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El pintor y la memoria

Un libro de memorias de Gerardo Chávez, Antes del olvido, nos devela el punto de partida de las experiencias artísticas que han nutrido su imaginario artístico, así como también los episodios de la infancia, la juventud y la adultez que han marcado una vida consagrada a la pintura y al amor por el Perú.

El magisterio directo de un pintor se ejerce en las salas de exposiciones, en los museos, en las entrevistas que concede a los medios de comunicación, en los documentales que recogen su historia y en las charlas que ofrece acerca de su trabajo creativo. Es lo común, digamos. Algunos —muy pocos— escriben sus memorias.

Julio Ramón Ribeyro escribió que los escritores peruanos no han cultivado —o cultivado muy poco— géneros como las memorias, las autobiografías, los diarios y los epistolarios, con lo cual se pierde la oportunidad de enriquecer el contexto y medir la trascendencia de una obra literaria. Con mayor razón ocurre en el caso de la pintura. Un caso excepcional es Fernando de Szyszlo con sus memorias La vida sin dueño.

Otro caso es el del pintor trujillano Gerardo Chávez López, quien acaba de publicar un libro de memorias en primera persona: Antes del olvido. Se trata de un libro de enorme trascendencia por varias razones: informarnos acerca de una vida marcada por la muerte y los vaivenes sentimentales, mostrarnos cómo fue el aprendizaje de un artista cuya obra ha llegado a ser con el tiempo muy notable y conocer de primera mano la evolución de su talento creativo a lo largo de los años.

“He cumplido ochenta y cuatro años, y pienso seguir trabajando muchos años más. Aún me queda bastante por hacer; mi horizonte está todavía muy lejano. No le tengo miedo a la muerte. Le temo a la inactividad y al olvido, y antes el olvido que no tardará en llegar, voy comprendiendo la importancia de la memoria. La vida es como se recuerda. Sin la memoria no somos nada”, dice el pintor en las páginas 11 y 12.

El libro sigue una línea cronológica que empieza con la niñez del pintor, triste y feliz al mismo tiempo. Esta es quizás la parte más notable del libro, pues allí podemos identificar algunos a los fantasmas que han marcado su imaginario. En uno de los pasajes, Chávez López cuenta lo siguiente: “A la edad de nueve a quizás diez años, solía pasar las tardes en el taller de don Víctor, el carpintero de Paiján, quien se encargaba de fabricar los cajones de los muertos. Yo escribía el nombre de los finados con purpurina dorada y plateada. También hacía carritos de madera, con los que intentaba remplazar los juguetes más sofisticados que tenían otros niños […] De no haber sido pintor, probablemente hubiera sido carpintero” (p. 11).

Esta idea sobre sus relaciones muerte es recurrente; incluso en una de las anécdotas habla de cómo su hermana Teresa lo salvó de morir ahogado Más adelante (p. 17), retoma el tema y confiesa: “Pintar es para mí una forma de fabular. De penetrar en esa caja cerrada del mundo interior a través de mitos, símbolos y poesía. En la década de los años noventa, pinté infinidad de personajes relacionados con las visiones de mi infancia, donde los elementos se mezclan, a manera de alegorías, con caballos y demonios alucinados que dan vueltas en ese remolino de la memoria que es el carrusel”.  Enfatizo este tema de la muerte porque creo que las grandes motivaciones plásticas de Chávez han nacido casi todas de las múltiples situaciones límites que buscó —o a veces encontró— en su camino para alcanzar el absoluto artístico.

Siguiendo una estructura aristotélica del relato de su vida, diríamos que la infancia constituye una especie de introducción. A esta le siguen, entre las décadas del 50 y el 60, su estadía en Trujillo, su viaje a Lima y su formación en la Escuela de Bellas Artes, periodo que culmina con su ansiado viaje a Europa. Son momentos intensos en el que su formación como pintor se ve complementada y potenciada por su hermano, tan grande pintor como él: “A los catorce años ya me había trazado una meta: quería ser pintor como Ángel Chávez. Mi único temor era no llegar a tener su talento” (p. 28).

Tras su paso por Trujillo, Lima y la Escuela de Bellas Artes, su meta era Europa y, sobre todo, París, entonces el polo cultural del mundo al que todos los artistas aspiraban conquistar. Corrían los años sesenta y la energía creativa que bullía en su interior necesitaba ser canalizada.

La tercera parte de Antes del olvido se ocupa de su estadía en Europa a partir década del 60, años en los que atraviesa múltiples estrecheces, pero se mantiene en sus trece hasta alcanzar el tan ansiado éxito.  Las memorias siguen la línea cronológica a través de un ritmo trepidante y pasan revista a una serie de temas siguiendo su desplazamiento geográfico, artístico y sentimental: Florencia, Roma, el maestro Matta,  París, Desirée Lieven (la vieja amiga y protectora de Vallejo y otros artistas e intelectuales latinoamericanos), André Breton y el surrealismo,  Humareda en Partís, Mayo del 68, los años setenta, el arte primitivo, Wilfredo Lam, los buenos tiempos, la primera retrospectiva en Lima, la Bienal de Trujillo y su regreso al Perú. Todo esto acompañado de un nutrido, y en parte inédito, archivo fotográfico.

 


 

 


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