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Gonzalo Rojas busca a Vallejo

En los años 50, César Vallejo se le apareció, cual santo, a Gonzalo Rojas en la ventanilla de un avión. Más de medio siglo después, el poeta chileno llegó a Trujillo para, en parte, explicarse el porqué de esa aparición y, en parte, para saber dónde y cómo había vivido de joven el poeta que él admiraba tanto.

Gonzalo Rojas, el gran poeta chileno, vio, según le confesó a Pedro Escribano en una entrevista, el rostro de César Vallejo en la ventanilla de un avión de Panagra. Ocurrió de súbito, cuando se disponía a mirar el vacío. Era el año 1950 y todavía no había alcanzado la celebridad de los años posteriores. Le aseguró al periodista que no había bebido licor ni tomado alucinógenos. Eso ocurrió porque vivía en cuerpo y alma con y para la poesía de Vallejo.

Cincuenta y nueve años después de esa aparición, invitado por los organizadores de la Feria del Libro de Trujillo, tomó otro vuelo, esta vez, para conocer un situ los lugares donde había vivido su maestro a comienzos del siglo XX. Se alojó en el viejo Hotel El Libertador y allí tuvo un risueño y amical reencuentro con el poeta Antonio Cisneros, quien lo aguardaba para ir juntos a Huanchaco. Pero antes de esto, Gonzalo Rojas pidió hacer la ruta Vallejo. Cisneros prefirió esperarlo en el hall del hotel.

Tuve ocasión de guiar a Gonzalo Rojas en compañía de Teodoro Rivero Ayllón y el fotógrafo Alejandro Cerna. La idea era hacer la ruta Vallejo completa, pero, urgidos por el tiempo, solo fuimos al antiguo hotel El Arco —el lugar donde ahora funciona el restaurante "El rincón de Vallejo"— para conocer la habitación en la que había vivido el poeta, esa donde, de acuerdo con el testimonio de Haya de la Torre, escribió el poema en el que dice: «Serpentínica u del bizcochero / enjirafada al tímpano».

Subimos a través de una escalera crujiente hasta el segundo piso donde se hallaba la habitación del célebre poeta. Gonzalo Rojas estaba realmente emocionado y, en cierto modo, lleno de miedo. El piso no se hallaba en buen estado: además de viejo, presentaba claros y unas cuantas vigas levantadas. Él caminaba con mucho cuidado y sus pasos eran cada vez más lentos. En algún momento se detuvo y quiso volver al hotel, pero su deuda moral y sentimental con Vallejo eran más fuertes. Entre bromista y serio, me dijo que temía que el piso se hundiera y todos fuéramos a parar al fondo. Le dije que no había nada que temer. Por supuesto no me creyó y más bien me miró con cierto reproche.

Cuando llegamos a la puerta de la habitación, mientras Alejandro captaba con su cámara todos nuestros movimientos, se puso a leer la placa conmemorativa, oteo luego unos segundos el horizonte de la ciudad por encima del larguísimo balcón, y me hizo una pregunta sobre César Vallejo acercándose con prudencia a mi oído: «¿Tan pobre era Vallejo, hijo?». Apenas la susurró. Ignoro por qué no quería que los demás oyeran la pregunta. Supongo que, por pudor, por vergüenza ajena o porque, como todos los lectores de Vallejo,  se sintió un poco culpable de que el poeta hubiera padecido tanto.

Estuvimos una media hora en el lugar, hasta que dijo basta y dimos media vuelta. Yo estaba intrigado, quería saber más sobre lo que pensaba Gonzalo Rojas de la vida del joven Vallejo, pero no se dieron las condiciones. Volvimos a bajar las escaleras con sumo cuidado. Durante el tiempo que duró la bajada hasta el primer piso nos mantuvimos en silencio. En mi cabeza resonaba una y otra vez la pregunta: «¿Tan pobre era Vallejo, hijo». Se refería, desde luego, a la pobreza material y eso me consolaba un poco, pero me hacía cómplice de sus dudas y comprobaciones. ¿Cómo es que el poeta que había escrito la más grande poesía de lengua española vivió en un lugar tan modesto?

Cuando estuvimos en la puerta de salida que da a la calle Orbegozo retomamos la comunicación y le dije que estábamos siguiendo la probable ruta que había seguido Vallejo cuando lo condujeron a la cárcel. Debo anotar de que antes de que visitáramos el antiguo hotel El Arco habíamos estado en el colegio San Juan y el Centro Viejo, lugares donde Teodoro Rivero Ayllón se lució con datos y hechos sobre la vida del poeta peruano.

Unos minutos después llegamos al hotel El Libertador. Allí nos aguardaba Antonio Cisneros, listo para enrumbar a Huanchaco donde nos esperaba un almuerzo rociado de vinos y cervezas. Yo permanecí callado durante el par de horas que duró la reunión, atento al intercambio de palabras de estos dos gigantes de la poesía.

De regreso a Trujillo, Antonio Cisneros pidió detenerse en el hotel “Caballitos de Totora” para visitar a Walter Curonisy y Elvira Roca Rey, quienes, sorprendidos por tamaña aparición, solo atinaron a echar mano del primero licor que encontraron en su despensa: un whisky que nos acompañó un tiempo que siempre me pareció una eternidad. Los chistes y las anécdotas iban y venían. Y a mí únicamente me interesaba encontrar la respuesta adecuada para una pregunta casi susurrada en mi oído: «¿Tan pobre era Vallejo, hijo?».

 

 

 

 


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