¿Puede un joven de estos tiempos elegir una carrera universitaria sin ir contra su libertad y su amor propio?
Creo que muy pocos adolescentes o jóvenes tienen plena conciencia de lo que quieren ser y, sobre todo, muy poco valentía para afirmar una vocación temprana. La confusión a la que suele conducir el sistema educativo hace que al final de los estudios secundarios los estudiantes se encuentren más desconcertados de lo que estaban al comienzo. ¿Qué profesión voy a seguir? ¿La carrera que elegiré se corresponde con las habilidades que poseo?, son las preguntas clave.
Las exigencias del mercado laboral, la presión de los padres, el estatus social y económico y la falta de claridad respecto a sus propias capacidades conduce a los chicos a una elección equivocada. Lo sé porque enseño el curso introductorio de una carrera y las experiencias que conozco son repetitivas: unos huyen de las matemáticas, otros estudian porque quieren superarse y otros más porque no hay más remedio. Claro que también están los que aciertan, pero siempre son minoría.
Si en la elección de una carrera los estudiantes se equivocan, esto no tiene a la larga mayores efectos, puesto que el promedio de edad en la que ingresan a la Universidad es 16 años; es decir, tienen tiempo suficiente para elegir otra alternativa o ensayar sobre la marcha con qué profesión van a ganarse la vida.
Por razones personales, a mí me llama la atención el caso de los estudiantes que aman un quehacer y no son capaces de defenderlo. Es fatal, por ejemplo, querer ser un periodista y tener en tu contra a todos los miembros de la familia, quienes piensan que este oficio es una candidatura a la pobreza. O los que aman en secreto a la literatura, pero temen que sus padres los despojen de la ayuda económica para estudiar si les confiesan su verdadera vocación. El libre mercado, por otro parte, nos bombardea con la idea de que necesitamos más técnicos que humanistas; es decir, más gente que produzca dinero antes que ideas. ¿Acaso no son las ideas las que han cambiado el mundo?
Es penoso ver cómo las vocaciones y el amor por el arte y las humanidades van desvaneciéndose por cobardía o por temor al que dirán. Los jóvenes deberían saber que lo más importante es la felicidad y el placer con que uno realiza las cosas. Sin embargo, la sociedad consumista no tolera que alguien trabaje para satisfacer sus propias necesidades y deje de lado las del mercado. El cerebro de los jóvenes sufre ahora un proceso de adaptación cultural y biológico para responder a las demandas de sus empleadores. La meta de hoy es llegar a ser un profesional productivo, no importa si en ese camino uno llega a ser un perfecto ignorante o un incapaz social.
Yo no soy un caso ejemplar, pero al menos he procurado conservar mi pasión por la lectura y la escritura. Cuando era joven me avergonzaba en cierta forma decirle a los demás que yo era o quería ser escritor. Además de mi propia inhibición social, temía que mis compañeros de clase y mis amigos de barrio ―o quién fuera― hiciera mofa de mí por haber elegido una profesión que no era una profesión o un quehacer que no era un quehacer. ¿Qué diablos es escribir? ¿Cómo explicarles a los demás que escribir poemas, cuentos, novelas o artículos para periódicos no es una actividad exótica o un pasatiempo para haraganes?
Ahora que los demás siguen creyendo que el escritor es un ciudadano de segunda categoría, ya no me avergüenzo de decir que soy un escritor. Total, a quién le importa que escriba lo que escribo o que lea lo que leo. La literatura es un placer púdico, un acto intimista, un despojo sistemático de los dolores y las alegrías más insondables de nuestras vidas. Soy un escritor, lo sé, y de algún modo me siento un ser descolocado en un mundo donde no reinan precisamente las lealtades y el respeto por lo que uno ama.
Una vocación se defiende con uñas y dientes; se ama con fervor en privado y en público; se cultiva con libertad y con gozo en cualquier circunstancia. No importa si el éxito no llega y no nos volvemos ricos. Además, el mundo no está necesariamente gobernado por los mejores. Que los demás piensen lo contrario no significa que tengan la razón. Una profesión verdadera es la que uno practica sin dolor y sin sentirla como una carga o como un trabajo que hay que desempeñar para obtener el dinero necesario. Lo resume mejor Juan Goytisolo en una frase: «Nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me he ganado la vida para poder escribir».
Creo que muy pocos adolescentes o jóvenes tienen plena conciencia de lo que quieren ser y, sobre todo, muy poco valentía para afirmar una vocación temprana. La confusión a la que suele conducir el sistema educativo hace que al final de los estudios secundarios los estudiantes se encuentren más desconcertados de lo que estaban al comienzo. ¿Qué profesión voy a seguir? ¿La carrera que elegiré se corresponde con las habilidades que poseo?, son las preguntas clave.
Las exigencias del mercado laboral, la presión de los padres, el estatus social y económico y la falta de claridad respecto a sus propias capacidades conduce a los chicos a una elección equivocada. Lo sé porque enseño el curso introductorio de una carrera y las experiencias que conozco son repetitivas: unos huyen de las matemáticas, otros estudian porque quieren superarse y otros más porque no hay más remedio. Claro que también están los que aciertan, pero siempre son minoría.
Si en la elección de una carrera los estudiantes se equivocan, esto no tiene a la larga mayores efectos, puesto que el promedio de edad en la que ingresan a la Universidad es 16 años; es decir, tienen tiempo suficiente para elegir otra alternativa o ensayar sobre la marcha con qué profesión van a ganarse la vida.
Por razones personales, a mí me llama la atención el caso de los estudiantes que aman un quehacer y no son capaces de defenderlo. Es fatal, por ejemplo, querer ser un periodista y tener en tu contra a todos los miembros de la familia, quienes piensan que este oficio es una candidatura a la pobreza. O los que aman en secreto a la literatura, pero temen que sus padres los despojen de la ayuda económica para estudiar si les confiesan su verdadera vocación. El libre mercado, por otro parte, nos bombardea con la idea de que necesitamos más técnicos que humanistas; es decir, más gente que produzca dinero antes que ideas. ¿Acaso no son las ideas las que han cambiado el mundo?
Es penoso ver cómo las vocaciones y el amor por el arte y las humanidades van desvaneciéndose por cobardía o por temor al que dirán. Los jóvenes deberían saber que lo más importante es la felicidad y el placer con que uno realiza las cosas. Sin embargo, la sociedad consumista no tolera que alguien trabaje para satisfacer sus propias necesidades y deje de lado las del mercado. El cerebro de los jóvenes sufre ahora un proceso de adaptación cultural y biológico para responder a las demandas de sus empleadores. La meta de hoy es llegar a ser un profesional productivo, no importa si en ese camino uno llega a ser un perfecto ignorante o un incapaz social.
Yo no soy un caso ejemplar, pero al menos he procurado conservar mi pasión por la lectura y la escritura. Cuando era joven me avergonzaba en cierta forma decirle a los demás que yo era o quería ser escritor. Además de mi propia inhibición social, temía que mis compañeros de clase y mis amigos de barrio ―o quién fuera― hiciera mofa de mí por haber elegido una profesión que no era una profesión o un quehacer que no era un quehacer. ¿Qué diablos es escribir? ¿Cómo explicarles a los demás que escribir poemas, cuentos, novelas o artículos para periódicos no es una actividad exótica o un pasatiempo para haraganes?
Ahora que los demás siguen creyendo que el escritor es un ciudadano de segunda categoría, ya no me avergüenzo de decir que soy un escritor. Total, a quién le importa que escriba lo que escribo o que lea lo que leo. La literatura es un placer púdico, un acto intimista, un despojo sistemático de los dolores y las alegrías más insondables de nuestras vidas. Soy un escritor, lo sé, y de algún modo me siento un ser descolocado en un mundo donde no reinan precisamente las lealtades y el respeto por lo que uno ama.
Una vocación se defiende con uñas y dientes; se ama con fervor en privado y en público; se cultiva con libertad y con gozo en cualquier circunstancia. No importa si el éxito no llega y no nos volvemos ricos. Además, el mundo no está necesariamente gobernado por los mejores. Que los demás piensen lo contrario no significa que tengan la razón. Una profesión verdadera es la que uno practica sin dolor y sin sentirla como una carga o como un trabajo que hay que desempeñar para obtener el dinero necesario. Lo resume mejor Juan Goytisolo en una frase: «Nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me he ganado la vida para poder escribir».