¿Qué clase de satisfacciones brinda la literatura en un mundo pragmático donde no se lee o se lee muy poco? Probablemente la importante de todas sea estimular la imaginación de los lectores ávidos de encontrar la belleza.
En general, la literatura brinda muchos placeres, sin embargo el más importante de todos quizás sea leer. Un escritor escribe porque en esencia es un lector; es decir, alguien que vive dos veces, puesto que aprende de los que otros experimentan y aspiran. Leer es el acto de seducción por antonomasia y el ser humano que no sucumbe a su hechizo renuncia a uno de los grandes placeres de la vida.
Es muy noble satisfacer la necesidad de soñar, leer y estimular la complicidad del lector. Pero en términos prácticos, la literatura no sirve para cambiar o mejorar el mundo. José Saramago lo dijo de manera más directa: «Si bien es cierto que la literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, y en ese sentido no abrigo ninguna esperanza con respecto a ella, a mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos”.
¿A qué se debe esta visión tan devaluada de la literatura? Supongo a que se trata de un oficio que no tiene un carácter de «respetable» o «útil», a que está asociada a la vida bohemia y llena de excesos como las drogas y el alcohol, y a que quienes la ejercen (escritores y periodistas) no sirven para la vida práctica, para la competencia o para el mercado. Más que razones valederas, se trata sin duda de prejuicios muy arraigados en el imaginario social.
Para que los escritores se vuelvan seres visibles o alcancen estatus social tienen que aparecer en los medios, demostrar que pueden con el éxito o ganarse cuando menos el premio Nobel. De lo contrario, serán ignorados olímpicamente o mirados con cierta conmiseración. Esta situación es mucho más dramática en realidades donde nadie lee y los libros son como máximo objetos de curiosidad.
La actitud de la sociedad frente a la literatura es una repetición a escala mayor del prejuicio que tienen los grupos de poder frente al escritor. Algunos consideran a narradores y poetas como un escollo para el desarrollo humano debido al pensamiento crítico con que juzgan la realidad y a la literatura como una actividad del pensamiento que no tiene nada que ver con el progreso de la sociedad.
El oficio de escribir ficciones es, en principio, un acto de arrojo que con el tiempo se pule, se organiza y se estudia. Está motivado por la necesidad de llenar el imaginario de las sociedades y por un estado existencial interior: expresar los sentimientos. Hacerlo mal o bien depende de cuánto sacrificio esté uno dispuesto a asumir. Esto, desde luego, no se contradice con el éxito, un factor externo producto muchas veces del azar y de la manera con que un escritor mueve las fichas de en el gran tablero del mundo mediático.
Un narrador o poeta que «se juegan la vida en lo que escribe» lo hace porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto creador es el aire que respira, porque no encuentra otra manera de ser y estar y porque construir es para él inventar un mundo a la medida de sus aspiraciones. Esta reconstrucción, por supuesto, tiene que ver con el placer, con el encanto de sentirse un pequeño Dios y disponer a su antojo el mundo que lo rodea.
Los autores que escriben por desacuerdo y por placer tejen sin ataduras ni intereses inmediatos o mezquinos una realidad ficticia, que es finalmente la realidad perfectible, la que queremos que exista pero que, afortunadamente para nuestra imaginación, siempre termina convertida en una persecución, en una revelación que nunca se produce. ¿Pero luego de la destrucción y reconstrucción de la realidad qué queda? Sin duda, el libro solo, las historias solas, algo que ya no le pertenece al autor, algo que viaja empujado por sí mismo al porvenir y busca el corazón de los lectores para perdurar o para recordarle ese acto de arrojo gratuito y desinteresado: escribir por necesidad, como si el mundo fuera a desaparecer.