El Nobel literario
El Premio Nobel se otorga cada año una a un puñado de disciplinas del conocimiento, pero ninguno tiene la repercusión afectiva y las expectativas que genera el de de Literatura. Quizás —tratándose de escritores conocidos y queridos— porque la imaginación y no la exactitud expresan mejor el anhelo de un mundo mejor o más conveniente a los intereses humanos.
Pese a las discusiones que provoca, al malestar de unos y a la satisfacción de otros, a la incredulidad de extremistas y al optimismo exagerado los apasionados, el premio Nobel sigue teniendo el aura mítica con que nació. Al menos, el de Literatura. Hay también premios para otras cinco disciplinas del conocimiento, pero ninguna tiene la expectativa del que corresponde a Literatura.
Y esto ocurre no porque las letras tengan más importancia que las ciencias exactas, sino tal vez porque las primeras expresan mejor el anhelo humano y mueven grandes pasiones alrededor de ellas. En 1982, el notable físico Kenneth Geddes Wilson y el brillante economista George Joseph Stigler, ambos norteamericanos, obtuvieron el Premio Nobel en sus respectivas disciplinas, pero ninguno tuvo la repercusión afectiva que provocó el que le dieron a Gabriel García Márquez. Y así es más o menos cada año que se otorga el galardón.
Los premios Nobel de Literatura han sido creados para que se otorguen cada año a los escritores que más «han contribuido a la humanidad». No sé si todos los más de cien ganadores del premio hayan sido tan cooperadores con la especie humana, lo cierto es que los premios nunca han recibido una aprobación unánime de la comunidad de escritores del mundo.
En la siguiente lista de algunos ganadores, se insertan algunos de los argumentos esgrimidos por la Academia Sueca para otorgar los premios: «por sus parábolas sustentadas por la imaginación, compasión e ironía, las cuales nos permiten aprehender continuamente una realidad elusiva» (José Saramago); «por su oscuro retrato de la faz olvidada de la historia» (Gunter Grass); «por su obra literaria de validez universal, aguda y de ingenuidad lingüística, la cual ha abierto nuevas vías para el drama y la novela china» (Gao Xingjian); «por haber unido una narrativa perceptiva y una incorruptible búsqueda en trabajos que nos impulsan a ver la presencia de historias ocultas» (V. S. Naipaul); «por su apoyo a la experiencia frágil del individuo frente a la arbitrariedad bárbara de la historia» (Imre Kertesz); «por sus múltiples retratos de la implicación y el desconcierto del outsider en la sociedad sudafricana» (J.M. Coetzee); «por el flujo musical de voces y contravoces en sus novelas y obras de teatro, que con un extraordinario entusiasmo lingüístico revelan el absurdo de los clichés sociales y su subyugante poder» (Elfriede Jelinek); y «por descubrir el precipicio que subyace en las diarias cuestiones cotidianas y fuerza la entrada a los cuartos cerrados de la opresión» (Harold Pinter); «por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes sobre la resistencia, la revuelta y la derrota individual» (M. Vargas Llosa);«por haber creado nuevas expresiones poéticas dentro de la gran tradición de la canción americana» (Bob Dylan); con este último argumento y premio, la Academia Sueca intentó ponerse a la altura y desafíos de los nuevos tiempos; es decir, intentó reconocer que las fronteras entre los géneros literarios ya no eran los mismos y que, en cierta forma, las letras de las canciones podrían tener la misma categoría que los versos de un poema. Por supuesto, esto no fue visto por los puristas y hasta ahora sigue la discusión.
Hace unos días, La Academia Sueca concedió el Premio Nobel de Literatura a Annie Ernaux «por el coraje y la agudeza clínica con la que descubre las raíces, los extrañamientos y las trabas colectivas de la memoria personal». Esta autora, de quien confieso no haber leído nada, tiene 82 años, ha ganado el premio Formentor, muchos de sus libros no están traducidos al español, ha hecho una carrera como académica y, sobre todo, ha confirmado el carácter inesperado del Nobel.