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Mozart: entre la realidad y lo real

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Nuestras emociones no producen sentimientos  únicos respecto a la música, sino percepciones e interpretaciones individuales, una cada vez más distinta que la otra. 
Escucho  una vez más el Concierto Para Piano Nº 23 de Mozart.  Un amigo me ha dicho que a él esta música le causa un efecto opuesto al mío: lo deprime. Cosa más extraña, pienso. Un segundo amigo a quien consulto me dice que lo aflige, y un tercero me confiesa que lo estimula a realizar una acción creativa. 
No existe desde luego un enfoque único a través de los sentidos. Lo que para uno es negro, para otro es blanco y para otro es gris. Y esto es así porque la realidad es un fenómeno subjetivo que consiste en percibir e interpretar lo que un individuo considera como real; mientras que lo real es lo que existe, sea o no percibido por el individuo. 
Nuestro cerebro límbico no produce en todos los mismos sentimientos a partir del concierto de Mozart. Cada uno de nosotros lo siente y percibe a partir de sus mapas  mentales (conjunto de ideas, valores y creencias que desarrollamos a lo largo de nuestras vidas), así como también a la forma en que nuestro cerebro establece sus redes neuronales frente a la música que escucha. 
«Nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que mira», dice un refrán que se difundió mucho antes de que las neurociencias comprobasen que la realidad se construye por la fuerza de los pensamientos o que el cerebro es incapaz de distinguir entre lo que es real y lo que intencionalmente una persona instala en su mente. 
Un libro sagrado de los judío como El Talmud lo dice de manera más certera: «No vemos las cosas como son, las vemos como somos». ¿Y qué somos? Una suma de experiencias anteriores, un manojo de herencias genéticas, un conjunto de funciones cerebrales, una individualidad episódica producto de millones de redes neuronales. 
¿Qué pasaría si el Concierto Paria Piano Nº 23 de Mozart provocara en todos los que lo escuchan un mismo efecto? Supongo que no seríamos seres humanos sino robots y la vida sería muy monótona y aburrida. Así como no podemos memorizarlos todo tal y como le ocurrió Funes El Memorioso, un personaje de Borges― porque la memoria se convertiría en un tormento, así también no podemos construir cerebralmente una única realidad porque todos nuestras actos serían previsibles y repetitivos, con la pérdida de libertad que esto supondría. 
En cada de uno de nosotros, la música, la de Mozart especialmente, se particulariza, se hace indefinible y nos dice finalmente quiénes somos. Podría ser que a mí sus creaciones me proporcionan un estado que mezcla la felicidad con la ternura debido a que en mi cerebro su música está asociada a una imagen de felicidad en mi infancia; al que lo deprime, tal vez porque en su cerebro tiene anotado un hecho triste en su vida; y al que lo consterna, porque tal vez es la música que escuchaba de niño la madre que lo crió con tanto amor. 
«Los deseos, ideologías, creencias, sentimientos y mapas mentales (entre otros poderosos fenómenos) actúan como potentes filtros perceptuales, haciendo que los datos encajen con lo que cada uno quiere percibir», afirma Néstor Braidot. Estos elementos serían  inconscientes y dirigirían, entre otras cosas, nuestros gustos musicales. 
Los neurólogos han tratado de explicar esta diversidad de interpretaciones de lo real a partir de la incapacidad del cerebro para procesar toda la información que recibe (solo lo hace con el 1% del total); es decir, que opta por lo más sencillo: deja que cada cerebro construya su propia realidad con los pocos datos que posee.  Mi pregunta, ¿actúa también así con la música mediocre? ¿O respecto a la mediocridad las redes neuronales de todos los individuos ―por lo menos de los que han desarrollado su gusto y su sensibilidad musical― tienen una sola interpretación?  
La otra explicación es que nuestros gustos son diversos porque nuestros cerebros están dotados de la neuroplasticidad; es decir, de la capacidad del cerebro para formar nuevas redes como resultado de la relación del individuo con su entorno. En este sentido, tal vez la belleza es una batalla que se libra exclusivamente en el terreno de la mente. 



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