¿Pueden las fotografías revelar la esencia de una personalidad? Probablemente no, aunque sí nos ayudan a aproximarnos a una vida rica y plural, como la de César Vallejo, el mayor poeta del Perú.
¿Las fotografías son de verdad, como decía Barthes, la manera en que nos copiamos a nosotros mismos? Desde que este arte se inventó a fines del siglo XIX, los recuerdos tienen como referente las instantáneas que alguien se tomó de manera planeada o espontánea. A través de estas, los seres humanos afinan su sentido de la posteridad y, sobre todo, intentan expresar lo que en realidad no son.
El valor de la fotografía de hace cien años es distinto al de ahora. Antes, fotografiarse no era fácil ni barato, pues suponía el traslado de máquinas y materiales más o menos delicados. La gente se fotografiaba con una idea más elástica del tiempo y con un sentido más estético de la vida. Casi no había lugar para la espontaneidad. Las fotografías eran las pruebas irrefutables y elocuentes de un pasado que los ciudadanos del futuro iban a mirar con curiosidad.
Con el paso de los años, esta idea del tiempo perdió cierto sentido, al mismo tiempo se democratizó el acceso a las cámaras fotográficas, de tal modo que en adelante cualquiera podía posar para un lente sin que le resultara oneroso, además de obtener de manera expeditiva una copia del pedazo de realidad que había sido fotografiado. Gracias a los avances tecnológicos, todo, absolutamente todo, podía fotografiarse, con lo cual la espontaneidad sentó sus reinos y la intimidad perdió sus muros de protección.
¿Le gustaba fotografiarse a Vallejo, un hombre que vivió a principios del siglo XX? ¿Cómo asumió esa idea elástica del tiempo y ese sentido estético de la vida? De este autor se han conservado una treintena de fotografías que podemos agrupar en varias partes. Una, compuesta por las que muestran su lado grave, gris, apesadumbrado, de hombres oscuro que ―según dicen algunos― fue (por ejemplo, las fotos en el bosque de Fontainebleu y en Versalles junto a Georgette, de 1926 y 1929 respectivamente). Dos, integrada por las que expresan a un aspirante a dandy, a un jovencito andino con pajarita, cabellera larga fijada con gomina y lleno de ganas de conquistar la gloria literaria. Son las imágenes de la pose, de la mirada larga al porvenir (por ejemplo, la que se tomó con fines publicitarios en 1918 y se publicó por primera vez en la revista La Semana).
La tercera parte la componen las fotografías que presentan a un César Vallejo social, bohemio, vinculado a la vida académica, a las celebraciones y al ritual de la amistad (por ejemplo, las que se tomó durante el banquete ofrecido por Cecilio Cox en el restaurante Morillas en 1915, con la bohemia en pleno en un ambiente campestre en 1916 y con motivo de una velada artística en casa de Macedonio de la Torre en 1917). La cuarta, agrupa las que revelan a un Vallejo irónico, burlón, contestatario, iracundo y hasta ridículo (por ejemplo, las que tomó con su hermano Néstor en el zoológico de Lima en 1920 y con Hernriette Maisse y Carlos More en Paris, en diciembre de 1926 o 1927). Y la quinta, y última, contiene a las que descubren a un Vallejo al desgaire, espontáneo, a la apuradas, sin la rigidez de la “eternidad” (por ejemplo, en las que aparece con Juan Domingo Córdova en el Paseo de Rosales, Madrid, en 1927, y con Rafael Alberti y Georgette Philippart, en Madrid, en 1931). A las fotografías, hay que añadir el descubrimiento de los filmes que muestran por breves segundos al poeta bajando de un bus y participando en una de las sesiones del Congreso Antifascista de Valencia, ambas de 1937.
¿Quiénes somos a partir de una imagen que nos duplica? ¿Fue Vallejo sombrío, dandy, juguetón, bohemio, irónico o espontáneo? Creo que todas las cosas a la vez, dependiendo del énfasis que le demos a sus fotografías. Sin embargo, estoy convencido que a través de estas solo podemos obtener una parte de su personalidad, un fragmento de lo que fue. Las fotografías no nos develan el ser: nos copian a nosotros mismos.