J. G. Rose: la poesía como estímulo
Integrante de la llamada Generación del 50 y cultor de una vertiente popular de la poesía, Juan Gonzalo Rose pertenece a la estirpe de los poetas cuyos textos —gracias a la sabia y sutil sencillez de su concepción y a la universalidad de sus recursos afectivos— establecen de inmediato vínculos perdurables con el lector.
Nadie duda de que la poesía es un arte minorías por diversas razones que no viene al caso discutir. Pero lo que sí conviene discutir es una mentira muy difundida: que, para su disfrute, el lector requiera de una alta cultura. Lo que le hace falta en realidad es sensibilidad y un gusto más o menos pulido y predispuesto.
Hay versos que para ser sentidos y comprendidos requieren de las notas al pie de página de filólogos y exégetas. Muchos de los poemas de César Vallejo, por ejemplo, se iluminan con pasajes de su biografía o con ciertas lecturas que hizo en su tiempo. Otros textos no demandan tal esfuerzo: conectan directamente con el lector gracias a la sencillez y autonomía de sus recursos.
Un poema es un objeto hecho de palabras, según Octavio Paz, y la poesía, siguiendo esta lógica, es una propiedad del texto, sin embargo todos sabemos que no es necesariamente así, que el poema puede ser también un simple desencadenante o una vivencia subjetiva creada a partir de un estímulo (una palabra, una imagen, un sonido, un color). Es lo que podría denominarse estado poético y no es exclusivo de la poesía.
Esa vivencia subjetiva desencadenada por un estímulo no funciona de la misma manera para todos. Puede ocurrir que la primera lectura de un poema me deje indiferente, pero luego con el paso del tiempo me conmueva; o al revés: que me desestabilice emocionalmente al principio y más tarde me deje impasible. La vida, la experiencia, el tiempo, el dolor y la alegría hacen lo suyo. ¿Cuál es el espacio y el tiempo apropiados para vincularse con la poesía? No existe una respuesta precisa; depende de la simetría del azar.
La mayor parte de los poemas de Juan Gonzalo Rose, un poeta que leí mucho en mi juventud, tienen la virtud de no dejar indiferente al lector en su primera aproximación. Esta rápida identificación se debe acaso a su concepción de la poesía como una ‘simple canción’ (creada para ser cantada ates que para ser leída) o a la sencillez y sutileza con que toca temas cruciales de la existencia y que todos reconocen a la primera señal. Lo cierto es que ningún lector, ni antes ni después, podría quedar desilusionado frente a lo siguiente: «Estoy/ tan suave/ ahora/ que si alguien reclinase su rostro sobre mi alma/ bastante me amaría.// Contemplo/ en el alto silencio de los cielos/ las músicas del mar/ y la antigua tertulia de sus leños.// Estoy/ tan triste ahora/ que si alguien se acercase/ me amaría.// Primera noche en el Perú./ Y busco amor./ Como en todas las noches de mi vida» (Retorno).
El sujeto enunciador, quien regresa, presumimos de un viaje largo, está inmerso es dos estados emocionales que, de tan extremos, lo vuelven objeto de amor y compasión: la suavidad (la fragilidad) y la tristeza. En la primera y tercera estrofa, expone su condición de desamparo y lo que podría acontecer (lo que espera) si alguien se reclina sobre su alma o se acerca hasta donde está. En la segunda estrofa, en cambio, presenta el paisaje físico y emocional que lo rodea: el silencio de los cielos y las músicas del mar (que se escuchan lejanas e intuimos inalcanzables y dolorosas), acentuados por la nostalgia de las antiguas conversaciones alrededor del fuego. Es, no obstante, en la última estrofa donde se revela el verdadero objeto de sus deseos: buscar amor, como en todas las noches de su vida. El poema nos toca rápido y directo y sentimos también la necesidad imperiosa de que nos amen como a él.
Quizás sirva como un dato adicional para la interpretación del poema que Juan Gonzalo Rose era un poeta del exilio: del físico y del interior. El primero lo padeció en los años cincuenta, cuando fue desterrado a México por la dictadura de Odría como consecuencia de sus actividades políticas opuestas a ese régimen; y el segundo, lo llevó toda la vida consigo. El alcoholismo, la homosexualidad no declarada y su incapacidad para afrontar las rutinas de la vida acentuaron su infelicidad y lo empujaron a refugiarse en la autodestrucción y la búsqueda del amor imposible.
Los poemas de Juan Gonzalo Rose son llanos, carentes de efectismo y solemnidad y por momentos parecen concebidos como si fuesen letras de canciones. Nunca son, sin embargo, sentimentales ni incurren en excesos exclamativos o estilísticos. Van directo a la emoción del lector y aunque se refieren a temas viejos y recurrentes siempre parecen decirnos cosas novedosas y delicadas en las que nos vemos representados.
Juan Gonzalo Rose fue consciente de que era un hombre predestinado para la poesía, no a la manera de Rilke, quien se consideraba un artista en el sentido puro: vivir solo para escribir su obra, sino en el sentido de ser una especie de vehículo, de instrumento para comunicar estados emocionales superiores: «Ya estoy purificado, Poesía./ Ya podemos mirarnos a los ojos/ como en la tarde de la luz aquella:/ yo jugaba la ronda entre chiquillos,/ y tus manos temblando, me eligieron» (6).