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La luz que se queda

Clara Claros Aguilar fue una docente y periodista muy querida. Sus amigos admirábamos su entrega y afecto para con los demás, pero sobre su gran sentido del humor. La pandemia nos ha privado de su ser material, pero no de su sonrisa, ingenio y don de gentes que todos recordamos con cariño.

 La pandemia nos ha colocado en una situación de miedo y dolor permanentes. Cada vez que abro Facebook todas las mañanas, temo encontrarme con una nueva noticia sobre la muerte de algún ser querido. El protocolo de la covid-19 viene precedido —o se da en paralelo— con dos miedos: miedo a hacer clic y miedo a que el post nefasto que aparece primero ante nuestros ojos sea el del adiós que alguien le da a uno de los nuestros.

El infierno del virus nos ha tocado a todos de una manera directa o indirecta. Ha dejado huérfanos y huérfanas, viudos y viudas y hombres y mujeres anónimos devastados por la rapidez de la muerte.  Los efectos físicos y síquicos de la enfermedad son muy fuertes. Pero lo peor de todo, es que nunca sabemos cuándo esta se alista a dar su zarpazo mortal. La forma de contagio es todavía desconocida en gran parte y esto aumenta la aprensión y la incertidumbre. Si a esto agregamos la crisis sanitaria, la falta de oxígeno y el descuido, estos tienden a ser mayores.

El familiar más cercano que he perdido es un tío muy querido en Piura. He sido testigo del dolor de mi hija y su madre por la muerte de alguien a quien ellas amaban mucho. También he visto irse, desaparecer, esfumarse y diluirse en el confín de la nada a varios amigos entrañables. Lamento tanto sufrimiento, sin embargo, es lo que nos ha tocado vivir.

Clarita Claros Aguilar es uno de esos amigos a quienes la muerte ha venido a llevarse de manera expedita, sin darnos tiempo a nada, ni siquiera a despedirnos. Me acuerdo ahora de ella porque creo que representa, de algún modo, a todos los seres que nos duelen tanto por la luz que han dejado a su paso por la vida en el corazón maltrecho de sus amigos.

Yo no sabía lo de su enfermedad. El viernes 23 de abril le escribí un mensaje a través del Messenger invitándolo a la presentación virtual de mi libro de crónicas. Le gasté una broma, pues ella, como saben todos los que la conocieron, eran mordaz y estaba constantemente alegre y de buen humor. Me extrañó que no me respondiese. Ella que estaba todo el tiempo pronta a responder con ingenio e ironía las chacotas de sus amigos. La respuesta a ese silencio llegó el martes 27 de abril bajo la forma del temido post necrológico en Facebook.

Conocí a Clarita Claros Aguilar a fines de julio de 1986. Lo recuerdo con certeza. Ella era la encargada de recibir los textos para el suplemento Lundero y como tal recibió mi primera colaboración. Desde que la conocí, me trató siempre con amabilidad, afecto y humor. Destaco lo del humor porque creo que ese fue el sello de su personalidad y lo que ha de seguir proyectando en nuestros recuerdos.

Su entusiasmo y alegría era legendarias. La recuerdo en la Sala de Profesores de la UPN viendo los partidos eliminatorios para el mundial de Rusia 2018. La tensión allí era muy grande. Los docentes se comían las uñas, soltaban gritos de enojo o reclamaban goles en favor de la selección peruana. Cada cierto tiempo ocurría un mutis y Clarita aprovechaba de ellos para clavar el estilete de su humor y desatar las carcajadas con cada frase ingeniosa que se le ocurría.

Era, además de amiguera, maternal. Bajo ese instinto, no solo me acogió a mí, sino también a Carlos Felipe Quevedo, Domingo Varas Loli, Miguel Ángel Pajares y Duncan Sedano como colaboradores del diario. En la década de los 90 haría lo mismo con Luis Fernando Quintanilla, David Novoa y otros tantos periodistas que hicieron sus primeras lanzas en La Industria. 

Una vez que fui a dejar el texto de mi columna, uno de los periodistas más antiguos del diario, un bebedor por lo demás empedernido a quien yo acababa de conocer, me invitó a tomar un trago. “Para hermanarnos en el alcohol”, me sugirió. Clarita oyó la invitación y no dijo nada. Un rato después, cuando me marchaba con el viejo bebedor, no pudo contenerse y le espetó: “Oye, ya vas a malograr al muchacho. Hermánate tú solo, borracho”. Lo dijo entre broma y serio, pero creo que más en serio.

En el verano de 1993, con ocasión de la entrega de premios Lundero en Chiclayo, asistieron Julio Ramón Ribeyro y un grupo de poetas y narradores muy célebres. Estuvimos presentes muchos trujillanos, entre ellos Clarita, quien formaba parte de la organización. Fuimos al almuerzo con el extraordinario cuentista, le hicimos con Nivardo Córdova una entrevista a las 7 de la mañana en el Garza Hotel, pero no pudimos sacarle una firma al maestro. Se lo comentamos a Clarita y nos respondió que no nos preocupáramos, que eso tenía solución. La mañana siguiente, antes del retorno a Trujillo, se apareció blandiendo dos ejemplares de un cuento de Ribeyro debidamente dedicados a Nivardo y a mí por el gran narrador peruano. ¿Cómo lo hizo? Nunca nos dijo. Lo cierto es que nos sorprendió y alegró mucho con ese regalo inesperado. Así era Clarita y así la recuerdo.

Descansa en paz, querida Clara. Cuando alguien se va, alguien se queda, dice Vallejo. Tu luz se ha quedado con nosotros.

 

 


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