Vallejo según sus anécdotas
¿Por qué cobran importancia las anécdotas que vivió César Vallejo? Para empezar, porque su vida ilumina su obra, sus versos no se entienden sin sus anécdotas y su obra en general pierde sentido sin el humor y la ironía que animó su vida cotidiana.
Siempre hemos oído decir ─cuando se trata de hacer un balance sobre el significado y trascendencia de un autor─ que es mejor separar al hombre del artista para evitar que uno contamine al otro. Y esto, como sabemos, no es posible, al menos no del todo.
Las anécdotas pueden ser extrañas, curiosas, divertidas y parecer inverosímiles, pero tienen la característica de haber ocurrido, por eso arrojan luz sobre las vidas de quienes las viven. Con las anécdotas, es posible entonces volver indivisible al hombre y al artista y, sobre todo, conservar como cierta la parte de una vida que las traiciones de la memoria tienden a diluir en la fantasía.
La imagen tradicional que los peruanos tenemos de César Vallejo es la de alguien entumecido por el dolor, la tristeza y la soledad. Las fotografías que conocemos de él acentúan esta visión gris y, sobre todo, ensombrecen cualquier atisbo de humor o ironía que hayan tenido su obra y su vida. Si nos guiáramos solo por ellas, Vallejo sería simplemente un poeta serio, trágico o sombrío. Y los poemas de Los heraldos negros pasarían como modernistas a secas, los de Trilce serían más herméticos todavía, y Poemas humanos y España aparte de mí este cálizno hubieran llegado a ser lo universales que son.
Las anécdotas cobran más importancia porque desentrañan la relación misteriosa de Vallejo con el lenguaje, en la que siempre se mostró como un superdotado. Por un lado, está el creador que a fuerza de inventiva y audacia hizo añicos la sintaxis y la semántica del español (¿cómo escribir después de esto?) y, por otro lado, la del profundo degustador de la oralidad, del sonido y del ritmo de las palabras (insisto: ¿cómo escribir después de esto?). Es ese mismo Vallejo que ante la pregunta de un policía sobre su identidad contesta: «Soy Menocucho, taitita». Ese mismo que escribe: 999 calorías / Rumbbb… Trrraprrrr rrach…chaz / Serpentínica u del bizcochero / engirafada al tímpano, y ese mismo que llamaba con ironía «zorrillas» y «zorrillos» a sus amigas y amigos.
Saber que en su bautizo los padrinos estuvieron ausentes, que quería ser el estardantero de Santiago de Chuco, que deseaba llamarse como su padre —Pancho Vallejo—, que quería sembrar arroz con pato para volverse rico, que borracho gustaba de armar trifulcas, que visitaba con frecuencia los fumaderos de opio, que era capaz de memorizar versos ajenos a la primera, que cruzaba a nado el Sena, que fue coronado con ramas de laurel en un restaurante campestre de Trujillo como el sucesor de Darío o que vivía en cura de leche en lugar de cura de agua, ¿nos ayuda a entender sus versos? Yo estoy convencido que sí, además de ayudarnos a entender por qué escribía del modo en que escribía.
Pero así como algunos estudiosos han prestado atención al Vallejo sombrío; hay otros que han reparado en la visión risueña con que asumió la vida que le tocó vivir; o mejor dicho, comunicar. En este trabajo, Miguel Pachas Almeyda, uno de los más importantes biógrafos de César Vallejo, asocia algunos pasajes anecdóticos y risueños de su vida con los poemas y, de este modo, ilumina ciertas zonas de oscuridad que podrían percibirse en su obra. En otras ocasiones, la relación no es explícita, pero basta con saber, por ejemplo, que Vallejo le dijo a Georgette que prefería la miseria y la posteridad a la gloria presente y momentánea para comprender cuán consciente era de su propia grandeza.
A mí me seducen dos anécdotas que dan cuenta de su sentido del humor y que Miguel Pachas Almeyda ha recogido también en su estupenda biografía ¡Yo que tan solo he nacido! En una ocasión, sus colegas profesores encontraron a Vallejo pensativo. «¿Qué pasa César?», le preguntaron. «Estoy muy preocupado, muy preocupado», contestó él. «¿Qué sucede?», volvieron a indagar. «Estoy pensando en la empresa que voy a montar con mi socio», dijo. «¿Y cuál es esa empresa?», inquirieron curiosos. «Pensamos sembrar arroz con pato», les contestó.
Otra anécdota es la que protagonizó con Alfonso de Silva, su entrañable amigo. Este tocaba violín en un restaurante parisino donde ganaba propinas con las que luego él y Vallejo tomaban algún aperitivo. Como el dinero obtenido no alcanzaba para mucho, el poeta solía exclamar mirando los platos vacíos: «¡Qué suerte la nuestra. Tener para abrir el apetito y no para cerrarlo!».
Anécdotas y curiosidades de César Vallejo cierra el círculo de las interpretaciones y nos devuelve a un César Vallejo rebosante de ingenio y peruanidad, al hombre pleno y al mismo tiempo banal que está detrás de esos versos impenetrables y extraños, al ser humano común y corriente que un día se fue a París y se convirtió en el poeta más grande que ha dado el Perú. Ese poeta cultivó, a veces a su pesar, anécdotas y curiosidades como todos, solo que él supo cómo trocarlas luego en la fuente principal de su grandeza literaria.