Antonio Fernández Arce, brillante periodista, maestro de generaciones y mejor ser humano acaba de morir. Hace poco, tras un largo y fatigador viaje, vino de China para reencontrase con los amigos y la tierra que lo vio nacer.
La imagen del hombre bonachón, bromista y hasta un poco rudo no se correspondía con la imagen del periodista riguroso formado en las canteras de La Prensa y el periodismo de los años 50; es decir, un periodismo aventurero, amante de la noche y tributario de la buena escritura.
Su manera de enseñar ahuyentaba a la mayoría de sus discípulos. Te señalaba los errores en la cara (nunca con malas intenciones) y te obligaba a sentarte a su lado para que observaras los cambios que hacía en los textos. Al principio, este estilo bronco de ejercer el magisterio disgustaba a los novicios, pero pronto uno aprendía a entender que esa era su manera de trasmitir los conocimientos. Por lo demás, fuera de las salas de redacción era un personaje generoso, dotado de un especial sentido del humor.
Con Don Antonio Fernández Arce algunos miembros de mi generación aprendimos a escribir notas informativas, crónicas, reportajes y perfiles. Mientras él nos respiraba en la nuca, nosotros aprendíamos ―tocados eso sí por los nervios― a usar correctamente los tiempos verbales, a eliminar adjetivos innecesarios, a cambiar la voz activa por la pasiva, a escribir cifras en letras, a colocar titulares. En fin, a hacer todo lo que un periodista que ame la profesión tiene que hacer. Él era nuestro jefe. En la redacción donde trabajábamos la mayoría era poeta o, como dice la gente con cierta sorna, “medio poeta”. De modo que estábamos contaminados por el lenguaje literario y no nos resultaba fácil escribir según el estilo “seco” que exige la prensa. Y de tanto señalarnos los errores en la pantalla de la computadora y observarnos con ojos de inquisidor, algo aprendimos de ese experimentado periodista. Militante moral de la izquierda, lector de las más grande poesía china, conversador infatigable y ser generoso a toda hora, don Antonio está desde hace mucho tiempo muy bien considerado por quienes como yo aprendimos a escribir periodismo en los años 90. Antes de esto, nuestro trabajo era solo una vaga
aproximación, un intento fallido hacia el corazón de ese oficio apasionante tan venido a menos ahora.
Cierta vez, uno de los redactores que aprendíamos con él a escribir periodismo, el más vehemente, aunque el más improvisado tal vez, logró arrancarle a un político famoso varias declaraciones. El texto estaba lleno de citas, una más urticante y más explosiva que la otra, al final de las cuales el redactor había colocado los verbos «dijo», «añadió», «acotó», «refirió», «aseveró». Don Antonio, contento por la «primicia» conseguida por su pupilo, puso particular énfasis en la lectura y corrección. Pero, poco a poco, sin embargo, el rostro se le fue desencajando y cuando llegó a la última línea se puso de pie y pidió que llamaran al redactor, al tiempo que decía a viva voz: «Dijo, añadió, acotó, refirió, aseveró. ¡¿Pero quién diablos dijo, añadió, acotó, refirió o aseveró?!». El redactar de marras se había olvidado de colocar el nombre del político que hacía las declaraciones. Todos los presentes nos echamos a reír, incluido Don Antonio. Por supuesto, el autor del texto no volvió a aparecer más por la Redacción.
Además de su familia, su pasión más perdurable era China, un país al que viajó a finales del la década del 50 y al que le dedicó un libro estupendo China. El asombro (Petroperú, Lima, 2008). El libro recoge los mejor de las crónicas y reportajes sobre China escritos por este periodista desde los años 50. En su libro destacan el perfil de Mao, las crónicas sobre los poetas de la dinastía Tang, los reportajes sobre la China antigua y moderna y, sobre todo, las historias sobre la metamorfosis que experimenta ese país a raíz de su desmesurado crecimiento económico.
Otra de sus grandes pasiones fue la amistad, que él cultivó de manera original y desaforada. Es verdad que para mi generación fue un maestro, pero creo que esencialmente fue un amigo. Su ironía apuntaba siempre hacia quienes sabía que lo querían y apreciaban y, sobre todo, hacia quienes tomaban su humor como una muestra de cariño. Domingo Varas Loli, Williams López, Guillermo Rebaza Jara, Héctor Acevedo, Rafael Lizarzaburu y algunos amigos más siempre lo vamos a recordar por lo que nos enseño, por lo que nos hizo reír y por su original manera de hacernos más agradable la vida. Gracias por todo, Don Antonio.
La imagen del hombre bonachón, bromista y hasta un poco rudo no se correspondía con la imagen del periodista riguroso formado en las canteras de La Prensa y el periodismo de los años 50; es decir, un periodismo aventurero, amante de la noche y tributario de la buena escritura.
Su manera de enseñar ahuyentaba a la mayoría de sus discípulos. Te señalaba los errores en la cara (nunca con malas intenciones) y te obligaba a sentarte a su lado para que observaras los cambios que hacía en los textos. Al principio, este estilo bronco de ejercer el magisterio disgustaba a los novicios, pero pronto uno aprendía a entender que esa era su manera de trasmitir los conocimientos. Por lo demás, fuera de las salas de redacción era un personaje generoso, dotado de un especial sentido del humor.
Con Don Antonio Fernández Arce algunos miembros de mi generación aprendimos a escribir notas informativas, crónicas, reportajes y perfiles. Mientras él nos respiraba en la nuca, nosotros aprendíamos ―tocados eso sí por los nervios― a usar correctamente los tiempos verbales, a eliminar adjetivos innecesarios, a cambiar la voz activa por la pasiva, a escribir cifras en letras, a colocar titulares. En fin, a hacer todo lo que un periodista que ame la profesión tiene que hacer. Él era nuestro jefe. En la redacción donde trabajábamos la mayoría era poeta o, como dice la gente con cierta sorna, “medio poeta”. De modo que estábamos contaminados por el lenguaje literario y no nos resultaba fácil escribir según el estilo “seco” que exige la prensa. Y de tanto señalarnos los errores en la pantalla de la computadora y observarnos con ojos de inquisidor, algo aprendimos de ese experimentado periodista. Militante moral de la izquierda, lector de las más grande poesía china, conversador infatigable y ser generoso a toda hora, don Antonio está desde hace mucho tiempo muy bien considerado por quienes como yo aprendimos a escribir periodismo en los años 90. Antes de esto, nuestro trabajo era solo una vaga
aproximación, un intento fallido hacia el corazón de ese oficio apasionante tan venido a menos ahora.
Cierta vez, uno de los redactores que aprendíamos con él a escribir periodismo, el más vehemente, aunque el más improvisado tal vez, logró arrancarle a un político famoso varias declaraciones. El texto estaba lleno de citas, una más urticante y más explosiva que la otra, al final de las cuales el redactor había colocado los verbos «dijo», «añadió», «acotó», «refirió», «aseveró». Don Antonio, contento por la «primicia» conseguida por su pupilo, puso particular énfasis en la lectura y corrección. Pero, poco a poco, sin embargo, el rostro se le fue desencajando y cuando llegó a la última línea se puso de pie y pidió que llamaran al redactor, al tiempo que decía a viva voz: «Dijo, añadió, acotó, refirió, aseveró. ¡¿Pero quién diablos dijo, añadió, acotó, refirió o aseveró?!». El redactar de marras se había olvidado de colocar el nombre del político que hacía las declaraciones. Todos los presentes nos echamos a reír, incluido Don Antonio. Por supuesto, el autor del texto no volvió a aparecer más por la Redacción.
Además de su familia, su pasión más perdurable era China, un país al que viajó a finales del la década del 50 y al que le dedicó un libro estupendo China. El asombro (Petroperú, Lima, 2008). El libro recoge los mejor de las crónicas y reportajes sobre China escritos por este periodista desde los años 50. En su libro destacan el perfil de Mao, las crónicas sobre los poetas de la dinastía Tang, los reportajes sobre la China antigua y moderna y, sobre todo, las historias sobre la metamorfosis que experimenta ese país a raíz de su desmesurado crecimiento económico.
Otra de sus grandes pasiones fue la amistad, que él cultivó de manera original y desaforada. Es verdad que para mi generación fue un maestro, pero creo que esencialmente fue un amigo. Su ironía apuntaba siempre hacia quienes sabía que lo querían y apreciaban y, sobre todo, hacia quienes tomaban su humor como una muestra de cariño. Domingo Varas Loli, Williams López, Guillermo Rebaza Jara, Héctor Acevedo, Rafael Lizarzaburu y algunos amigos más siempre lo vamos a recordar por lo que nos enseño, por lo que nos hizo reír y por su original manera de hacernos más agradable la vida. Gracias por todo, Don Antonio.