Sin puntuación y sin piedad
Descubierta en un concurso de novela, cuando contaba con 85 años y había escrito decenas de libros que nadie había leído, la novelista argentina Aurora Venturini dio un vuelco en su destino literario y nos legó una novelística original, de personajes periféricos y deformes, de narradores que cuestionan la utilidad de la sintaxis y de dramas humanos expuestos sin piedad ante nuestros ojos.
En el poema Triolet, Manuel González Prada escribió: «Los bienes y las glorias de la vida/o nunca vienen o nos llegan tarde./Lucen de cerca, pasan de corrida, los bienes y las glorias de la vida». El texto expresa una verdad que ignora las excepciones: que a algunos esos ‘bienes’ y ‘glorias’ sí les llegan temprano.
La novelista argentina Aurora Venturini (1921-2015) vivió y escribió mucho, pero esos ‘bienes’ y ‘glorias’ de los que habla González Prada le llegaron cuando frisaba los 85 años; es decir, tarde. El 4 de diciembre del 2007 ganó el Premio de Novela de Página/12 y Banco Provincia con una novela rara, muy original: Las primas.
En la historia universal de la literatura abundan los casos de los ‘bienes’ y ‘glorias’ que no llegan nunca o llegan post mortem. Cito al desgaire y en desorden a algunos autores afectadas por esta tardanza del sino literario: Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Stieg Larson, César Vallejo, Emily Dickinson, Herman Melville, Miguel de Cervantes, Roberto Bolaño, entre otros. No sé si esta hubiera sido la suerte de Aurora Venturini, pero ocurrió que ganó el premio mencionado y su vida dio un giro de 360 grados.
¿Quién era un día antes de ganar el premio Aurora Venturini? Era alguien con una trayectoria intensa, pero opaca: había trabajado con Eva Perón, había conocido a la intelectualidad que reinaba en el París de los 50 y 60 (Jean-Paule Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco); había sido amiga de Jorge Luis Borges, de Victoria Ocampo, de Alejandra Pizarnik; y, sobre todo, había escrito más 40 libros, casi todos, por no decir todos, desconocidos por los grandes lectores.
A los 86 años era un personaje literario, inesperado, como salido de una película antigua. Cuenta Mariana Enríquez que apareció «en la ceremonia de entrega con una actitud punk, su cuerpo delgado, su cara insólita, con el gesto entre la burla y el candor —más allá del filo maldito de los ojos pequeños, oscuros, escrutadores—, y dijo: “Por fin un jurado honesto”».
Nadie podía imaginar que detrás de esa figura había una grafómana compulsiva. No era, como pensaban algunos miembros del jurado, que se trataba de «la invención de una vieja loca de La Plata, de una joven neurótica, la broma inteligente de una estudiante de Letras», cuenta Liliana Vela, heredera de la autora y uno de los miembros del jurado que la premió. No, se trataba de una escritora que estaba esperando su momento, el momento, para ser ella misma.
Tras ganar el premio, quiso regalarle el monto obtenido a Liliana Viola, pero como no lo consiguió la convirtió en su albacea: «Porque ese llamado [que le informó que era la ganadora del concurso] que me hiciste aquella tarde me dio la felicidad que había estado buscando toda mi vida». En esta expresión está contenido todo: su pasión por la escritura, su paciencia ante la adversidad, su actitud ante la recompensa y su amor y agradecimiento a la literatura. Lo decía una mujer más bien hosca y hasta cierto punto antisocial.
¿Qué premió el jurado? ¿Por qué la novela Las primas se impuso a las demás? Luego del desconcierto y la incertidumbre inicial, al parecer la duda es lo que asaltó al jurado. No cabía otra actitud ante un libro en el que se trasgredía la puntuación y se narraba con un total desparpajo. «La novela era genial? ¿Era acaso el riesgo del texto, era la excentricidad, era la sensación de que no se publicaba nada que se le pareciera, era la voz venida de un lugar desconocido?», dice Mariana Enríquez en el prólogo de la novela.
La sintaxis extrema e irreverente de Las primasse corresponde con un relato original y muy chocante de una familia aquejada por la minusvalía y la deformidad, en la que destaca una chica (Yuna Riglos) que es pintora y que, gracias a su arte, llega a tener un éxito inusitado. Es ella la que narra la historia en primera persona y la que, en cierto modo, cuestiona la utilidad del lenguaje con su actitud ambigua frente a este: le sirve para organizar su pensamiento, aunque limita su capacidad para hacerse entender.
Lo que llama poderosamente la atención es, como dice Mariana Enríquez, «la brutalidad de la exposición de las miserias de los personajes, la inusitada falta de piedad para describir a una familia». En efecto. Nunca había leído una novela en la que la anormalidad fuera tratada con tan poca piedad y, dicho sea de paso, con tanta sinceridad, con tanta que a veces provoca miedo y tristeza. Los personajes son seres ‘monstruosos’, deformes, incapacitados física y psicológicamente y, sin embargo, pese a no ser comunes o anormales, viven una vida corriente, como la viven los demás, solo que con otro tipo de minusvalías, más disimuladas digamos.
Tras Las primas , ahora leo Las amigas, una novela en la que reaparece Yula Riglos y en la que Aurora Venturini confirma que el jurado que la ‘descubrió’ en el concurso no se equivocó con ella. Se trata de una de las novelistas más originales y desconcertantes de los últimos tiempos.