Los seres humanos más antiguos ya sabían leer y escribir antes de haber inventado esta tecnología, puesto que estaban dotados de cerebro capaz de almacenar y descifrar incluso los signos lingüísticos todavía inexistentes.
Las pruebas más antiguas de la existencia de la escritura se remontan a 6000 años a.C. Pero cuando esto ocurrió, hacía mucho tiempo que el cuerpo humano, particularmente el cerebro, «ya era capaz de actos de escritura y de lectura que aún pertenecían al futuro», dice Alberto Manguel en su libro Una historia de la lectura.
¿Cómo es esto de que el hombre era capaz de capaz de realizar actos de escritura y de lectura del futuro? ¿Es que los seres humanos de la antigüedad ya sabían leer y escribir antes de que el primer escriba ―chino o sumerio― hubiera pergeñado y pronunciado las primeras letras de un alfabeto? En cierto sentido, sí.
Lo que ocurre es que la capacidad de almacenar, recordar y descifrar sensaciones y signos ―como los arbitrarios del lenguaje, todavía sin inventarse― ya formaban parte constitutiva del cerebro humano. En realidad, si es cierto lo que sostienen Manguel y los neurolingüistas, las palabras pertenecen a un mundo de significados compartidos, a un “diccionario común” que se halla al comienzo de nuestra relación con las artes de leer y escribir.
En realidad, la lectura es una función común a todos los seres humanos. Seguir con los ojos las letras de un texto es solo una de las formas de leer. Por ejemplo, los astrónomos leen mapas estelares, los ingenieros los planos del edificio que van a construir, el público los gestos del mimo que está en el escenario del teatro y los músicos las partituras de la sinfonía que van a interpretar. Sin embargo, la lectura de signos lingüísticos es, probablemente, el acto más acabado del pensamiento.
Al comienzo de las sociedades humanas, la costumbre era leer libros en voz alta (ahora, si es un acto privado, esto es considerado un síntoma de atraso). Lo curioso es que la escritura hecha sobre papiros, y más tarde sobre pergaminos y códices, no separaba palabras ni distinguía el uso de mayúsculas y minúsculas, ni menos tomaba en cuenta las reglas de puntuación. Es decir, los lectores tenían que aguzar su oído y su comprensión para distinguir las palabras en medio de una sucesión interminable de letras escritas. Para un lector de hoy esto sería imposible; para los del pasado, era cuestión de rutina. Una de las funciones del cerebro es justamente su elasticidad, es decir, su capacidad para adaptarse a diversas circunstancias.
La lectura silenciosa se popularizó recién a partir del siglo X d.C., lo cual no significa que no existieran casos de este tipo de lecturas. San Agustín refiere en sus famosas Confesiones que en el año 383 visitó al célebre obispo San Ambrosio y se sorprendió de que este nunca leyera en voz alta, que era lo ordinario. ¿Cuál sería el ambiente que reinaba en las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo? Seguramente muy ruidoso.
Como leer es un acto de placer ―salvo deshonrosas excepciones―, muy pocas veces nos ponemos a pensar en qué consiste. Para comenzar, no se trata de un proceso continuo y sistemático. En realidad, cuando leemos nuestros ojos no avanzan en forma lineal y sin interrupciones, sino que saltan como pulgas a través de los signos escritos tres o cuatro veces por segundo. Lo que se llama propiamente lectura solo ocurre en realidad entre las pausas de ese movimiento, el cual resulta una interferencia. ¿Sería distinto si el desplazamiento fuera lineal? Vaya uno a saber los misterios del cerebro humano.
Aprender a leer le ha costado a la humanidad mucho esfuerzo y mucho tiempo para que algunos antropófagos desdeñen este proceso mental como lo desdeña ahora. La historia de la lectura es una historia de tesoros, de acumulaciones, de viajes interminables, de revelaciones y de placer constante que tienen una edad de más o menos 6 mil años. El amor por la lectura es en buena cuenta una historia de amor que nunca terminará de escribirse y leerse en voz alta o en silencio.