Contar historias fantásticas, imaginarias o ficticias, largas o cortas, es el resultado, de alguna manera, de tres miedos ancestrales del hombre: miedo a la oscuridad, miedo al silencio y miedo a la soledad.
El miedo a la oscuridad se originó por el temor a morir en manos de un depredador o de una bestia colosal que no se podía ver. El miedo al silencio, en el temor a padecer la mudez (la nada) que precedía a todo ataque del enemigo superior a nuestras fuerzas. Y el miedo a la soledad, en la incertidumbre de enfrentar el peligro sin la compañía que nos haga sentir menos indefensos y vulnerables.
Respecto al arte de contar, este vocablo viene del latín “computus” y significa llevar cuenta de algo. El que no sabe hacerlo no sabe sencillamente narrar. En términos simples, contar es escribir historias inventadas en prosa y solo con palabras. Su finalidad es satisfacer dos necesidades básicas del ser humano: estar entretenido y buscarle sentido a la existencia.
Contar es el resultado de un equilibrio: de un lado tenemos la capacidad natural (el talento) y de otro la capacidad aprendida (la técnica). Son concurrentes y no deberían manifestarse por separado. Talento significa capacidad, aptitud o inteligencia para desempeñar algún oficio o profesión. La técnica, conjunto de herramientas y procedimientos para llegar a un objetivo, es en cambio lo que se descubre y se practica, y también lo que hace posible que el talento perdure. La verdadera literatura es posible solo si un escritor logra juntar técnica y talento.
Todos los lectores estamos seguros de la utilidad del arte de contar, aunque los escritores no tanto, por lo menos en cuanto a su utilidad social. «(La literatura no sirve) para nada (…).Tome usted las obras literarias más notables, las de Occidente si quiere, que son las más cercanas a nosotros; tome las que mejor hayan puesto el dedo en la llaga de la miseria humana, las que con mayor alarma y agudeza hayan advertido acerca del peligro que representa para el mundo nuestra especie; tome usted, por ejemplo, las tragedias de Sófocles, la Comedia de Dante, El Quijote, los dramas y tragedias de Shakespeare, las novelas de Kafka, Tolstoi, Dostoievski, Musil, Camus, Sartre, las que quiera, y estará de acuerdo conmigo en que ninguna de esas obras –ni todas ellas en conjunto- han logrado cambiar un ápice la historia de la barbarie humana (…) Si bien es cierto que la literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, (….), a mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos».
Contar, en todo caso, sería una manera personal de evadir esos miedos que nos acompañan desde tiempos inmemoriales.