La mala educación es un escollo para el arte, pero nunca un fundamento para el fracaso. La historia está llena de autodidactas y tipos que han hecho de la perseverancia un don.
De haber nacido en un hogar más acomodado probablemente hubiera podido asistir a una buena escuela, estudiado desde pequeño inglés o francés, escuchado música clásica o practicado un deporte menos vulgar que el fútbol. Lo que quiero decir es que la economía de un hogar influye en la formación de un niño y moldea en cierta forma la personalidad que este tendrá después.
Quien nace en un hogar pobre o relativamente pobre ―como es mi caso― tiene que hacer un doble esfuerzo, correr dos veces la misma distancia o arriesgar el pellejo en doble vía para abrirse un camino en la vida. Y, sobre todo, en la vida literaria, tan competitiva en unos casos y tan despreciable en otros.
Estudiar en una escuela pública es llegar a formarse a la mitad ―y esto es―, leer desordenadamente, masticar una lengua distinta (el inglés, por ejemplo), cultivarse a cuentagotas en el arte, pulir con pasmosa lentitud la sensibilidad, relegarse en el gusto musical y conocer muy poco de viajes y culturas. Queda, claro, el consuelo de que los viajes mentales, como los de José María Eguren, también son enriquecedores.
En un sentido metafórico, una carrera artística de 100 metros planos es una competencia de doble salida. Primero van los que corren en mejores condiciones (los que tienen una sólida cultura). Ellos llevan una ventaja de veinte o treinta metros por lo menos. Luego parten los tembleques, los entrenados a duras penas, aunque rebosantes de pundonor y de buenos deseos. No se necesita ser un adivino para saber que los segundos siempre llegarán últimos. Pero por allí a veces sucede lo inesperado, salta la excepción que supera a la regla o aparece el outsider que cambia la historia del arte: César Vallejo, etcétera.
¿Cuántos libros he tenido que leer alguien para llenar los grandes vacíos que tiene en su educación? ¿Cuántas películas he tenido que mirar, cuántos discos de música oír y cuántas conversaciones seguir para estar a la altura de los desafíos que implica una vida artística? Por esta razón abundan los autodidactas; es decir, los que buscan por sí mismos suplir las carencias de su educación primaria y secundaria en arte, filosofía y literatura. Mal que bien, poco a poco, año tras año, fracaso tras fracaso, ellos tienen que domesticar al “salvaje” que llevan dentro y reducir en algo el abismo que los separa de quienes tienen una educación más esmerada.
Pienso que es fabuloso en todo caso partir de cero. Conforme alguien se esfuerza, estoy seguro que más disfruta de lo que aprende todos los días de su vida. Placer más gratuito no podría encontrar en el largo y a menudo ingrato camino del arte; sin embargo, lo que a otros les ha costado veinte años, a los que recibieron una mala formación en la escuela les significa cuarenta. Reducir esta brecha cultural es muy difícil, aunque estoy convencido que la perseverancia y la obsesión pueden transformar la realidad.
La literatura es una criatura voraz, un monstruo que exige más y más alimento, más y más información y más y más cultura. Así que resbalan estrepitosamente quienes piensan que escribir es cultivar el ocio o pasarse la vida entre sueños y entelequias. En otras profesiones que no sean las artísticas, esta brecha cultural de la que hablo se nota menos, quizás porque la falta de gusto estético se trasluce menos o se disimula con más facilidad. No puede haber por este motivo un escritor inculto o un artista inculto, aunque sí un economista o un contador ignorante en materia de arte. En todo caso, si hay escritores y artistas incultos es porque no están en condiciones de competir y, por lo tanto, no sirven para el oficio.
Pese a las enormes dificultades que supone enfrentarse al arte con una formación mediocre, es muy atractivo y desafiante tratar de saltar con garrocha las dificultades. Acelerar el paso, acortar las distancias, hacer de las noches días, tomar el camino más corto, cultivarse como si el mundo se fuera a acabar, dejar de lamentarse porque se ha nacido en la periferia y no en el centro, pensar como ciudadanos del mundo y no como provincianos, desarrollar con placer y no con dolor una vocación; he ahí una manera, o varias maneras, de reducir la brecha cultural y competir sin complejos en un mundo de salvajes e ignorantes.