Un libro conquista la gloria literaria gracias a la calidad de su autor y, muchas veces, gracias a la mano diestra del editor que poda, corrige, sugiere y ama al libro que edita como si fuera el suyo.
Es verdad que una vez publicados los libros deberían defenderse solos, correr la maratón de la historia solo con la ayuda de su propia calidad, sin embargo muchas veces su perduración depende del ímpetu y la visión de los editores, de los buenos editores quiero decir.
Un editor no es únicamente alguien que paga, administra y publica por medios impresos o semejantes un libro, sino, fundamentalmente, quien lo adapta, limpia de hojarascas, acondiciona a las normas de estilo y calidad y, sobre todo, quien posee olfato, visón e intuición para darse cuenta cuándo está frente a un libro perdurable o, de ser el caso, para crear las condiciones que permitan que ese libro se haga perdurable.
Este concepto de editor es, quizás, muy anglasajón. En el mundo de habla hispana hemos tenido y tenemos extraordinarios editores como Carlos Barral, Mario Muchnik, Francisco Porrúa, Jorge Herralde, entre otros, aunque no son los más. En los libros de memorias Egos revueltos de Juan Cruz y Lo peor no son los autores de Mario Muchnik se detallan los encuentros y desencuentros, lealtades y deslealtades entre célebres autores y editores de nuestra lengua.
En la historia literaria anglosajona el binomio autor-editor tiene ─subraya el periodista Wiston Manrique─ epígonos: Scott Fitzgerald y Thomas Wolfe con Maxwell Perkins, T. S. Eliot con Ezra Pound, Harper Lee con Tay Hohoff, Raymond Carver con Gordon Lish. Entre las historias más divulgadas tenemos la de Raymond Carver, quien dio a leer sus cuentos a su amigo y editor Gordon Lish. Este consideró que a los textos de su amigo les sobraban páginas y adjetivos y realizó una labor de poda. El resultado: un Carver minimalista y concentrado. Los maledicentes dicen que Lish inventó a Carver. En todo caso, ¿hubiera podido el editor mejorar el producto en base a textos mediocres? Supongo que no.
Algo parecido le ocurrió a T.S. Eliot, el poeta que dio a leer La tierra baldía a su amigo Ezra Pound, también editor suyo. Pound cortó, zurció y redujo a menos de la mitad los versos originales. La tierra baldía que los lectores conocemos es el resultado de la fina guillotina del autor de Cantos pisanos.
Nunca hemos tenido algo así en nuestra tradición literaria. Nos faltan editores que poden y mejoren textos, que lidien con los caprichos de los autores y produzcan textos míticos. No olvidemos que muchos de los relatos de J. D. Salinger, representante junto con John Cheever del llamado “estilo The New Yorker”, fueron rechazados sistemáticamente por los editores de esta legendaria revista, quienes los consideraban impublicables.