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¡Devuélvanme a Montaigne!

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En esta era del e-book y la biblioteca digital, amar un libro de Montaigne puede ser un anacronismo y perderlo, una catástrofe.
 En julio del año pasado, entre los miles de libros exhibidos en las decenas destands de la Feria Internacional del Libro de Lima ubiqué la presa codiciada durante años: Ensayos completosde Michel de Montaigne editado por Cátedra, Biblioteca Avrea.
Apenas divisé el tomo de 1120 páginas, corrí como un poseso  a hojearlo. El libro era bello: papel biblia, tipografía mediana, pasta dura con el título grabado en plateado, sobrecubierta a color, un estudio preliminar, los ensayos completos, además del diario de viaje a Italia que realizó Montaigne en 1580. ¡Ese libro tenía que ser mío!
Repuesto de la sorpresa, pregunté el precio. «Vale 180 nuevos soles», me dijo la vendedora. Diablos. Disponía del dinero, aunque eso significaba dejar de comprar otros libros que codiciaba con la misma fuerza. Mientras decidía qué hacer, seguí hojeando los ensayos de Montaige. Temía, por otra parte, que si lo dejaba en el estante otra persona que dispusiera de los soles requeridos me lo iba a arrebatar sin ninguna contemplación.
Abrí y cerré el libro de marras durante varios minutos, los suficientes para percatarme de que su cubierta había sido pegada al revés. En ese descubrimiento estaba cuando  sentí que alguien me tocaba el hombro y me llamaba por mi nombre. Era una vieja conocida de Trujillo vestida como una de las vendedoras del stand. Tras los saludos de rigor, la hice partícipe del defecto del tomo. Ella lo revisó minuciosamente y comprobó que así era.
Decidido a no perderme la joya literaria que tenía entre manos, apelé al regateo. Le dije a mi amiga que un libro mal empastado no podía venderse al mismo precio que los otros ejemplares, que yo estaba dispuesto a llevármelo siempre y cuando me hiciera una rebaja significativa. A estas alturas, ella ya se había vuelto cómplice de mi codicia y decidió convencer a la responsable del stand. No le costó mucho, pues al cabo de algunos minutos yo ya era dueño del libro por el precio de 100 nuevos soles. ¡Me habían rebajado 80! Esa rebaja incluía el descuento al que mi amiga tenía derecho como vendedora.
Traje la joya a Trujillo y decidí postergar su lectura hasta que dispusiera de mayores comodidades para hacerlo, unas vacaciones cortas por ejemplo. Pero como estas nunca llegaban, el tomo permaneció largos meses en mi mesa de noche viendo cómo yo engullía ensayos y novelas de menor extensión. Un día de junio decidí, sin embargo, que si no acometía su lectura en ese momento nunca más lo iba a  hacer. Así que lo tomé de su lugar de reposo, lo metí en  mi maletín de cuero y me fui a clases, dispuesto a meterle diente en mis horas libres.
Antes de ingresar al aula de Literatura saqué el libro de su escondite y me entretuve leyendo el comienzo de su estudio preliminar en el taxi que me conducía. Pero ya eran los ocho de la mañana y me vi obligado a dejar su lectura para ir al salón. Ingresé a este con el maletín en una de las manos y en la otra el grueso volumen de sabiduría. Luego dejé ambos en el escritorio y me entretuve hablando de James Joyce, su novela Ulises y el Bloomsday.
Finalizada la clase, tomé el maletín y me marché a mi oficina con un grupo de alumnos. Aparentemente nadie quedaba en el salón. Treinta minutos después, me di cuenta que había dejado el tomo en el escritorio. Corrí como un loco hasta el salón y no encontré a nadie. La puerta estaba cerrada y la profesora que me había relevado se hallaba en otro lugar. Fui en su busca y le pregunté por la joya literaria. Su respuesta fue corta y contundente: ella no sabía nada de un libro de un tal señor Montaigne. ¿Qué había pasado en esos diez minutos que mediaban entre mi partida y la llegada de la profesora? ¿Qué uñas ilustradas habían osado clavar sus filamentos en los ensayos del maestro francés? ¡Malditos! Alguien tenía mi libro y era necesario encontrarlo para que me lo devolviera. ¡Tanta vaina por un libro, cómprate un kindle!, me recomendó un imbécil.
Al principio creí que se trataba de una broma de mal gusto o que alguien lo había tomado sin mi consentimiento y que presa de los remordimientos me lo iba a devolver. De distraído pasé a ingenuo y de ingenuo a víctima. Todo indica que alguien —probablemente uno de los que me había estado escuchando hablar de James Joyce— me lo había birlado. Puse un aviso en Facebook, indagué entre el personal de limpieza y mis alumnos, realicé investigaciones a lo Holmes, pero nada de nada. El Montaigne empastado al revés se había esfumado con la misma rapidez con que lo había adquirido en ese stand de la Feria del Libro de Lima un día friolento de julio del 2011.

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