El amor y la muerte —dos de las temas literarios más recurrentes— han producido no solo grandes obras poéticas, sino también corrientes poderosas que se repelen y atraen al mismo tiempo.
La historia de la literatura, según Borges, está marcada por unos cuantos temas centrales: el amor, la muerte, el bien, el mal, la soledad, el tiempo y el sueño. Todos los demás no son sino variaciones de estos. Podemos inferir, entonces, que de los poquísimos motivos que el escritor argentino señala como los grandes temas de la literatura, dos de ellos—el amor y la muerte—, por su carácter contingente, serían los más recurrentes.
Se trata de temas literarios reincidentes que han producido historias hedonistas y trágicas. No es que yo pretenda con esta idea establecer una teoría del desarrollo de la creatividad poética. Trato simplemente de explicar la forma como percibo la poesía que ha tenido como impulsos vitales estos dos poderosos sentimientos .
Podríamos decir que el amor y la muerte producen y marcan obras y vidas. No obstante, se trata de extremos que más de las veces se tocan, se repelen o se atraen. Ambos temas, por cierto, no tienen nada que ver con la calidad de las obras literarias. Es verdad que hay creadores hedonistas y creadores trágicos, pero esta es una distinción puramente nominal, ya que vida obra son indisolubles, de modo que no debe extrañar que quienes han tenido una vida desventurada produzcan, aunque en menor medida, poemas hedonistas; y los que han tenido una vida venturosa escriban, de vez en cuando, poemas sombríos o escépticos.
Amor y muerte son dos caras de una misma moneda, dos fuentes literarias a las que se llega con el mismo impulso creativo. Sor Juana Inés de la Cruz y Francisco de Quevedo son, creo, ejemplos de esta combinación. Pero, en general, ellos están del lado de la historia del gozo, del amor puro, donde hay muchos autores: Dante Alighieri, William Shakespeare, Goethe, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Pablo Neruda Carlos Oquendo de Amat, César Moro, Leopoldo Cariarse, etcétera. Dentro de este grupo hay ciertamente categorías: los de la imaginación erótica (Sor Juan Inés de la Cruz), los de la magia del amor (Shakespeare, Goethe y los románticos) y los del amor sagrado (Dante Alighieri).
El soneto 165, Fantasía contenta con amor decente, de Sor Juana Inés de la Cruz es un verdadero compendio de amorosa y erótica: «Detente, sombra de mi bien esquivo, / imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. // Si al imán de tus gracias, atractivo, / sirve mi pecho de obediente acero, /¿para qué me enamoras lisonjero/ si has de burlarme luego fugitivo? // Mas blasonar no puedes, satisfecho, / de que triunfa de mí tu tiranía, / que aunque dejas burlado el lazo estrecho // que tu forma fantástica ceñía, / poco importa burlar brazos y pecho / si te labra prisión mi fantasía».
Por el lado de los trágicos, de los que hicieron de la muerte y el sufrimiento una constante creativa, los nombres abundan. Tenemos, entre otras, a cinco mujeres: Emily Dickinson, Alfonsina Storni, Silvia Plath, María Emilia Cornejo y Alejandra Pizarnik. La lista, por supuesto, es más abundante: Gérard de Narval, Li Po, Fiedrich Hölderlin, George Trakl, Serguei Esenin, Fernando Pessoa, Cesare Pavese, Juan Ojeda, Luis Hernández (en su caso, su poesía refleja la vida interior de un hombre lúdico y positivo más que la de un suicida y un depresivo) y otros más. También, como en el caso de los cultivadores del amor, hay matices. Están los que llegan a la locura (Hölderlin y Nerval), los que consagran al sufrimiento y a la murete como una búsqueda o una liberación (Césare Pavese, Fernando Pessoa), los que llevan el sufrimiento con dignidad (Li Po) y los que asumen una culpa inexplicable, un martirologio personal (Dickinson, Plath, Cornejo, Pizarnik).
Un poema narrativo de Emily Dickinson es una muestra de las afirmaciones anteriores: «Morí por la belleza, mas apenas/ me había acomodado en la tumba / cuando uno que había muerto por la verdad fue depositado/ en un tumba adyacente. / Me preguntó suavemente por qué había muerto. / “Por la belleza”, le contesté. / “Y yo por la verdad; ambas son una misma; / somos hermanos”, dijo. / Y así, como parientes que se encuentran una noche, / conversamos entre las tumbas / hasta que el musgo llegó a nuestro labios / y cubrió nuestros nombres».
En el caso de Pessoa, la muerte lo ayuda a reencontrarse con su verdadero ser: «Yo, complejo y numeroso, yo, excesivo y sucesivo, yo, que desembarqué en todas las puertas del alma (…) ¿moriré entonces así? No: el universo es grande y todo puede volver en él (…) Entremos en la muerte con alegría. Se acabó la obligación de vestirse, lavarse, tener que razonar, simular, cuidar las maneras, tener riñones, hígado, pulmones, bronquios, dientes, todo lo que provoca enfermedad y sufrimiento (a la mierda todo eso) (…) Mi cuerpo es mi ropa interior. ¿Qué me importa que sea una basura enterrada en la tumba y devorada por gusanos? Soy Yo. He muerto, ¡viva yo!».
Quisiera enfatizar que el amor y la muerte son dos caras de una misma moneda. Ambas han sido y siguen siendo dos de las mayores motivaciones de la poesía. Amor (vida) y muerte (ausencia de ella) se han dado muchas veces juntas o resuelto en el espacio de una misma obra creativa. En algunos casos, hay poetas que han expresado el amor en un estado puro y otros que han escrito sobre la muerte y el sufrimiento en su estado más extremo. Me inclino a pensar, no obstante, y como dice un poema de Francisco de Quevedo, que siempre habrá un amor constante más allá de la muerte: «Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera;// mas no, de esotra parte, en la ribera,/ dejará en la memoria, en donde ardía:/ nadar sabe mi llama el agua fría,/ y perder el respeto a la ley severa.// Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado,/ médulas que han gloriosamente ardido,// su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado».