Daniel Peredo le habló siempre a los peruanos de fútbol en la primera persona del plural; es decir, usando los mismos recursos lingüísticos que usan los peruanos cuando se refieren a sus victorias y miserias. De ahí el cariño inmenso, la pena unánime y la rabia contenida de no poder hacer nada contra la muerte.
Ante el fracaso de la clase política y empresarial para solucionar los problemas del Perú, el fútbol —esa religión sin dios— se presenta nuevamente como una puerta de escape y como un catalizador de los sentimientos inciertos de todos los peruanos.
Vivimos asustados por la inseguridad y escandalizados por la corrupción general, sin embargo asumimos estas pestes como parte de un devenir natural, como si se tratara de procesos que no se pueden evitar pese a que resquebrajan la ética mínima de la convivencia. A esto hay que agregar ladesconfianza de los ciudadanos por las instituciones y las leyes, el descrédito del Congreso y las funciones públicas, el divorcio entre el Estado y los ciudadanos y el empobrecimiento de sistema educativo.
Los fracasos, desde que nos convertimos en República, han sido sucesivos e irresueltos. Los cuatro proyectos políticos más importantes del siglo XX: el republicano, el socialista, el corporativista y el neoliberal terminaron en sendos fracasos. Por esta razón, andamos divididos en todo y urgidos de victorias y líderes que encarnen la idea del país que podríamos ser.
Es curioso que el fútbol, un deporte que por muchos años nos ha expresado como un país lleno de sinsabores, ahora nos exprese como un símbolo de triunfo, aunque en tono de tragedia. Daniel Peredo, el periodista deportivo cuya muerte ha causado un inmenso y unánime dolor entre los peruanos, tiene ese doble significado: por un lado es la prueba fehaciente de que el Perú está cambiando para bien; y por otro lado, la demostración de que las cosas buenas y positivas no duran mucho o se esfuman por el poder de fuerzas que doblegan de nuestra voluntad.
Más allá de la simpatía y el fervor popular que, gracias a su personalidad y capacidad como comunicador, convocaba Daniel Peredo, hay otros factores que explicarían por qué su muerte es tan conmovedora y tiene tanto significado para los peruanos en general, no solo para los seguidores incondicionales del fútbol.
Sentimos, en primer lugar, su deceso como un asunto personal porque nos habló siempre en la primera persona del plural: “Sí podemos, Ramón”, “Ganamos”, “Nos vamos al Mundial”. Es decir, es como si nosotros hubiéramos hablado todo el tiempo a través de su voz y sus frases. En segundo lugar, porque narraba los partidos con el lenguaje con el que hablan los peruanos acerca de sí mismos: con la coloquialidad singular de sus victorias y miserias (“por mamacita”, “con los huevos de Vargas”, etc.), con la intensa oralidad con que se narran los sueños. Y en tercer lugar, creo, que al morirse él se mueren precozmente nuestras ilusiones, el país de triunfo que acabamos de inventar, la idea de que no todo está perdido y que, con esfuerzo y arrojo, se puede meter el balón en el arco contrario.
Salvo Haya de la Torre y Mariátegui en la política o César Vallejo y José María Arguedas en la literatura, ningún peruano —y no creo exagerar— ha logrado compenetrarse en el yo plural, en el nosotros, en el corpus de un país de amor-odio como este periodista deportivo a quien agradecen haberlos ayudado a soñar desde un campo de fútbol a través de la televisión.