Epifanías literarias
¿Puede una revelación fortuita e inesperada cambiar para siempre la vida de un escritor? Sí, se llama epifanía y el camino de la literatura está llena de ellas. Son célebres las de César Vallejo, Arguedas, Mario Vargas Llosa y Ciro Alegría. Aquí una mirada sucinta a esas experiencias que marcaron sus vocaciones literarias.
Las epifanías tienen un carácter místico y son corrientes en el ámbito religioso, en la vida de los santos, por ejemplo, en quienes es frecuente este tipo de iluminaciones. En la existencia mundana también podría decirse que existen epifanías en la medida en que un ser humano promedio podría protagonizar el develamiento de una idea o un asunto importante que le cambia la vida.
Pero las epifanías que a mí me interesan y conmueven son las literarias y tienen una fuerte carga mística o religiosa. Se trata de episodios en la vida de algunos poetas y narradores a partir de las cuales sus vidas no solo cambian, sino que cobran sentido a partir de una manifestación trascendente e insospechada.
Existen muchos casos de epifanías literarias, pero me voy a referir a cuatro de ellas que, creo, simbolizan esta experiencia. La primera tiene que ver con un episodio en la vida de José María Arguedas, uno de los novelistas más queridos del Perú. Lo leyó ante el público en el Primer Encuentro de Narradores Peruanos realizado en 1965 en Arequipa. El texto lleva el título de “Soy hechura de mi madrastra” y es un breve relato autobiográfico en el que cuenta cómo se quedó huérfano de madre a los dos años y cómo es que su padre lo llevó a vivir con su madrastra, una mujer que tenía tres hijos y lo maltrataba con particular encono. La mujer le hizo la infancia infeliz. Cuando su padre no estaba, lo mandaba a dormir en la cocina con la servidumbre. Su cama era un pellejo de res y su abrigo una frazada sucia. Fue allí, en ese mundo siervos y seres maltratados que el pequeño José María Arguedas conoció “la ternura y el amor sin límites de los indios, el amor que se tienen entre ellos mismos y que les tienen a la naturaleza, a las montañas, a los ríos, a las aves”. En realidad, lo que Arguedas vivió fue una epifanía; es decir, un momento de irradiación mística que lo ayudó a tomar conciencia de la riqueza interna que albergaba y que lo llevó escribir con un gran sufrimiento.
La segunda experiencia tiene como personaje a César Vallejo y se refiere al momento en que fue reconocido por sus hermanos de La Bohemia de Trujillo como el sucesor de Darío. Lo cuentan Haya de la Torre y Luis Alberto Sánchez en el libro Correspondencia 1924-1976. Sucedió en 1916, durante unos funerales simbólicos en honor al autor de Azul, una celebración salpicada de mucho vino y comida. Era de madrugada y los bohemios seguían celebrando en la ramada Los Tumbos.
En un momento determinado Vallejo proclamó su “independencia poética” y afirmó muy contundente: “Darío es Darío y yo soy yo […] y aquí llegamos al cero y del cero vamos a contar de nuevo”. Lo dijo bañado en lágrimas. Antenor Orrego, su mentor, se puso de pie y dijo a los cuatro vientos: “Óyeme, César, te lo digo porque eres incapaz de envanecerte: tú eres genio, yo te proclamo el genio de la poesía americana; y por eso sufrirás mucho (César Vallejo no paraba de llorar). […] A continuación, los bohemios tejieron una corona de hojas de laurel y coronaron al autor de Trilce. Fue, creo, el momento en que Vallejo tomó conciencia plena de la grandeza que le esperaba.
La tercera epifanía es la que vivió Mario Vargas Llosa Llosa. Se encuentra registrada en el libro El pez en el agua publicado en 1993. Ocurrió en diciembre de 1946, cuando su madre le presenta a un señor desconocido como su padre, a quien él creía muerto. Él era un niño de once años que hasta entonces había llevado una infancia feliz. Su progenitor era ahora una presencia abrupta y autoritaria que no dudaba en maltratar a su madre y a él. En esta nueva vida no solo perdió la inocencia de un modo violento, sino que se sumergió en la soledad del niño que sufre y, por lo mismo, en el encuentro con una fuerza que lo ayudaría a sostenerse toda la vida contra el miedo y el maltrato paterno: la vocación literaria.
La cuarta revelación pertenece a Ciro Alegría. Está contada en el texto El César Vallejo que yo conocí. Se trata del famoso perfil en el que Alegría evoca su encuentro con el poeta genial, el maestro taciturno y el personaje al que “le faltaba un tornillo”, según la pacata sociedad trujillana de comienzos del siglo XX. Alegría narra el trato amable y generoso que recibió de su profesor y, sobre todo, reflexiona cómo es que este se convirtió, sin quererlo, en un modelo de iniciación literaria. «[Vallejo] (me)e hacía narrar sobre los hermosos paisajes de la sierra, el rugir de las aguas del río Marañón y otros pasajes de balseros cuando cruzaban para ir a la otra banda con motivo de la fiesta patronal […]. Por eso creo que mi maestro César Vallejo me marcó para que yo fuera escritor», escribió el autor de El mundo es ancho y ajeno.