Caminar sin rumbo fijo es más placentero que llegar a un destino fijado de antemano. Sana costumbre que los seres humanos hemos ido perdiendo conforme el mundo moderno acorta el sentido del tiempo y el espacio.
Cuando era un adolescente contraje la costumbre de caminar sin rumbo fijo por las calles y el campo de Chulucanas, el lugar donde nací. Todavía no había leído la máxima de Roberto Juarroz que afirma que el verdadero sentido de un viaje es no llegar nunca al destino.
Generalmente caminaba después de leer, cuando algún dolor moral me aquejaba o cuando una melodía me tocaba profundamente. En esas caminatas interminables llegaba a veces hasta la orilla del río Piura, el Lengash en lengua tallánpara los piuranos, al borde de calles oscuras o a la cima del pequeño cerro que estaba cerca a mi casa y dominaba todo el panorama del pueblo.
Las caminatas las hacía solo, y me sentía bien. La soledad es la condición ideal para disfrutar de una, al menos así funcionaba conmigo en aquellas épocas. Después me ha dado cuenta que una caminata es también una condición ideal para desarrollar una conversación banal o trascendente. Es que desplazarse, moverse de un lugar a otro es como un viaje, pero un viaje en el que no es preciso tener un norte o una llegada prevista de antemano. Y para un viaje son buenas siempre las compañías, aunque sea con uno mismo.
Para que una caminata nos proporcione placer es preciso que el caminante lo haga de improviso, sin ningún plan previo. Se trata simplemente de responder a un impulso interno que puede ser leer, padecer algún dolor o estar tocado por la música. Cada uno lleva los demonios que se merece, por lo tanto no hay pretexto para no caminar y soltarlos por allí. Además, se trata de un ejercicio físico que combina muy bien con el ejercicio mental. Pienso en las caminatas de Robert Walser sobre la nieve, en los alrededores del hospital siquiátrico donde cayó muerto mientras cumplía el ritual de desplazarse sin rumbo.
En realidad, lo más importante para mí no era caminar, sino utilizar las caminatas para pensar, recordar o imaginar cómo sería el mundo si todo fuera distinto. En otras ocasiones las aprovechaba para repasar mentalmente los temas de mis exámenes en el colegio. A menudo lo hacía también para crear las condiciones emocionales para escribir un cuento o un poema. Mi cerebro límbico se movía en esas ocasiones como pez en el agua y los resultados eran días después muy satisfactorios.
Alguna veces caminaba aparentemente sin motivo alguno, sin embargo pronto me invadía un extraño estado emocional que me hacían sentir como un ser descolocado, alguien que no cabía en un mundo de relaciones establecidas, un fuera de foco, un “raro”, alguien incapaz de hacer las cosas que todos hacen en un pueblo donde, por lo general, nunca pasaba nada extraordinario. Quizás las caminatas me condujeron a la puerta de la literatura más profunda y no lo supe ver. Tal vez.
La vieja costumbre de caminar y “buscar” en el vacío la traje a Trujillo. Entre los años 1983 y 1988 fui un empedernido caminante de fines de semana, siempre con los mismos sentimientos y esas búsquedas sin respuestas. La ciudad entonces era más pequeña, más segura y más “poética”, al menos para mí. Caminé kilómetros de kilómetros por San Martín, Pizarro, Mansiche, España y América. A veces me internaba por urbanizaciones y barrios silenciosos. Ahora es muy difícil encontrar lugares así. Como consecuencias de estas caminatas aprendí a conocerme más y a prepararme espiritualmente para escribir textos que nunca he publicado, ya que su valor reside en que fueron preparatorios, largos ensayos de error que me ayudaron a conocer el verdadero valor de la literatura.
Ahora no soy más un caminante empedernido, sino un sedentario lleno de miedos que no aspira a una mayor aventura que la de escribir y disfrutar del cariño de su hija. No sé en verdad cuánto he perdido de mí dejando de caminar. Lo más lamentable sea quizás haber perdido el placer que me procuraba ir por el mundo así como así, sin deseos de llegar a un destino.