Pese a los años transcurridos, el cine sigue manipulando con el mismo poder seductor la candidez de los espectadores, especialmente la de los niños.
Hace unos días fui al cine con mi hija de cuatro años para ver la versión nueva de Pinocho, el clásico cuento infantil escrito por Carlo Lorenzo Filippo Giovanni Lorenzin del que tenía vagos recuerdos.
Ingresamos puntuales a la sala y la encontramos prácticamente desierta. Hasta la hora en que empezó la función los espectadores eran seis: tres padres y tres niños. Quizás la hora no era propicia: las dos de la tarde. Lo cierto es que allí estábamos todos para disfrutar de las aventuras de Pinocho.
Desde hace unos tres años más o menos, soy un asiduo espectador de películas infantiles gracias a mi hija. He visto con ella docenas de películas para niños de todo tipo, más en casa que en un cine propiamente dicho. Nunca, lo confieso, había disfrutado tanto como la semana pasada en que fuimos a ver la historia del niño al que le crece la nariz cada vez que miente.
La cinematografía fue en su origen un invento al que muchos ―entre los que se encontraban los hermanos Lumière― no parecían encontrarle más utilidad que la documental, hasta que George Méliès inventó el espectáculo cinematográfico; es decir, la capacidad de crear universos artificiales y convincentes para el deleite de los espectadores.
El 28 de diciembre de 1895 los hermanos Lumière proyectaron públicamente en el salón Indien del Gran Café bar de Los Capuchinos, en París, filmaciones de la salida de obreros de una fábrica francesa en Lyon, la demolición de un muro, la llegada de un tren y un barco saliendo del puerto.
Fue uno de los filmes el que más huella síquica dejó en los espectadores: la llegada de un tren. De pronto, del fondo de las imágenes surgió la imagen de una locomotora que avanzaba lentamente hacia los espectadores. Se cuenta que algunos, muy alarmados, saltaron de sus asientos y huyeron; otros se arrojaron debajo de las sillas y los más corrieron despavoridos. Esos franceses de fines del siglo XIX no sabían que eran los primeras víctimas de un arte escapista que luego congregaría multitudes.
En aquella época, los seres humanos jamás habían visto imágenes en movimiento, de modo que las impresiones que causaron los documentales de los hermanos Lumière ―según los comentarios de la época― fueron de excitación, temor e incertidumbre frente a lo nunca visto. Pronto, Méliès y sus seguidores se dieron cuenta que para esto siguiera fascinando de la misma manera el cine debía convertirse en un espectáculo de colectividades.
Con el tiempo, los espectadores dejaron de atemorizarse y de huir despavoridos, sin embargo el cine sigue causando las mismas fuertes impresiones de su origen. La primera reacción de mi hija cuando el muñeco de madera empezó a caminar y a hablar fue una mezcla de temor y rechazo, luego siguió la aceptación. ¡Un muñeco de madera cobraba inesperadamente vida!
Hay que meterse en el pellejo de un niño para vivir las impresionantes bondades psicológicas del cine. Le digo porque en el momento en que apareció la boca gigantesca de la ballena y se tragó de un solo movimiento a Yepeto, el perro y Pinocho (en tempos distintos), mi hija gritó como un francés del salón Indien y a continuación me explicó: «Ah, sí, sí, papá, yo he leído en los libros chiquititos que me regalaste que Pinocho vive en la panza de una ballena!». Esta vez el cine se había aliado con la literatura para hacernos más felices.