Cada jueves desde hace más o menos veinticuatro años escribo un artículo para este diario con pasmosa puntualidad. He fallado algunas veces, pero en general he mantenido este ritual para desesperación de quienes quisieran verme tirar la toalla.
Escribo artículos por diversas razones: para comentar los libros que leo, para ordenar mis pensamientos, para pulir mi escritura y para entrenarme como lector. Todas estas razones están ligadas de alguna manera a una causa común: comunicarme por necesidad.
Es posible que de todos los cientos de artículos que he escrito, solo unos cuantos puedan salvarse del olvido. El periodismo es efímero y su fuerza destructora es peor que la del fuego purificador. Pero lo peor de todo no es el olvido, sino esa especie de esclavitud a la que el periodismo somete a sus seguidores.
Muchas veces he querido tirar todo y recobrar mi libertad; quiero decir, la libertad de vivir sin tener que angustiarme cada vez que llega el jueves. En realidad, mi estrés comienza los lunes de cada semana cuando empiezo a buscar y luego a madurar el tema que desarrollaré en ochocientas palabras para este suplemento.
Escribir un artículo es relativamente fácil, en el sentido de que es algo que se hace con rapidez cuando uno está, digamos, más o menos entrenado. Sin embargo, el verdadero desafío no es hacerlo rápido, sino bien; o en todo caso, bien y rápido. A veces sucede que las horas y los días pasan y no brota de mi mente ningún tema. Pero se trata de una treta de mi cerebro, pues este trabaja en silencio y, cuando menos lo espero, me regala el bendito tema para la página Consejero del lobo.
Otras veces el tema brota cuando estoy frente a la página en blanco, vacío, desalentado y, aparentemente, sin ideas. En algunas ocasiones no aparece sino hasta que he escrito las tres o cuatro primeras líneas. Entonces el leopardo salta tras la apetitosa presa y no para hasta poner el punto final. La manera en que el cerebro organiza las ideas con la ayuda de la gramática (natural o aprendida) es una operación realmente fantástica.
Escribir periodismo es una forma de agonía, una manera de alcanzar algo parecido al absoluto. Hablo, claro, del periodismo que es asumido también como una forma de alcanzar la belleza. Porque esto, creo, es lo más valioso que hay detrás de esa manía de escribir cada semana: una forma de conquistar la belleza de las palabras, de las ideas, de las cosas simples de la realidad.
Los teóricos del periodismo destacan casi siempre su lado utilitario y ético, pero metiendo en lo ético solo la responsabilidad de los periodistas con la verdad y la sociedad, dejando de lado la dimensión estética de un oficio que no trasmite únicamente información, sino también placer, gusto, bienestar y comodidad espiritual. Los lectores que buscan informarse también buscan entretenerse y disfrutar de algo que esté bien escrito. Por esta razón, el deber de un periodista es primero escribir bien, sea cual sea el género que practica o el medio en el que trabaja. Para cumplir con este cometido se necesita, por supuesto, tener clavada la espina de la pasión, pues según mi modo de ver esto lo que verdaderamente mantiene con vida la práctica de este oficio.
Decía que a veces busco temas que surgen, cuando menos lo pienso, de la profundidad del vacío. Un recurso que a mí me ha dado resultado es forzar la imaginación con ciertas acciones mecánicas o con ciertos rituales del intelecto: abrir al azar la página de un libro de poemas o una novela, mirar una película, escuchar música (Billie Holliday y Mozart de preferencia), tomar un café, salir a caminar sin rumbo definido por la casa o por la calle, tirarme en la cama a mirar el techo, hojear un libro de pinturas o fotografías. Supongo que a esto es lo que los antiguos creadores llamaban convocar a las musas o llamar a la inspiración. Se trata de un respiro, de un recreo que la mente y las emociones necesitan para soltar el tesoro escondido. Es como el resorte invisible que impulsa el proyectil lo más lejos posible.
En realidad no hay una fórmula única que me asegure que llegaré a buen puerto. La escritura es un proceso misterioso en el que las palabras aparecen una a una para establecer nexos extraños, caprichosos y hasta irracionales. Nada explica por qué un adjetivo se deja atraer por determinado sustantivo o por qué un verbo expresa la realidad mejor que otro, aún cuando se refieran a la misma realidad. Se trata de un absoluto misterio, de una situación premeditada y al mismo tiempo espontánea, donde lo más importante es lo que se deja de lado, lo que se corrige, lo que da placer efímero, y no lo que se elige. Si pudiera decirlo todo en una sola frase, diría, como Borges, que escribir un artículo es también una revelación que nunca se produce.