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Seguimos queriendo a Vallejo

Hace unos días, se conmemoraron los 130 años de nacimiento de César Vallejo. Pese al tiempo transcurrido, su figura crece y crece y va camino a convertirse en el más universal de todos nuestros poetas y el que mejor sintonizó con nuestra manera rara y contradictoria de ser peruanos. Este es un texto escrito hace un tiempo, pero que recupero con ciertos retoques.

Sin duda los peruanos tenemos con César Vallejo una relación paradójica. En abril (o en marzo) de cada año todos nos acordamos de él, lo llenamos de elogios, lo llamamos maestro y hasta recitamos en su honor Los heraldos negros o Los dados eternos. Vallejo es, en pocas palabras, nuestro poeta más famoso y también nuestro más ilustre desconocido.

Una cosa, dice Borges, es la fama y otra la popularidad. Gracias a la primera, un escritor puede ser “más conocido” que Cristo (es un decir), y gracias a la segunda muy leído, es decir, muy popular, muy metido en la vida de la gente. No es un sacrilegio ni una revelación: Vallejo es un emblema de peruanidad, pero los peruanos promedio no lo leen.

La paradoja es más paradoja si agregamos que en otros lares la poesía del “cholo” es bastante apreciada (España, por ejemplo) y si llegamos a la conclusión que los estudios sobre su obra son más numerosos que las ediciones de sus libros. Los críticos han escrito libros para leer e interpretar su poesía, pero nadie lee a estos exegetas ni menos a Vallejo. Cuando digo “nadie” es evidente que exagero. Debería decir “la mayoría”.

Peese a las paradojas, es un poeta muy querido en el país. La gente no lo conoce, pero lo aprecia. Es como todos esos jóvenes que llevan en sus camisetas la imagen del Che Guevara: no saben nada de su ideología, pero intuyen que tras la imagen de ese barbudo hay un rebelde que se hace querer. ¿Y por qué queremos tanto a Vallejo? ¿Cuál es la causa de este cariño?¿No dicen que la mayoría no lee sus versos?

Creo que los peruanos queremos a Vallejo de varios maneras. La mayoría, porque ha interiorizado al poeta modernista de “Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé”, al artista de las fotografías patéticas y al hombre cuyos retazos biográficos revelan al paradigma romántico del lírida: pobre, triste, pero amante de la belleza. Amor a primera vista, se dice. Tan luego uno conoce algo de él, provoca abrazarlo y pedirle que no sufra más.

Ya Víctor Vich nos ha advertido en su libro César Vallejo un poeta del acontecimiento, del otro Vallejo, del vivo, del vital y afirmativo:  «Vallejo es también un poeta afirmativo que celebra el encuentro con una verdad universal, que entra en contacto con algo eterno y que constata el valor de quienes han optado por transformar el mundo […] es un autor impactado por la fuerza de una verdad que no es otra que la necesidad de justicia entre los hombres y el valor de la solidaridad humana», dice Vich.

Otra forma de quererlo es a través de la identificación. Vallejo no sólo es el “cholo”, el “serrano” que escribe una poesía de gran calidad, sino el provinciano que salta con garrocha a Lima y se marcha a París; es decir, al centro mismo del arte y la civilización, para escribir con las tripas y morir un día de aguacero. Vallejo es, en cierto modo, la expresión personal de una aspiración colectiva: nadie es profeta en su tierra. Una tierra donde le pegaban con un palo y duro también con una soga, sin que él les haga nada.

A Vallejo lo queremos asimismo por la poesía que ha escrito. Este es, digamos, el amor de vida y obra, de humanidad completa. En realidad es un cariño basado no en la poesía de los golpes tan fuertes de la vida, ni el Dios que le duele mucho el corazón o la Rita de junco y capulí, sino en los versos que nos cuestionan la existencia y nos pone la piel de gallina de pura intensidad y altura: “César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes/sabiendo que andas cautivo,/ sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/¡César Vallejo, te odio con ternura!”.

Pero todo no es amor para el autor de Trilce. Hay –y son los menos- los que lo malquieren, los que desean matar su fama, los que pretenden sacudirse de su sombra y los que le llaman “llorón”, “ramplón”, “dramático” y “sombrío”. En verdad no hay odio, sino un exceso de individualismo: “quiero ser yo, pero Vallejo no me deja”. En todo caso, se trata del clásico amor /odio que cultivan los peruanos.

En el otro extremo están los papistas, los que lo adulan, los que por el exceso lo visten de santo o pervierten su poesía. Ellos han escrito el libro del mal amor, han ahuyentado a los lectores potenciales y han edificado un altar de huachafería y mal gusto para deshonrar al poeta. A Vallejo se le quiere como él propuso querer a los demás: “¡Ah querer, éste, el mío, éste, el mundial/ interhumano y parroquial, provecho! (...) quería/ ayudar a sonreír al que sonríe,/ ponerle un parajillo al malvado en plena nuca,/ cuidar a los enfermos enfadándolos,/ comprarle al vendedor,/ ayudarle a matar al matador- cosa terrible-/ y quisiera ser bueno conmigo/ en todo”. Y no como suponen los farsantes.

Entonces a César Vallejo lo odiamos con ternura y lo “ternuramos” con odio; es decir, lo queremos completamente, aunque sólo hayamos leído “Hay golpes fuertes en la vida, tan fuertes… yo no sé”. 


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