en un cuerpo de pasta dura, blanda o de bolsillo. Lo importante es encarnar. Lo que los lectores hacen es simplemente conectarse con ese soplo de vida que llamamos, según sea el caso, mensaje, cultura, conocimiento, sabiduría.

Nuestro primer contacto con ellos es el asombro frente a su poderío. Los pueblos ágrafos fueron conscientes de esto, así lo resume el escritor mozambiqueño Mia Couto en un hermoso texto: «Parecen dibujos, / pero dentro de las letras están las voces,/ Cada página es una caja infinita de voces». Son esas voces que proceden de criaturas desconocidas y remotas las que todos los lectores solitarios rápidamente identificamos y luego escuchamos y amamos con devoción.

El libro es un objeto benefactor y, al mismo tiempo, un arma peligrosa. Nos lo cuenta Irene Vallejo en un libro sobre la historia de los libros: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. En realidad, se trata de una crónica de viajes en la que navega durante más tres mil años por las aguas procelosas de la realidad y la imaginación. Empieza en el origen de este artefacto maravilloso que no sabemos exactamente quién lo inventó, continúa a lo largo de una serie de momentos estelares y oscuros de la humanidad y culmina en nuestro tiempo, el de la era del e-book, en el que el libro sigue siendo lo que dijo Umberto Eco que era: un invento insuperable como la cuchara o la rueda.

El título es misterioso, pero no lo es tanto si desmontamos la metáfora: el papiro, que es un tipo de junco, fue utilizado por primera vez por los egipcios, gracias a una ingeniosa preparación, como un soporte de los manuscritos de la antigüedad (es en realidad el heredero de las tablillas sumerias y el antecedente del papel moderno). Este soporte, pese a sus limitaciones físicas y tecnológicas, acogió, debido a la escritura y a sus voces recónditas, algo que no que no tiene límite, que es imperecedero y que no se puede atrapar en la cárcel de la temporalidad debido a la imaginación del autor y el lector: el conocimiento.

El libro está dividido en dos partes. En la primera, Grecia imagina el futuro, Irene Vallejo relata la importancia del libro para los griegos y para Alejandría, uno de los faros del mundo antiguo, donde Ptolomeo, heredero de Alejandro, se mantuvo en el poder a sangre y fuego y mandó a construir un museo y una biblioteca, la más famosa de la historia, en la que reunió a los sabios y científicos más reputados del mundo antiguo, y en la que guardó las obras más importantes escritas en griego y en otras lenguas.  Paralelamente, su obsesión por enriquecer la biblioteca y convertirla en la más preciada de la tierra lo empujó a ordenar actos desmesurados. Demetrio El Falero, el director de la Biblioteca, enviaba, por órdenes expresas de Ptolomeo, a agentes por todos los confines del mundo conocido con la misión de comprar, prestar para copiar, robar, arrebatar o requisar cualquier rollo de papiro escrito en griego.

La autora llama a esa etapa del mundo antiguo ‘primitiva globalización’ o helenismo. Su relato es ameno, erudito y está salpicado de reflexiones personales. Tras el origen del libro, la fundación del museo y la biblioteca nos relata la importancia de Homero para la educación de los griegos, el descubrimiento de la piel de cabras y corderos como soporte para la escritura y la elaboración de pergaminos y códices, la revolución del alfabeto, la oralidad, las bibliotecas ambulantes, las mujeres lectoras, la inmensa peligrosidad de los libros humorísticos, las tres destrucciones de la Biblioteca de Alejandría y la función de los botes salvavidas: los monjes que se dedicaron a copiar en los monasterios medievales los libros antiguos, salvándo así al saber de la locura de tiranos pirómanos  e ignorantes.

En la segunda parte, Los caminos de Roma, se ocupa del fin de la civilización de raigambre griega y nos presenta la suerte del libro en Roma, el oficio de librero, los esclavos copistas, los escritores pobres y los lectores ricos, el nacimiento del libro de páginas, las bibliotecas públicas, la suerte de Ovidio y Marcial frente a la censura, el estatus del libro clásico, las voces femeninas y el canon libresco. No son estos todos los temas que aparecen en ambas partes del libro, pero sí los que más me han seducido.

El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo es, con toda seguridad, una de las aventuras más fascinantes de mi experiencia como lector. Una aventura, en suma, que usted, amable lector, no debe perderse.

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Ferlinghetti y el destino de Aullido

La intervención de un editor valiente y visionario puede cambiar el destino de las obras literarias y el sentido de la cultura. Es lo que sucedió con el estupendo poeta y editor Lawrence Ferlinghetti, gracias a quien el célebre libro Aullido y otros poemas de Allen Ginsberg logró remontar las fronteras de los prejuicios y la mojigatería de los años 50 y convertirse en un clásico.

Los libros que han cambiado el rumbo de la literatura suelen considerarse ‘raros’, ‘incomprensibles’ u ‘obscenos’, cuando no ‘mamarrachos’ por los más extremistas y recalcitrantes conservadores. El calificativo más recurrente es, sin embargo, el tercero, tal vez porque los argumentos morales son los que mueven más el imaginario de los lectores y los más apropiados para lanzar condenas gratuitas cuando un libro no encaja en la lógica de lo tradicional.

Detrás de esos incómodos hay siempre un autor rebelde y audaz y un editor que se compra el pleito y asume la responsabilidad de encarar la resistencia que generan las propuestas estéticas y literarias de sus contenidos. En algunos casos, toda la carga la asume a veces el autor. Le pasó a César Vallejo con Trilce, a quien sus detractores no lo condenaron por obsceno, sino por ininteligible y porque a su autor le ‘faltaba un tornillo’. Vallejo no tuvo en editor que lo defendiese, sino un amigo incondicional: Antenor Orrego.

Hay dos libros célebres que fueron señalados como  ‘obscenos’: Ulises de James Joyce y Aullido y otros poemas de Alen Ginberg, y también por la actuación que les correspondió a sus editores. Ulises se publicó primero por entregas en la revista The Little Review en los Estados Unidos y luego, en 1922, como libro en París gracias a Sylvia Beach, quien la publicó bajo el sello de su librería Shakespeare and Company.  El libro circuló en el mundo anglosajón de manera clandestina gracias a que estaba considerado como “peligroso” para la moral cucufata de la época.

Los americanos, sobre todo, encasillaban a esta novela en seis adjetivos letales: obsceno, lúbrico, lascivo, impúdico, indecente y desagradable, lo cual la volvía un objeto de persecución de las sociedades antivicio que no dudaban en considerarla una obra pornográfica, pese a los argumentos en contra de gente como Ezra Pound, quien gritaba a los cuatro vientos que se trataba de una obra maestra.

Lawrence Monsanto Ferlinghetti, quien acaba de fallecer a los 101 años, fue un excelente poeta norteamericano que empezó a publicar cuando la generación beat hacía de las suyas. No fue propiamente un miembro de esta generación, ni asumió los postulados de su programa ideológico (si es que realmente hubo un programa, ¿o fue más bien una actitud ante la vida?), pero fue fundamental para ella.

Ferlinghetti fue un poeta de primera línea que escribió muchos libros, uno de los cuales, A Coney Island of the Mind (1958), ha dejado una gran estela de enseñanzas. Uno de sus poemas más célebres es El mundo es un hermoso lugar: “El mundo es un hermoso lugar/ para nacer/  si no te importa que la felicidad/ no siempre sea/ tan divertida/ si no te importa un roce del infierno/ de vez en cuando/ precisamente cuando todo marcha bien/ porque ni siquiera en el cielo/ están cantando todo el rato//  El mundo es un hermoso lugar/ para nacer/ si no te importa que algunas gentes mueran/ continuamente/ o que tal vez sólo pasen hambre/ con frecuencia/ lo cual no está medianamente mal/ si no te toca a ti […]”. 

Pero Lawrence Monsanto Ferlinghetties célebre, sobre todo, por haber fundado la librería y editorial City Lights en 1952, en San Francisco, la cual publicó en 1956 Aullido y otros poemas, de Allen Ginsberg. Ese lugar fue un centro de irradiación de la contracultura y un polo de atracción para los escritores jóvenes inéditos. Su dueño, menos radical y atolondrado que los integrantes de la Beat Generation creyó, sin embargo, en la libertad y no dudó en defender con uñas y dientes el libro de Ginsberg, un libro cargado con escenas homosexuales y alusiones a las drogas. En honor a la verdad, ese libro yaerlinghetti ingresó por la puerta grande de la historia de la literatura. era conocido pues un poco antes su autor había hecho una exitosa lectura de él en la Six Gallery con la que había ganado fama y seguidores.

El editor fue audaz, tuvo que ser audaz. Era consciente del peligro judicial que se venía y no dudó en enfrentarlo. James Campbell, en su libro Loca sabiduría: así fue la generación beat, sostiene que Ferlinghetti “tomó la precaución de consultar al American Civil Liberties Union (ACLU, en español Sindicato de las Libertades Civiles Norteamericanas), el cual prometió defender el libro en caso de que la policía lo considerase obsceno y presentase cargos contra el autor o el editor”.

Y, sin embargo, los problemas judiciales se presentaron. Una parte de la segunda edición, unos 520 libros procedentes de Inglaterra fueron incautados en la aduana por ‘obscenos’. El editor, muy listo,  se asoció con ACLU para repeler el ataque, sacó una nueva edición para evadir la jurisdicción de la aduana y logró que el fiscal general rechazara abrir un proceso. No obstante, Ferlinghetti y un dependiente de la librería fueron encarcelados por un breve tiempo, Ginsberg, en cambio, salió bien librado de la persecución judicial.

Finalmente, Aullido y otros poemas fue declarado ‘no obsceno’ por El juez Clayton W. Horn y Lawrence Monsanto F

 

 

 

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Ensayo sobre la lucidez

Premunido de las herramientas teóricas y críticas indispensables, Saniel Lozano Alvarado ha publicado una antología que recoge la mejor producción de 27 ensayistas liberteños de distintas generaciones en un periodo de tiempo que va desde la primera década del siglo XX hasta la segunda del siglo XXI. Un producto necesario, ambicioso e invalorable.

Jorge Luis Borges, quien practicó la crítica literaria con ironía e imaginación, se puso una vez serio y dijo: “Yo diría que la crítica literaria enriquece a la literatura”. A partir de las reflexiones de Borges podría decirse que los estudiosos del fenómeno literario tienen como objetivo iluminar los logros creativos y guiar a los lectores, a través de métodos claros y rigurosos, a aproximarse al auténtico sentido de los textos.

La crítica y su género por excelencia, el ensayo, si están bien hechos suman a la Literatura en lugar de limitarla en sus alcances. Hay grandes logros en este sentido: por ejemplo, los ensayos acerca de poesía y narrativa de T.S, Eliot, Ezra Pound, George Steiner, Edmun Wilson, W.H Auden, Terry Eagleton, Octavio Paz o Mario Vargas Llosa. En esta breve lista hay críticos a secas y crítico y creadores a la vez. Todos ellos escribieron, principalmente en diarios y revistas, textos perspicaces, precisos y de gran libertad creativa que son en sí mismos verdaderas piezas de arte.

La crítica y la literatura nacieron casi juntas. Hay registro de ambas desde que la humanidad inventó la escritura, y aun antes. Los estudios literarios, como dice Borges, están allí para enriquecer a su objeto de análisis bien desde disciplinas que están fuera de su ámbito como la Filosofía (pienso en María Zambrano y su texto iluminador Filosofía y poesía), la Estética, la Ética, la Lingüística y el Psicoanálisis o bien con disciplinas se hallan dentro de su dominio como la Historia Literaria, la Crítica Textual, la Teoría de la Literatura y la Crítica Literaria.

Saniel Lozano Alvarado, un incansable y sagaz estudioso de la literatura que se produce fuera del centro del poder cultural, acaba de publicar el libro El ensayo y la crítica literaria en la RegiónLa Libertad (FEMT, 2020), una selección de veintisiete autores que cultivan el ensayo, es decir, el texto en prosa destinado a indagar, interpretar y evaluar productos literarios en distintas plataformas sea libro, revista, diario o medio electrónico. Lozano Alvarado no hace ninguna distinción en esto último. Su objetivo es recoger muestras del “análisis textual, la reflexión teórica, el estudio del proceso creador y el juego de las ideas”, que —sostiene— “es más limitado o menos cultivado en todas las literaturas,” puesto “que […] el ensayo, el comentario de textos, la teoría o la crítica literaria, ya no son simplemente la opinión, el gusto individual o la impresión personal” antaño dominantes. La “ciencia de la literatura se ha tornado más rigurosa y sistemática”, afirma.

El autor cita como el antecedente más remoto de su antología el volumen Ensayistas de la Libertadpublicado en 1958 en la colección Festival del Libro Liberteño; enmarca, con criterio didáctico, las diversas orientaciones de la crítica literaria (dogmática-hedonista, comprensiva, biográfica, determinista, impresionista y estilística), pero no las vincula con los autores antologados; y define a los ensayos  como agentes de transformación de los objetos de comunicación literaria, cuyo “rol fundamental consiste en declarar como textos literarios los objetos de comunicación que reciben, leen y analizan” y, por esa razón, “escriben críticas […], comentan e interpretan para comunicar sus descubrimientos, perspectivas, valoraciones y puntos de vista”.

De los veintisiete autores seleccionados, unos son nativos de La Libertad, otros se han formado aquí, una parte son también creadores y otro parte ejercen la investigación histórica: Ciro Alegría, Abraham Arias Larreta, Blasco Bazán Vera, Eleazar Boloña, Luis Cabos Yépez, Wellington Castillo S., Jorge Chávez Peralta, Jorge Díaz Herrera, Juan Espejo Asturrizaga, Gonzalo Espino Relucé, Julio Galarreta González, Luis Eduardo García, Mara García, Hugo González Aguilar, Luis Guerrero Díaz, Saniel Lozano Alvarado, Bethoven Medina Sánchez, Jesús Manuel Orbegoso, Antenor Orrego, Juan Paredes Carbonell, Demetrio Ramos Rau, Teodoro Rivero Ayllón, Betty Sánchez Layza, Danilo Sánchez Lihón, Víctor Manuel Sánchez Rodríguez, Alcides Spelucín y César Vallejo.

Además de El ensayo y la crítica literaria en la RegiónLa Libertad, Saniel Lozano Alvarado es autor de dos libros fundamentales para entender el proceso literario de esta parte del país: Escritores de la Región La libertad (2006) y Literatura Regional de La Libertad. Teoría y crítica (2009). El primero, constituye, creo, la más seria antología de autores liberteños escrita hasta hoy y un modelo de cómo se debe abordar el estudio el corpus literario de una región del Perú; y el segundo, es el estudio más riguroso de autores, movimientos, tendencias y géneros literarios liberteños que comienza en el relato de tradición oral y llega hasta el análisis de las antologías, grupos y revistas literarias. Pocos investigadores como este autor demuestran tanta constancia, lucidez y precisión en el enfoque para levantar el mapa de los distintos universos literarios que conviven en nuestro espacio geográfico.

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García Márquez y las amistades literarias

Cien años de soledad, según nuevas revelaciones, no fue solo producto del talento y la imaginación privilegiada de Gabriel García Márquez. En su creación participaron también sus amigos más leales y queridos con ideas, datos y sugerencias claves para el éxito editorial de la mítica novela

El escritor y periodista catalán Xavi Ayén reseñó hace poco un libro que acaba de publicarse en inglés, Ascent to glory de Álvaro Santana-Acuña, un ensayo en el que se cuenta cómo se escribió Cien años de soledad y cómo logró convertirse en un clásico; es decir, en un libro al que todos los lectores buscan o vuelven.

Se ha escrito mucho acerca de cómo fue el proceso de gestación y cuánto le costó a Gabriel García Márquez (GGM) concluir su famosa novela. El propio autor ha contado un varios escritos y entrevistas el proceso. En su ensayoLa novela detrás de la novela, el Nobel colombiano escribió: "De pronto, a principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y desgarrador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera”.

El libro de Álvaro Santana-Acuña, por lo que comenta Ayén, añade mucha más información y detalles como, por ejemplo, cuál fue el grado de participación de sus amigos en la creación del libro. Ascent to gloryes, dice Xavi Ayén,  una especie de making of en tanto describe los catorces meses que empleó GGM en escribirla recluido en un cuarto que llamaba ‘La cueva de la mafia’.

Al mismo tiempo, el libro es una caja de sorpresas respecto a la participación de sus amigos más leales y sinceros en la creación de Cien años de soledad. Cada de uno de ellos fungía de fact- cheker. El resultado: una magnífica y bien orquestada corrección colectiva y un GGM más seguro de lo que había creado. Uno de los primeros aportes fue el de Emmanuel Carballo, quien contribuyó con 250 correcciones ortográficas con el fin de darle fluidez al relato. A este le siguieron los aportes de Carlos Fuentes (algunas ideas sobre la novela), Plinio Apuleyo (que buscara el tono entre los ecos de Quevedo, Góngora y Lope de Vega), y Federico Álvarez (que siguiera el ritmo barroco de Alejo Carpentier en El siglo de las luces).

Los verificadores de datos y consejeros fueron más: el poeta José Emilio Pacheco (con información sobre la piedra filosofal), Álvaro Mutis (con ideas sobre el sentido poético) y Vicente Melo (con datos sobre las propiedades de las plantas). María Luisa Elío y Jomí García Ascot, la pareja a quien está dedicada la novela, contribuyó con detalles sobre el vestuario y la idiosincrasia de los caribeños.

El rol de los integrantes de la ‘mafia mexicana’ no fue como el de Ezra Pound en la escritura de La tierra baldía de T.S. Eliot,  o el de Maxwell Perkins en la corrección de los libros deF. Scott Fitzgerald y Ernst Hemingwayy Thomas Wolfe, o el de Gordon Lishen el pulimiento de los libros de Raymond Carver. Todas estas colaboraciones fueron más bien de índole editorial.

Lo que GGM tuvo a su favor fue una camarilla de gente creativa y noble, amigos más que nada, quienes no dudaron en darle consejos o buscar en archivos y bibliotecas los datos que necesitaba el GGM para construir a sus personajes y levantar un universo macondiano verosímil.  Digamos que esto debería ser lo normal:  amigos solícitos y bien intencionados con la obra del otro, sin envidias ni puyazos.

Supongo que habrá sido difícil para alguien con el talento de GGM encontrar a las personas adecuadas para solicitarles la clase de ayuda que su novela requería. Por lo general, el mundo literario está plagado de celos, una de las formas más corrosivas de la envidia, y la crítica malintencionada. Dar a leer un manuscrito y pedir una opinión sincera puede ser contraproducente y costarnos más de una amistad. Hay tanta miseria en el mundillo literario. “A algún escritor le puede dar un patatús, por no decir ataque de locura, si algún otro escritor le hace la cochinada de recibir un Premio Nobel”, dice el filósofo Leszek Kolakowski.

A GGM no solo le sobraron los consejos y los aportes, sino que contó con una especie de lealtad generacional que luego devendría en un triunfo colectivo a través del Boom y el éxito de la novela latinoamericana en los años 60. ¿Qué clase de amistad gestaron los miembros de la ‘mafia’? ¿Por qué obraron todos en sentido contrario a la envidia? ¿O fue solo una extraña coincidencia que juntó vínculos desinteresados e imperecederos?

Santana-Acuña afirma que GGM “enviaba manuscritos, pedía comentarios, leía en voz alta y realizaba cambios según las reacciones… [Cien años de soledad] Es una de las obras de la historia de la literatura más leídas y comentadas antes de su publicación”. Una obra que no hubiera tenido el éxito que tuvo y sigue teniendo sin la contribución de sus amigos más queridos.

 


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Treinta y seis voces en medio del caos

Un puñado de narradores convocados por el crítico Ricardo González han escrito relatos basados en la pandemia y sus efectos sociales y psicológicos. El resultado es un libro poliédrico en el que cada autor cuenta, con su propio tono y estilo, los horrores de un mal que ha puesto entre la espada y la pared a la humanidad.

En una entrevista publicada en Paris Review, Susannah Hunnewell y Ricardo Augusto Setti le preguntaron a Mario Vargas Llosa si hallarse lejos del “vértigo de la realidad” ofrecía en cierta manera una ventaja para la reconstrucción de esa misma realidad. Ambos periodistas querían escudriñar a fondo cómo cocinaba sus historias un escritor realista como él.

El novelista peruano respondió lo siguiente: “La proximidad es inhibidora en el sentido de que no me permite trabajar con libertad. Es muy importante poder trabajar con libertad suficiente para permitirme transformar la realidad, cambiar a la gente,  hacerla actuar de un modo distinto o introducir un elemento personal en el relato, algo completamente arbitrario. […] Creo que tener ante ti la realidad que pretendes reflejar se convierte en un impedimento. Yo siempre necesito contar con cierta distancia, tanto en el espacio como en el tiempo. […] Hablando en general, la ausencia de aquello sobre lo que une escribe fertiliza la memoria”.

Para tomar esa distancia necesaria en el tiempo y en el espacio, Mario Vargas Llosa cree que el exilio, en su caso, ha jugado un rol fundamental, pues le ha proporcionado una perspectiva útil de la realidad y le ha permitido distinguir y jerarquizar entre lo esencial y lo efímero y lo importante y lo banal de sus experiencias.

Ricardo González Vigil tuvo el año pasado una idea: “convocar a un elenco magnífico de escritores relevantes en actividad” para que escribieran entre abril y setiembre, cuentos bajo un tema común: la pandemia. El puñado de narradores elegidos residía, en su mayoría, en Lima y el resto en provincias. Pertenecían, además, a diversas generaciones: desde la del 60 hasta los “novísima hornada de la segunda década del siglo XXI”. En otras palabras, les propuso crear mientras el fantasma del virus maldito les respiraba en la nuca. Tomar distancia para ellos era poco menos que improbable, salvo para los dos o tres que residían en el extranjero (Juan Morillo Ganoza, Fernando Iwasaki y Sylvia Miranda), los cuales , a su vez, vivían su propio confinamiento en las ciudades donde residen.

La realidad da, efectivamente, vértigo, pero también estimula, motiva y libera. El resultado de encargar a cada uno de los treinta y seis elegidos un cuento en un momento dramático para la humanidad es un libro prologado y anotado por Ricardo González Vigil: Cuentos peruanos de la pandemia, en el que hallamos historias —unas más logradas que otras— donde se pone de manifiesto, en principio, la intención de utilizar “el poder de la ficción literaria” para capturar y darle sentido a este difícil momento que vive la humanidad.

Cada autor propone una perspectiva, un estilo, una técnica, un tono y una variante para asediar a la pandemia. Está la narrativa urbano-realista y altamente depurada de Fernando Ampuero, Fernando Iwasaki y Diego Trelles Paz; la onírica de Jorge Díaz Herrera,  Cronwell Jara y Róger Rumrill; la de raigambre andina, con resonancias distópicas y mítico mágicas de Oscar Colchado Lucio y Julián Pérez; o la del drama social y la hondura psicológica de Irma del Águila y Carlos Rengifo; solo por nombrar a algunos.

Los treinta seis autores, dice el autor de la selección, hablan desde “miradores tan diversos de la costa, la sierra y la selva peruana, así como desde localidades extranjeras, elevan un coro espléndido de voces variadísimas en los temas, la óptica funcional […] la óptica ficcional […], el tono elegido […] y las técnicas y modalidades narrativas empleadas”.

En su prólogo, Ricardo González Vigil advierte que el relato de no ficción, la narración periodística y los ensayos científicos y tecnológicos (aderezados con mensajes breves y de alto tránsito en las redes sociales) son los que suelen interpretar racionalmente la realidad y presentar nuevos enfoques y soluciones a la distopía que vivimos. “Sin embargo, no pueden reemplazar a la imaginación creadora de los escritores, la cual se nutre de manera consciente y, sobre todo, inconscientemente la herencia cultural de la humanidad (con los arquetipos de lo que Jung denominó el inconsciente colectivo)”.

Le doy la razón: un cuento, efectivamente, no solo puede “penetrar el presente en todos sus ángulos y proyecciones”, sino que puede darle sentido al mal,  condensar la complejidad de la vida en unos cuantos símbolos y recuperar la poderosa fuerza de la ficción como una forma de conocimiento.

Cuentos peruanos de la pandemia es, por un lado, un acontecimiento literario sorprendente y, por otro, una muestra de los altos logros estéticos a los que pueden llegar los creadores en situaciones límite, in situ, en la boca del lobo, en medio del miedo y el caos que provoca la enfermedad.

 


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Periodismo y literatura: la intersección que ilumina

 El periodismo está en crisis, la realidad está en crisis, los medios están en crisis. ¿Cómo iluminar una oscuridad como la que acontece? Los lectores requieren de nuevas maneras de tratar la información y de fidelidades que los aproximen a la verdad de las cosas. Para eso está el periodismo narrativo y su manera especial de contar historias reales.

Hay quienes creen que es mejor llamarlo periodismo literario, debido a que usa como recurso casi todos los géneros de la literatura (incluida la poesía); otros, prefieren —y es casi un consenso— llamarlo periodismo narrativo, en tanto emplea los trucos y recursos de la narración.

Lo cierto es que, por lo menos en América Latina, existe una intersección entre periodismo y literatura que viene desde muy atrás. Quienes practican ambas disciplinas están divididos respecto a las ventajas o desventajas que esto implica. Unos, caso Ernest Hemingway, creía que el periodismo puede ser castrante para la literatura, pues desgasta el estilo. Otros, como Gabriel García Márquez, afirmaban más bien que el periodismo es un género de la literatura y, por lo mismo, no hay ninguna posibilidad de daño colateral.

Enseño desde hace muchos años periodismo narrativo y sé que es muy difícil explicar a los estudiantes en qué consiste la línea fronteriza que separa a la literatura del periodismo. Cuando les digo que un periodista narrativo, tanto como un cuentista o un novelista, está obligado a dominar el lenguaje, las reglas de estilo y las técnicas y procedimientos narrativos, ellos lo entienden rápidamente. El problema surge cuando les pido diferenciar la ficción de la no ficción o, mejor, dicho, cuando les pido definir en qué consiste la aproximación del periodista a los hechos reales. Y le resulta difícil por varias razones: porque no tienen claro que es la realidad, cuál es el objeto de la crónica o no puedo diferenciar los hechos reales en medio del marasmo de fake newso ‘noticias falsas’ inundan los medios y las redes sociales.

Sin embargo, es la propia realidad las que les termina enseñando lo fundamental: los esencial: que mientras un escritor tiene la libertad para convertir la realidad en una ficción, ya sea exagerándola, disfrazándola, volviéndola un infierno o un paraíso o alterándola en general sin ningún límite ―salvo la verosimilitud―,  el periodista tiene que ser rigurosamente fiel a ella, porque no puede cambiarla o tergiversarla sin que esto implique una grave alteración de la verdad.  

El argentino Tomás Eloy Martínez, uno de los más grandes cronistas que ha tenido América Latina,  sostenía que un periodista puede ficcionalizar la realidad siempre y cuando se lo haga saber al lector. En todos los demás casos, tiene que ser un esclavo de la exactitud. La libertad del periodista termina donde comienza la libertad del escritor. El tema es otro límite. Un periodista podría escribir sobre cualquier asunto, siempre que lo investigue; un escritor no: para él forma y fondo están íntimamente ligados y debe responder instintivamente a este principio. Sucede lo mismo con el espacio: en la literatura lo dicta el furor del escritor, el enfoque que quiere darle, el sentido de la vida que quiere capturar; en el periodismo, el diseño gráfico, la cantidad de páginas en blanco.

La crónica, el género estrella del periodismo narrativo (y por extensión el perfil, su primo hermano), tiene una larga tradición en América Latina. Nuestros primeros cronistas son, por supuesto, escritores que hacían periodismo —quién si no podía hacerlo mejor en aquellos tiempos—:  José Martí, Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera. Es decir, la crema y nata del modernismo literario. A ellos se sumaron luego postmodernistas y vanguardistas como César Vallejo y José Carlos Mariátegui y escritores argentinos notables como Robert Artl y otros más. Los mismo habían hecho en Europa Jonathan Swift en el siglo XVII y Charles Dickens y Jack London en el siglo XIX.

Después, en los años 60 del siglo XX, surgió el llamado Nuevo Periodismo norteamericano impulsado por una generación de periodistas-escritores que asumieron los desafíos de su época y procuraron ser fieles a la realidad en la que vivían.  Lo que hicieron en verdad fue, por un lado, convertir a los diarios y revistas en el escenario ideal para la confluencia de la literatura y el periodismo, de modo que los nuevos públicos pudieran conectarse con una manera distinta de leer e informarse; y por otro lado,  utilizar a la crónica  por su familiaridad con la literatura y, sobre todo, por ser la especie periodística que les permitía mantenerse libres de la camisa de fuerza de la ‘objetividad’, sin que esto implicara bajo ningún punto de vista distorsionar la realidad. 

El periodismo de hoy necesita, como en el siglo XIX o en los años 60 del siglo XX, que sus herramientas periodísticas, procedimientos narrativos y recursos den otra vez un vuelco de 360°. Debe captar —o entender, comprender o sintonizar, no sé cuál sea el verbo indicado— la revolución sociocultural que vive el mundo en estos tiempos de pandemia. El periodismo narrativo, su más notable expresión, debe indicarnos en principio el camino.

 

 

 

 


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Empezar a construir la casa por el techo

En tiempos electorales, el anarquismo cobra relevancia. Lo mismo pasa con un libro original, ameno y plagado de ironía que recoge lo mejor de su sensibilidad antiautoritaria y anti jerárquica que siempre despierta, cuando menos, curiosidad intelectual:  el Diccionario anarquista de emergenciade Juan Manuel Roca e Iván Darío Álvarez.

Hay un libro al que siempre vuelvo cada vez que siento, como en estos tiempos electorales en el Perú, que campea el dogmatismo, se impone la ceguera histórica y nos amenazan la corrupción y las mentiras: Diccionario anarquista de emergenciaque publicaron hace más de una década el poeta Juan Manuel Roca y el dramaturgo Iván Darío Álvarez.

El anarquismo es una ideología cuya sensibilidad antiautoritaria y anti jerárquica siempre ha despertado mi curiosidad intelectual. Su hipótesis de que en lugar de un orden impuesto por el Estado es mejor el orden natural (este fluye por sí mismo y no necesita de una dirección única) es desde luego provocadora. En realidad,  una fe que nunca ha triunfado porque el anarquismo contiene en sí mismo un imposible: la conquista del poder en la forma convencional que conocemos.

Del anarquismo me atrae su defensa ciega de la libertad y sus búsquedas utópicas. Una definición que une magistralmente estas aspiraciones es la que recoge el diccionario en la entrada referida a la palabra “anarquista”: “Al contrario de quienes empiezan a construir su casa por los cimientos, el ácrata lo hace por el humo de la chimenea” (Paul Valery).

Construir la casa por el techo y no por el suelo. Qué utopía. A los sueños anarquistas, hay que añadir su firme resistencia a toda autoridad, incluida la del padre. Aspirar a que todas las fuerzas individuales y sociales se desarrollen libremente en la vida es un concepto que ayer, hoy y mañana seguirá generando controversia entre los pacatos y defensores del orden artificial.

El Diccionario anarquista de emergencia incluye semblanzas, fragmentos de textos, aforismos, esquirlas, reflexiones, poemas y conceptos de personas directamente anarquistas y de otros “que no asumen esta condición de manera programática”.  Es lo que se puede llamar la ‘actitud anarquista’, es decir, la ser un anarquista sin serlo verdaderamente.

“Anarquistas han sido desde Espartaco hasta don Quijote, seres de carnadura humana real pero también de la ficción”, según los autores del diccionario. A los anarquistas ‘programáticos’ y a los anarquistas de ‘actitud’ los une un denominador común:  han querido cambiar la historia y, en algunos caos , la vida. El anarquismo es una fe, una actitud, un romanticismo sistemático y perdedor, así como una forma asombrosa de solidaridad. De acuerdo con este criterio, Tolstoi sería un anarquista pacifista, igual que Gandhi o los jóvenes situacionistas que impulsaron Mayo del 68.

El diccionario de Juan Manuel Roca e Iván Darío Álvarez recoge dichos y pensamientos trepidantes y perturbadores: «La doctrina ahoga la vida» (Bakunin) «Yo creo en el canibalismo obligatorio. Si la gente estuviese obligada a comer lo que matasen, no habría más guerras» ( Hoffman), «La pasión por la destrucción es también una pasión creadora» (Bakunin), «La democracia es una superstición basada en la estadística» (Borges), «…si el amor implicase también la dependencia, sería la cosa más peligrosa y la más infame del mundo, una fuente inagotable de esclavitud y de embrutecimiento para la humanidad» (Bakunin), «Anarquismo: Pintar una escalera, subir por ella, borrar sin titubeos todos los peldaños» (Juan Manuel Rocas e Iván Darío Álvarez), «La liberación del joven de la autoridad de su padre es indispensable para el progreso de la humanidad» (Freud), «Tomad un círculo, acariciadlo, ¡se volverá vicioso!» (Ionesco), «A los cinco años tuve que interrumpir mi educación para asistir a la escuela» (Bernard Shaw), «Los viejos a la tumba, los jóvenes a la lucha» (González Prada).
En estos tiempos de ceguera histórica y autoritarismo sutil, sobran ganas de ser anarquista. En las redes sociales abundan las posturas y las frases anarquistas, pero están animadas, en su mayoría, por el odio, carecen de ideas y no tienen en cuenta el espíritu solidario en el que tanto énfasis pusieron los fundadores del anarquismo.

Sin el espíritu anarquista el poder no tendría límites. Así como «dantesco» deriva de Dante y se refiere a una situación infernal y «kafkiano» deriva de Kafka y se refiere a circunstancia tortuosa, así también «anarquista» deriva de anarquismo y se refiere a un estado natural en el que el hombre se revela, por razones genéticas o culturales, contra las ideas, las personas y los sistemas que ejercen la autoridad. Mirado así, el anarquismo tendría más afiliados que la causa original que impulsaron Bakunin, Proudhon, Kropktin, Bakunin y los anarcosindicalistas peruanos de comienzos del siglo pasado.

“Los ácratas, eternos funámbulos de la cuerda floja del mundo, exponen con imaginativo riesgo un estilo de vida. Son una prueba de que la imaginación política está habitada por inmensos deseos y ricas posibilidades para la convivencia, para la armonía no autoritaria. La anarquía es un antídoto colectivo contra el dominio absoluto de los poderosos”, afirman los autores del Diccionario.

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Baudelaire y Las flores del mal

Doscientos años después de nacido, Charles Baudelaire, el dandy oscuro de la poesía francesa, sigue convocando la admiración de los lectores a través de Las flores del mal, libro que alguna vez fue considerado como ‘obsceno’ por los censores de la moral. Con este, publicado por primera vez en 1857, Baudelaire saca a los versos de sus ataduras formales y funda la modernidad poética.

Es casi unánime considerar a Charles Baudelaire como el padre de la poesía moderna por dos razones muy poderosas: una, expresó estados emocionales muy poderosos usando y destruyendo al mismo tiempo las formas clásicas de la poesía; y dos, “inventó—como dice Felix de Azúa— un cierto extremismo de los sentidos”; es decir, un mundo sensible cerrado en sí mismo en el que predominaba más la imaginación que la memoria.

Los poetas contemporáneos y posteriores a él lo usaron como modelo y reconocieron que su camino era no solo novedoso, sino también perdurable. En este sentido, “Baudelaire […] convivió con su posterioridad, con sus inventores: Rimbaud, Mallarmé y Verlaine. Y esa posterioridad fue la posterioridad misma, pues nada hay en ese trío que no se encuentre afirmado y redundado en Pound, Eliot, Celan, Rilke, Valéry […] o cualquier otro emblema reconocible”, dice Félix de Azúa en su libro Baudelaire y el artista de la vida moderna. Es decir, la línea literaria abierta por Baudelaire no se interrumpió nunca.

Su campo de acción fue la segunda mitad del siglo XIX, un periodo en el que la fotografía era el ‘invento’ más emblemático de la modernidad. Baudelaire odiaba la fotografía porque contradecía lo que él buscaba afanosamente: la superioridad de la imaginación. Las fotografías, según creía, destruían la capacidad para imaginar el pasado y se convertirían con el tiempo en las sustitutas del recuerdo. En la lógica de poeta francés,  la imaginación permite inventar mundos en tanto la memoria —expresada en la fotografía—permite únicamente conservarlos.

La paradoja en todo caso fue que mientras la fotografía congelaba a la imaginación y el presente, Baudelaire inventaba la modernidad con su sensibilidad y su nuevo tratamiento de las formas poéticas. Fue él, dicen todos, el que cambió el concepto de ‘modernidad’ en tanto el significado etimológico (“lo que acaba de suceder” o “lo reciente”) se convirtió “en lo que todavía no es” o “la perpetua novedad”.  La modernidad consistía, en pocas palabras, en inventar mundos desconocidos para provocar la aparición de nuevas maneras de hacer poesía.

Baudelaire no solo introdujo una sensibilidad nueva y extrema, sino que dio cabida al empleo de términos vulgares como “quinqué”, “ómnibus” o “vagón” para satisfacer la demanda de un nuevo público lector: “Lejos de dolores, remordimientos, crímenes,/ llévame, oh, tú, vagón; ráptame, oh, tú, fragata” (Las flores del mal, LXII). Baudelaire buscaba liberar a las palabras de su encierro formal y crear una literatura nueva, moderna, cuya unidad sería la fragmentación y la hibridez, objetivo que, según los críticos, logra en El spleen de París,  compuesto por pequeños poemas en prosa en donde demuestra que la poesía no es exclusiva de ningún género literario.

Hasta antes de Baudelaire, los autores consideraban la función social y moral de la poesía; él, en cambio, estaba contra todo empleo funcional de ella y más bien abogaba por la inutilidad y gratuidad de la obra de arte. Según su criterio, un poema debía ser una producción técnicamente acabada, aunque también una creación socialmente inútil. Fue uno de los primeros, si no el primero, en defender la autonomía del lenguaje poético. “La lógica de una obra sustituye cualquier postulado moral”, escribió.                                                                                  Charles Baudelaire fue un artista de los extremos. Por un lado, tenemos al autor de un libro, Las flores del mal, por el que alguna vez fue acusado de obsceno. En realidad, un juez consideró que seis poemas del libro osaban “cantar la carne sin amarla”. Uno de estos poemas era Lesbos: “Lesbos, donde los besos son como las cascadas /que sin miedo se arrojan en abismos gigantes, / y corren, con sollozos y quejas sofocadas, /tormentosos, secretos, profundos y hormigueantes ”. Esto ocurrió en agosto de 1857, unos meses antes, en enero, ese mismo juez había abierto un proceso similar a Gustave Flaubert por su novela Madame Bovary.

Se afirma que Las flores del mal es el libro que mejor recoge y expresa la influencia de la vida moderna en el yo. Llegar a esto le costó a Baudelaire años de trabajo y un esfuerzo en el que se le fue la propia vida.  El libro se abre con el famoso poema Al lector: “¡Es el Hastío!—El ojo lleno de involuntario/ llanto, sueña cadalsos, mientras fuma su pipa. Lector tú ya conoces a ese momento exquisito,/ ¡Mi semejante, —hipócrita lector, —hermano mío!”.

Y, por otro lado, tenemos al poeta excesivo, al dandy oscuro, al rebelde, al amante impenitente de Jeanne Duval (“Y mis uñas, semejantes a las arpías, / Sabrán labrar un camino hasta tu corazón”, Bendición), al artista, al farsante, al mártir, al poète maudit, al hombre consciente del desarraigo que impuso un nuevo estilo de composición y lectura. Doscientos años después de su nacimiento, todos lo reconocen así.

 

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Vallejo, un poeta afirmativo

Por años, las fotografías patéticas que conectan al sujeto histórico con los retazos mitificados del poeta pobre, triste y amante de la belleza, ocultaron la esencia del otro Vallejo, el afirmativo y luminoso que reclama Víctor Vich en su libro César Vallejo: un poeta del acontecimiento.

La idea de un César Vallejo apesadumbrado, triste y deprimido ha prevalecido por años en el imaginario de los lectores, mientras que la de un Vallejo más bien vital, irónico y afirmativo ha permanecido oculta, casi sin ligazón con el público mayoritario.

Esto se debe a dos razones. Por un lado, las fotografías que lo han sobrevivido acentúan una visión gris de su vida. Son digamos, demasiado serias o sombrías, o quizás así son como las queremos ver en la medida en que las relacionamos con ciertos pasajes de su biografía, en los que priman la carencia y las dificultades. Y, por otra parte, tenemos a las lecturas dirigidas, gracias a las cuales seha interiorizado al poeta modernista y oscuro de «Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé». Víctor Vich, autor del libro César Vallejo: un poeta del acontecimiento,se ha propuesto remontar esta imagen que considera «insuficiente e incompleta» y sacar de las sombras al otro poeta, al luminoso.

«Vallejo es también un poeta afirmativo que celebra el encuentro con una verdad universal, que entra en contacto con algo eterno y que constata el valor de quienes han optado por transformar el mundo […] es un autor impactado por la fuerza de una verdad que no es otra que la necesidad de justicia entre los hombres y el valor de la solidaridad humana», dice Vich. Para lograr su propósito, comenta sus poemas desde una perspectiva política y descubre no a un panfletario, como se podría presumir,  sino a un artista genial, a una especie de esteta de las causas pérdidas y a un buscador infatigable de la verdad. En esta indagación, afirma, «Vallejo produjo un “arte militante” que no es lo mismo que arte ideologizado».

Víctor Vich rescata al Vallejo afirmativo a través de cinco ideas eje:  Vallejo es un poeta de la ética de lo Real, de la crisis del lenguaje, de la «parte sin parte», del acontecimiento, del acontecimiento-comunismo y de las «causas perdidas».  Todas estas ideas están subsumidas en una más general: Vallejo emerge, como poeta y como testigo, de la falla estructural del dolor y desde allí es capaz de proponer la persecución de una verdad relacionada con la justicia y la igualdad entre los hombres.

El autor llama «ética de lo Real» a un tipo de ética que, a diferencia de la ética convencional, no es la realidad, la ley o un discurso articulado (en los que encaja el comportamiento de los seres humanos), sino una que «apunta a cuestionar el modo en que los hábitos sociales se establecen en nosotros y nos impiden definirnos a cabalidad» y que piensa «la subjetividad desde sus fallas y no bajo la negación de las mismas». Esta ética considera a lo real como un exceso, algo que se sale de la camisa de fuerza de la ética ordinaria y del equilibrio. «La ética de los Real es una que retoma algo de lo imposible (algo de la carencia, de lo traumático, de lo excesivo, de lo simbolizado) para desde ahí, intentar promover un nuevo acto […] Se trata de una ética que afirma algo irracional o traumático para intentar trascenderlo», dice.

En cuanto a que Vallejo es un poeta de la crisis del lenguaje, Vich parte de una comprobación: que Vallejo tiene una relación muy tensa con el lenguaje; es decir, entre él y los códigos lingüísticos hay una profunda relación de desconfianza e inseguridad. «[…] Vallejo sabe que el lenguaje nunca alcanza a totalizar la experiencia humana. En efecto, hay algo excesivo y amorfo en la subjetividad que el lenguaje fracasa en narrar a cabalidad».  Desde esa crisis comprobada, Vallejo escribe con una emoción que le nace de las tripas y con una visión que «apunta al significante que falta» para completar el sentido.

En relación con la «parte sin parte»,  Vich se refiere a que «Vallejo comenzó a pensar y (a sentir) que el mundo podría reconstituirse desde el lugar de los excluidos»; es decir, a crear una poesía desde lo marginal para desde allí «dar cuenta de la totalidad de los social». En esa misma línea, se inscribe la defensa “de las causas perdidas”, puesto que Vallejo sabe distinguir a los perdedores de los derrotados. Los poemas de Vallejo invocan una férrea voluntad con la cual es posible seguir defendiendo causas como la igualdad y la justicia social, sin retroceder y, sobre todo, sin desmayar nunca.

La idea más importante desarrollada por Vich es la de considerar a Vallejo como «un poeta del acontecimiento». ¿A qué se refiere con esta afirmación? A que se trata de «poeta que se esfuerza por dar cuenta de una experiencia de verdad que ha interrumpido el mundo y que puede comenzar a transformarlo». Ese ‘acontecimiento’, según Vich, es la irrupción de procesos de verdad, el ideal, la utopía comunista («acontecimiento-comunismo»), tan presente en la época que le tocó vivir al poeta peruano.

 César Vallejo: un poeta del acontecimientono solo ofrece una mirada distinta de nuestro poeta, sino que ―gracias a la agudeza, inteligencia y didactismo de su autor―vuelve asequibles los poemas más crípticos y ‘difíciles’ de Vallejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

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Periodismo, un placer traidor

El periodismo es un oficio maravilloso y, muchas veces, ingrato. Un oficio que se puede practicar con ímpetu, pese a que algunos lo consideren como una actividad que ha perdido poder y prestigio, aunque necesaria para la sociedad en que vivimos. Lo cierto es que se trata de una pasión irremplazable, un gozo efímero y próximo a la literatura.

Hace más de treinta años que escribo en un diario. A lo largo de los años, esta experiencia me ha permitido adquirir una certeza: que el periodismo es sinónimo de pasión o, mejor dicho, que no hay periodismo sin pasión de por medio. Un apasionado del periodismo vendría a ser la persona que padece en carne propia una enfermedad que mata, por lo general, con ataques al corazón, hipertensión o ansiedad.

Ejemplos de los males antes descritos hay muchos, pero veamos uno: Manuel Vásquez Montalbán, un notable escritor y periodista.  Se desplomó en la sala de espera del aeropuerto de Bangok. En su ordenador portátil guardaba, inconclusa, su colaboración para la revista Interviú. Murió de un fulminante ataque al corazón cuando faltaba poco para que tomara el avión de regreso a Barcelona. Lo mató la ansiedad del apuro, la presión del periodismo.

Pero el periodismo ni siempre mata. Cuando no lo hace, el periodismo es un ímpetu lo más parecido a un placer traidor. Mina en silencio la salud. Ataca a traición. Clava el puñal con disimulo. Mientras el redactor escribe a la volada, el editor mutila a mil por hora los textos y el director grita el advenimiento de la hora de cierre, la taquicardia se agazapa y avanza como un leopardo tras la gacela apetitosa.

La verdad es que toda pasión engendra su propio mal. Y toda felicidad anuncia la llegada de su propia desdicha. El periodismo es eso: gozo y felicidad, riesgo y destrucción. Es como cuando un diabético desea un chocolate o un cardíaco sube a las alturas. Hace daño, pero gusta. Estresa, pero da placer. El periodismo es humano porque es una contradicción.

El placer y el dolor de escribir tiene un símbolo: el dead line. La hora de cierre es un imán, un campo magnético, una mujer fatal. Atrae con la fiereza del amor-odio y la ternura del odio-amor. No se puede negar: el periodismo consiste en vivir en la línea de muerte, en el punto de mira telescópico del disparo final. Y hay cumplir con sus imperativos.

Sin duda, en el periodismo se escribe bajo la presión de la inmediatez y bajo el influjo del deber que pregona Alberto Salcedo Ramos: «Puedes escribir sobre lo que quieras: un asaltante de caminos, las enaguas de tu abuela, el escolta del presidente, la caspa de Tarzán, lo triste, lo folclórico, lo trágico, el frío, el calor, la levadura del pan francés o la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras al lector».  No aburrir al lector. Menuda tarea. Es lo que busca a lo largo de su vida, a veces infructuosamente, todo periodista que ame el oficio. Por esta razón,  tiene que dominar, si sus pretensiones son las más altas, el lenguaje y las técnicas y procedimientos narrativos.

El maridaje ideal es combinar la objetividad del periodismo con la subjetividad de la literatura. Periodistas y escritores se afanan toda su vida por contar, por encontrar la “gran historia” que los saque del anonimato y los convierta en autores reconocidos. Con este objetivo, rastrean cada día infiernos cotidianos en busca de la crónica ideal o, en su defecto, conciben mundos imaginarios que puedan seducir a lectores perezosos y hedonistas. En cualquier caso, se trata de contar una historia provista de personajes inolvidables, que entretenga, que desarrolle con astucia la ley del interés y que se meta al bolsillo al lector.

La actividad básica de un cronista es salir en pos de la realidad. Ocurre a veces que su objeto, la realidad ―la vida, la existencia, la cotidianidad, o como se llame―, es sorpresivamente generosa. En estas ocasiones, es ella misma ―al parecer― la que teje las tramas, desencadena los clímax y monta los finales inesperados. Ella se erige entonces como la maestra del relato, la señora de las historias reales que todos quieren escuchar, pero no creer.

Los cronistas y escritores del presente buscan en el centro o periferia de la realidad las historias que ayuden a sus lectores ocasionales a trascender las limitaciones de la vida cotidiana. Es verdad que leer es un acto solitario, pero nunca antisocial. Una historia periodística es una grata compañía que nos permite huir de la normalidad; es decir del estado natural de la existencia humana: la oscuridad, el silencio y la soledad.

Durante más de treinta años he escrito textos de manera independiente y apurada, sin embargo siempre he tenido en mente recogerlos bajo el criterio del placer traidor, es decir, del gozo efímero, de la eternidad del momento y teniendo en consideración un anhelo casi imposible: que cuando menos alguno de ellos remonte el olvido de la inmediatez. Es lógico que con el paso del tiempo hayan perdido algo de su visión inicial, pues han sido concebidos para ser publicados en un diario y leídos de un solo tirón. No obstante, creo que conservan la pasión con que fueron escritos y el culto por el lenguaje, que es finalmente lo único que le da sentido al trabajo periodístico.

 

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