Aristarco descubrió que la tierra giraba alrededor del sol cuando Galileo no había inventado el telescopio. Y Orwell describió minuciosamente una sociedad controlada por un poder omnisciente antes de que se creara Internet. No siempre se llega a la verdad por el camino que indica la lógica.
La ciencia es una búsqueda permanente de la verdad y la literatura de verdades. La primera ha contribuido al progreso de la humanidad a través del razonamiento, la observación y la experimentación, mientras que la segunda ha ayuda a enriquecer el espíritu de la humanidad mediante el hallazgo de ciertos productos estéticos siguiendo las pautas de determinados modelos.
Pero no siempre ha sido así. Algunas veces, la ciencia ha llegado a la verdad o al enunciado de leyes no siguiendo precisamente un sistema lógico de procedimiento científico, sino en base a elucubraciones y corazonadas. Arquímedes llegó a la conclusión de que el empuje de un objeto sumergido en un fluido es igual al peso de fluido desalojado por dicho objeto cuando entró en una bañera y el agua se derramó al subir su nivel. Entonces gritó “¡Eureka!” y regresó corriendo desnudo hacia su casa para comunicar el principio científico que acababa de descubrir.
Poetas y narradores han tenido experiencias similares que algunos llaman intuiciones o epifanías. Le sucedió a Edgard Lee Masters y a James Joyce, quienes escribieron Antología de Spoon River y Ulises luego de haber vivir experiencias intensas y traumáticas que no estaban ligadas necesariamente a la disciplina y al rigor literario. Dicen que tras culminar sus creaciones ambos padecieron crisis nerviosas muy fuertes de las que tardaron en recuperarse.
¿Qué tienen en común los procedimientos que utilizan científicos, poetas y narradores para llegar a las verdades que buscan afanosamente? Según mi modo de ver, en todos estos casos y en todos los momentos de la historia, los científicos han seguido un camino parecido al de los poetas y narradores: de la imaginación a la realidad.
Aristarco sostuvo que la tierra giraba alrededor del sol cuando Galileo no había inventado el telescopio. Eratóstenes calculó la distancia a la luna con pasmosa precisión cuando la geometría y la física eran incipientes. Copérnico propuso su teoría heliocéntrica cuando Newton aún no había descubierto la Ley de la Gravedad Universal. Albert Einstein afirmó que el tiempo y el espacio no son absolutos antes de que se comprobara mediante los telescopios infrarrojos que la luz de las supernovas llegan a la tierra cuando estas ya han muerto hace varios millones de años.
Poetas y narradores han seguido un camino es más o menos parecido: Dante Alighieri propuso una hipótesis cristiana sobre los castigos a los que practican el mal antes de que las ciencias naturales nos advirtieran sobre la destrucción del medio ambiente; Julio Verne imaginó una nave con que se podía llegar a la Luna mucho antes de que se tuviera la certeza de que un cohete podía atravesar con la fuerza y el combustible suficientes el límite de la gravedad terrestre; George Orwell escribió una novela sobre el control de las sociedades antes de que Internet se convirtiera en una forma eficaz de mantener la atención de los seres humanos.
Es indudable que la ciencia tiene mejores y más completas armas para llegar a la verdad, pero no se puede negar que para lograrlo muchas veces tiene que echar mano de un recurso casi exclusivo de la literatura: la imaginación.