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El origen del periodismo narrativo

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Doscientos años antes del surgimiento del Nuevo Periodismo Norteamericano y cien años antes de que A sangre fría se convirtiera en la biblia de la no ficción, en Europa e Hispanoamérica ya se hacía periodismo narrativo.
A finales de los años 60, las herramientas periodísticas, los procedimientos narrativos y los recursos con que se realizaba el periodismo dieron un vuelco de 360° debido a dos razones: eran insuficientes para conectarse con el lector e inútiles para captar la revolución socio-cultural que vivía el mundo.
Esto ocurrió especialmente en Estados Unidos y la generación involucrada en ese cambio de giro del periodismo estaba liderada por escritores y periodistas, la mayor parte de los cuales llegaría a tener una gran importancia para la historia del periodismo y la literatura: Tom Wolfe, Gay Talese, Hunter S. Thompson, Joan Didion, Truman Capote, Norman Mailer, entre otros. La generación subsiguiente, la que recibió la influencia de estos, fue llamada por Robert Boynton los nuevos nuevos periodistas.
¿Pero qué de nuevo tenían realmente esos periodistas y escritores de los años 60 y los textos que estos escribían? ¿Fue realmente esa generación la creadora de una nueva manera de contar los hechos reales? ¿Hay un antes y un después del periodismo narrativo a partir del trabajo que ellos realizaron? Hasta hace muy poco se creía que sí y, sobre todo, se desconocía qué es lo que realmente había ocurrido en otras partes del mundo, en América Latina, por ejemplo, respecto a este tema.
Para empezar, antes de que Tom Wolfe diera inició con ¡Pequeñas momias; la verdadera historia del rey del país de los muertos vivientes en la calle 43!  a un nuevo estilo de reportear y escribir y mucho antes de que Truman Capote publicara A sangre fría en 1966, ya el argentino Rodolfo Walsh había publicado en  1957 su novela no ficción  Operación masacre en la que se hacía uso de las técnicas y procedimientos literarios para contar historias reales.
Susana Rotker ha demostrado con claridad y de manera contundente que la crónica en América Latina y el periodismo narrativo en general tiene su propia tradición que viene desde José Martí, Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera. A esta se suman luego postmodernistas y vanguardistas como César Vallejo y José Carlos Mariátegui y escritores argentinos notables como Robert Artl y otros más. Estos, como los nuevos periodistas norteamericanos, respondieron a los desafíos de una época y procuraron ser fieles a la realidad en la que vivían. Los mismo habían hecho en Europa Jonathan Swift en el siglo XVII y Charles Dickens y Jack London en el siglo XIX.

Curiosamente, las motivaciones que impulsaron a los periodistas hispanoamericanos de fines del siglo XIX y comienzos del XX a practicar la crónica son muy semejantes a las de sus pares norteamericanos: por un lado, los diarios y revistas se convirtieron en el escenario ideal para la confluencia de la literatura y el periodismo, de modo que los nuevos públicos pudieran conectarse con una nueva manera de leer e informarse; y por otro lado,  eligieron a la crónica para practicar el periodismo no solo por su familiaridad con la literatura, sino también porque era la especie periodística en la que, al mismo tiempo, se podía ser libre y cuestionar los límites de la objetividad. 

Un periodista llamado César Vallejo (1)

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La fama y calidad de César Vallejo como poeta y narrador nos ha hecho olvidar una dimensión desconocida de su obra creadora: el periodismo, género en el cual brilló desde muy joven con una luz propia, aunque desconocida.
En la recuperación del periodismo narrativo se sigue insistiendo ―por costumbre y por ignorancia― en la idea de que este nació con el Nuevo Periodismo norteamericano que impulsaron Ton Wolfe, Truman Capote y Norman Mailer, cuando ya Susana Rokter ha demostrado que la crónica en América Latina y el periodismo narrativo en general tiene su propia tradición que viene desde José Martí, Rubén Darío y Manuel Gutiérrez Nájera.
En el Perú, según Nancy Salas, la crónica modernista es, digamos, el punto de partida de este nuevo género, después es retomado por la corriente postmodernista o vanguardista, algunos de cuyos integrantes como César Vallejo, Abraham Valdelomar, José Carlos Mariátegui, Adán Felipe Mejía y Herrera, Federico More y Barrionuevo, Héctor Velarde Bergman y José Diez Canseco Pereyra, entre otros, alternaron y combinaron con extraordinaria calidad periodismo y literatura.
En el caso de César Vallejo, su actividad legendaria como poeta y su notable labor como narrador y autor de obras teatrales ha proyectado de algún modo una gran sombra sobre su rol como periodista, rol que tiende a verse como menor o subalterno debido al brillo con que desempeñó en la creación literaria. La actividad de César Vallejo como periodista empieza en 1918 y termina en 1937, un año antes de morir. Durante este tiempo publicó, con mayor afluencia, en los diarios El Norte, La Reforma y La Semana de Trujillo, así como en el diario El Comercio de Lima y las revistas Mundial y Variedades de Lima, crónicas y perfiles que han contribuido a enriquecer estos géneros y, por lo mismo, a consolidar la recuperación del periodismo narrativo en el Perú; no obstante, es necesario identificar cuáles son las características en el estilo de las crónicas y perfiles y cuál es el significado de su trabajo periodístico en el contexto de esta nueva corriente del periodismo narrativo que cobra  nuevo prestigio en el mundo de habla hispana.
Más de la mitad de la obra escrita de César Vallejo, igual como ocurrió antes con la de José Martí y la de Rubén Darío, se componen de textos periodísticos. Sin embargo, la historia literaria se ha centrado básicamente en su poesía.
A pesar de la importancia de las crónicas periodísticas de Vallejo para comprender su obra creadora, la crítica en general no le ha prestado la atención debida, ignorando que el género que más cultivó, la crónica, fue un verdadero punto de confluencia entre literatura y el periodismo que practicó con notable genialidad. Es allí donde hay que rastrear nuevos aportes y donde en un futuro cercano vamos a encontrar verdaderos sorpresas.

Pero no todo es desinterés. El estudio cabal del Vallejo periodista recién comienza. Hace poco se han publicado dos nuevos libros: Camino hacia una tierra socialista (Fondo de Cultura Económica, 2014), con prólogo de Víctor Vich, que reúne las crónicas y ensayos que Vallejo escribió sobre  los países europeos; y está a punto de publicarse César Vallejo, corresponsal de prensa (Fondo Editorial de la Municipalidad Provincial de Trujillo) con prólogo de Domingo Varas Loli, una selección de crónicas y artículos escritos por el autor de Trilce en distintas etapas de su vida. Estos libros se añaden a los clásicos César Vallejo, periodista paradigmáticoy César Vallejo, los géneros periodísticos de Winston Orrillo, un pionero en el tema, y Vallejo periodista de Manuel Jesús Orbegozo. 

Franz Kafka, novelista de la distopía

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La vigencia de Kafka se debe a que sus novelas funcionan como una anticipación de las realidades distópicas de nuestro tiempo, pero también a la seducción de una narrativa salpicada de humor y de absurdo.
La novela moderna nació con Miguel de Cervantes Saavedra, quien a su vez  creó a Gustav Flaubert, a Leon Tolstoi y a Fiódor Dostoyevski, quienes a su vez crearon a Franz Kafka y a James Joyce, quienes a su vez crearon a Jorge Luis Borges, a la generación perdida, al boom y así hasta llegar a nuestros días. Se trata de una manera simplificada de esbozar la línea de precursores en la novela moderna.
Con Franz Kafka se inicia o se lleva hasta su máximo desarrollo lo que podría llamarse la línea distópica de las narraciones, que tiene sus antecedentes en el Poema de Gilgamesh, la Biblia y la Divina Comedia de Dante Alighieri. Son creaciones ficticias sobre una sociedad imaginada con características negativas en las que los más débiles son sujetos de alineación y víctimas de un poder omnímodo, vebigracia  1984 de George Orwell o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. La línea utópica, en cambio, comprende  creaciones ficticias de sociedades futuras que favorecen el bien y la felicidad humana. Un ejemplo de esto serían La Repúblicade Platón y Utopía de Tomás Moro. La vigencia de Kafka se debe a que sus novelas funcionan como una anticipación de las distopías del mundo actual y, aunque en menor medida, al humor y al absurdo derivado de esos mundos opresivos.
Alrededor de Frank Kafka se han levantado una serie de mitos. El primero de ellos tiene que ver con el destino de sus libros. Su deseo era, y está escrito en una carta o testamento, que sus novelas y cuentos inéditos fueran incinerados por su amigo Max Brod tan luego él muriera. Sin embargo, se sabe fehacientemente que la víspera de su muerte estuvo corrigiendo las pruebas de su último libro. ¿Acaso no quería que ninguno de sus creaciones inéditas lo sobreviviera? Por otra parte, Kafka publicó en vida, entre 1912 y 1924, siete libros en pequeñas editoriales.
Otro de los mitos es atribuirle al escritor checo capacidades paranormales que lo permitieron predecir el acceso del nazismo y el futuro distópico de la humanidad. Con el tiempo se ha llegado a saber que  Kafka no solo no era poseedor de esas capacidades, sino que sus novelas tuvieron como modelo otras novelas anteriores a las suyas. Es el caso de El proceso, cuya construcción, según lo ha demostrado línea por línea Guillermo Sánchez Trujillo en su ensayo Los secretos de Kafka, utilizó como fuente la novela Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski. Es de ahí, de sus lecturas y de su aptitud para entender la lógica de la vida humana, que extrae las situaciones y las imágenes de integran sus narraciones.

En la novela El desparecido, comúnmente publicada como América e inacabada como sus otras dos novelas (El Proceso y El castillo), encontramos los elementos constantes que caracterizan su narrativa.  Karl Rossmann es un chico de 16 años que vive una serie de situaciones incomprensibles que están más allá de su voluntad. Nada de lo que hace es congruente, aunque él siempre piensa de manera clara.  Al final, trata de huir de ese mundo  asfixiante a través de un empleo absurdo y desconcertante en una compañía de teatro, pero la novela se trunca y no sabemos qué sucede, aunque lo podemos adivinar: lo aguarda un callejón sin salida.

Sobre la gravitación literaria

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La influencia de escritores como Vallejo, Borges, García Márquez y Vargas Llosa sobre su generación y las siguientes puede ser, en unos casos, beneficiosa y, en otros, devastadora; todo depende de cómo se experimente su fuerza gravitacional.
Hay escritores que, por su calidad y trascendencia, construyen con sus obras universos literarios autónomos, mundos capaces de ejercer una enorme gravitación sobre los procesos literarios en los que surgen y de los que parecen estar al mismo tiempo integrados y distantes. En otras palabras, son en sí mismos una literatura.
Existe, por ejemplo, una literatura llamada Borges, una literatura García Márquez, una literatura Vallejo y una literatura Vargas Llosa. Ricardo Piglia dijo que la influencia de Borges era tan grande en Argentina que todos imitaban su escritura consciente o inconscientemente. La otra forma de influir es a través de un comportamiento modélico como creador y como intelectual.
El campo gravitacional de los escritores-literatura afecta primero a los miembros de la generación de la que forman parte y luego se torna histórica; es decir, se proyecta hacia sucesivas generaciones. Esto es lo que ha ocurrido a partir de los años 60, con algunas variantes, con García Márquez y Mario Vagas Llosa; y lo mismo, desde hace casi 80 años, con Vallejo. El caso de Vallejo es emblemático, puesto que su poesía cubre como un manto la historia de nuestra literatura, manto de cuya sombra es muy difícil escapar.
La influencia puede ser, según como  se mire, perniciosa o bienhechora. Cuando Mario  Vargas Llosa debutó como novelista con La ciudad y los perros generó, entre los escritores de su generación, miedo, desconcierto y, en algunos casos, parálisis. Además de, por supuesto, envidia y desprecio. Su irrupción descolocó a muchos de los grandes narradores de los años 50 y, en cierta forma, no los dejó brillar con luz propia; situación de la que no tiene ninguna culpa el autor de La casa verde.  Me pregunto cuál hubiera sido el destino literario de Julio Ramón Ribeyro o Luis Loayza, extraordinarios narradores, si no hubiera existido el faro Vargas Llosa.
El modo en que Vargas Llosa gravita sobre el proceso de la literatura peruana no se refleja directamente en el lenguaje o en la visión narrativa de sus seguidores, como es el caso, creo, de García Márquez con los escritores colombianos, o el de César Vallejo con los nuestro poetas, sino en la manera de adelantarse en el uso de los procedimientos, técnicas y recursos literarios; y, sobre todo, en la manera exclusiva y excluyente con que asume el oficio de novelista e intelectual. Otro modo de influir es mediante la afirmación de una vocación.

En una encuesta realizada por un diario colombiano a ocho novelistas acerca de la influencia de García Márquez en su obra literaria, casi todo respondieron algo muy parecido a lo que dijo uno de ellos, Jorge Franco: «Me ha influenciado en la medida que lo hacen todos los grandes escritores, que con la calidad de sus obras me motivan a escribir, a buscar, así sea inútilmente, parecerme a ellos. Y de su literatura he aprendido que hay que ponerle a este oficio más tripas y corazón que razón y cabeza». Este es, digamos, el lado bienhechor de toda influencia, el que hace también grandes y geniales a Vallejo, Borges y Vargas Llosa.

Un periodista llamado César Vallejo (2)

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En el periodismo, como en la poesía y la narrativa, César Vallejo fue un innovador. Sus crónicas, artículos y reportajes son, además de ejercicios de estilo, formas tempranas de lo que hoy se considera periodismo narrativo.
César Vallejo publicó, según Jorge Puccinelli, sus trabajos periodísticos en 43 diarios y revistas del Perú, Europa y América Latina. El total de estos recogido hasta ahora suma 311, la mayor parte de los cuales  aparecieron en Mundial (127, entre 1925 y1930), Variedades (41, entre 1926 y1930),  El Norte (34, entre 1923 y1930) y El Comercio (23, entre 1929 y 1939), así como en medios de varios países hispanohablantes.
Eugenio Chang Rodríguez calcula que las crónicas escritas entre 1918 y 1938 suman 250 (habría que precisar si todas son realmente crónicas según el concepto moderno del género) y que entre 1926 y 1929 escribió un promedio de dos por semana lo cual da un total de 178 crónicas durante ese periodo.
La edición que recopila sus artículos y crónicas completos suma más de 2 000 páginas, lo cual prueba, en primer lugar, que Vallejo intentó sobrevivir como periodista en la medida en que no podía sobrevivir como creador y menos tenía un empleo estable. Chang Rodríguez sostiene que el poeta escribió para diarios y revistas peruanos porque estos le pagaban una remuneración superior a las que podía obtener, por ejemplo, como empleado la agencia Los Grandes Periódicos Iberoamericanos. Luis Alberto Sánchez  afirma que la colaboración en Mundial y Variedades de Lima le reportaba unos 90 dólares semanales, cuatro libras peruanas, una cifra nada despreciable para la época.
La considerable obra periodística de Vallejo prueba, en segundo lugar, que, al margen de usar al periodismo como un medio alimentista, se acercó a este —y a la crónica en particular— por su condición de creador. En esto, fue fiel a su maestro Rubén Darío, quien dedicó más del 50% de su producción a la escritura de textos periodísticos. Debido a la urgencia por sobrevivir, al tiempo dedicado a su creación literaria y a su corta exigencia, dice Manuel Jesús Orbegozo, nunca ejerció el periodismo de planta, como sí lo hicieron otros compañeros de generación, sin embargo logró escribir, como coinciden casi todos los analistas, textos paradigmáticos.

¿Qué lugar ocupa dentro de su producción creativa la obra periodística que escribió? No es el de la poesía,  por cierto, con la cual mantuvo relaciones muy estrechas, sino un lugar muy importante en el que realizó un uso intenso y expresivo del lenguaje y se refirió a temas que iban desde lo cotidiano y banal hasta lo estético y profundo. El periodismo no fue ninguna manera el peligro acechante del que hablaba Hemingway, para quien un escritor (un novelista decía en realidad) tenía que tener muy en claro en qué momento tenía que abandonar el periodismo como fuente alimenticia y dedicarse a la consecución de obra creadora. «[…] El periodismo, después que se llega a cierto punto, puede llegar a ser una autodestrucción cotidiana para un escritor creador serio», le dijo en un entrevista en 1958 al periodista George Plimpton de The Paris Rewiev. Vallejo ni lo abandonó ni lo sintió como una carga muy pesada que iba a resentir su estilo, sino que lo utilizó como un ejercicio pre-literario y como un género que le permitía ciertas libertades en el estilo. 

Szyszlo: Memorias de libertad

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Un libro de Fernando de Szyszlo recoge su experiencia como creador, su amistad con escritores, pintores, políticos e intelectuales, su relación con Blanca Varela, su dolor por la pérdida de uno de sus hijos y su ligazón afectiva con el Perú.
Los libros de memorias que escriben los escritores y artistas tienen, por una parte, la virtud de documentar una vida y, por lo mismo, funcionar gracias a esto como fuentes de consulta para las generaciones futuras, sobre todo si se trata de un notable artista o escritor; y, por otra parte, corren el riesgo de ser usados como como instrumentos para hacer confesiones,  saldar cuentas, contar verdades o maquillar una vida para evitar el juicio del futuro.
«Soy pintor. Esas dos simples palabras han dado sentido a mi existencia. ¿Es eso lo que quiero contar? Tal vez sí, pero no se trata solamente de mi vida. Sobre todo quiero dejar constancia de toda una época de gran transformación del arte y la cultura en el Perú que me tocó vivir y en la que he tenido la fortuna de participar. ¿Se explica la vida de una persona de forma aislada? Pienso que no. Yo soy más yo gracias a mis amigos y las personas que he amado, también con las que he discrepado, las que he perdido y hasta algunas que no llegué a conocer, como los artistas y escritores que he admirado y han dejado huella en mí. », se lee en el primer párrafo del libro La vida sin dueño del pintor Fernando de Szyszlo.
A sus 91 años,  Fernando de Szyszlo (Lima, 1925)  es uno los pintores más importantes del Perú, uno de los pocos en realidad que ha logrado internacionalizar su arte y, al mismo tiempo, vincularlo con nuestro pasado cultural.Se le considera el primer artista abstracto en el Perú y uno de los renovadores de la pintura peruana.  Su obra y su influencia atraviesan casi toda la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del presente.
La vida sin dueño es libro de confesiones, algunas dolorosas, sobre su relación con Blanca Varela, la extraordinaria poetisa peruana de la generación del 50, la muerte de su hijo Lorenzo y los amigos perdidos perdidos a lo largo de su vida. Notable también es el balance que hace de su amistad con Sebastián Salazar Bondy, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Raúl Deustua, José María Arguedas, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa (“Szyszlo es el mejor amigo que tengo”), entre otros. Esos son, tal vez, los pasajes más importantes del libro, esos y los dedicadossu  aprendizaje auroral en la pintura, los mecanismos creativos que emplea frente al lienzo y las manías que adopta a la hora de pintar. “No es frecuente que un pintor explique con tanta pertinencia la manera como se va fraguando cada cuadro, el pequeño esquema, trazo, línea o figurilla que dispara el proceso, la intensidad de emociones que genera en él esta aventura cotidiana, la sospecha de que todo aquello viene de las profundidades del subconsciente, la ilusión con que trabaja, y, luego, dice, la derrota inevitable, la comprobación de que lo logrado en el cuadro terminado está siempre por debajo del cuadro concebido como idea […]”, ha escrito Vargas Llosa.Sus juicios políticos, en cambio, no son muy acertados, pero igual revelan a un artista y a un intelectual preocupado por intervenir en la vida pública con sus opiniones.

La vida sin dueño puede leerse entonces como un libro de referencia y, al mismo tiempo, como un texto personal con el que  Szyszlo ajusta cuentas con el pasado.

Trujillo, la amante antípoda de Vallejo

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Las ciudades y sus habitantes son, es cierto, entidades físicas, pero ante todo son estelas de amor y odio que perduran en forma de fuerzas ocultas e inexplicables. Por esta razón, la paz y la soledad de las ciudades abandonadas son más profundas y, por lo mismo, más insondables. El vacío silencioso de Macchu Picchu, Teotihuacán, Cartago o Roma es en realidad la memoria afectiva que dejaron sus antiguos habitantes, que nosotros percibimos desconcertados porque creemos que no hay vida más allá de la muerte.
En algún momento esas ciudades que son de todos se convierten en las ciudades de los escritores, y esto sucede cuando ellos las mitifican como espacios de existencia, las convierten en escenarios de sus obras o las cubren con el manto de su imaginación, tal y como hicieron a su debido tiempo Kafka, Borges, Joyce, Pessoa y Ribeyro con los lugares que los vieron nacer o los acogieron en su seno. Los escritores redibujan así mapas de melancolía que el tiempo confirma o diluye según la grandeza del creador.
Siempre me he preguntado, a la luz de otras experiencias que conozco, cuál fue la relación sentimental que mantuvo César Vallejo con las ciudades donde vivió, particularmente Trujillo, en la que estudió, experimentó su etapa formativa como poeta y padeció una de sus dolores más terribles: la prisión. En realidad esta ciudad es mencionada con nombre propio pocas veces en sus poemas; en sus cartas aparece de pasada y en sus cuentos y novelas jamás es utilizada como escenario o pretexto. Trujillo está presente en Vallejo como atmósfera vital o como sentimiento de amor-odio, nunca como espacio concreto. En toda su obra nunca menciona el nombre de una calle, de un parque o de un café.
El nombre de la ciudad es, por ejemplo, una frágil reminiscencia del paisaje citadino en Nostalgias Imperiales de Los Heraldos negros: “En los paisajes de Mansiche  labra/ imperiales nostalgias el crepúsculo (...) Como viejos curacas van los bueyes/ camino de Trujillo, meditando…” ; una vaga referencia cotidiana en el poema XIV de Trilce: “Pero he venido de Trujillo a Lima. Pero gano un sueldo de cinco soles” ; y una suerte de fuente de ensalzamiento histórico y patriotero en el poema circunstancial Fabla de gesta, con el que ganó un premio municipal: “…En Trujillo, la noble, la heroína…”.
Pero hay también un urbanismo literario anónimo que nos remite, por múltiples razones, a Trujillo. Podemos citar el poema VII de Trilce: “Rumbé sin novedad por la veteada calle/ que yo me sé. Todo sin novedad,/ de veras. Y fondeé hacia cosas así, / y fui pasado.// Doblé la calle por las que raras/ veces se pasa con bien, salida/ heroica por la herida de aquella/ esquina viva, nada a medias” y el LXXI del mismo libro: “Calla también, crepúsculo futuro,/ y recójete a reír en lo íntimo, de este celo/ de gallos ajisecos soberbiamente,/ soberbiamente ennavajados/ de cúpulas, de viudas mitades cerúleas./ Regocíjate, huérfano; bebe tu copa de agua/ desde la pulpería de una esquina cualquiera”.
En el cuento Liberación del libro Escalas, la referencia es igualmente pasajera, aunque está unida al pasado doloroso del poeta: “¿No recuerda usted? Soy Lozano. Usted estuvo en la cárcel de Trujillo cuando yo también estuve en ella Supe que le absolvió el Tribunal y tuve mucho gusto”, le dice un personaje a Vallejo, y éste piensa para sí: “Y le refiero a mi vez las circunstancias de mi prisión en Trujillo, procesado por incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada…”.
La austera utilización de Trujillo como nombre propio en su obra no quiere decir que no haya tenido ninguna importancia para su creación y su experiencia vital. Ocurre que es más bien, como dijimos antes, un sentimiento de amor-odio, el cual es posible rastrear bajo múltiples formas, la más intensa de las cuales es sin duda la prisión. Detrás de este hecho está el recuerdo de la ciudad, convertida ya en una herida que lo lacera y que él quiere olvidar inútilmente. “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”, dice en un poema escrito en París, muchos años después de ese acontecimiento penoso. No hay que olvidar además que en la cárcel escribió la mayor parte de los poemas de Trilce.
En una carta dirigida a Gastón Roger, seudónimo del periodista Ezequiel Balarezo Pinillos, el poeta es muy elocuente: “Encuéntrome, desde hace un mes, preso en la cárcel de esta ciudad, enjuiciado calumniosamente por un hato de crímenes vulgares que yo nunca he cometido. Es el ambiente provincial. Los rescoldos equivocados de la maledicencia lugareña. –Soy del terruño-. Soy víctima ahora de una de esas tantas infamias gratuitas o brutalmente caraboleadas que abundan, apestando a murciélago, en cada montón de cosas distritales. Porque soy del terruño de los que me acusan, y porque ocasionalmente estuve en Santiago de Chuco, ahora meses, cuando hubo matanzas e incendios en esa provincia. Es el ambiente provincial. Eso es todo”.
De esa experiencia carcelaria han devenido, además de los versos de Trilce, los datos de la ficha Nro. 387, con la que el ciudadano César Abraham Vallejo Mendoza pasó a ser un inquilino de la justicia legal; es decir, una cifra, un número más perdido entre cientos de expedientes polvorientos. Repasemos las “señas” del “fichado”: edad, 27 años; raza, mixta; cara, aguileña; color, trigueño; estado, soltero; profesión, Las Letras (así, con mayúsculas); estatura, 1.70; cabello, negro; señales particulares, ninguna; frente, ancha; cejas, pobladas; ojos, pardos; nariz, roma; boca, grande; labios, delgados; barba, poblada; orejas, grandes; instrucción, superior.
No hay que perder de vista, por otra parte, que apenas llegado a Trujillo el poeta dividió a la intelectualidad en dos bandos. Por un lado estaba “El Mentidero Público”, compuesto por sus enemigos más acérrimos; y por otro lado, “La Bohemia”, liderada por José Eulogio Garrido y Antenor Orrego. Vallejo pertenecía a este último grupo y era el blanco preferido de los “mentirosos”, quienes pregonaban con sorna que el poeta santiaguino era inferior a Víctor Alejandro Hernández, su poeta insignia.
Una noche los “mentirosos” atacaron a mansalva a Vallejo en el centro de la ciudad con tijeras en mano. Querían cortarle la cabellera, que la tenía muy abundante. El vate se defendió a puñetazos y a patadas. Pronto acudieron en su ayuda los “bohemios” y la turba de “mentirosos” huyó sin lograr su propósito.
Lo más común no eran, sin embargo, las persecuciones para cortarle la melena, sino los ataques virulentos en los periódicos de la época. Así, en un artículo firmado por Víctor Julio Pacheco (“La justicia de Jehová”), Dios ordena a Rubén Darío que le corte las grenchas a Vallejo y lo condene al infierno por entonar himnos a la “verde alfalfa” y escribir con la mayor frescura que “sus huesos son ajenos y que él es un ladrón”. Tras estas palabras se esconde no sólo un propósito denigrante sino también una fuerte carga xenofóbica y racista. Vallejo era un cholo, un “serrano”, un provinciano talentoso que escribía versos notables en una ciudad “quieta, lenta, conventual” y prejuiciosa.
Probablemente el nombre de Trujillo no está muy presente en su obra porque la tendencia natural de los hombres, como sostiene J.R. Ribeyro, es memorizar cosas, imágenes, melodías, argumentaciones o poemas y olvidar, o mejor dicho intentar olvidar, el dolor y el placer, pues nos asusta que en lugar del recuerdo de las sensaciones nuestra mente convoque las sensaciones del recuerdo, hecho imposible que no deja de ser aterrador. Quizás por esta razón Vallejo eludió sistemáticamente usar a Trujillo como un centro de gravedad literario, pues así olvidaba de algún modo el encono de gente como los “mentirosos” y atemperaba el dolor que le causaron los 112 días que estuvo bajo “las cuatro paredes albicantes” de una celda y, con ello, la atmósfera amarga de una ciudad que estaba en los extramuros de ese mundo.
En Trujillo, no obstante, el autor de Poemas humanos conoció el amor en su dimensión erótica y carnal. En 1917, tuvo amoríos con María Rosa Sandóval y Zoila Rosa Cuadra, y aproximaciones platónicas con la señorita Murguía y con Hermelinda Melly, a quienes solía aguardar en la calle para admirar a prudente distancia su belleza; así como amores de “carne ciega y lujuria cotizable” con chicas de moral dudosa, “chicas de pacotilla” diría él mismo en un carta que le dirigió a Oscar Imaña en marzo de 1918.
María Rosa Sandóval, muerta prematuramente a los 24 años, fue inmortalizada por el lírida en el poema Verano: “ Verano, ya me voy. Y me dan pena/ las manitas sumisas de tus tardes./ Llegas devotamente, llegas viejo;/ y ya no encontrarás en mi alma a nadie (…) Ya no llores, Verano! En aquel surco/ muere una rosa que renace mucho”. A Zoila Rosa Cuadra, por quien –dice su biógrafo Juan Espejo Asturrizaga- rastrilló una Smith Wesson en su sien derecha, le dedicó Setiembre, un poema melodramático: “Aquella noche sollozaste al verme/ hermético y tierno, enfermo y triste./ Yo sé lo demás…y por eso, / yo no sé por qué fue triste…tan triste…!”.
La musa Murguía le inspiró, un día en que la vio pasar a su lado en una esquina, Bordas de hielo: “Vengo a verte pasar todos los días/ vaporcito encantado siempre lejos…” ; mientras que Hermelinda Melly, cuya hermosura descubrió casi como una aparición angelical en una velada en la Plaza de Armas, le sirvió de estímulo para componer Comunión: “!Linda Regia! ¡Tus venas son fermentos/ de mi noser antiguo y del champaña/ negro de mi vivir!”. Estas dos musas eran, digamos, sus amores cívicos, sus conquistas ideales tomadas del paisaje urbano, de la ciudad en donde luego lo tratarían judicialmente como a un apestado.
Es, no obstante, con sus “hermanos” de Trujillo; es decir, con sus compañeros de generación, a los que Juan Parra del Riego denominó “La Bohemia de Trujillo”, con quienes trajinó una ciudad que en la primera década del siglo XX tenía entre 14 y 16 mil habitantes. En esa ciudad retraída y enclaustrada, cerrada, orgullosa y egoísta, resguardada por “añosos portones y gruesas varillas de ventanas coloniales”, pasó cinco años haciendo vida irreverente con gente librepensadora, sensible y fraterna.
Los centros de reunión de “La Bohemia” eran muy visibles y se contaban con los dedos. Para beber y comer: el bar “Americano”, el café “Esquén” (en el jirón Ayacucho), las huertas “Los Tumbos” y “Los Ñorbos” (ambas en el barrio Chicago), los restaurantes "Morillas" y "Valeriano" (frente a la playa de Buenos Aires). Para recitar poesía, escuchar música y sostener encuentros esotéricos: la garconiere de José Eulogio Garrido (en la cuadra cuatro del jirón Independencia, al lado de la Catedral, donde hoy funcionan oficinas de abogados y una tienda fetiches religiosos), el departamento de Antenor Orrego (en el jirón Salaverry), la casa del músico Daniel Hoyle, conocida como “El Molino” (detrás del actual campus de la Universidad Privada del Norte) y la ciudadela de Chan Chan. Y para espectar comedias y admirar bailarinas ocasionales como Nora Rouskaya, el teatro “Ideal” (en el jirón Orbegoso) y el teatro “Gloria” (en el jirón Independencia).
El autor de Trilce era, al parecer, un vecino conocido de la ciudad por muchas razones, entre ellas porque alguien había dicho que le “faltaba un tornillo”, porque escribía versos “raros” y porque aparecía en la prensa como cualquier trujillano respetable. En los diarios La Reforma y La Industria su nombre estaba siempre en la lista de los mejores alumnos de la Universidad, otras veces figuraba como un graduado notable, como integrante de comités sociales, como animador de fiestas cívicas y como beneficiario de afectos amicales. El 16 de marzo de 1921 La Reforma anunció: “Cumpleaños en el presente día del señor César A. Vallejo. Con tal motivo sus amigos le obsequiarán con un banquete”. Esta era, pues, el Vallejo civil, el trujillano transitorio que algunos no reconocen todavía.
Los vínculos del poeta con la ciudad se expresaron como dijimos al principio, en forma sentimental antes que física. No obstante, sus biógrafos, sus amigos y sus apologistas más sinceros han reconstruido poco a poco el plano de la ciudad que él dibujó con sus propias quejas y contentamientos entre 1910 y 1923, año en que se marchó definitivamente. En ese plano el 6 de noviembre de 1920 tiene particular importancia. Ese día el poeta fue sacado sin oponer resistencia de la casa del Dr. Andrés A. Ciudad, ubicada en el jirón San Martín 422, por un juez, un subprefecto, seis policías, un oficial y un escribano. Estaba acusado de vándalo e incendiario.
El convoy salió de la casa del doctor Ciudad y bajó con el detenido hasta la esquina de Orbegoso con San Martín (allí funcionaba antes el hotel “El Arco” donde se alojó Vallejo varios meses; hoy, irónicamente, en esa misma esquina, hay un restaurante con un letrero que dice en letras de madera: “El rincón de Vallejo”), dobló en dirección a la Plaza de Armas, cruzó ésta hasta la esquina de la Municipalidad y de ahí fue en línea recta por el jirón Pizarro hasta la antigua cárcel de la ciudad. Durante todo el trayecto el detenido estuvo, desde luego, esposado y al parecer no pronunció palabra alguna. Esta experiencia tan ignominiosa, empero, lo dejó marcado para siempre. A partir de entonces, creo, el amor profundo por Trujillo pasó a ser un amor a hurtadillas, silencioso, oculto y resentido.
Si Vallejo entró en circunstancias humillantes a la cárcel, salió de ella con un aire digno y solidario. Antenor Orrego, entonces director de La Reforma, publicó el día de su liberación una nota que decía: “Con motivo de haber sido puesto en libertad el poeta señor César A. Vallejo, el círculo de intelectuales y amigos íntimos del artista le agasajó con una comida en la playa de Buenos Aires, en la que reinó la más fraterna cordialidad”. Ese 26 de marzo de 1921, los integrantes de “La Bohemia” en pleno montaron en cuatro automóviles llenos de euforia y alegría y se dirigieron cantando hasta la playa de Buenos Aires. Recalaron luego en el restaurante "Valeriano", donde bebieron y comieron hasta la saciedad. El agasajado cumplió ese día 29 años.
“La noble, la heroína” trató al poeta como un hijo y, a veces, como un hijastro. No creo exagerar si digo que a partir de la negra experiencia de Vallejo, Trujillo alberga como un sentimiento de culpa; sentimiento que todos sienten, pero que nadie sabe muy bien cómo sacar de sí. Para liberarnos el poeta nos dejó en ciernes algunas pistas. Recitemos con él: “!César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes,/ sabiendo que ando cautivo, sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/ ¡César Vallejo, te odio con ternura!”. Después, claro, lo amaremos más y definitivamente.

Vallejo en Trilce, el enigma insoluble

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Las preguntas que en un principio originó el libro aún persisten. ¿Qué es Trilce? ¿Un experimento, un libro raro, un capricho lingüístico de César Vallejo? No es fácil dar una respuesta, sobre todo si se trata de un texto sin aparente filiación u origen. Es como un libro surgido de la nada.
Hacia 1922, nada, en efecto, hacía presagiar la aparición de una obra con esas características. Antes de escribirla, César Vallejo era estilística y creativamente un modernista tardío, un deudor de Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Herrera y Reissig. ¿Qué pasó entonces por la mente de Vallejo, tras la publicación de Los heraldos negros en 1918? ¿Cómo pudo operar un cambio tan radical en su escritura.
De la noche a la mañana el poeta ya era vanguardista, aunque esta corriente literaria estuviera todavía en su fase independiente y multiforme. Como dice Washington Delgado, Vallejo consigue muy temprano, a pesar de él mismo, que la vanguardia no se quede en la moda, en la frivolidad imitativa y se convierta en carne y en sustancia práctica.
Trilce es, al mismo tiempo, la negación absoluta del modernismo y el hallazgo de un vanguardismo propio y original. Esta posición no lo acerca, sin embargo, al vanguardismo ortodoxo; más bien lo aleja de él, pues éste busca siempre la imagen aséptica, la exclusión de la anécdota y el sentimiento regional e histórico; es decir, la estética pura. Vallejo, en cambio, acoge las emociones personales, familiares, sociales e impuras que lo envuelven.
Los temas que componen el libro son, en cierto modo, anti-vanguardistas: la vida sencilla de la provincia, las relaciones familiares, los juegos de la infancia, los amores juveniles, las emociones personales, la pérdida de la madre, la vida en la prisión, el paisaje pueblerino, etcétera. Ellos atraviesan el libro y le dan unidad.
¿Y dónde reside su vanguardismo personal? Pues en la actitud revolucionaria con que asumió el lenguaje. Vallejo revela sin trabas su mundo anímico, aunque para conseguir este propósito transgreda las normas de la gramática y la preceptiva. El ritmo tradicional que le infunde la métrica a los poemas desaparece para dar paso a un ritmo interior desconocido, descarnado y profundo.


“Las reglas gramaticales, los vocablos mismos son sometidos a violentos descoyuntamientos. Hasta la ortografía resulta vulnerada y las palabras parecen escritas no de acuerdo a una tradición semántica ni a una realidad sonora, sino a imprevistas asociaciones automáticas”, dice Washington Delgado. Para muestra un botón: “999 colorías. / Rumbb…Trrrarrrrracha…chaz / serpentínica u del bizcochero / enjirafada al tímpano”.
El resultado de una escritura tan personal es una poesía expresiva, hermética, incomprensible y ajena al propósito comunicativo del lenguaje corriente. La verdad es que los poemas de Trilce nadie los comprende. Algunos críticos dirán, como es usual, que la poesía de su autor está hecha para ser sentida y no para ser comprendida. Ingenioso sofisma. La verdad —repito— es que los poemas de Vallejo son de difícil comprensión.
El poeta liberteño lo sabía; por eso, tras la aparición de Trilce, le escribió a Antenor Orrego una carta en la que reconoció: “Mi libro ha caído en el mayor vacío”. En esa misma carta, le expresa más adelante, con emotiva lucidez, la enorme audacia que había acometido: “Me doy en la forma más libre que puedo, y ésta es mi mayor cosecha artística. […] ¡Dios sabe cuánto he sufrido para que el ritmo no traspasara esa libertad y cayera en el libertinaje! ¡Dios sabe hasta qué bordes espeluznantes me he asomado, colmado de miedo, temeroso de que todo se vaya a morir a fondo para que mi pobre ánima viva”.
César Vallejo, debo decirlo, escribió su libro revolucionario con sinceridad. Nada en él es artificial o se rige por el puro juego verbal. Es una creación transparente, que responde a una necesidad imperiosa: hacer decir a las palabras lo que el sentimiento manda; y si el lenguaje se opone, convertir ese lenguaje en algo propio, manipulable y nuevo, sujeto a la voluntad y a los vaivenes emotivos del creador. Vallejo escribió Trilce “en difícil”, porque no lo podía hacer de otra manera.
Curiosamente, Trilce fue publicado en 1922, el mismo año que otros libros de difícil comprensión: Ulises de James Joyce y La tierra baldía de T.S. Eliot. Todos ellos, casi inaccesibles para los lectores, aunque fuentes permanentes de gozo estético para una minoría. Si bien tanto hermetismo y tantas transgresiones lingüísticas han vuelto impopular este libro, no podemos dejar de reconocer en él, como afirma certeramente Ricardo Silva Santisteban, el testimonio invalorable de quien se asomó y traspuso los “bordes espeluznantes” de la realidad lingüística para alcanzar el Ser, el único y auténtico Ser capaz de comunicarnos al mismo tiempo con el cosmos y la vida.



Queremos tanto a Vallejo

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La relación de los peruanos con César Vallejo es paradójica. En abril (o en marzo) de cada año todos nos acordamos de él, lo llenamos de elogios, lo llamamos maestro y hasta recitamos en su honor Los heraldos negros o Los dados eternos. Vallejo es, en pocas palabras, nuestro poeta más famoso y también nuestro más ilustre desconocido.
Una cosa, dice Borges, es la fama y otra la popularidad. Gracias a la primera, un escritor puede ser “más conocido” que Cristo (es un decir), y gracias a la segunda muy leído, es decir, muy popular, muy metido en la vida de la gente. No es un sacrilegio ni una revelación: Vallejo es un emblema de peruanidad, pero los peruanos promedio no lo leen.
La paradoja es más paradoja si agregamos que en otros lares la poesía del “cholo” es bastante apreciada (España, por ejemplo) y si llegamos a la conclusión que los estudios sobre su obra son más numerosos que las ediciones de sus libros. Los críticos han escrito libros para leer e interpretar su poesía, pero nadie lee a estos exegetas ni menos a Vallejo. Cuando digo “nadie” es evidente que exagero. Debería decir “la mayoría”.
César Vallejo, pese a las paradojas, es un poeta muy querido en el país. La gente no lo conoce, pero lo aprecia. Es como todos esos jóvenes que llevan en sus camisetas la imagen del Che Guevara: no saben nada de su ideología, pero intuyen que tras la imagen de ese barbudo hay un rebelde que se hace querer. ¿Y por qué queremos tanto a Vallejo? ¿Cuál es la causa de este cariño?¿No dicen que la mayoría no lee sus versos?
Creo que los peruanos queremos a Vallejo de varios maneras. La mayoría, porque ha interiorizado al poeta modernista de “Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé”, al artista de las fotografías patéticas y al hombre cuyos retazos biográficos revelan al paradigma romántico del lírida: pobre, triste, pero amante de la belleza. Amor a primera vista, se dice. Tan luego uno conoce algo de él, provoca abrazarlo y pedirle que no sufra más.
Otra forma de quererlo es a través de la identificación. Vallejo no sólo es el “cholo”, el “serrano” que escribe una poesía de gran calidad, sino el provinciano que salta con garrocha a Lima y se marcha a París; es decir, al centro mismo del arte y la civilización, para escribir con las tripas y morir un día de aguacero. Vallejo es, en cierto modo, la expresión personal de una aspiración colectiva: nadie es profeta en su tierra. Una tierra donde le pegaban con un palo y duro también con una soga, sin que él les haga nada.
A Vallejo lo queremos asimismo por la poesía que ha escrito. Este es, digamos, el amor de vida y obra, de humanidad completa. En realidad es un cariño basado no en la poesía de los golpes tan fuertes de la vida, ni el Dios que le duele mucho el corazón o la Rita de junco y capulí, sino en los versos que nos cuestionan la existencia y nos pone la piel de gallina de pura intensidad y altura: “César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes/sabiendo que andas cautivo,/ sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/¡César Vallejo, te odio con ternura!”.
Pero todo no es amor para el autor de Trilce. Hay –y son los menos- los que lo malquieren, los que desean matar su fama, los que pretenden sacudirse de sus sombra y los que le llaman “llorón”, “ramplón”, “dramático” y “sombrío”. En verdad no hay odio, sino un exceso de individualismo: “quiero ser yo, pero Vallejo no me deja”. En todo caso, se trata del clásico amor /odio que cultivan los peruanos.
En el otro extremo están los papistas, los que lo adulan, los que por el exceso lo visten de santo o pervierten su poesía. Ellos han escrito el libro del malamor, han ahuyentado a los lectores potenciales y han edificado un altar de huachafería y mal gusto para deshonrar al poeta. A Vallejo se le quiere como él propuso querer a los demás: “¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial/ interhumano y parroquial, provecho! (...) quería/ ayudar a sonreír al que sonríe,/ ponerle un parajillo al malvado en plena nuca,/ cuidar a los enfermos enfadándolos,/ comprarle al vendedor,/ ayudarle a matar al matador- cosa terrible-/ y quisiera ser bueno conmigo/ en todo”. Y no como suponen los farsantes.
Diríamos entonces que a César Vallejo lo odiamos con ternura y lo “ternuramos” con odio; es decir, lo queremos completamente, aunque sólo hayamos leído “Hay golpes fuertes en la vida, tan fuertes… yo no sé”. 

Césares del exilio

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César Vallejo y César Moro representan dos formas contrapuestas de asumir la literatura y de integrarse a una cultura, en este caso la francesa.
César Vallejo era 11 años mayor que Moro (el primero nació en 1892 y el segundo en 1903), sin embargo los dos crecieron bajo el mismo influjo cultural. Ambos publicaron en la revista Amauta, ambos leyeron a Eguren, a los simbolistas, a los postmodernistas y a los vanguardistas. 
Hoy sabemos que a principio del siglo XX, César Vallejo y sus amigos escritores de Trujillo leían a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé; además de Rubén Darío y otros modernistas y posmodernistas. Orrego y Haya habían sido educados por curas franceses en el colegio Seminario y es de suponer que conocían el idioma y la literatura francesas. ¿Leyó Moro lo mismo? Yo supongo que sí, aunque desde otro punto de vista. Moro estaba más seducido por el espíritu de la vanguardia. Recordemos que el nombre artístico que asumió desde 1923 lo extrajo de una de las obras del vanguardista español Ramón Gómez de la Serna.
En el itinerario creador de estos grandes poeta peruanos hay, sin embargo, muchas  diferencias. Moro pertenece de una vertiente de la poesía peruana que viene de José María Eguren (el creador de la poesía moderna en el Perú) y es hasta cierto punto purista y concentrada en sí misma. Vallejo, en cambio, inaugura una vertiente que se abre hacia lo colectivo y el drama humano. Durante ocho años, entre 1925 y 1933, ellos vivieron en París, sin embargo nunca coincidieron. ¿Tuvieron noticias uno del otro? Yo sospecho que no quisieron coincidir debido a tenían intereses ideológicos y artísticos disímiles. 
Gracias a la publicación de las cartas que su cruzaron Emilio Adolfo Westphalen y José María Arguedas, íntimo amigo de Moro y compañero de aventuras contestatarias, hoy se sabe que los «surrealistas» peruanos no estimaban la poesía de César Vallejo. «En Trilce se siente una falla, un fracaso (…) Hasta ahora nadie nos ha explicado obedeciendo a qué propósitos, influido por cuáles motivos subjetivos y objetivos, por cuáles ejemplos, Vallejo escribió Trilce. ¿No es sintomática la ninguna influencia que ha tenido en las manifestaciones posteriores de la poesía castellana?», le dice Westphalen a Arguedas.
En Europa, alrededor de 1925, Moro entra en contacto con los surrealistas y cuatro años después publica en la revista El surrealismo al servicio de la revolución (1933). Continuará con esta filiación artística en su estadía en México. En realidad, nunca abdicará del surrealismo. Moro fue, artística y programáticamente, un surrealista. César Vallejo, si seguimos la línea de su pensamiento en su crónica Autopsia del surrealismo, estaba más bien convencido de que el surrealismo era una impostura de la vida, una escuela pasajera y una farsa de tintes anarquistas. 
El exilio de Moro fue radical, a tal punto que escribió el 90% de su obra en francés. Esta extrañeza se explica, por una parte, en su deseo de guardar en la máxima reserva posible su vida íntima; y por otra, en usar el francés como un medio idóneo para su propuesta estética. César Vallejo vivió también un exilio radical. Es más, nunca volvió al Perú. Pero él no renunció al español por razones personales o culturales, sino que lo sometió a un destripamiento, a una reinvención para que lograra expresar lo que el quería. Moro le dio en cierta forma la espalda al español como vehículo de expresión poética; Vallejo más bien lo destruyó para volver a armarlo en mejores condiciones.
En la época en que escribieron Vallejo y Moro, el francés era el lenguaje de los diplomáticos y la lingua franca de los artistas Llegar a París era, asimismo, la meta soñada por un poeta. En ambos casos existía, como sostiene Marco Martos, el convencimiento de que un solo eje lingüístico era insuficiente para conocer la cultura mundial. No sé hasta qué punto Moro dominaba el francés, pero lo cierto es que escribió todas obras en ese idioma, salvo La tortuga ecuestre. Vallejo, por su parte admiraba hasta donde sé la lengua de Verlaine y Rimbaud.
Quizás César Moro se aproximó más a la cultura francesa que César Vallejo, no obstante ninguno de los dos logró integrarse totalmente a ella. Ambos crearon sus obras desde la periferia. Moro no fue nunca parte del cogollo del surrealismo ni Vallejo estuvo entre los intelectuales marxistas con más poder y prestigio, lo cual no mella en nada su extraordinaria poesía.
En Francia, César Vallejo conoció, analizó y le tomó el pulso a la cultura mundial. Sus crónicas escritas entre 1923 y 1937 se publicaron en muchos medios importantes en el Perú. Y, sobre todo, allí Vallejo conoció mejor al Perú, con el que mantuvo siempre una relación amor-odio. Estoy convencido que sin Francia y su cultura su poesía sería otra. En el caso de César Moro, Francia le dio el surrealismo, que él abrazo con la fe del fanático y la firmeza de un rebelde. Digamos que Moro amó el primer surrealismo, el de la contestación pura, el del anarquismo i

Recuerdos de El poeta joven del Perú

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El famoso concurso que promoviera el poeta Marco Antonio Corcuera ha vuelto después de veinte años y espera recobrar su antiguo esplendor. Hace treinta años gané ese célebre concurso. Aquí un balance provisional de esa experiencia inolvidable.

Del premio  Poeta Joven del Perú que gané en 1985 tengo en el recuerdo el sonrojo que inundaba mi cara cuando supe que lo había ganado; una marcha forzada de Buenos Aires a Huanchaco una madrugada de Año Nuevo; seres humanos que conocí el día de la ceremonia  de premiación y se volvieron amigos de toda la vida; compañeros de letras que celebraban más que yo lo que consideraban un trofeo generacional; la risa de gigante de César Calvo, a quien nunca le dije que yo había sido el premiado por un jurado del que él formaba parte; un reconocimiento municipal en Chulucanas a la manera de un hijo ilustre sin lustre; un sobre de manila lleno de siete millones de intis que si no los cambiaba pronto a dólares la inflación alanista los iba a reducir a nada; decenas de libros que nunca hubiera podido comprar sino hubiera sido por el Premio, entre ellos una antología de Cesare Pavese que todavía me acompaña; quince minutos de fama que no me volvieron ni rico ni pobre; un prestigio provinciano a partir de una columna dominical por la que, supongo, me odian y me quieren a la vez; las bodas de plata de mis padres pagadas con una parte de esos siete millones de intis, es decir, con el dinero de la poesía; el llanto contenido en los ojos de mis progenitores cuando les contaron que yo había ganado un premio que me hacía joven, en ese momento, y viejo al día siguiente; la admiración (y la compasión) de algunas mujeres que luego se dieron cuenta que la poesía es solo una ráfaga de luz que nadie entiende o un viaje directo a ninguna parte; comentarios malintencionadas que atribuían a un poeta del grupo Trilce  haber hecho lobby a mi favor entre los miembros del Jurado; el gusto de conocer a todo el zoo poético de Trujillo; el mal gusto de ganarme enemigos gratuitos por un libro gris que habla de un poeta que no sabe que es  poeta y camina extraviado por las alambradas del verano; el desdén y la indiferencia generalizada en Lima por mi premio en un momento en que era hegemónico lo conversacional y el lirismo una expresión de anacronismo;  la conciencia de que en adelante, así no ganara ni un solo centavo, mi destino iba a ser el de un lector que escribe y no el de un escritor que lee; la firme voluntad de que iba a mantener la dignidad de escribir pese al oscuro porvenir que me aguardaba si no me dedicaba al Derecho; unos cuantos lectores fieles cuyo lealtad trato de retribuir a duras penas; el conocimiento y la admiración tardía por Fernando Pessoa y el amor temprano por César Vallejo; la satisfacción de conocer a un Quijote de carne y hueso: Marco Antonio Corcuera, y la tristeza de comprobar que los poetas también se mueren; el malentendido de que alguien me llamara el “poeta más joven del Perú” cuando en realidad no se trataba ni de  la edad ni del territorio nacional; un país lleno de coches bomba y mucho  desconsuelo; una profunda comprensión y cariño por todos aquellos que creen en el poder de la poesía; y un montón de diarios y revistas amarillentos con noticias sobre el premio. Han pasado treinta y dos años desde entones y, no quisiera, como quería Pessoa, que me juzguen idéntico a mí. 

Vallejo y Pessoa: un hallazgo intertextual

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¿Qué tienen poéticamente en común dos escritores exiliados que nacieron en lugares lejanos entre sí, que hablaban y escribían en lenguas diferentes y qué sentían y percibían también de modo diferente? La intertextualidad nos revela más de una coincidencia.
Se podría decir que el poema La violencia de las horas del peruano César Vallejo y un fragmento narrado del Libro de desasosiego del portugués Fernando Pessoa guardan un vínculo de intertextualidad muy profundo por muchas razones.
En principio, fueron escritos en el contexto de una misma cultura: la occidental cristiana, a comienzos del siglo XX, en lenguas de un mismo origen. Luego tenemos algunas coincidencias cronológicas: La violencia de las horas pertenece a un conjunto de textos escritos por Vallejo entre 1931 y 1937, en tanto el fragmento de Pessoa pertenece a una serie de pequeños ensayos, aforismos y fragmentos de diario redactados entre 1913 y 1935. Ambos autores fueron contemporáneos sin conocerse nunca por un espacio de 12 años (1923-1935)
Leamos el texto de Pessoa: «¿El viejo sin interés de los botines sucios que se cruzaba conmigo a las nueve y media de la mañana? ¿El vendedor de lotería cojo que me daba la lata inútilmente? ¿El viejo orondo y colorado, con su puro, en la puerta del estanco? ¿El pálido dueño del estanco? ¿Qué se hizo de todos esos que, por haberlos visto y haberlos vuelto a ver, han sido parte de mi vida? Mañana yo también me sumiré en la Rua da Prata, en la Rua dos Douradores, en la Rua dos Fanqueiros. Mañana yo también –el alma que siente y que piensa, el universo que soy para mí–, mañana yo también seré el que dejó de pasar por esas calles, el que otros vagamente evocarán con un “¿qué habrá sido de él?” Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianidad callejera de una ciudad cualquiera».
Y ahora el de Vallejo: «Todos han muerto. / Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo./ Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas,/ respondiéndoles a todos, indistintamente: "Buenos días, José! Buenos días,/ María!"./ Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también/ murió a los ocho días de la madre./ Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía/ en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer./ Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana,/ sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina./ Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién./ Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando/ llueve y no hay nadie en mi experiencia./ Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi/ víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de/ agosto de años sucesivos./ Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas/ melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes/ de que el sol se fuese./ Murió mi eternidad y estoy velándola». Las locaciones son distintas: Lisboa y Santiago de Chuco, sin embargo los personajes, las imágenes que suscitan y los sentimientos que convocan parecen tener un mismo origen. Pessoa y Vallejo dialogaban sin conocerse, lejos el uno del otro. ¿Cómo es que sus textos llegaron a resultados tan semejantes? El poder que tiene la poesía para universalizar lo cotidiano, lo local y lo simple creo que lo explica de alguna manera. De allí, de lo que pasa a veces inadvertido, es de donde se sacan los materiales para conseguir lo perdurable. Pessoa y Vallejo lo sabían de sobra.
Se trata de textos coetáneos, de ahí sus semejanzas temáticas, coloquiales y estilísticas. ¿Pudieron dos exiliados (uno mental y el otro físico, aunque ambos huían de sí mismos) componer poemas de una parecida intensidad y grandeza aunque no se conocieran ni leyeran nunca? Es más: ¿Pudieron llegar por distintas direcciones al mismo nivel de conciencia poético a partir de contextos reales diferentes? La intertextualidad por lo menos demuestra que sí.

La feria del libro que se viene

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La primera feria del libro de Trujillo se realizó el 2003 y ha tenido diferentes organizadores, etapas y enfoques, pero digamos que, en esencia, ha sido una, aunque haya quienes quieren hacer distinciones por razones ajenas a la cultura.
Desde esa primera feria hasta hoy han pasado 14 años y la Feria se sigue realizando con altibajos, periodos de inercia y chispazos de calidad. Ahora mismo se avecina una que tiene como invitado especial (gracias al apoyo del Hay festival) al novelista español Javier Cercas y tendrá como espacio principal la vieja Plaza de Armas. ¿Por qué es importante una feria del libro como la de Trujillo y por qué se sigue realizando si el Perú no es un país que se caracterice por tener muchos lectores?
La Feria del Libro se realiza, creo, en primer lugar porque hay una tradición cultural que se remonta a miles de años de antigüedad y, en segundo lugar, porque en su organización, desde hacer más de una década, han confluido gentes de distintas generaciones que creen firmemente en el valor del libro y la cultura. Hay sin duda un sesgo utópico en esto: la feria es un intento de reducir esa brecha entre el libro y los lectores, una manera de acercar al ciudadano común y corriente a los libros y a los autores y un modo de entusiasmar a la gente con la idea de que el conocimiento es una fiesta o de que el libro no tiene por qué estar reñido con placer.
Sé que es difícil lograr todo los objetivos anteriores. Ya llegará, sin embrago, el momento de medir el impacto de la feria en la educación y la cultura trujillana en lo que lleva de existencia. Lo importante es que la Feria es un proceso en marcha, un fenómeno que forma parte de aquello que Theodor Adorno y Max Horkheimerllamaron en los años sesenta industrias culturales; es decir, a los sistemas de creación, producción, exhibición de bienes culturales vinculados con la cultura de masas.
Si preguntamos a los ciudadanos comunes y corrientes sobre la importancia la feria del libro seguramente estarán de acuerdo con ella, sin embargo no podemos dejar de reconocer la incoherencia entro lo que dicen y lo que hacen. Si lo sienten como suyo, ¿por qué no acuden en masa al llamado y, cuando acuden, por qué compran tan poco? La respuesta es precisamente la propia Feria. Esta existe para que esa incoherencia vaya reduciéndose poco a poco, hasta que valorar y leer un libro se convierta en un hábito, en un acto reflejo para la mayoría y no para una minoría, como lo es ahora.
Ferias de libros hay muchas en el Perú. La de Trujillo fue en algún momento de esos catorce años de los que hablamos la segunda más importante del Perú después de Lima. ¿Y qué tiene la de Trujillo que no tenga la de Lima, la de Arequipa, la de Huaraz o la de Piura? El orden de las respuestas es elsiguiente: persistencia, calidad ascendente y manejo de una o varias ideas fuerza. La que realizará el equipo de la MPT del 12 al 22 de noviembre incluye 23 invitados internacionales, 60 nacionales y más de 250 actividades como presentaciones de libros, mesas redondas, conferencias y espectáculos musicales y teatrales.  El país invitado es Paraguay y se rendirá homenaje especial al 125 aniversario del natalicio del poeta universal César Vallejo y a los cien años del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos.
Participarán, entre otros, los peruanos Fernando Ampuero, Renato Cisneros, Alonso Rabí, José Carlos Yrigoyen, Iván Thays, Hugo Coya; el inglés Kigsley L. Dennis, los franceses Chloé Thomas y Yohan Turbet y los paraguayos Ramiro Domínguez, Renée Ferrer y Alcibiades González Delvalle. Preparémonos.


Los animales y los hombres

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Los animales no humanos sienten placer y dolor, felicidad y miseria, como los seres humanos. Según el filósofo Jesús Mosterín, solo podemos interactuar con  ellos a través de las emociones, sobre todo a través de la compasión. Es imposible hacerlo lingüísticamente.
 Según el filósofo Jesús Mosterín, los humanos solo podemos interactuar con los animales a través de las emociones. Esto significa que los animales sienten placer y dolor, felicidad y miseria, como creía Charles Darwin, y es a través de esos estados anímicos (y sus correspondientes expresiones corporales) que establecemos con ellos una forma eficaz de comunicación.
Entre las emociones de los hombres hay una de carácter moral, la compasión, que consiste en una situación desagradable que sentimos al colocarnos en el lugar imaginario de quien sufre o padece algún mal, situación que nos mueve a la identificación y a la solidaridad. David Hume afirmó en el siglo XVIII que las dos emociones morales básicas de la vida del hombre son el amor por uno mismo (amor propio) y la compasión por los demás. Por la compasión tratamos de impedir que un mal moral físico (el dolor propiamente dicho) o un mal moral psíquico (sufrimiento artificialmente provocado) cause daño a cualquier animal capaz de sentir dolor.
Comparto la solidaridad que algunas personas muestran frente a un animal herido, hambriento o maltratado. Comparto también las acciones de quienes practican una ética de la compasión y quieren convertir en leyes los derechos universales de los animales. Lo que no comparto es el doble discurso de algunos, su ambivalencia como supuestos defensores de criaturas indefensas y su moral relajada frente a situaciones propiamente humanas. Me refiero a que los mismos que defienden con ardor el derecho a que un perro no sea maltratado por un ser humano cruel son los mismos que deberían oponerse, con la misma fuerza y conciencia moral, a que un ser humano torture, física o moralmente, a otro semejante.
La historia de la consideración moral de los animales no ha sido uniforme. Ninguna de las religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islamismo) ha considerado a los animales como sujetos de derechos o criaturas dignas de ser apartadas del sufrimiento. No lo eran porque simplemente se trataba, según los preceptos de esas religiones, de criaturas inferiores a los ojos de Dios y, por lo mismo, incapaces de sufrir. Tampoco los capaces, salvo muy raras excepciones, los filósofos griegos.  Algunos llamaron a esto especismo (superioridad de la especie humana sobre cualquier otra especie) y otros antropocentrismo (el hombre es el centro, las demás criaturas son la periferia y, por lo tanto, hay que ignorarlas). Los únicos consecuentes con el derecho de los animales han sido, desde tiempos remotos,  los budistas y los jainistas, quienes no solo han practicado la ahimnsa (no violencia), sino también se han opuesto radicalmente a cualquier forma de sacrifico animal. Más adelante, gracias al espíritu que impulsó la Ilustración, las cosas empezaron a cambiar y los animales fueron tratados con menos desprecio.
La relación entre los animales humanos y los animales no humanos es una relación muy especial que extrae lo mejor y lo peor de nosotros mismos. De nuestra conciencia moral depende cómo manejemos eso que David Hume  consideró como emociones morales no excluyentes y que pueden  practicarse de un modo equilibrado y profundo: el amor propio y la compasión.

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Ilustración tomada de: https://www.caminosalser.com/637-videosdeinteres/especial-sobre-la-vida-el-hombre-y-los-animales-imagenes-y-videos-fotografias-por-gregory-colbert/

Las lecciones del «Niño Costero»

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¿Los efectos del Niño Costero han podido ser menores? Todo parece indicar que si existieran planes de prevención, se gastara lo que se hubiera que gastar y se asumieran las responsabilidades que le competen a autoridades y políticos.
El fenómeno de El Niño costero, o como se llame, ha dejado hasta ahora, según cifras oficiales del gobierno peruano, 75 muertos, 264 heridos, 20 desaparecidos y cerca de 700.000 mil afectados. Estas cifras probablemente irán en aumento conforme pasen los días.
Si bien se trata de un fenómeno natural cuya magnitud y efectos exactos no se pueden determinar, todo indica que si se hubieran planeado y ejecutado labores de prevención ahora tendríamos menos cosas que lamentar. En Ecuador, por ejemplo, gracias a un proyecto de control de inundaciones y a la ejecución de megaproyectos hídricos su población del sur sufre muchísimo menos los estragos de los desbordes y deslizamientos. Una manera inteligente de vincular desarrollo con prevención.
En el Perú, los desastres naturales funcionan como el eterno retorno y, sin embargo, no aprendemos ―no queremos aprender― la cultura de la prevención. Hace noventa y dos años (1925), de acuerdo a los archivos periodísticos, sucedió un fenómeno semejante y hace treinta y cuatro (1983) uno parecido y hace diecinueve (1998) otro igual. Ni un solo megaproyecto hídrico con la finalidad de controlar las inundaciones se ha ejecutado durante todo esto tiempo. El dinero destinado a la prevención o no se gastó o terminó en los bolsillos de autoridades corruptas.
En 1998, de las cinco quebradas que cercan a Trujillo solo la de San Idelfonso causó problemas. En el 2017, las aguas de esta, hasta el cierre de esta edición, han bajado y llenado de lodo por siete veces consecutivas gran parte de la ciudad, en tanto las quebradas del León, del Cerro Las Cabras, de San Carlos y Santo Domingo han causado graves daños materiales y psicológicos a la población de distritos aledaños a Trujillo.
La primera gran lección que inferimos de estos malos momentos que padecemos los peruanos es la importancia de la cultura de la prevención. Cuando hablamos de cultura de la prevención nos referimos, por un lado, a la responsabilidad que le compete a las autoridades y a los políticos para asumir su rol y no dedicarse al pillaje de las arcas públicas; y, por otro lado, a la conciencia que deben desarrollar los ciudadanos para organizarse y no desafiar a la naturaleza levantando casas en cauces naturales de ríos y quebradas o ensuciando las riberas de los mismos. La segunda gran lección es la solidaridad, que siempre funciona en situaciones límites. Realmente es admirable la actitud y el optimismo de los jóvenes frente a la adversidad y, sobre todo, es admirable su predisposición para ayudar a quienes menos recursos materiales tienen. Lo mismo pasa con la capacidad de los vecinos para organizarse y paliar los efectos de la destrucción, ya sea levantando muros con sacos de arena para contener el lodo o respondiendo al llamado de las cadenas de donaciones.

No obstante la buena reacción del gobierno, la actitud positiva de los jóvenes y la unión de los vecinos, no hay que olvidar que un desastre natural no se enfrenta con la buena suerte, sino con inteligencia, planeamiento y estrategias de prevención.  Ojalá lo aprendamos de una buena vez.

Diálogos en el zoo literario

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Un magnífico libro de entrevistas a diecinueve escritores hispanoamericanos y un portugués escrito por Alonso Rabí Do Carmo, nos aproxima, con inmenso placer, a la esencia del arte exclusivo y excluyente de la creación literaria.
Según Alonso Rabí Do Carmo, el nombre de su último libro, Animales literarios, es un homenaje a un libro que publicó hace algunos años Enrique Lafourcade (Animales literarios de Chile), así como una analogía del concepto aristotélico de que el hombre es un animal político.
Un animal literario vendría ser entonces alguien que ha creado su propio hábitat y sus propios códigos de comunicación; en suma, alguien que vive por y para la literatura, que respira letras, que se acuesta con ellas y no encuentra otra manera de vivir. Un animal literario sería, por ejemplo, Mario Vargas Llosa.
Rabí Do Carmo ha reunido a 18 escritores, así como a un biógrafo y un fotógrafo de escritores para interrogarlos acerca del oficio de la escritura. El formato recurrente es la pregunta-respuesta a través del cual logra establecer un diálogo ameno limitado por el tiempo, el ánimo del entrevistado y las circunstancias que se presentan.
Más que las entrevistas propiamente dichas, a mí lo que más me gusta es lo que hay antes, después y detrás de ellas; es decir, la manera en que los hechos se ordenan alrededor del personaje entrevistado gracias al azar, la voluntad a la predestinación. En el libro Animales literarios, las mejores entrevistas son las que están acompañadas de una breve semblanza o perfil del entrevistado o del relato de lo que ocurrió alrededor de la entrevista:  cuando al entrevistador se le heló la sangre porque la grabadora no había funcionado y su amigo Paco Tumi le permitió usar la suya; o el ceño fruncido de Carlos Fuentes advirtiéndole que disponía solo de 20 minutos para la entrevista; o el súbito interés de Gonzalo Rojas para que lo entrevistara mejor en un parque antes que en el lobby del hotel donde se había alojado; o el secuestro abrupto que hace Alfredo Barnechea de Jorge Edwards mientras ocurría lo mejor de la conversación.
A veces pienso que esto es lo que más le interesa a los lectores no solo por una cuestión de morbo o curiosidad excesiva, sino porque es un modo más sincero de aproximarse a personajes que de ningún modo van a decir nunca la verdad, ya que siempre tienen respuestas para cada ocasión.
Alguien que sí dice la verdad, o al menos eso parece, es el colombiano Héctor Abad Faciolince. Ante la pregunta de por qué ha dicho que la literatura no le parece una actividad tan importante en la vida, él responde con pasmosa frialdad: “Tengo la impresión de que las cosas que cambian profundamente el mundo las hacen los científicos: este apartito con el que usted me graba, Internet, las vacunas, los sistemas de calefacción en las zonas frías, en fin, mejorar la vida es algo primordial, importantísimo. Entonces los escritores a veces somos muy vanidosos, muy pretenciosos, pensamos que somos la gran cosa. La música, las artes, la literatura, le dan a la vida mucho sentido y es hermosísimos que existan, y seguramente la vida, sin canciones, sin cuadros y sin novelas sería muy triste, pero no es lo primero. Es maravilloso que nos podamos dar ese lujo, pero es más importante tener antes cosas fundamentales: el techo, el agua limpia, el alimento, la salud”.

Sin duda, en Animales literarios Alonso Rabí Do Carmo ha practicado y arte y la técnica de la entrevista con envidiable destreza y placer.

Martín Adán: un hermoso crepúsculo

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Un poeta que vivía entre locos y escribía con maestría críptica, un hombre con nombres y apellidos largos que utilizaba un seudónimo escueto y conciliador, un poeta que escribía antisonetos y un creador que buscaba la belleza sin saber que ella lo tenía a él: Martín Adán.
En 1935 Martín Adán se internó por primera vez en el hospital Larco Herrera con la finalidad de curarse de una dipsomanía galopante. En realidad lo que hizo el poeta fue renunciar al mundo de afuera -donde estaban los locos- y refugiarse en el mundo de adentro –habitado por los cuerdos. Con esta actitud, el creador había abierto las puertas de un universo literario en el que la anécdota era parte de la obra creadora y la obra creadora el resultado de una vida marcada por el fracaso y la renuncia constante. Martín Adán no solo luchó durante toda su vida contra los convencionalismos sociales sino también con el abismo que lo aquejaba a su costado, contra sí mismo, contra la seducción del alcohol.
Sebastián Salazar Bondy lo describió así: “En cualquier café o bar de Lima es posible encontrar, perdido entre la múltiple fauna urbana, a un hombre descuidado en su traza y su traje, cuyo aspecto engaña con relación a su persona y a su personalidad. Dicho hombre desea pasar inadvertido, confundirse con la multitud, ser uno en la varia muchedumbre. De su boca, quien lo requiera, se oirán frases irónicas, viejos versos españoles, sentencias de clásicos y románticos, palabras de diverso calibre, verdades como un templo y simples juegos de sentido y concepto. Pero aunque rehuya la compañía con impertinencias francas o veladas, este limeño de vieja e ilustre prosapia anda en pos de la más completa compañía, de una total y absoluta identificación con la esencia humana, que es, en su pensamiento, parte de la divinidad inasible. Va tras el encuentro, en fin, de la belleza suma”.
Allen Ginsberg sostuvo que Adán se arrastraba por Lima con "el movimiento de un serafín que ha perdido las alas". José Carlos Mariátegui lo celebró como el creador del antisoneto y el llamado a darle el tiro de gracia a la poesía clásica.En 1954, el periodista cuzqueño escribió un perfil entre irónico y burlón de su apariencia: “Pese a que el poeta habla con voz pausada, su pensamiento va en poderoso avión de propulsión a chorro. El pensamiento le gana a las palabras, supera la velocidad del sonido y la luz […] A tanta insistencia, dice que se llamó Martín Adán por temor al socialismo. Hombre derechas, amigo de los escritores de tendencia revolucionaria ―Mariátegui es un ejemplo―, temió que por frecuentarlos lo creyesen socialista. Por eso nació el otro yo de Rafael de la Fuente Benavides”.
A los quince años tenía escrita una novela –La casa de cartón- casi al mismo tiempo que sonetos y versos libres provistos de una rara maestría lingüística. Muchos lo llamaron genio. A una estudiante argentina que le pidió datos sobre su vida, le respondió con unos versos: “¿Quieres saber tú de mi vida?/ Yo sólo sé de mi paso, / De mi peso, / De mi tristeza y de mi zapato. / ¿Por qué me preguntas quién soy, / Adónde voy?... Porque sabes harto/ lo del Poeta, el duro/ Y sensible volumen de mi ser humano, / Que es un cuerpo y vocación, / Sin embargo.// Si nací, / lo recuerda el Año/ Aquel de quien no me acuerdo, / Porque vivo, porque me mato”.

El mejor retrato de Martín Adán, sin embargo, lo hizo el propio Martín Adán: “Lima tiene muy hermosos crepúsculos. Yo, por ejemplo”. Y, efectivamente, su vida fue un crepúsculo que poco a poco se fue diluyendo en su belleza original. 

Consejos para la lectura ideal

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Para llegar al placer de la lectura hace falta comodidad, un libro adecuado, un tiempo propicio, algo o alguien que nos guíe, una pizca de silencio y, sobre todo, mucho amor por el conocimiento.
¿Cómo acercarse a la lectura y a un autor? ¿Hay que ir directo a los libros o hay elegir los que más convienen a nuestros intereses? ¿Y cómo los voy a leer: de pie, parado, de costado o a vuelapluma, en silencio o en voz alta? Todos son factores que gran influencia en nuestra identidad como lectores. Pero primero lo primero. ¿Qué es la lectura y cuál es su alcance?
La lectura es in duda un vicio, un vicio perfectamente compatible con la pereza y con la audacia que otros vicios requieren, dice Antonio Muñoz Molina. ¿Y cómo se lee mejor físicamente un libro? La respuesta depende, creo, de si somos lectores verticalesu horizontales. Los primeros suelen leer de pie o sentados; los segundos, buscan el reposo del cuerpo en una cama,  un sillón y hasta en el suelo. En ambos casos hay placer.
Luego que hemos resuelto el problema de la comodidad física para obtener la comodidad mental viene otro asunto más difícil: qué libros elegimos y en qué momento de nuestras vidas. “Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente. En la clínica del arte de leer no siempre el que tiene mejor vista lee mejor”,  afirma  Ricardo Piglia  en su libro El último lector.  Por esta razón, para evitar el extravío temprano de los lectores se necesita de los guías, de los libros adecuados y de los momentos precisos para meterles diente.
La comodidad mental de un lector depende también de cómo realizamos nuestra lectura: ¿En voz alta o en silencio? ¿Cuál es la diferencia entre estas dos formas der leer? ¿Es una (en silencio) realmente superior a la otra (en voz alta)?  Para algunos, leer en voz alta es un síntoma de atraso o involución, mientras que para otros, caso los poetas, es una forma de percibir mejor el tono, el ritmo y la música de las palabras.
Al comienzo de las sociedades humanas, la costumbre era leer libros en voz alta (ahora, si es un acto privado, esto es considerado un síntoma de atraso). Lo curioso es que la escritura hecha sobre papiros, y más tarde sobre pergaminos y códices, no separaba palabras ni distinguía el uso de mayúsculas y minúsculas, ni menos tomaba en cuenta las reglas de puntuación. La lectura silenciosa es más tardía. Se popularizó recién a partir del siglo X d.C. San Agustín refiere en sus famosas Confesionesque en el año 383 visitó al célebre obispo San Ambrosio y se sorprendió de que este nunca leyera en voz alta, que era lo ordinario

Aprender a leer le ha costado a la humanidad mucho esfuerzo y mucho tiempo para que algunos antropófagos desdeñen este proceso mental como lo desdeña ahora. La historia de la lectura es una historia de tesoros, de acumulaciones, de viajes interminables, de revelaciones y de placer constante que tienen una edad de más o menos seis mil años. El amor por la lectura es el resultado de una experiencia que puede ser maravillosa si elegimos el libro preciso, el momento oportuno, el autor ideal, la postura física más placentera, la modalidad afín y, sobre todo, si logramos conectarnos con el sentido de lo escrito y el sinsentido de los afectos.

Emilio Renzi, aprendiz de brujo

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El diario de un escritor es, además de un conjunto de confesiones bien o mal intencionadas, un texto donde aprendemos más sobre la realidad que rodea a la ficción. Es el caso de los diarios de Emilio Renzi, el alter ego del argentino Ricardo Piglia.
En el primer todo de Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Ricardo Piglia, disfrazado de su alter ego, ensaya, sobre todo, argumentos sobre el arte de escribir: «¿Cómo se convierte alguien en escritor, o es convertido en escritor? No es una vocación, a quién se le ocurre, no es una decisión tampoco, se parece más bien a una manía, un hábito, una adicción, si uno deja de hacerlo se siente peor, pero tener que hacerlo es ridículo, y al final se convierte en un modo de vivir (como cualquier otro)», escribe.
Los diarios son un vasto muestrario de lo que acontece a un escritor y a un intelectual que quiere apropiarse del mundo. Uno de los tópicos más recurrentes es su angustia económica. Él ha tomado la decisión de ser escritor y debe escribir y producir textos a la altura de esta decisión. Es asombroso el modo en que resiste los embates del hambre y las limitaciones materiales, pero también la fuerza indesmayable con que produce textos.
Los diarios están interpolados por ensayos brillantes referidos a la ficción y la escritura. En uno de estos, Los diarios de Pavese, rebate la superstición de que el poeta es un solitario y un desadaptado irremediable condenado a sufrir para crear: «Una sociedad que sostiene en el éxito las razones de su economía es capaz de reconocer las cualidades “estéticas” del fracaso. La perfección en la muerte constituye, se sabe, un mito aristocrático, la belleza se alimenta de todas las formas del desgaste y la destrucción y especialmente del sufrimiento de ese sacerdote que le está consagrado, el artista. Si sufre como hombre, como escritor es capaz de convertir su sufrimiento en arte […]».
Una gran cantidad de las entradas del diario están dedicadas al breve análisis de films de toda índole. Renzi es omnívoro. Devora todo en salas comerciales y cine clubs. Su cultura es vasta e insaciable y nos trasmite la impresión de haberlo visto todo. Luego está su ambigüedad existencial: con un pie en el amor y con otro en la literatura. Ama a las mujeres, pero más ama a la creación literaria y la lectura.
Los diarios revelan, asimismo, a un escritor desordenado y desorganizado, pero un escritor que no para de escribir y leer. Casi no duerme, lo seducen la noche y la soledad. Lo atraen también las ideologías, pero no el dogmatismo. Es un hombre de izquierda heterodoxo, un admirador de la inteligencia, un apasionado de las ideas que quisiera no claudicar frente a la mediocridad del mundo político.
Hay más, La lectura que hace de los novelistas mayores que él, de los escritores del boom, una lectura más bien desapasionada, aunque atenta. Las novelas de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez son objeto de su escalpelo y su mirada inquisidora, también Borges, de quien dice que su influencia es tan grande en Argentina que todos imitaban su escritura consciente o inconscientemente.

A menudo, libros autobiográficos como Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación nos dicen más a los lectores sobre la realidad (la real y la literaria) que lo podrían decirnos un ensayo, un cuento o una novela.

Los verdaderos maestros

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Enseñar es una vocación libre por la que no se debería pagar, pero también una relación de poder entre discípulo y maestro, dice George Steiner, que va desde lo más ordinario hasta lo más sublime.
En su libro Lecciones de los maestros, George Steiner plantea una serie de cuestiones sobre la legitimidad y la verdad de la enseñanza, todo lo cual lo lleva a establecer dos interrogantes básicas respecto a la condición de maestro o profesor. La primera: ¿qué es lo confiere a un hombre o una mujer el poder de enseñar a otros?; y la segunda: ¿es correcto que se pague por enseñar?
Respecto al poder de enseñar, Steiner habla de un misterio de lo inherente que reside en la vocación y en la capacidad de un hombre para trasmitir o trasladar a otro un  logos, un conocimiento ya aprendido.La enseñanza, dice Steiner, comprende diversas tipologías: «elemental, técnica, científica, humanística, moral y filosófica».
Ser profesor o maestro implica establecer relaciones con el destinatario del logos: el discípulo. El intelectual francés distingue tres  escenarios en los que ocurre la relación maestro-discípulo: la relación en la que el maestro ha destruido a sus discípulos física y psicológicamente; la relación en la que el discípulo ha destruido al maestro; y la relación en la que maestro y el discípulo intercambian confianza, admiración, amor y amistad.
La auténtica enseñanza, explica Steiner, supone la imitación “de un acto trascendente o, dicho con mayor exactitud, divino de descubrimiento”; también la virtud del ejemplo o la demostración del profesor de que comprende y domina lo que trasmite; así como el ejercicio abierto y oculto de una relación de poder, de fascinación. “El Maestro posee poder psicológico, social y físico para premiar y castigar o excluir y ascender.
La profesión de maestro comprende, según este autor, dos extremos: el del maestro rutinario y desencantado y el del maestro con un elevado sentido de su vocación y su deber; y dos tipologías: el destructor de almas y el maestro líder y carismático que cambia vidas. El verdadero maestro no es una ficción, se puede identificar perfectamente: viven en el anonimato, despiertan un don en niños y jóvenes, buscan con obsesión un camino, prestan libros a sus discípulos, se quedan después de clases y enseñan todo el tiempo, incluso cuando no trabajan. Sin embargo, Steiner sostiene que la enseñanza parece ser la norma y los buenos maestros son cada vez más raros. “En realidad, como sabemos, la mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza secundaria, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables. Se esfuerzan en rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre”, dice.

Respecto al pago que reciben los maestros por la enseñanza, se pregunta: “Pero, ¿en nombre de qué supervisión o vulgarización se me debería haber pagado parta llegar a ser lo que soy, cuando —y he pensado en ellos con un malestar creciente— podría haber sido absolutamente más apropiado que yo pagara a quienes me invitaban a enseñar?”. Es verdad que los profesores y maestros tienen que comer y mantener una familia, pero no dejar de ser inquietante su punto de vista respecto a la verdad de la vocación. En un mundo tan materialista, esto puede sonar a fantasía o locura.
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