Washingnton Delgado: para vivir mañana
La poesía de Washington Delgado, uno de los poetas menos celebrados de la generación del cincuenta, permanece viva gracias al doble registro en que se mueve: entre la ensoñación y lo social.; entre lo pesimista y lo luminoso. Y, especialmente, gracias a la forma en que nos descubre las profundas verdades que todos llevamos dentro.
En los años ochenta, Washington Delgado era uno de los tantos poetas peruanos que leía con fervor. Con veinte y pico de años encima, leía también a Juan Gonzalo Rose, Leopoldo Chariarse, Alejandro Romualdo, Jorge Eduardo Eielson y otros nombres asociados a la generación del cincuenta.
Los del cincuenta no eran entre los peruanos los únicos que convocaban mi atención. Paralelamente leía a Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Luis Hernández, César Calvo y a los poetas del ochenta. Ese interés estaba salpicado por el hallazgo de la poesía en otras lenguas o procedente de otras tradiciones.
Fue por ese tiempo que compré de segunda mano Un mundo dividido, el tomo editado por la Casa de la Cultura del Perú que recogía la poesía que Washington Delgado había publicado entre 1951 y 1970. Posteriormente, a finales de los ochenta, adquirí Reunión elegida, una antología de Seglusa y Colmillo Blanco en el que se incluyeron nuevos poemas del autor cuzqueño.
Ese mismo año, con motivo del cincuentenario de la muerte de César Vallejo, asistí a un recital en la Casa de la Emancipación, en Trujillo, en el que Delgado leyó algunos de sus textos más emblemáticos. Recuerdo nítidamente a un hombre bajito, de lentes gruesos, leyendo con una voz modulada y armoniosaPara vivir mañana,Globe Trotter, Los amores inútiles y Vuelve Artidoro a contemplar la muerte. Pronunciaba las sílabas completas, con energía y tratando de transmitir toda la emoción posible.
Regresé a la pensión donde vivía conmovido por la lectura de Washington Delgado. Yo había leído sus versos, pero escucharlos sí que era otra cosa, sobre todo por esa extraña y profunda carga emocional con que las cubría la voz del autor. Ya en mi cuarto, tirado sobre la cama, volví a abrir sus libros y traté de recuperar el estado anímico de las horas anteriores. Leí en voz alta sus versos, dos, tres veces; y solo conseguí sentir una milésima parte de lo que había sentido. Lo que buscaba no era el sonido de las palabras, sino la música de los sentimientos o, por lo menos, aproximarme a ella. Eso es lo que Delgado había trasmitido ese día a su audiencia, el ritmo de lo que no se puede oír sino sentir: «Mi casa está llena de muertos/ es decir, mi familia, mi país,/ mi habitación en otra tierra,/ el mundo que a escondidas miro.// Cuando era un niño con una flor/ cubría todo el cielo./ ¿De qué cuerpo sacaré ahora sombra/ para vivir con un poco de ternura?// Escucharé a los muertos hablar/ para que el mundo no sea como es,/pero debo besar un rostro vivo/ para vivir mañana todavía. Para vivir mañana debo ser una parte/ de los hombres reunidos./ Una canción en mi boca,/ una flor, un fuego puro/ alumbran mi camino. // Pálidas muchedumbres me seducen; no es sólo un instante de alegría o tristeza:/ la tierra es ancha e infinita/ cuando los hombres se juntan».
Víctor Vich afirma que «Washington Delgado fue un poeta cuya obra deconstruye esa oposición entre “poetas puros” y “poetas sociales” que se activó durante tanto tiempo en la crítica literaria peruana. Su obra se mueve entre los dos registros y su voz suele pasar de una opción a otra sin ningún tipo de complejos». Esos códigos se expresan de manera autónoma o a veces confluyen de manera sutil en un solo poema como en el extraordinario Conducta razonable: «Porque la libertad es un fuego/ que pule, afina, organiza/ y destruye la vida.// Porque a un lado está el bien/ y al otro lado el mal y yo no sé/ cuál es la conducta razonable.// porque después de todo, nada/ importa sino es el amor,/ si no es el odio.// Yo estoy aquí para vivir o para morir,/ para cantar o para morir,/ para respirar, comer y amar./ O para morir».
Se suele decir que los versos de Delgado son pesimistas. Creo que esta afirmación es excesiva. Es verdad que en su poesía existe una carga sombría, una voz que juzga las cosas desde un ángulo negativo o desfavorable, sin embargo esa visión está atemperada o equilibrada por otra visión: la del poeta que anhela, sueña o persigue con placer lo que casi nunca sucede: «Mi habitación está repleta/ de inútiles papeles y atraviesa/ desarboladas sombras que la mañana/bebe y dirige la tarde/ y la noche endulza/ con un embriagado amor de tiempos muertos./ Nunca tocaré tierra y me complazco/ en esta canción de náufrago/ desesperado y a la vista de tantos/ inútiles amores».
Muchos años después he vuelto a la poesía de Washington Delgado. Leo, con otros ojos y con otra mente, sus versos, los que escuché recitarle aquella tarde de 1988 en una de las salas de la Casa de la Emancipación y mi cerebro rápido establece la asociación y recupera (¿o quiere hacerme creer que recupera?) ese momento en que brilló la luz de la poesía: «Bajo luces de neón, atravesado/ por el estruendo de los automóviles,/ implacablemente gobernado por señales rojas y verdes,/ he caminado por los desiertos, toda mi vida».