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Hagamos la revolución ortográfica

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Una iniciativa juvenil propone hacer una “revolución ortográfica” con la finalidad de que nos podamos comunicar mejor. Empujemos esta decisión, no dejemos que se quede en el nivel del simple deseo, de la utopía cotidiana.
La ortografía, dice la RAE, “es el conjunto de normas que regulan la correcta escritura de una lengua”. Pero más que regular, lo que esta disciplina lingüística consigue es “facilitar y garantizar” la comunicación escrita. Lo primero, porque propicia el entendimiento; y lo segundo, porque constituye un factor de unidad lingüística; es decir, permite que todos los usuarios del español manejemos los mismos códigos y respetemos las misma reglas.
Hace uso días, unos estudiantes de la universidad donde trabajo lanzó una iniciativa llamada “Revolución ortográfica”. El nombre es verdaderamente audaz, pues supone  un cambio profundo y violento de las estructuras de la escritura incorrecta. La realidad de la que parten es que la mayoría escribe mal y que esta realidad debe ser revolucionada, es decir, cambiada de golpe, sin miramientos. En realidad, lo que estos jóvenes quieren hacer no es enseñar a escribir correctamente a la gente, sino llamar la atención sobre la tragedia de la incorrección idiomática. Una campaña comunicativa, en otras palabras. Aplaudo y suscribo esta idea, aunque creo que es necesario precisar algunas ideas.
Hablar no es, desde luego, lo mismo que escribir. A quien habla se le puede perdonar que diga haiga, incluso que sea anárquico e incoherente en su discurso y hasta que haga trizas la concordancia. El habla tiene la virtud de complementarse con los gestos y los movimientos corporales. 

Lo que sí no se puede perdonar ni tolerar, pues denigra los principios mismos de la comunicación escrita, es que alguien escriba benir, lla yegué, vueno, enantes, corrucción, redacte un texto farragoso, incoherente, sin comas ni puntos, o emplee expresiones rimbombantes como si fuera un notario del siglo XVI. Si alguien escribe mal es porque su pensamiento está mal. Si el pensamiento está organizado, la escritura lo estará también.

Lo que se debe aprender al mismo tiempo es gramática. En la escuela, en el colegio y en la universidad nos enseñan un conjunto de reglas muertas, de normas frías e inanimadas que nadie quiere memorizar ni aplicar. Así no se aprende a escribir, más bien se genera un odio visceral contra la gramática. Se aprende a escribir escribiendo y, sobre todo, leyendo. Si estos hechos ocurren por separado, seguro que cualquier forma de aprendizaje nos llevará al más absoluto de los fracasos.
Después que uno aprende a organizar su pensamiento en frases lógicas, a relacionar las palabras, a tildarlas, a colocar puntos y comas y a ligar las oraciones, está preparado para culminar el proceso de redacción. El problema reside en que nos exigen redactar sin que antes hayamos aprendido a pensar y a leer y, por añadidura, a acercarnos a las reglas gramaticales como nos acercamos a una enciclopedia o a un diccionario: con simple curiosidad y como jugando.
Es imposible prescindir de las normas gramaticales y perder de vista que el objetivo de la comunicación escrita es la persuasión. Sin ellas, todo sería un caos y nos iría peor de lo que nos va ahora. Es asimismo necesario dar vida a las leyes de la lengua, desacralizarlas y redimensionarlas en su uso doméstico. Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que una palabra bien tildada, una coma bien puesta y una frase bien construida aseguran la unidad de la lengua y garantizan la existencia de la vida social.

Acompañemos entonces a estos jóvenes en su iniciativa y hagamos con ellos la revolución ortográfica.

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