En literatura, las apariencias engañan. Un escritor no es el tipo que todos imaginan bohemio y desordenado, sino alguien que se gana a pulso su amor por la belleza.
La expresión «El hábito no hace al monje» significa que la apariencia de una persona no define su condición o ser. En el caso del monje, él es monje por su fe, por su obra, por su conducta y no por lo que proyectan las ropas que viste.
Análogamente, un escritor no representa lo que parece. Un prejuicio social muy arraigado lo considera un ser irresponsable, indisciplinado, desordenado, bohemio en el peor sentido de la palabra y un haragán que escribe y lee mientras los demás se rompen el lomo para vivir. Pero, ¿un escritor es realmente así?
Yo estoy convencido que el oficio de escritor, poeta, novelista o como quieran llamarlo no tiene nada de especial en el sentido que no corresponde ni al mito del outsider ni a la leyenda del ser especial que escribe asistido por la musas. Más bien es una tarea ardua que exige varios requisitos.
Primero. Un escritor tiene que graduarse como lector. ¿Qué quiero decir con esto? Yo creo, como muchos otros autores, que la lectura es como la antesala de la habitación principal: la escritura. La primera, creo, condiciona la existencia de la segunda. No hay, por esta razón, un narrador o poeta que no se considere ante todo un lector. Un escritor que se precie de serlo debe haber leído cientos, miles de libros, así como un cineasta verdadero tiene que haber visto cientos, miles de películas; o un músico haber oído cientos, miles de melodías; o un pintor haber visto cientos, miles de cuadro en museos y exposiciones. Solo después, de esta experiencia fatigante y purificadora puede dedicarse a escribir.
Segundo. Un escritor debe dominar la lengua que habla. Quien quiere ser poeta o narrador y no conoce el español es mejor que no intente la aventura de escribir. Es como un zapatero que no sabe clavar, un pintor que no conoce los colores básicos, un albañil incapaz de levantar una pared o un futbolista que no sabe cómo patear un balón. No se aprende a redactar bien de la noche a la mañana; también debe aprender, casi al mismo tiempo, a pensar, leer y conocer gramática.
Tercero. Un escritor es un ciudadano responsable, aunque sea pobre. Los escritores también pagan impuestos, recibos de luz, agua y teléfono y, sobre todo, crían hijos, a los que tienen que alimentar y estimular para que sean ciudadanos respetables. Son muy pocos los que pueden vivir exclusivamente de la escritura y venta de sus libros. Los que lo hacen, han llegado a una situación de privilegio, caso Mario Vargas Llosa y otros más. Los que no llegan al estatus de exitosos; es decir la mayoría, les queda la esquizofrenia de vivir con un pie en un trabajo alimentista y con el otro en su verdadera vocación.
Cuarto. Un escritor no debe tener miedo al fracaso. Su primer gran deber es ser fiel a sí mismo y escribir bien. Es penoso ver cómo la vocación por la literatura y el amor se va desvaneciendo por cobardía o por temor al que dirán. Los jóvenes deberían saber que lo más importante es la felicidad y el placer con que uno realiza las cosas.
Una vocación se defiende con uñas y dientes; se ama con fervor en privado y en público; se cultiva con libertad y con gozo en cualquier circunstancia. «Nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me he ganado la vida para poder escribir», dice Juan Goytisolo
Quinto. Un escritor debe un soñador, un profesional de la utopía, un viajero mental a tiempo completo. El amor, dice Saint-Jhon Perse se alimenta desde sus imposibles, en tanto persigue metas que nunca podrá alcanzar. La literatura es una de esas metas que siempre se escurre entre las manos. Lo hermoso en este caso es no llegar nunca a la perfección. La literatura es, como dice Borges, una revelación que nunca se produce. En este sentido, se trata de una aspiración, de un ideal, de una búsqueda incesante.
Y sexto. Ser escritor es una manera placentera de ser feliz. Al diablo con las viejas ideas de que hay que sufrir como Vallejo para escribir bien o ser un borracho como Bryce para ganar fama. Ni lo uno ni lo otro. Nadie puede escribir con el estómago vacío, ni menos crear una obra maestra bajo el influjo del vino o la cerveza. Se necesita ser uno mismo para conquistar la belleza. Un escritor no escogería el camino de la literatura si no sintiera un profundo gozo cuando persigue la belleza. Entonces, el hábito no hace al escritor sino su fe ciega en un quehacer al que se dedica por el puro placer de la creación y la libertad.