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Nadie acabará con los libros

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Hace años que los profetas del futuro anuncian la muerte del libro, sin embargo este sigue más vivo que nunca y hasta se muestra como un invento que no necesita ser mejorado.
Por azar, acabo de leer de manera consecutiva cuatro libros relacionados con los libros. El primero de ellos, Metamorfosis de la lectura, de Román Gubern, estudia la evolución de los escritura en los diversos soportes que van desde las tablillas de arcilla y llegan hasta las pantallas de un computador, aunque pone particular énfasis en la invención del códice (o codex) en el siglo I d.C, ese invento genial que permitió unir por el mismo borde lateral primero pergaminos y luego papel, así como transportar la información cultural a donde uno quisiera.
El segundo, Nadie acabará con los libros, un diálogo entre Umberto Eco y Jean-Claude Carriere, es un texto de libros para lectores impenitentes. En este, Eco asume una defensa cerrada del libro frente a la amenaza que plantean las tecnologías digitales a la tradición humanista de la página escrita: «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. El libro ha superado la prueba del tiempo. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es». El argumento del novelista italiano es devastador.
El tercero, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? de Nicholas Carr, si bien no se ocupa estrictamente del libro como objeto o industria cultural, es un alegato científico a favor del único vehículo —la lectura— que ha permitido pensar con profundidad desde que se inventó el códice y desde que San Ambrosio en el siglo IV d.C le enseñó a San Agustín cuan maravilloso era leer sin mover los labios ni pronunciar palabra alguna. Carr desarrolla un conjunto de argumentos —basándose en rigurosos estudios de neurociencia— qué cambios está generando Internet en nuestro cerebro. Sus conclusiones son, en cierta forma, aterradoras: Internet propicia una metamorfosis neuronal cuyos efectos son una lectura rápida y distraída y, lo peor de todo, una destrucción sistemática de las capacidades que hasta hace poco fomentaba el libro tradicional: concentración, contemplación, reflexión y creatividad. Esto ocurre por dos razones fundamentales: porque el cerebro posee plasticidad y es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, y porque las tecnologías de la información ejercen una formidable seducción sobre los seres humanos.
La cuarta y más reciente lectura tiene que ver con el libro Los demasiados libros de Gabriel Zaid, quizás el ensayo más penetrante que se ha escrito hasta ahora sobre el presente y el futuro de los libros. Según este escritor mexicano, cada treinta segundos se publica uno, lo cual puede llevarnos a un escenario futuro en el que quizás hayan más autores que lectores. Esta realidad hipotética podría ser esgrimida también por los enemigos del libro tradicional. Zaid piensa que el libro es un superación tecnológica y que los profetas que anuncian su desaparición no saben lo que dicen cuando afirman que se trata de objetos físicos anacrónicos que ya no tiene ningún sentido almacenar en arcaicas bibliotecas públicas y privadas. Lo demuestra con una media docena de argumentos.
Los libros son los únicos que pueden ser «hojeados»: Esto no es posible en ninguno de los medios audiovisuales, ni aún en los e-books. «No hay invento moderno que supere el vistazo general y la exploración de contenido que se tiene al hojear un libro. Lo más irónico de todo es ver que las maravillas electrónicas se venden con un instructivo impreso», dice Zaid. Ningún libro, que se sepa, se vende con procedimientos que faciliten su lectura. El libro se lee al paso que marca el lector: ¿Qué quiere decir esto? Que un lector puede avanzar, volverse atrás o detenerse sin violentar la naturaleza de su lectura, lo que no sucede con un CD o un e-book, por ejemplo, que se vuelven ilegibles cuando su velocidad es alterada. Los libros se leen directamente: Es decir, que no necesitan de aparatos intermediarios cuya función es volver legible la señal que envían. Frente a ellos, al lector le basta con posar sus ojos sobre las páginas y el mensaje llega directo. Los libros no requieren cita: Puesto que, a diferencia de la televisión o el chat,  no exigen al lector estar disponible a cierta hora. El libro más bien se somete a la agenda del lector. Va o viene donde esté él esté.  Los libros son baratos: «La televisión  y la prensa son tan caras que ni siquiera pueden vivir del público: viven de los anunciantes. El cine, la prensa, la televisión, requieren públicos de miles para ser costeables. Los libros sin anuncios ni subsidios, se pagan con unos cuantos miles de compradores. No se ha inventado nada más barato para dirigirse a tan poca gente», afirma Zaid.
Y por último: Los libros permiten mayor variedad, puesto que pueden interesar a públicos de tres mil personas (o menos, como sucede con los libros de poesía), cosa que no ocurre con la televisión que está obligada  a generar interés a cientos de millones de personas con la consiguiente monotonía y repetición de sus contenidos. ¿Qué piensa usted lector?


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