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Periodismo, un placer traidor

El periodismo es un oficio maravilloso y, muchas veces, ingrato. Un oficio que se puede practicar con ímpetu, pese a que algunos lo consideren como una actividad que ha perdido poder y prestigio, aunque necesaria para la sociedad en que vivimos. Lo cierto es que se trata de una pasión irremplazable, un gozo efímero y próximo a la literatura.

Hace más de treinta años que escribo en un diario. A lo largo de los años, esta experiencia me ha permitido adquirir una certeza: que el periodismo es sinónimo de pasión o, mejor dicho, que no hay periodismo sin pasión de por medio. Un apasionado del periodismo vendría a ser la persona que padece en carne propia una enfermedad que mata, por lo general, con ataques al corazón, hipertensión o ansiedad.

Ejemplos de los males antes descritos hay muchos, pero veamos uno: Manuel Vásquez Montalbán, un notable escritor y periodista.  Se desplomó en la sala de espera del aeropuerto de Bangok. En su ordenador portátil guardaba, inconclusa, su colaboración para la revista Interviú. Murió de un fulminante ataque al corazón cuando faltaba poco para que tomara el avión de regreso a Barcelona. Lo mató la ansiedad del apuro, la presión del periodismo.

Pero el periodismo ni siempre mata. Cuando no lo hace, el periodismo es un ímpetu lo más parecido a un placer traidor. Mina en silencio la salud. Ataca a traición. Clava el puñal con disimulo. Mientras el redactor escribe a la volada, el editor mutila a mil por hora los textos y el director grita el advenimiento de la hora de cierre, la taquicardia se agazapa y avanza como un leopardo tras la gacela apetitosa.

La verdad es que toda pasión engendra su propio mal. Y toda felicidad anuncia la llegada de su propia desdicha. El periodismo es eso: gozo y felicidad, riesgo y destrucción. Es como cuando un diabético desea un chocolate o un cardíaco sube a las alturas. Hace daño, pero gusta. Estresa, pero da placer. El periodismo es humano porque es una contradicción.

El placer y el dolor de escribir tiene un símbolo: el dead line. La hora de cierre es un imán, un campo magnético, una mujer fatal. Atrae con la fiereza del amor-odio y la ternura del odio-amor. No se puede negar: el periodismo consiste en vivir en la línea de muerte, en el punto de mira telescópico del disparo final. Y hay cumplir con sus imperativos.

Sin duda, en el periodismo se escribe bajo la presión de la inmediatez y bajo el influjo del deber que pregona Alberto Salcedo Ramos: «Puedes escribir sobre lo que quieras: un asaltante de caminos, las enaguas de tu abuela, el escolta del presidente, la caspa de Tarzán, lo triste, lo folclórico, lo trágico, el frío, el calor, la levadura del pan francés o la máquina de afeitar de Einstein. Pero por favor no aburras al lector».  No aburrir al lector. Menuda tarea. Es lo que busca a lo largo de su vida, a veces infructuosamente, todo periodista que ame el oficio. Por esta razón,  tiene que dominar, si sus pretensiones son las más altas, el lenguaje y las técnicas y procedimientos narrativos.

El maridaje ideal es combinar la objetividad del periodismo con la subjetividad de la literatura. Periodistas y escritores se afanan toda su vida por contar, por encontrar la “gran historia” que los saque del anonimato y los convierta en autores reconocidos. Con este objetivo, rastrean cada día infiernos cotidianos en busca de la crónica ideal o, en su defecto, conciben mundos imaginarios que puedan seducir a lectores perezosos y hedonistas. En cualquier caso, se trata de contar una historia provista de personajes inolvidables, que entretenga, que desarrolle con astucia la ley del interés y que se meta al bolsillo al lector.

La actividad básica de un cronista es salir en pos de la realidad. Ocurre a veces que su objeto, la realidad ―la vida, la existencia, la cotidianidad, o como se llame―, es sorpresivamente generosa. En estas ocasiones, es ella misma ―al parecer― la que teje las tramas, desencadena los clímax y monta los finales inesperados. Ella se erige entonces como la maestra del relato, la señora de las historias reales que todos quieren escuchar, pero no creer.

Los cronistas y escritores del presente buscan en el centro o periferia de la realidad las historias que ayuden a sus lectores ocasionales a trascender las limitaciones de la vida cotidiana. Es verdad que leer es un acto solitario, pero nunca antisocial. Una historia periodística es una grata compañía que nos permite huir de la normalidad; es decir del estado natural de la existencia humana: la oscuridad, el silencio y la soledad.

Durante más de treinta años he escrito textos de manera independiente y apurada, sin embargo siempre he tenido en mente recogerlos bajo el criterio del placer traidor, es decir, del gozo efímero, de la eternidad del momento y teniendo en consideración un anhelo casi imposible: que cuando menos alguno de ellos remonte el olvido de la inmediatez. Es lógico que con el paso del tiempo hayan perdido algo de su visión inicial, pues han sido concebidos para ser publicados en un diario y leídos de un solo tirón. No obstante, creo que conservan la pasión con que fueron escritos y el culto por el lenguaje, que es finalmente lo único que le da sentido al trabajo periodístico.

 


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