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Las huellas de La edad de hierro

Hay libros a los que uno vuelve cada cierto tiempo, gracias a que el tratamiento de su tema, sus técnicas narrativas y la originalidad de su lenguaje desestabilizan nuestros afectos y movilizan nuestra imaginación hacia confines desconocidos. Uno de estos libros es La edad de hierro de J. M. Coetzee.

Las huellas que dejan las novelas no son de la misma intensidad que la que dejan los libros de poesía. Por esta razón, suelen durar lo que duran las etapas de nuestras vidas mientras las leemos; quizás porque conectan mejor con nuestras historias personales y con nuestra educación sentimental. Luego se desvanecen o se van a reposar al desván de nuestra memoria.

Las huellas de la poesía son un poco distintas,  pues se extienden más allá de nuestra cronología personal, ya que establecen lazos con un estado del ser, con la zona intemporal de nuestros afectos y con el misterio, el horror y la armonía de la belleza. Digamos que la poesía se dirige a una capa más profunda de la existencia. De allí que sus huellas permanezcan como intermitencias, como fogonazos a los que volvemos la mirada cada tanto.

Pero hay novelas a las que uno regresa en busca de su poesía; es decir, de su enigma imperecedero, de su fuerza poética. Hasta ahora me ha sucedido solo con dos: Los miserables de Víctor Hugo y La edad de hierro de J. M. Coetzee. Si bien llegué a la primera durante mi adolescencia, su impacto se ha extendido a lo largo de toda mi vida. La justicia que Jean Valjean busca para sí y para los que lo rodean,  así como la solidaridad que establece con sus vecinos y el amor que siente por Cosette, son metáforas de la justicia universal en la que me reconozco de inmediato.

Los miserables tiene, como la poesía, la capacidad de desestabilizarnos emocionalmente, de abrir abismos en nuestro inconsciente y de poner en duda la naturaleza de lo que sentimos o percibimos. Lo mismo me sucede con La edad de hierro, una novela a la que he vuelto siguiendo mis propios pasos. La leí hace unos doce años por primera vez, unos cinco por segunda vez y una tercera y en estas últimas semanas. Es verdad que cada lectura ha sido distinta en la medida en que los lectores nunca somos las mismas personas, sin embargo siento que se trata siempre del mismo estremecimiento cuando estoy frente a sus páginas.

¿Qué tiene de especial esta novela, qué nos engancha rápidamente con ella? Para empezar, el tema, de evidente interés humano: la lucha contra la segregación racial expuesta de manera simbólica a lo largo del libro bajo el concepto de “la edad de hierro”. ¿Y que es esta edad? Una menos amable que la edad de arcilla y la edad de la tierra, una en la que los niños y los adolescentes tienen tiempo y ganas de liberarse y de luchar contra las injusticias que oprimen al mundo. En otras palabras, son niños de hierro que pierden su inocencia respondiendo a la brutalidad policial con violencia. La novela presenta, en este sentido, la crueldad del apartheid en los ochenta, cuando la segregación racial obligaba a los niños a reemplazar el asombro de la infancia por el combate político. No olvidemos que una de las razones por la que se le concedió el Nobel decía: “por sus múltiples retratos de la implicación y el desconcierto del outsider en la sociedad sudafricana”.

No es un tema original, pero su tratamiento sí. En medio del conflicto social expuesto como trasfondo, Coetzee narra la historia de la señora Curren y un mendigo alcoholizado. Ella es una moribunda y él un ser borroso que no tiene nada qué ganar o perder en la vida. Ninguno de los dos tiene porvenir, pero establecen una solidaridad hosca y un afecto oculto matizado por sus anhelos. Se trata, dice Javier Calvo, de individuos “que luchan por sobrevivir en un mundo hostil y que, a menudo, utiliza la fantasía para escapar a otros mundos en los que no exista el horror”.


La eficacia narrativa de La edad de hierro depende en buena cuenta del desarrollo del punto de vista que emplea. Por un lado, tenemos a un narrador personaje, protagonista, homodiegético (usa el yo), que hace coincidir el tiempo de la historia y el tiempo del narrador y usa, de preferencia, el pretérito perfecto: “he pensado”, “he decidido”, etc. Y, por otro, tenenos a un narrador en segunda persona (usa el tú) que se dirige a la hija y al lector, interpelándolos con un relato dramático, lleno de reclamos y de resignaciones. En ambos casos, el narrador es la señora Curren. La sutileza, la exactitud y la belleza espartana de su lenguaje son excepcionales y dotan a la novela de un atributo especial.

Espero, como me ocurre con la poesía de los grandes autores, volver en breve sobre mis pasos como un cangrejo iluminado para leer otra vez La edad de hierro, una novela, como dije, capaz de generar, gracias a su perspicacia, difícil sencillez y singularidad el mismo gozo espiritual que procura esa otra gran epopeya de la narrativa universal: Los miserables.

 

 

 

 

 

 


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