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Infancia, lenguaje y verdad

Es posible que el comienzo de una vocación literaria o artística se deba a un estado de comuniónentre el hombre y la naturaleza, estado que luego se busca repetir inútilmente a lo largo de la vida. Esa búsqueda (o hallazgo) tiene que ver, al parecer, con la infancia, el lenguaje y la verdad poética.

 ¿Dónde comenzó todo? ¿Por qué, de pronto, nació en mí la necesidad de poetizar las emociones o contar historias? ¿Qué clase de experiencias personales y ordinarias son las impulsan el espíritu creativo o la imaginación? ¿A qué se debe que unos seres humanos escriban y otros no?

Las anteriores preguntas resurgen cada cierto tiempo en mi mente y nunca puedo responderlas a cabalidad; máximo logro aproximarme a ellas con ayuda de mis recuerdos. Para empezar, creo que el punto de partida de la literatura es la infancia y el lenguaje. Con la primera, empezamos a encontrarle un sentido a la naturaleza, aunque nunca lo encontremos de verdad; y con el segundo, atrapamos el mundo que nos rodea, ya sea nombrando las cosas o dándole coherencia a través del orden de las palabras.

Ninguna experiencia literaria se explica sin la infancia y sin el lenguaje. José Watanabe escribió acerca de esto: “Para mí la poesía es algo así como que hay momentos privilegiados en los que la naturaleza se abre y nos dice algo. De pronto estamos caminando y encontramos una piedra iluminada por un rayo de sol, por ejemplo. Aquí hay una verdad, ahí se nos está diciendo algo, pero no podemos decir qué es. Entonces la poesía usa el lenguaje para intentar decir qué es eso, pero el lenguaje es limitado; entonces todo poema es una aproximación a esa verdad descubierta de modo súbito […] ”.

Pero no todo tiene que ver con la naturaleza, aunque las experiencias que se tienen con ella son las más poderosas. Lo que cambia la vida de un escritor o un artista puede estar no solo en nuestras vidas, sino también en los libros, en el azar o en las experiencias ajenas. Tampoco es un solo instante, yo diría más bien que es suma de instantes. Es una persecución que, como dice Borges, nunca se produce, pero que se siente desde la perspectiva de lo inalcanzable, de lo próximo, de lo que roza la profundidad de nuestro ser.

Yo tengo mis experiencias como cualquier otro ser humano. No soy un ejemplo ni mucho menos, pero busco que lo quehe vivido cobre sentido y explique de alguna manera mi pasión por la literatura. Son vivencias que tienen que ver con mi infancia y con el lenguaje, como he dicho antes.

Primera imagen: unos niños bañándose debajo de un sauce a orillas del río Piura, a las 5 de la tarde, un lugar en donde solo se escucha el ruido del viento y el canto de los pájaros. El escenario es casi como el haiku de Basho, en el que la quietud de un estanque se ve interrumpida por el ruido de una rana que se sumerge de improviso en su misterio. Para mis hermanos y yo, arrojarse sobre las aguas cristalinas del Lengash (nombre tallán del río) desde un árbol era encontrarnos con el vacío, con la nada, con el silencio supremo. Luego volvíamos al mundo pedestre y regresábamos a casa tiritando de frío mientras el sol se hundía en el horizonte con sus matices rojos, lilas y naranjas. Según los maestros espirituales de Oriente, el estado de la creatividad sería estar en armonía con la naturaleza o sintonizado con la vida y el universo. Los artistas, en general, buscan recobrar ese estado de sintonía o aproximarse a él.

Segunda imagen: alguien organiza una competencia con mis vecinos para determinar quién era más diestro con la honda. Para hacer más atractiva la competición, alguien dijo que la piedra que debíamos lanzar debía estar envuelta en un papel en el que cada uno de los competidores debía escribir un mensaje a Dios. Todos lanzamos las piedras, las cuales cayeron una a una en los techos del vecindario o en el descampado. Para mi fortuna (¿o para mi desgracia?), yo no vi ni oí caer la mía. Seguramente fue amortiguada por la rama de un árbol o por la arena del camino donde jugábamos. Gracias al espejismo de mis sentidos, por un lapso de varias horas creí que mi mensaje había llegado a su objetivo y anduve como un sonámbulo por las calles hasta que alguien me sacó del sueño y me demostró que todas las piedras que se lanzan hacia el cielo caen debido a la fuerza de la gravedad. Fue duro escucharlo, pero así es la realidad de cruda e injusta.

Quizás en mi caso todo se reduzca a eso: unos niños bañándose a orillas del río Piura y un mensaje envuelto en una piedra que surcó los confines del universo y que yo no vi ni oí caer. Se trata de imágenes que persigo infructuosamente, el Santo Grial de una pasión insaciable cuyo placer es no llegar nunca a sentirlas por completo.

En ambos casos, ocurrió lo que explica José Watanabe: por un lado, un momento único, un canal comunicativo con la naturaleza a través del cual esta nos dice o nos quiere decir algo; es decir, una especie de verdad que se abre y nos ilumina el alma y la mente; y, por otro lado, un lenguaje que intenta traducir esa verdad sin conseguirlo del todo, pues, como pensaba Vallejo, el lenguaje es un imposible, una inutilidad a la hora de trasmitir lo verdaderamente trascendente.

 

 

 

 

 

 


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