Sin el poder de la imaginación y la casualidad probablemente la ciencia habría avanzado muy poco. No todo entonces es obra de la experimentación y la rigidez, los dioses de los positivistas.
Es unánime en la comunidad científica el reconocimiento de que la ciencia avanza sobre dos piernas: una de naturaleza teórica y otra de naturaleza experimental. Ambas han contribuido de manera extraordinaria a su desarrollo, aunque se puede decir que la primera es el resorte que más la ha impulsado hacia adelante.
Son muchos los hombres de ciencia, entre ellos Galileo Galilei, que han descubierto leyes universales o inventado cosas siguiendo los dictados de la imaginación antes que los procedimientos de la experimentación pura y dura. Por esta vía, la de los procedimientos que no pueden ponerse en práctica, es que el científico italiano llegó al enunciado de leyes sobre la caída libre.
Usando más el pensamiento que la comprobación, Newton llegó al descubrimiento de la ley de la gravitación universal. Es probable que la anécdota de la caída de la manzana que presenció mientras descansaba en su jardín sea una metáfora para destacar la influencia de la imaginación en el camino para hallar la verdad. Los más conservadores le llaman a esto deducción.
Es también célebre la explicación del origen de los corales que dio Charles Darwin mientras realizaba su mítico viaje alrededor del mundo en el Beagle. Sin usar ninguna clase de instrumentos ni menos someter a pruebas de laboratorio muestras de los corales, llegó a la conclusión de que estos habían crecido sobre la base de volcanes que se habían dio hundiendo poco a poco en el mar. Sus argumentos eran el producto de una especie de proyección mental, intuición o «epifanía científica».
Es cierto que la vía de la inducción (o vía de lo experimental) es un camino más seguro, aunque no el único. Albert Einstein, quien pensaba que Galileo era el más grande maestro de todos los tiempos del «experimento imaginario», fue muy radical al momento de reconocer la importancia de esta manera científica de obrar: «Los métodos experimentales de los que disponía Galileo eran tan imperfectos que solo la especulación más audaz podía llenar los vacíos de los datos empíricos».
¿Especulación? ¿Puede la ciencia perderse en sutilezas o hipótesis sin base real? La historia dice que sí, en tanto la ciencia, como el arte en general, es un largo camino de vacilaciones y hallazgos inesperados. Sin embargo, pienso, estos ocurren solo si alguien es capaz de observar con atención, obsesionarse con una idea o meditar y teorizar con profundidad. No es que un científico llegue a resultados óptimos por obra de un milagro o una revelación divina. Digamos que la meta científica es el resultado de una serie de esfuerzos fallidos en el que interviene mucho la imaginación.
Así como los músicos encuentran a veces la melodía que tanto buscan mientras descansan en la banca de un parque, o los pintores dan con el color que hace falta en la tela en el momento en que beben una copa de vino, o los poetas hallan las palabras y los versos adecuados para el poema que persiguen en tanto caminan sin direción alguna, así también las mentes científicas han coronado la cima de su imaginación en circunstancias totalmente banales. Quizás más adelante un científico obtenga una explicación más convincente sobre los agujeros negros mientras da de comer a su gato en la azotea de su casa o acierta con una manera de detener el calentamiento global justo cuando pasea en bicicleta por una calle desierta.
Pero no es únicamente la «experimentación imaginaria» la que pone su cuota en el desarrollo de la ciencia. También está el azar. Wilhelm Conrad Rönteng detectó, por ejemplo, la existencia de los rayos X mientras experimentaba a oscuras con electricidad en un tubo donde se había hecho un semivacío. Observó de pronto que una pantalla revestida de bario, platino y cianuro brillaba al otro lado cada vez que encendía la electricidad del tubo. ¿Cómo podía ser esto si el tubo estaba encerrado en cartón negro y la luz no podía escapar de él? Absorto por el fenómeno, colocó su mano entre el tubo y la pantalla y vio cómo esta se volvía transparente y dejaba ver sus huesos. ¡Había descubierto, sin quererlo, los rayos X! A Henri Becquerel le pasó lo mismo: se topó con la radioactividad luego que unas placas fotográficas envueltas en papel negro y guardadas en un cajón fueran impresionadas, en oscuridad total, por un pedazo de uranio que olvidó encima de ellas. El azar favorece a la mente preparada, decía Louis Pasteur.
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Ilustración Ángel Pantoja
Es unánime en la comunidad científica el reconocimiento de que la ciencia avanza sobre dos piernas: una de naturaleza teórica y otra de naturaleza experimental. Ambas han contribuido de manera extraordinaria a su desarrollo, aunque se puede decir que la primera es el resorte que más la ha impulsado hacia adelante.
Son muchos los hombres de ciencia, entre ellos Galileo Galilei, que han descubierto leyes universales o inventado cosas siguiendo los dictados de la imaginación antes que los procedimientos de la experimentación pura y dura. Por esta vía, la de los procedimientos que no pueden ponerse en práctica, es que el científico italiano llegó al enunciado de leyes sobre la caída libre.
Usando más el pensamiento que la comprobación, Newton llegó al descubrimiento de la ley de la gravitación universal. Es probable que la anécdota de la caída de la manzana que presenció mientras descansaba en su jardín sea una metáfora para destacar la influencia de la imaginación en el camino para hallar la verdad. Los más conservadores le llaman a esto deducción.
Es también célebre la explicación del origen de los corales que dio Charles Darwin mientras realizaba su mítico viaje alrededor del mundo en el Beagle. Sin usar ninguna clase de instrumentos ni menos someter a pruebas de laboratorio muestras de los corales, llegó a la conclusión de que estos habían crecido sobre la base de volcanes que se habían dio hundiendo poco a poco en el mar. Sus argumentos eran el producto de una especie de proyección mental, intuición o «epifanía científica».
Es cierto que la vía de la inducción (o vía de lo experimental) es un camino más seguro, aunque no el único. Albert Einstein, quien pensaba que Galileo era el más grande maestro de todos los tiempos del «experimento imaginario», fue muy radical al momento de reconocer la importancia de esta manera científica de obrar: «Los métodos experimentales de los que disponía Galileo eran tan imperfectos que solo la especulación más audaz podía llenar los vacíos de los datos empíricos».
¿Especulación? ¿Puede la ciencia perderse en sutilezas o hipótesis sin base real? La historia dice que sí, en tanto la ciencia, como el arte en general, es un largo camino de vacilaciones y hallazgos inesperados. Sin embargo, pienso, estos ocurren solo si alguien es capaz de observar con atención, obsesionarse con una idea o meditar y teorizar con profundidad. No es que un científico llegue a resultados óptimos por obra de un milagro o una revelación divina. Digamos que la meta científica es el resultado de una serie de esfuerzos fallidos en el que interviene mucho la imaginación.
Así como los músicos encuentran a veces la melodía que tanto buscan mientras descansan en la banca de un parque, o los pintores dan con el color que hace falta en la tela en el momento en que beben una copa de vino, o los poetas hallan las palabras y los versos adecuados para el poema que persiguen en tanto caminan sin direción alguna, así también las mentes científicas han coronado la cima de su imaginación en circunstancias totalmente banales. Quizás más adelante un científico obtenga una explicación más convincente sobre los agujeros negros mientras da de comer a su gato en la azotea de su casa o acierta con una manera de detener el calentamiento global justo cuando pasea en bicicleta por una calle desierta.
Pero no es únicamente la «experimentación imaginaria» la que pone su cuota en el desarrollo de la ciencia. También está el azar. Wilhelm Conrad Rönteng detectó, por ejemplo, la existencia de los rayos X mientras experimentaba a oscuras con electricidad en un tubo donde se había hecho un semivacío. Observó de pronto que una pantalla revestida de bario, platino y cianuro brillaba al otro lado cada vez que encendía la electricidad del tubo. ¿Cómo podía ser esto si el tubo estaba encerrado en cartón negro y la luz no podía escapar de él? Absorto por el fenómeno, colocó su mano entre el tubo y la pantalla y vio cómo esta se volvía transparente y dejaba ver sus huesos. ¡Había descubierto, sin quererlo, los rayos X! A Henri Becquerel le pasó lo mismo: se topó con la radioactividad luego que unas placas fotográficas envueltas en papel negro y guardadas en un cajón fueran impresionadas, en oscuridad total, por un pedazo de uranio que olvidó encima de ellas. El azar favorece a la mente preparada, decía Louis Pasteur.
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Ilustración Ángel Pantoja