Las ciudades y sus habitantes son, es cierto, entidades físicas, pero ante todo son estelas de amor y odio que perduran en forma de fuerzas ocultas e inexplicables. Por esta razón, la paz y la soledad de las ciudades abandonadas son más profundas y, por lo mismo, más insondables. El vacío silencioso de Macchu Picchu, Teotihuacán, Cartago o Roma es en realidad la memoria afectiva que dejaron sus antiguos habitantes, que nosotros percibimos desconcertados porque creemos que no hay vida más allá de la muerte.
En algún momento esas ciudades que son de todos se convierten en las ciudades de los escritores, y esto sucede cuando ellos las mitifican como espacios de existencia, las convierten en escenarios de sus obras o las cubren con el manto de su imaginación, tal y como hicieron a su debido tiempo Kafka, Borges, Joyce, Pessoa y Ribeyro con los lugares que los vieron nacer o los acogieron en su seno. Los escritores redibujan así mapas de melancolía que el tiempo confirma o diluye según la grandeza del creador.
Siempre me he preguntado, a la luz de otras experiencias que conozco, cuál fue la relación sentimental que mantuvo César Vallejo con las ciudades donde vivió, particularmente Trujillo, en la que estudió, experimentó su etapa formativa como poeta y padeció una de sus dolores más terribles: la prisión. En realidad esta ciudad es mencionada con nombre propio pocas veces en sus poemas; en sus cartas aparece de pasada y en sus cuentos y novelas jamás es utilizada como escenario o pretexto. Trujillo está presente en Vallejo como atmósfera vital o como sentimiento de amor-odio, nunca como espacio concreto. En toda su obra nunca menciona el nombre de una calle, de un parque o de un café.
El nombre de la ciudad es, por ejemplo, una frágil reminiscencia del paisaje citadino en Nostalgias Imperiales de Los Heraldos negros: “En los paisajes de Mansiche labra/ imperiales nostalgias el crepúsculo (...) Como viejos curacas van los bueyes/ camino de Trujillo, meditando…” ; una vaga referencia cotidiana en el poema XIV de Trilce: “Pero he venido de Trujillo a Lima. Pero gano un sueldo de cinco soles” ; y una suerte de fuente de ensalzamiento histórico y patriotero en el poema circunstancial Fabla de gesta, con el que ganó un premio municipal: “…En Trujillo, la noble, la heroína…”.
Pero hay también un urbanismo literario anónimo que nos remite, por múltiples razones, a Trujillo. Podemos citar el poema VII de Trilce: “Rumbé sin novedad por la veteada calle/ que yo me sé. Todo sin novedad,/ de veras. Y fondeé hacia cosas así, / y fui pasado.// Doblé la calle por las que raras/ veces se pasa con bien, salida/ heroica por la herida de aquella/ esquina viva, nada a medias” y el LXXI del mismo libro: “Calla también, crepúsculo futuro,/ y recójete a reír en lo íntimo, de este celo/ de gallos ajisecos soberbiamente,/ soberbiamente ennavajados/ de cúpulas, de viudas mitades cerúleas./ Regocíjate, huérfano; bebe tu copa de agua/ desde la pulpería de una esquina cualquiera”.
En el cuento Liberación del libro Escalas, la referencia es igualmente pasajera, aunque está unida al pasado doloroso del poeta: “¿No recuerda usted? Soy Lozano. Usted estuvo en la cárcel de Trujillo cuando yo también estuve en ella Supe que le absolvió el Tribunal y tuve mucho gusto”, le dice un personaje a Vallejo, y éste piensa para sí: “Y le refiero a mi vez las circunstancias de mi prisión en Trujillo, procesado por incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada…”.
La austera utilización de Trujillo como nombre propio en su obra no quiere decir que no haya tenido ninguna importancia para su creación y su experiencia vital. Ocurre que es más bien, como dijimos antes, un sentimiento de amor-odio, el cual es posible rastrear bajo múltiples formas, la más intensa de las cuales es sin duda la prisión. Detrás de este hecho está el recuerdo de la ciudad, convertida ya en una herida que lo lacera y que él quiere olvidar inútilmente. “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”, dice en un poema escrito en París, muchos años después de ese acontecimiento penoso. No hay que olvidar además que en la cárcel escribió la mayor parte de los poemas de Trilce.
En una carta dirigida a Gastón Roger, seudónimo del periodista Ezequiel Balarezo Pinillos, el poeta es muy elocuente: “Encuéntrome, desde hace un mes, preso en la cárcel de esta ciudad, enjuiciado calumniosamente por un hato de crímenes vulgares que yo nunca he cometido. Es el ambiente provincial. Los rescoldos equivocados de la maledicencia lugareña. –Soy del terruño-. Soy víctima ahora de una de esas tantas infamias gratuitas o brutalmente caraboleadas que abundan, apestando a murciélago, en cada montón de cosas distritales. Porque soy del terruño de los que me acusan, y porque ocasionalmente estuve en Santiago de Chuco, ahora meses, cuando hubo matanzas e incendios en esa provincia. Es el ambiente provincial. Eso es todo”.
De esa experiencia carcelaria han devenido, además de los versos de Trilce, los datos de la ficha Nro. 387, con la que el ciudadano César Abraham Vallejo Mendoza pasó a ser un inquilino de la justicia legal; es decir, una cifra, un número más perdido entre cientos de expedientes polvorientos. Repasemos las “señas” del “fichado”: edad, 27 años; raza, mixta; cara, aguileña; color, trigueño; estado, soltero; profesión, Las Letras (así, con mayúsculas); estatura, 1.70; cabello, negro; señales particulares, ninguna; frente, ancha; cejas, pobladas; ojos, pardos; nariz, roma; boca, grande; labios, delgados; barba, poblada; orejas, grandes; instrucción, superior.
No hay que perder de vista, por otra parte, que apenas llegado a Trujillo el poeta dividió a la intelectualidad en dos bandos. Por un lado estaba “El Mentidero Público”, compuesto por sus enemigos más acérrimos; y por otro lado, “La Bohemia”, liderada por José Eulogio Garrido y Antenor Orrego. Vallejo pertenecía a este último grupo y era el blanco preferido de los “mentirosos”, quienes pregonaban con sorna que el poeta santiaguino era inferior a Víctor Alejandro Hernández, su poeta insignia.
Una noche los “mentirosos” atacaron a mansalva a Vallejo en el centro de la ciudad con tijeras en mano. Querían cortarle la cabellera, que la tenía muy abundante. El vate se defendió a puñetazos y a patadas. Pronto acudieron en su ayuda los “bohemios” y la turba de “mentirosos” huyó sin lograr su propósito.
Lo más común no eran, sin embargo, las persecuciones para cortarle la melena, sino los ataques virulentos en los periódicos de la época. Así, en un artículo firmado por Víctor Julio Pacheco (“La justicia de Jehová”), Dios ordena a Rubén Darío que le corte las grenchas a Vallejo y lo condene al infierno por entonar himnos a la “verde alfalfa” y escribir con la mayor frescura que “sus huesos son ajenos y que él es un ladrón”. Tras estas palabras se esconde no sólo un propósito denigrante sino también una fuerte carga xenofóbica y racista. Vallejo era un cholo, un “serrano”, un provinciano talentoso que escribía versos notables en una ciudad “quieta, lenta, conventual” y prejuiciosa.
Probablemente el nombre de Trujillo no está muy presente en su obra porque la tendencia natural de los hombres, como sostiene J.R. Ribeyro, es memorizar cosas, imágenes, melodías, argumentaciones o poemas y olvidar, o mejor dicho intentar olvidar, el dolor y el placer, pues nos asusta que en lugar del recuerdo de las sensaciones nuestra mente convoque las sensaciones del recuerdo, hecho imposible que no deja de ser aterrador. Quizás por esta razón Vallejo eludió sistemáticamente usar a Trujillo como un centro de gravedad literario, pues así olvidaba de algún modo el encono de gente como los “mentirosos” y atemperaba el dolor que le causaron los 112 días que estuvo bajo “las cuatro paredes albicantes” de una celda y, con ello, la atmósfera amarga de una ciudad que estaba en los extramuros de ese mundo.
En Trujillo, no obstante, el autor de Poemas humanos conoció el amor en su dimensión erótica y carnal. En 1917, tuvo amoríos con María Rosa Sandóval y Zoila Rosa Cuadra, y aproximaciones platónicas con la señorita Murguía y con Hermelinda Melly, a quienes solía aguardar en la calle para admirar a prudente distancia su belleza; así como amores de “carne ciega y lujuria cotizable” con chicas de moral dudosa, “chicas de pacotilla” diría él mismo en un carta que le dirigió a Oscar Imaña en marzo de 1918.
María Rosa Sandóval, muerta prematuramente a los 24 años, fue inmortalizada por el lírida en el poema Verano: “ Verano, ya me voy. Y me dan pena/ las manitas sumisas de tus tardes./ Llegas devotamente, llegas viejo;/ y ya no encontrarás en mi alma a nadie (…) Ya no llores, Verano! En aquel surco/ muere una rosa que renace mucho”. A Zoila Rosa Cuadra, por quien –dice su biógrafo Juan Espejo Asturrizaga- rastrilló una Smith Wesson en su sien derecha, le dedicó Setiembre, un poema melodramático: “Aquella noche sollozaste al verme/ hermético y tierno, enfermo y triste./ Yo sé lo demás…y por eso, / yo no sé por qué fue triste…tan triste…!”.
La musa Murguía le inspiró, un día en que la vio pasar a su lado en una esquina, Bordas de hielo: “Vengo a verte pasar todos los días/ vaporcito encantado siempre lejos…” ; mientras que Hermelinda Melly, cuya hermosura descubrió casi como una aparición angelical en una velada en la Plaza de Armas, le sirvió de estímulo para componer Comunión: “!Linda Regia! ¡Tus venas son fermentos/ de mi noser antiguo y del champaña/ negro de mi vivir!”. Estas dos musas eran, digamos, sus amores cívicos, sus conquistas ideales tomadas del paisaje urbano, de la ciudad en donde luego lo tratarían judicialmente como a un apestado.
Es, no obstante, con sus “hermanos” de Trujillo; es decir, con sus compañeros de generación, a los que Juan Parra del Riego denominó “La Bohemia de Trujillo”, con quienes trajinó una ciudad que en la primera década del siglo XX tenía entre 14 y 16 mil habitantes. En esa ciudad retraída y enclaustrada, cerrada, orgullosa y egoísta, resguardada por “añosos portones y gruesas varillas de ventanas coloniales”, pasó cinco años haciendo vida irreverente con gente librepensadora, sensible y fraterna.
Los centros de reunión de “La Bohemia” eran muy visibles y se contaban con los dedos. Para beber y comer: el bar “Americano”, el café “Esquén” (en el jirón Ayacucho), las huertas “Los Tumbos” y “Los Ñorbos” (ambas en el barrio Chicago), los restaurantes "Morillas" y "Valeriano" (frente a la playa de Buenos Aires). Para recitar poesía, escuchar música y sostener encuentros esotéricos: la garconiere de José Eulogio Garrido (en la cuadra cuatro del jirón Independencia, al lado de la Catedral, donde hoy funcionan oficinas de abogados y una tienda fetiches religiosos), el departamento de Antenor Orrego (en el jirón Salaverry), la casa del músico Daniel Hoyle, conocida como “El Molino” (detrás del actual campus de la Universidad Privada del Norte) y la ciudadela de Chan Chan. Y para espectar comedias y admirar bailarinas ocasionales como Nora Rouskaya, el teatro “Ideal” (en el jirón Orbegoso) y el teatro “Gloria” (en el jirón Independencia).
El autor de Trilce era, al parecer, un vecino conocido de la ciudad por muchas razones, entre ellas porque alguien había dicho que le “faltaba un tornillo”, porque escribía versos “raros” y porque aparecía en la prensa como cualquier trujillano respetable. En los diarios La Reforma y La Industria su nombre estaba siempre en la lista de los mejores alumnos de la Universidad, otras veces figuraba como un graduado notable, como integrante de comités sociales, como animador de fiestas cívicas y como beneficiario de afectos amicales. El 16 de marzo de 1921 La Reforma anunció: “Cumpleaños en el presente día del señor César A. Vallejo. Con tal motivo sus amigos le obsequiarán con un banquete”. Esta era, pues, el Vallejo civil, el trujillano transitorio que algunos no reconocen todavía.
Los vínculos del poeta con la ciudad se expresaron como dijimos al principio, en forma sentimental antes que física. No obstante, sus biógrafos, sus amigos y sus apologistas más sinceros han reconstruido poco a poco el plano de la ciudad que él dibujó con sus propias quejas y contentamientos entre 1910 y 1923, año en que se marchó definitivamente. En ese plano el 6 de noviembre de 1920 tiene particular importancia. Ese día el poeta fue sacado sin oponer resistencia de la casa del Dr. Andrés A. Ciudad, ubicada en el jirón San Martín 422, por un juez, un subprefecto, seis policías, un oficial y un escribano. Estaba acusado de vándalo e incendiario.
El convoy salió de la casa del doctor Ciudad y bajó con el detenido hasta la esquina de Orbegoso con San Martín (allí funcionaba antes el hotel “El Arco” donde se alojó Vallejo varios meses; hoy, irónicamente, en esa misma esquina, hay un restaurante con un letrero que dice en letras de madera: “El rincón de Vallejo”), dobló en dirección a la Plaza de Armas, cruzó ésta hasta la esquina de la Municipalidad y de ahí fue en línea recta por el jirón Pizarro hasta la antigua cárcel de la ciudad. Durante todo el trayecto el detenido estuvo, desde luego, esposado y al parecer no pronunció palabra alguna. Esta experiencia tan ignominiosa, empero, lo dejó marcado para siempre. A partir de entonces, creo, el amor profundo por Trujillo pasó a ser un amor a hurtadillas, silencioso, oculto y resentido.
Si Vallejo entró en circunstancias humillantes a la cárcel, salió de ella con un aire digno y solidario. Antenor Orrego, entonces director de La Reforma, publicó el día de su liberación una nota que decía: “Con motivo de haber sido puesto en libertad el poeta señor César A. Vallejo, el círculo de intelectuales y amigos íntimos del artista le agasajó con una comida en la playa de Buenos Aires, en la que reinó la más fraterna cordialidad”. Ese 26 de marzo de 1921, los integrantes de “La Bohemia” en pleno montaron en cuatro automóviles llenos de euforia y alegría y se dirigieron cantando hasta la playa de Buenos Aires. Recalaron luego en el restaurante "Valeriano", donde bebieron y comieron hasta la saciedad. El agasajado cumplió ese día 29 años.
“La noble, la heroína” trató al poeta como un hijo y, a veces, como un hijastro. No creo exagerar si digo que a partir de la negra experiencia de Vallejo, Trujillo alberga como un sentimiento de culpa; sentimiento que todos sienten, pero que nadie sabe muy bien cómo sacar de sí. Para liberarnos el poeta nos dejó en ciernes algunas pistas. Recitemos con él: “!César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes,/ sabiendo que ando cautivo, sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/ ¡César Vallejo, te odio con ternura!”. Después, claro, lo amaremos más y definitivamente.
En algún momento esas ciudades que son de todos se convierten en las ciudades de los escritores, y esto sucede cuando ellos las mitifican como espacios de existencia, las convierten en escenarios de sus obras o las cubren con el manto de su imaginación, tal y como hicieron a su debido tiempo Kafka, Borges, Joyce, Pessoa y Ribeyro con los lugares que los vieron nacer o los acogieron en su seno. Los escritores redibujan así mapas de melancolía que el tiempo confirma o diluye según la grandeza del creador.
Siempre me he preguntado, a la luz de otras experiencias que conozco, cuál fue la relación sentimental que mantuvo César Vallejo con las ciudades donde vivió, particularmente Trujillo, en la que estudió, experimentó su etapa formativa como poeta y padeció una de sus dolores más terribles: la prisión. En realidad esta ciudad es mencionada con nombre propio pocas veces en sus poemas; en sus cartas aparece de pasada y en sus cuentos y novelas jamás es utilizada como escenario o pretexto. Trujillo está presente en Vallejo como atmósfera vital o como sentimiento de amor-odio, nunca como espacio concreto. En toda su obra nunca menciona el nombre de una calle, de un parque o de un café.
El nombre de la ciudad es, por ejemplo, una frágil reminiscencia del paisaje citadino en Nostalgias Imperiales de Los Heraldos negros: “En los paisajes de Mansiche labra/ imperiales nostalgias el crepúsculo (...) Como viejos curacas van los bueyes/ camino de Trujillo, meditando…” ; una vaga referencia cotidiana en el poema XIV de Trilce: “Pero he venido de Trujillo a Lima. Pero gano un sueldo de cinco soles” ; y una suerte de fuente de ensalzamiento histórico y patriotero en el poema circunstancial Fabla de gesta, con el que ganó un premio municipal: “…En Trujillo, la noble, la heroína…”.
Pero hay también un urbanismo literario anónimo que nos remite, por múltiples razones, a Trujillo. Podemos citar el poema VII de Trilce: “Rumbé sin novedad por la veteada calle/ que yo me sé. Todo sin novedad,/ de veras. Y fondeé hacia cosas así, / y fui pasado.// Doblé la calle por las que raras/ veces se pasa con bien, salida/ heroica por la herida de aquella/ esquina viva, nada a medias” y el LXXI del mismo libro: “Calla también, crepúsculo futuro,/ y recójete a reír en lo íntimo, de este celo/ de gallos ajisecos soberbiamente,/ soberbiamente ennavajados/ de cúpulas, de viudas mitades cerúleas./ Regocíjate, huérfano; bebe tu copa de agua/ desde la pulpería de una esquina cualquiera”.
En el cuento Liberación del libro Escalas, la referencia es igualmente pasajera, aunque está unida al pasado doloroso del poeta: “¿No recuerda usted? Soy Lozano. Usted estuvo en la cárcel de Trujillo cuando yo también estuve en ella Supe que le absolvió el Tribunal y tuve mucho gusto”, le dice un personaje a Vallejo, y éste piensa para sí: “Y le refiero a mi vez las circunstancias de mi prisión en Trujillo, procesado por incendio, asalto, homicidio frustrado, robo y asonada…”.
La austera utilización de Trujillo como nombre propio en su obra no quiere decir que no haya tenido ninguna importancia para su creación y su experiencia vital. Ocurre que es más bien, como dijimos antes, un sentimiento de amor-odio, el cual es posible rastrear bajo múltiples formas, la más intensa de las cuales es sin duda la prisión. Detrás de este hecho está el recuerdo de la ciudad, convertida ya en una herida que lo lacera y que él quiere olvidar inútilmente. “El momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”, dice en un poema escrito en París, muchos años después de ese acontecimiento penoso. No hay que olvidar además que en la cárcel escribió la mayor parte de los poemas de Trilce.
En una carta dirigida a Gastón Roger, seudónimo del periodista Ezequiel Balarezo Pinillos, el poeta es muy elocuente: “Encuéntrome, desde hace un mes, preso en la cárcel de esta ciudad, enjuiciado calumniosamente por un hato de crímenes vulgares que yo nunca he cometido. Es el ambiente provincial. Los rescoldos equivocados de la maledicencia lugareña. –Soy del terruño-. Soy víctima ahora de una de esas tantas infamias gratuitas o brutalmente caraboleadas que abundan, apestando a murciélago, en cada montón de cosas distritales. Porque soy del terruño de los que me acusan, y porque ocasionalmente estuve en Santiago de Chuco, ahora meses, cuando hubo matanzas e incendios en esa provincia. Es el ambiente provincial. Eso es todo”.
De esa experiencia carcelaria han devenido, además de los versos de Trilce, los datos de la ficha Nro. 387, con la que el ciudadano César Abraham Vallejo Mendoza pasó a ser un inquilino de la justicia legal; es decir, una cifra, un número más perdido entre cientos de expedientes polvorientos. Repasemos las “señas” del “fichado”: edad, 27 años; raza, mixta; cara, aguileña; color, trigueño; estado, soltero; profesión, Las Letras (así, con mayúsculas); estatura, 1.70; cabello, negro; señales particulares, ninguna; frente, ancha; cejas, pobladas; ojos, pardos; nariz, roma; boca, grande; labios, delgados; barba, poblada; orejas, grandes; instrucción, superior.
No hay que perder de vista, por otra parte, que apenas llegado a Trujillo el poeta dividió a la intelectualidad en dos bandos. Por un lado estaba “El Mentidero Público”, compuesto por sus enemigos más acérrimos; y por otro lado, “La Bohemia”, liderada por José Eulogio Garrido y Antenor Orrego. Vallejo pertenecía a este último grupo y era el blanco preferido de los “mentirosos”, quienes pregonaban con sorna que el poeta santiaguino era inferior a Víctor Alejandro Hernández, su poeta insignia.
Una noche los “mentirosos” atacaron a mansalva a Vallejo en el centro de la ciudad con tijeras en mano. Querían cortarle la cabellera, que la tenía muy abundante. El vate se defendió a puñetazos y a patadas. Pronto acudieron en su ayuda los “bohemios” y la turba de “mentirosos” huyó sin lograr su propósito.
Lo más común no eran, sin embargo, las persecuciones para cortarle la melena, sino los ataques virulentos en los periódicos de la época. Así, en un artículo firmado por Víctor Julio Pacheco (“La justicia de Jehová”), Dios ordena a Rubén Darío que le corte las grenchas a Vallejo y lo condene al infierno por entonar himnos a la “verde alfalfa” y escribir con la mayor frescura que “sus huesos son ajenos y que él es un ladrón”. Tras estas palabras se esconde no sólo un propósito denigrante sino también una fuerte carga xenofóbica y racista. Vallejo era un cholo, un “serrano”, un provinciano talentoso que escribía versos notables en una ciudad “quieta, lenta, conventual” y prejuiciosa.
Probablemente el nombre de Trujillo no está muy presente en su obra porque la tendencia natural de los hombres, como sostiene J.R. Ribeyro, es memorizar cosas, imágenes, melodías, argumentaciones o poemas y olvidar, o mejor dicho intentar olvidar, el dolor y el placer, pues nos asusta que en lugar del recuerdo de las sensaciones nuestra mente convoque las sensaciones del recuerdo, hecho imposible que no deja de ser aterrador. Quizás por esta razón Vallejo eludió sistemáticamente usar a Trujillo como un centro de gravedad literario, pues así olvidaba de algún modo el encono de gente como los “mentirosos” y atemperaba el dolor que le causaron los 112 días que estuvo bajo “las cuatro paredes albicantes” de una celda y, con ello, la atmósfera amarga de una ciudad que estaba en los extramuros de ese mundo.
En Trujillo, no obstante, el autor de Poemas humanos conoció el amor en su dimensión erótica y carnal. En 1917, tuvo amoríos con María Rosa Sandóval y Zoila Rosa Cuadra, y aproximaciones platónicas con la señorita Murguía y con Hermelinda Melly, a quienes solía aguardar en la calle para admirar a prudente distancia su belleza; así como amores de “carne ciega y lujuria cotizable” con chicas de moral dudosa, “chicas de pacotilla” diría él mismo en un carta que le dirigió a Oscar Imaña en marzo de 1918.
María Rosa Sandóval, muerta prematuramente a los 24 años, fue inmortalizada por el lírida en el poema Verano: “ Verano, ya me voy. Y me dan pena/ las manitas sumisas de tus tardes./ Llegas devotamente, llegas viejo;/ y ya no encontrarás en mi alma a nadie (…) Ya no llores, Verano! En aquel surco/ muere una rosa que renace mucho”. A Zoila Rosa Cuadra, por quien –dice su biógrafo Juan Espejo Asturrizaga- rastrilló una Smith Wesson en su sien derecha, le dedicó Setiembre, un poema melodramático: “Aquella noche sollozaste al verme/ hermético y tierno, enfermo y triste./ Yo sé lo demás…y por eso, / yo no sé por qué fue triste…tan triste…!”.
La musa Murguía le inspiró, un día en que la vio pasar a su lado en una esquina, Bordas de hielo: “Vengo a verte pasar todos los días/ vaporcito encantado siempre lejos…” ; mientras que Hermelinda Melly, cuya hermosura descubrió casi como una aparición angelical en una velada en la Plaza de Armas, le sirvió de estímulo para componer Comunión: “!Linda Regia! ¡Tus venas son fermentos/ de mi noser antiguo y del champaña/ negro de mi vivir!”. Estas dos musas eran, digamos, sus amores cívicos, sus conquistas ideales tomadas del paisaje urbano, de la ciudad en donde luego lo tratarían judicialmente como a un apestado.
Es, no obstante, con sus “hermanos” de Trujillo; es decir, con sus compañeros de generación, a los que Juan Parra del Riego denominó “La Bohemia de Trujillo”, con quienes trajinó una ciudad que en la primera década del siglo XX tenía entre 14 y 16 mil habitantes. En esa ciudad retraída y enclaustrada, cerrada, orgullosa y egoísta, resguardada por “añosos portones y gruesas varillas de ventanas coloniales”, pasó cinco años haciendo vida irreverente con gente librepensadora, sensible y fraterna.
Los centros de reunión de “La Bohemia” eran muy visibles y se contaban con los dedos. Para beber y comer: el bar “Americano”, el café “Esquén” (en el jirón Ayacucho), las huertas “Los Tumbos” y “Los Ñorbos” (ambas en el barrio Chicago), los restaurantes "Morillas" y "Valeriano" (frente a la playa de Buenos Aires). Para recitar poesía, escuchar música y sostener encuentros esotéricos: la garconiere de José Eulogio Garrido (en la cuadra cuatro del jirón Independencia, al lado de la Catedral, donde hoy funcionan oficinas de abogados y una tienda fetiches religiosos), el departamento de Antenor Orrego (en el jirón Salaverry), la casa del músico Daniel Hoyle, conocida como “El Molino” (detrás del actual campus de la Universidad Privada del Norte) y la ciudadela de Chan Chan. Y para espectar comedias y admirar bailarinas ocasionales como Nora Rouskaya, el teatro “Ideal” (en el jirón Orbegoso) y el teatro “Gloria” (en el jirón Independencia).
El autor de Trilce era, al parecer, un vecino conocido de la ciudad por muchas razones, entre ellas porque alguien había dicho que le “faltaba un tornillo”, porque escribía versos “raros” y porque aparecía en la prensa como cualquier trujillano respetable. En los diarios La Reforma y La Industria su nombre estaba siempre en la lista de los mejores alumnos de la Universidad, otras veces figuraba como un graduado notable, como integrante de comités sociales, como animador de fiestas cívicas y como beneficiario de afectos amicales. El 16 de marzo de 1921 La Reforma anunció: “Cumpleaños en el presente día del señor César A. Vallejo. Con tal motivo sus amigos le obsequiarán con un banquete”. Esta era, pues, el Vallejo civil, el trujillano transitorio que algunos no reconocen todavía.
Los vínculos del poeta con la ciudad se expresaron como dijimos al principio, en forma sentimental antes que física. No obstante, sus biógrafos, sus amigos y sus apologistas más sinceros han reconstruido poco a poco el plano de la ciudad que él dibujó con sus propias quejas y contentamientos entre 1910 y 1923, año en que se marchó definitivamente. En ese plano el 6 de noviembre de 1920 tiene particular importancia. Ese día el poeta fue sacado sin oponer resistencia de la casa del Dr. Andrés A. Ciudad, ubicada en el jirón San Martín 422, por un juez, un subprefecto, seis policías, un oficial y un escribano. Estaba acusado de vándalo e incendiario.
El convoy salió de la casa del doctor Ciudad y bajó con el detenido hasta la esquina de Orbegoso con San Martín (allí funcionaba antes el hotel “El Arco” donde se alojó Vallejo varios meses; hoy, irónicamente, en esa misma esquina, hay un restaurante con un letrero que dice en letras de madera: “El rincón de Vallejo”), dobló en dirección a la Plaza de Armas, cruzó ésta hasta la esquina de la Municipalidad y de ahí fue en línea recta por el jirón Pizarro hasta la antigua cárcel de la ciudad. Durante todo el trayecto el detenido estuvo, desde luego, esposado y al parecer no pronunció palabra alguna. Esta experiencia tan ignominiosa, empero, lo dejó marcado para siempre. A partir de entonces, creo, el amor profundo por Trujillo pasó a ser un amor a hurtadillas, silencioso, oculto y resentido.
Si Vallejo entró en circunstancias humillantes a la cárcel, salió de ella con un aire digno y solidario. Antenor Orrego, entonces director de La Reforma, publicó el día de su liberación una nota que decía: “Con motivo de haber sido puesto en libertad el poeta señor César A. Vallejo, el círculo de intelectuales y amigos íntimos del artista le agasajó con una comida en la playa de Buenos Aires, en la que reinó la más fraterna cordialidad”. Ese 26 de marzo de 1921, los integrantes de “La Bohemia” en pleno montaron en cuatro automóviles llenos de euforia y alegría y se dirigieron cantando hasta la playa de Buenos Aires. Recalaron luego en el restaurante "Valeriano", donde bebieron y comieron hasta la saciedad. El agasajado cumplió ese día 29 años.
“La noble, la heroína” trató al poeta como un hijo y, a veces, como un hijastro. No creo exagerar si digo que a partir de la negra experiencia de Vallejo, Trujillo alberga como un sentimiento de culpa; sentimiento que todos sienten, pero que nadie sabe muy bien cómo sacar de sí. Para liberarnos el poeta nos dejó en ciernes algunas pistas. Recitemos con él: “!César Vallejo, parece/ mentira que así tarden tus parientes,/ sabiendo que ando cautivo, sabiendo que yaces libre!/ ¡Vistosa y perra suerte!/ ¡César Vallejo, te odio con ternura!”. Después, claro, lo amaremos más y definitivamente.