El pilar de la democracia es la comunicación y si esta falla porque un texto está mal escrito, entonces falla la relación entre Estado y ciudadanos con el consiguiente desprestigio del primero.
Uno de los problemas más comunes que enfrentan los usuarios de la lengua es su tendencia a la solemnidad y a extender las oraciones más allá de los límites que la memoria a corto plazo permite.
La palabra solemnidad tiene varias acepciones; una de ellas se refiere al acto de celebrar públicamente un hecho mediante pompa y ceremonias extraordinarias; es decir, de manera formal, grave y afectada.
El uso de la solemnidad en los escritos se remonta al lenguaje notarial del siglo XVI (el que trajeron los encargados de asegurar las propiedades de las tierras conquistadas para la corona española) y se mantiene casi intacto en los documentos que producen a diario los empleados de la administración pública, especialmente los de tipo legal, esos que tienen que ver con el ejercicio de los derechos y obligaciones de los ciudadanos. Por este motivo, en esferas como la judicial sobreviven anacronismos como “a fojas”, “en mi persona”, “lo estipulado”.
Los documentos a los que me refiero no solo pecan innecesariamente de solemnes, sino también de largos y tortuosos. Lo que se puede decir en tres cuatro palabras se dice en veinte y con una estructura sintáctica que complica su comprensión. Lo peliagudo de esto es que se trata de una costumbre, de un hábito, de una cultura enraizada con la que, a veces, es muy difícil lidiar.
Los especialistas coinciden en que las oraciones largas son muy difíciles de interpretar, sobre todo si están llenas de incisos, redundancias y fórmulas de cortesía insípidas. Y esto ocurre porque nuestro cerebro va guardando lo que vamos leyendo en una especie de “cajas sintácticas” que se abren y cierran conforme el significado se completa. Como el cerebro no puede mantener muchas cajas abiertas a la vez, una frase larga le crea enormes problemas de almacenamiento y comprensión.
He comprobado esto de la solemnidad y las oraciones extensas en algunos talleres de redacción que he dictado para los empleados de algunos organismos gubernamentales. Ellos producen documentos solemnes y extensos, en primer lugar, porque creen que escribiendo en difícil pueden mantener su estatus de profesionales y su prestigio social como empleados públicos. En segundo lugar, ignoran ―o menosprecian o no valoran lo suficiente― la importancia del lenguaje para la democracia. ¿Lenguaje y democracia? ¿Qué tiene que ver el lenguaje con la democracia?
“La democracia se fundamenta en la facilidad de comunicación entre la ciudadanía. Los párrafos confusos, las frases complicadas y las palabra raras dificultan la comprensión de los textos e inhiben a las personas del ejercicio de sus deberes y derechos”, dice Daniel Cassany. Totalmente de acuerdo.
Si los empleados públicos usaran un lenguaje simplificado y fueran directo al grano, los organismos públicos peruanos no tendrían tantos ciudadanos iracundos reclamando en sus ventanillas de atención al cliente qué diablos significa la resolución o informe que acaban de recibir como respuesta a un reclamo o consulta. Cuando la comunicación que se dirige a los ciudadanos se vuelve hermética, estos sienten, con toda razón, que sus derechos han sido vulnerados. Por lo tanto, es lógico pensar que un documento público ―en realidad un documento privado también― que esté mal escrito es un ataque directo contra el propósito principal de la democracia: el diálogo fluido entre Estado y ciudadanos. Por esta razón, me satisface que en algunos sectores del Estado se haya instaurado ahora la política de obligar a sus empleados a escribir mejor; es decir, de manera clara, precisa, concisa y breve. Sin duda, la democracia ―ese concepto que de tan usado ha ido perdiendo su esencia― habrá de mejorar su salud.