Una cosa es declararte liberal y defender ardorosamente tus principios y otra es confesar cómo llegaste a esta convicción, cómo leíste a los maestros de esta ideología y por qué crees que es la mejor. Esto es precisamente lo que hace, sin temor a ser vilipendiado, Mario Vargas Llosa en La llamada de la tribu, su más reciente libro de ensayos:
Si Mario Vargas Llosa creó polémica y ha sido tantas veces vilipendiado, con razón o sin razón, por su transformación de marxista a liberal, con la reciente publicación de La llamada de la tribu completa sin duda el círculo de la controversia en tanto muestra, desde un ángulo biográfico intelectual, cuál es el proceso ideológico que siguió a ese cambio que a muchos resulta intolerable y a otros, como yo, sin ser liberal ni mucho menos, una satisfacción, pues una vez más nos demuestra que como ensayista casi nunca presenta altibajos, ya sea por su claridad expositiva o por la valiente, ardorosa y coherente defensa de sus ideas.
En el prólogo a su nuevo libro sostiene que la idea germinal fue el libro de Edmundo Wilson, Hacia la estación de Finlandia, que recoge la evolución del socialismo desde sus orígenes hasta el instante en que Lenin llega a la estación Finlandia de San Petersburgo e inicia el camino de la revolución bolchevique. Vargas Llosa quiso desarrollar una idea parecida con la trayectoria del liberalismo, solo que lo delimitó a su propia historia personal: contar y reflexionar cómo él mismo, en un momento de los 60 y los 70, cayó seducido por esta corriente ideológica y cómo llegó a su propia estación de Finlandia para alejarse del “llamado de la tribu”.
“El llamado de la tribu” es el concepto que emplea para referirse a la sociedad cerrada y a las ideologías que propugnan el constructivismo (la pretensión de elaborar un modelo de sociedad), la planificación, el poder central que ordena la conducta de los individuos y el apego las fuerzas irracionales que gobernaban a la humanidad antes de la llegada de la civilización, en oposición al concepto de “sociedad abierta” impulsada por Karl Popper y que se refiere a las sociedades libres, que defienden al individuo, adscritas a las ideas de la competencia, el libre mercado y a la libertad de las ideas. El libro ha sido concebido bajo tres ejes: la contrastación entre estos dos conceptos de filosofía política, la defensa de la libertad y la exposición sucinta, amena y clara del pensamiento de los liberales que más admira: Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin y Jean-François Revel. El libro está impregnado, como era de esperarse, de argumentos celebratorias al liberalismo, aunque no omite algunas inteligentes, aunque débiles, críticas a sus excesos y contradicciones
Más que el orden espontáneo, historicismo, sociedad abierta, opio de los intelectuales, constructivismo y la planificación estatal y otras ideas afines que defiende y ataca, a mí me ha llamado poderosamente la atención la crítica que hace a Popper a partir de su expresión “Hablar claro es hablar de tal modo que las palabras no importen”. Popper menospreciaba el valor autónomo de las palabras “por el temerario supuesto de que se las puede usar como sin ellas no tuvieran importancia”; de ahí su estilo enrevesado y confuso que observa Vargas Llosa. La otra cara de la moneda serían José Ortega y Gasset, “cuya buena prosa vestía tan bien a sus ideas que las mejoraba”, y Roland Barthes, quien llegó a decir que “no eran los hombres los que hablaban sino el lenguaje el que hablaba a través de ellos”. En fin, los extremos nunca se juntan.