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Doscientos años de utopías

 Hay una república plebeya, una aristocrática, una fracturada, una embrujada, una a medio hacer y una, probablemente, desconocida. ¿Cuál es la relación individual y colectiva de los peruanos con la República que nació hace doscientos años? Aquí una mirada personal.

¿Cuál es la relación que mantenemos los peruanos con la idea de una República fundada hace doscientos años? ¿Cuáles son los vínculos entre la literatura y el Perú republicano? ¿Cuál es mi relación personal, como poeta, escritor y periodista, con este país que vio la luz con bajo una serie de promesas inclusivas, igualitarias y hasta cierto punto utópicas?

Alberto Vergara sostiene que en la construcción del desarrollo social peruano contemporáneo han competido históricamente cuatro proyectos: el republicano, el socialista, el corporatista y el neoliberal. Ha habido, es cierto, otro tipo de promesas, pero no han tenido mayor gravitación.

Las promesas socialista y corporatista (el Apra y el velasquismo, según Vegara) están “enterradas” o han sido arrasadas por la fuerza de los acontecimientos a fines del siglo XX. La que sobrevive, con tensiones y graves conflictos, es la vieja promesa republicana nacida en el momento en que los criollos lograron la independencia del yugo español y que consiste en un viejo anhelo de un “orden fundado en la igualdad de los ciudadanos” y en “la capacidad de participar en los asuntos públicos de la misma manera que cualquier otro ciudadano”.

La promesa republicana nunca se ha concretado y es más bien –sostiene Vergara― un fracaso sistemático. Este conviviría en relación de desencuentro con la promesa neoliberal, la cual sí ha logrado éxito a partir de los años 90 y consiste, esencialmente, en el desarrollo del mercado sin presencia del Estado y en la redistribución de la riqueza gracias a la competencia económica, con las consiguientes desigualdades que esto acarrea. Pero en este camino de mercados desregulados, crecimiento económico imparable, consumismo generalizado, emprendimiento e inversión privada nacional e internacional, se dejó de lado las instituciones democráticas o republicanas; es decir, el anhelo de un Estado fuerte donde funcionen correctamente los deberes y derechos. La restricción al mínimo de la actividad estatal que pedían los neoliberales redujo al mínimo la posibilidad de consolidar la democracia y la ciudadanía. Por esta razón vivimos ahora a merced de la inseguridad y la corrupción.

La relación de los peruanos con la idea de la República —se me ocurre— es diversa y llena de tensiones. Diversa porque hay varias ideas de repúblicas según los propósitos, confesiones e idearios: aristocrática, plebeya, fracturada, liberal, inconclusa y utópica. Y tensa, porque está alimentada por un estado ambivalente: amor/odio, el cual se ha visto agudizado en la última contienda electoral.

¿Y cuál es el nexo personal entre mi literatura y la idea de la República que he heredado como peruano? Creo que toda respuesta pasa, primero por lo que siento. Y lo que siento todavía es lo que es escribí hace algún tiempo: “Este país es visceral, está en el torrente sanguíneo, en el tic tac del corazón, en las calles, en los microbuses, en el griterío, en los bares, en los periódicos y en los grafitis. Es el infierno tan temido y el cielo tan buscado. Uno es peruano a su pesar y a su favor. Creo más, en este sentido, en las desconcertadas gentes que pueblan este país que en las escarapelas de metal que se colocan alcaldes y congresistas en las solapas durante fiestas patrias; o en la nostalgia barroca de un peruano exiliado que en las agitadas banderitas que evitan la multa del municipio patriotero. El Perú es una acreencia. Una utopía. Un soñar despierto. Un fuego escondido en el corazón. Una navaja en el paladar. Un chicle espeso en el alma. No obstante, no soy ni patriota ni patriotero. Escribo con la peruanidad atravesada en el centro de mi ser”.

En doscientos años de República hay fisuras sociales que no se han podido cerrar, otras que se han cerrado a medias y otras que no siquiera se han tenido en cuenta. Pienso, por ejemplo, en la construcción de una sociedad igualitaria, en la defensa de los derechos de las mujeres y en la sobrevivencia del racismo y la discriminación.

En el campo de la literatura, hay una historia fundacional y llena de deudas. La primera es la de la construcción de una literatura propia, algo que se ha logrado a duras penas, a través de una tradición maltrecha donde campean la discriminación, el centralismo y la invisibilidad, y donde también, hay que reconocerlo, se abren camino las diversas literaturas del Perú.

En doscientos años, lo mejor que nos ha sucedido, creo, es que Palma sentara las bases de una tradición, que las voces femeninas antiguamente segregadas hayan roto el cerco del aislamiento, que surgiera el vanguardismo (el indigenista y los otros), que irrumpieran como lunares José María Eguren César Vallejo y José María Arguedas, que la novelística de Mario Vargas Llosa se universalizara y que se consolidara la producción de los poetas y narradores de la generación del 50. Falta mucho todavía, pero, en esta tensa relación de amor/odio con nuestro país, es lo que tenemos. Y no es poco.

 

 

 

 

 

 


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