En medio de un proceso electoral enrarecido por la actuación de los partidos y los jurados electorales, aflora otra vez la urgencia de fortalecer las instituciones del Estado y erradicar la informalidad.
Uno de los síntomas más notorios de nuestro fracaso como país es la desconfianza en las instituciones y las leyes y, como consecuencia de esto, del predominio de la informalidad en todas las actividades que vinculan a los ciudadanos con el Estado.
Nadie podrá negar que la vida política, social y económica de nuestro país ha dado un vuelco. Hace mucho tiempo que dejamos de ser el país feudal y atrasado que fuimos hasta los setenta. En la cresta de la ola del crecimiento económico de los últimos tiempos los fundamentalistas del liberalismo creyeron que el crecimiento económico por sí solo nos iba a sacar de la pobreza y que el Estado iba a reformarse por la fuerza de los acontecimientos. Pero ahora, en pleno proceso electoral para elegir un nuevo presidente, aflora nuevamente un asunto crucial: la desconfianza en el funcionamiento y credibilidad de las instituciones del Estado.
Sin instituciones sólidas y sin respeto a las leyes las consecuencias son una democracia endeble, partidos políticos que funcionan como vientres de alquiler, jurados electorales que se contradicen debido a la presión mediática y de grupos de poder, ciudadanos que viven de espalda a las ideologías y el estado de derecho y resquebrajamiento de la ética mínima de la convivencia entre políticos.
Francisco Durand, quien ha recogió los planteamientos de José Matos Mar y Hernando de Soto sobre la informalidad y el desborde popular afirma que el Perú está «fracturado» por fisuras horizontales (campo/ciudad, ricos/pobres) y por brechas verticales (economía formal, economía informal y economía delictiva) que lo conducían a la cultura de la «transgresión», lo cual pone en riesgo la construcción de un estado inclusivo.
Es sintomático por esto que la salida de la competencia electoral de dos candidatos tengan que ver, por un lado, con la violencia flagrante de las normas electorales y, por otro, con la improvisación y el desorden para elegir un candidato presidencial: dar dinero a cambio de votos y saltarse los estatutos solo porque el fin es más importante que los medios.
No deja de ser paradójico, sin embargo, que en un Estado débil e informal en su estructura la decisión última del JNE haya dividido la opinión pública entre quienes invocan la fuerza de la legalidad y los que exigen más tolerancia frente a las faltas.
Hay quienes consideran que la salida de César Acuña y Julio Guzmán por decisión de JNE constituye un golpe muy serio a la democracia, un fraude adelantado, un truco que beneficia al fujimorismo o un golpe de estado previo. No dudo de hay sospechas fundadas de que algo huele mal, muy mal, y que, por lo menos, no hay equidad en las sanciones que establecen los órganos electorales, pero me parece que la ambivalencia frente a las instituciones y la informalidad agrava más nuestra situación. ¿En qué quedamos entonces? ¿No es que necesitamos un Estado con instituciones creíbles y respetables?