La amistad es perdurable porque es recíproca y está condenada al paso inexorable del tiempo. Por esta razón, los verdaderos amigos hacen todo lo posible para celebrarla.
El tiempo, el implacable, el que pasó, así dice la letra de un tema de Pablo Milanés. A este concepto temible con el que medimos la extensión de nuestras vidas y la profundidad de nuestros afectos es al que he invocado hace poco con motivo de un encuentro amical.
En 1983 ingresé a la Universidad Nacional de Trujillo a estudiar Derecho y Ciencias Políticas. Sendero arrinconaba al país a punta de bombazos, la inflación galopaba a campo traviesa y los estudiantes universitarios alimentábamos una profunda desesperanza por el destino del Perú, sin embargo procurábamos ser felices a pesar de la tentación del pesimismo que envolvía a la mayoría.
Veinticinco años después de concluir los estudios de Derecho, los integrantes de la promoción a la que pertenezco han decidido celebrar con muy buena voluntad este acontecimiento. Es hasta cierto punto natural que un ser humano quiera sobrevivir a su muerte y perdurar en el recuerdo de los demás mediante fotografías y actos celebratorios. Se trata de una especie de anhelo muy difundido con el que se pretende paliar el absurdo de la vida y volverse, aunque sea metafóricamente, inmortal.
No he podido asistir a la misa, a la clase del recuerdo ni al almuerzo de confraternidad que organizaron los integrantes de la promoción “Florencio Mixán Mass”, sin embargo sí lo hice al encuentro previo que concertamos los cuatro piuranos que fuimos uña y mugre durante esos años grises y al mismo tiempo maravillosos, tiempo en el que en las radios del Perú todavía sonaba con enorme éxito la canción Avenida Larco de la banda Frágil .
Conocí, si mal no recuerdo, a Álex, Roberto y Andrés en los pasillos del Seminario de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo. Los cuatro cachimbos habíamos llegado a destiempo a los exámenes médicos y a la matrícula debido al Fenómeno del Niño que en 1983 asoló al norte del país. Hicimos por separado un viaje de casi 24 horas en avión, en camioneta, en balsas y a pie para llegar a Trujillo e iniciar nuestros estudios universitarios. A veces pienso que si este desastre natural y esos viajes accidentados no hubieran ocurrido quizás nuestra amistad no hubiera surgido tan temprano y tenido la solidez que hasta ahora tiene.
El encuentro pactado funcionó como el espejo de nuestras propias biografías: nos descubrimos ―unos más, otros menos― canosos, panzones, cortos de vista y con triglicéridos. Confieso que en este caso me siento como el personaje de la novela Los años de peregrinación del chico sin color de Haruki Murakami. Mis amigos ―cincuentones como yo― son ahora respetables abogados y jueces, y yo un escritor y periodista que defiende lo indefendible; ellos tienen hijos de dieciocho y más, y yo apenas una niña de cuatro. Pero, por encima de todo, mantenemos la misma vocación por la broma, la palabra ingeniosa y el ímpetu por vivir como si el tiempo no hubiera pasado.
Selfie de por medio recordamos ―cual viejos precoces―“las “rayadas” (amanecidas de puro estudio), las visitas a la biblioteca de la calle San Martín, las exposiciones grupales, la pugna por obtener notas aprobatorias, las fogatas en la cancha de fulbito, los paseos campestres, los desayunos en la cafetería de Educación, las libaciones en bares de mala muerte y, sobre todo, la manera de vivir nuestra condición de universitarios. A todos nos gustaba, a nuestros dieciocho años o más, ser independientes, dormir en un cuarto de alquiler, comer a salto de mata, resolver nuestras penas de amor a duras penas y reconocer nuestras propias limitaciones.
A diferencia de Tsukuru Tazaki y sus amigos, los personajes de Los años de peregrinación del chico sin color, mis amigosy yo no nos reunimos para saldar deudas del pasado ni para escribir un cuaderno de quejas y contentamientos sobre nuestros destinos, sino para disfrutar (vinos de más, vinos de menos) de la vida que tenemos. Queridos Álex, Roberto y Andrés, nos hemos vuelto a ver tal vez porque sentimos que la amistad es más perdurable que el amor gracias a que es recíproca y porque nunca más volveremos a ser los que fuimos en otro tiempo.