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Conversaciones con una niña

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¿Cómo explicarle a un niño sobre abstracciones como el amor y la muerte? A menudo creemos que no nos van a entender. Sin embargo, ellos son siempre una caja de sorpresas.
 No sé si es la edad, el lenguaje o los prejuicios lo que hace más difícil la comunicación con un niño. A los dos años, el niño es una especie de agujero negro que succiona toda la energía verbal que está a su alrededor, mientras que un hombre de cincuenta es más bien un pieza conservadora que sabe cuáles son los límites de las palabras.
Los niños descubren el contenido de las palabras por imitación o por experiencia directa. Así, poco a poco, van adquiriendo el sentido del amor, la bondad, la maldad y otras realidades que solo el lenguaje es capaz de simbolizar con eficacia. La más difícil de entender, probablemente, sea el concepto de muerte; o sea, la cesación o término de la vida.
Y es difícil entender el concepto de no estar por la realidad compleja a la que se refiere. Morir es no estar, dejar de ocupar un lugar, cesar en el continuo transcurrir del tiempo. De niños, la mayoría de los seres humanos nos formamos una idea de la muerte a partir del dolor moral que sienten los mayores y la inmensa tristeza que existe a nuestra alrededor.
Enseñarle a contar a un niño es un tarea ardua, pero placentera.  Relacionar la cantidad, que es un elemento abstracto, con los números propiamente dichos es una fuente de hallazgos y extravíos permanente. Lo mismo ocurre cuando se les enseña a identificar los colores, nombrar a los animales y controlar manualmente algunos artefactos necesarios para su desarrollo personal.
Las conversaciones que se desarrollan entre niños y adultos ocurren a partir de realidades simples e inmediatas. Generalmente, les hacemos preguntas y ellos responden de manera más o menos avisada. Otras veces intercambiamos mensajes condicionados por su reducido prontuario verbal. Sin embargo, muchas veces conversan con nosotros de igual a igual y nos sorprenden con el manejo de algunos conceptos y palabras. A esto habría que añadir su inusual y persistente manejo del porqué de las cosas. 
Mi hija, como su madre y yo, hemos sido educados en una cultura católica, en la que se enseña a los seres humanos desde muy pequeños que las personas que se mueren se van al cielo, incluido Jesús.  Hace poco estuve enseñándole a través de una fotografía en blanco y negro los nombres de mis padres, sus abuelos,  pues quiero que crezca y los tenga siempre presentes como trato de hacerlo yo cada uno de los días que me quedan.  «Este es José y este es Nilda», le repetía. Y ella me pregunta una y otra vez con inmensa curiosidad. «¿Cómo se llaman tu papá y tu mamá?».  «Este es José y este es Nilda», yo  le seguía repitiendo.
En un momento, Luciana cambió el sentido de la pregunta por uno más concreto: «¿Y dónde están?». Glup. «Ellos ya no están», traté de explicarle. «Pero, ¿dónde están?», me insistió mirándome fijamente a los ojos por casi unos treinta segundos. Su mirada era inquisitiva. «En el cielo», dije. «Ah, como Jesusito», me dijo y siguió enfrascada en la tarea de apilar cubos de madera de diversos colores.  Y de esta manera clausuró una conversación a la que, probablemente como ya ha ocurrido otras veces, volverá con más agudeza.
Me ha quedado, confieso, un amargo sabor a derrota. ¿Por qué perdí la oportunidad de explicarle que ellos ya se habían muerto y que únicamente quedan en el recuerdo de las personas? Estoy seguro que lo hubiera entendido, no porque sea muy lista ―que lo es― sino porque es natural que un niño sepa en qué consiste el principio y fin de la vida. A veces, frente al imperio de una cultura culposa, a la que nos aferramos con fantasías y remordimientos, preferimos no coger el toro por las astas  y quedarnos callados.
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Mi amada Luciana con su caballo azul, luego de un función de teatro.

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