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Se vuelve flor lo que no vuelve

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Veinte años después, el narrador Jorge Díaz Herrera retoma su vena poética con Se vuelve flor lo que no vuelve (CEA, 2013), un homenaje a Antonio Claros. 
La mayoría de lectores conoce a Jorge Díaz Herrera como un consumado narrador de novelas e historias para niños. Le va también en este aspecto que su lectores olvidamos, a veces por completo, que detrás de este fabulador tiene que haber un poeta, un orfebre de las metáforas. 
Y en efecto ese orfebre existe. Suele suceder que algunos narradores ―por desidia, por vergüenza o por cinismo― desconocen o esconden los versos que alguna vez escribieron. La mayor parte de los escritores comienzan siendo poetas y, a veces, ese pasado resulta incómodo y por lo tanto hay que negarlo o cuando menos no mostrarlo.  Lo que no saben  es que la condición de poeta es como una marca de tinta indeleble. 
Cada vez que he leído las novelas y cuentos de Jorge me he preguntado de dónde proceden las imágenes, las palabras y lo temas que atraviesan toda su obra. Proceden, desde luego, de su propia experiencia (que no tiene que ser necesariamente autobiográfica) como lector, como escritor, como ser humano. Sin embargo, detrás de esa experiencia como lector, como escritor y como ser humano hay un ser deslumbrado por las fulguraciones de la vida, por las epifanías de la vida cotidiana y por las imágenes insólitas procedentes de la vida corriente.  
La novela, decía Cortázar, se gana por puntos y el cuento por nock-out. Yo agregaría que la poesía es un combate que se gana sin dar un solo golpe, incluso que se gana antes de haber comenzado la contienda. La poesía doblega por lo que no dice directamente, por los rodeos que da, por las imágenes que proyecta antes de encarnar en la conciencia del lector. Los poetas no son luchadores cuerpo a cuerpo, porque si lo fueran perderían todas las batallas. La poesía no se gana por una maratón de puntos ni por la contundencia de un nock-out; se gana porque las palabras prefiguran con mucha antelación lo que va a suceder. Y nadie sabe explicar a ciencia cierta por qué la poesía gana el corazón de los lectores sin haber librado ningún combate. 
Se vuelve flor lo que no vuelve es el narrador Jorge Díaz tomándole el pulso al tiempo, al mar, a la vida, a los sueños y a los imposibles. Aquí se han juntado el observador, el filósofo y el poeta para descubrirnos, con sencillez y profundidad, que aquello que parte, que deja de ser, que se marchita o desaparece es aquello que se convierte en eternidad, belleza duradera, placer extendido en el tiempo. 
La muchacha prisionera en la piel del muchacho, Prometeo derrotado por no ser dios, los marineros jubilados de la aventura,  la fugacidad de la vida, los amigos que se marcharon, los lugares que ya no visitará, el deterioro de los cuerpos, y la música que lo devuelve al pasado nos hablan de un combate que no ha comenzado y que, sin embargo, ya lo ganó la poesía antes de haberse siquiera iniciado. La poesía no se crear ni se destruye, solo se transforma. Es, en cierta forma, un oficio de magia: vuelve flor lo que no vuelve o se pierde o se  destruye o envejece. 
He leído con mucha atención los treinta poemas que componen Se vuelve flor lo que no vuelve y me gustan todos, ya sea por las imágenes que construyen, la calidad de los contenidos y el ángulo hasta cierto punto descarnado desde donde mira el mundo el poeta; no obstante, prefiero un poema breve que, creo podría resumir muy bien su arte poética. El poema se llama El pelícano: «Arrastrando mis alas de viejo/ pelícano/ picoteo en los mercadosy mi hambre es más fuerte/ que los escobazos de los mercaderes./ Peleo en los basurales/ contra los rapazuelos hambrientosy los locos./Abro y cierro mi largo picoy el aire es poca cosa para llenar/ mi buche.Mis plumas se derraman./ Un día me llevarán en un tacho de basura,/ seco y estirado,/ lejos del mar donde un día soñéconstruir mi morada».

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