Una de las características del mundo moderno es que los seres humanos tienen miedo a encontrarse consigo mismos y por esta razón viven de prisa, eluden oportunidades y se miran de soslayo en el espejo de la verdad.
Conforme ha pasado el tiempo, el hombre ha ido perdiendo su capacidad para encontrarse a sí mismo; es decir, su capacidad para tomar conciencia de quién es y cuáles son sus límites.
En la Antigüedad florecieron los movimientos religiosos y los sistemas filosóficos que enseñaban cómo alcanzar a ser uno mismo o, como en el caso del budismo, cómo eliminar el sufrimiento y el apego al mundo terrenal a través de verdades que conducían a la iluminación.
Los seres humanos disponían de tiempo y condiciones materiales para avocarse a la búsqueda de su propio yo. En pocas palabras: pasaban más tiempo consigo mismos y, por consiguiente, tenían mayores oportunidades y condiciones para encontrarse. Cuando empezó a producirse un aceleramiento de la vida, los tiempos quedaron cortos, lo material adquirió un rol protagónico y nació el miedo profundo a encontrarnos cara a cara con nosotros mismos.
El mito griego de Narciso resume muy bien este complejo devenir. Narra la historia de un joven del mismo nombre que al ver su imagen reflejada en el agua siente una gran atracción por ella. Narciso estaba subyugado y al mismo tiempo preso de su hermosura: no podía tocarla ni abrazarla y tampoco apartar su mirada de ella. Gracias a esto, era incapaz de amar o iniciar una relación afectiva y, lo más terrible, atender las necesidades básicas que le permitieran vivir o ser él mismo. Poco a poco, su cuerpo y alma se fueron consumiendo hasta quedar convertido en una simple flor: el narciso.
Los seres humanos de estos tiempos han seguido de alguna forma el itinerario de Narciso. Por un lado, sobrestiman sus habilidades, rinden culto a sus cuerpos, se admiran y se afirman a sí mismos con cierto desprecio hacia el sentimiento de los demás (Narciso provocaba grandes pasiones a hombres y mujeres, pero era incapaz de amar). La cultura del consumo alienta, por ejemplo, esta visión superficial de la vida. Y por otro lado, esos mismo seres humanos constantemente se miran en el espejo de la vanidad para averiguar quiénes son, y cuando descubren su auténtica imagen no pueden soportarla y la ocultan. Para compensar esta atroz verdad, sobrevaloran lo que son.
La vocación del hombre contemporánea de huir de sí mismo ha revitalizado algunos miedos atávicos: el miedo a la oscuridad, al silencio y a la soledad. De ahí esa esa loca carrera en que vivimos enfrascados: el gusto por las luces artificiales, la visibilidad y el exhibicionismo; la preferencia por la bulla, el ruido, la música estridente y las conversaciones a grito partido; y la obsesión por vivir mal acompañado, ponerle like a todos los mensajes en Facebook y ser el amigo o amiga de todos.