El último libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, pone el dedo en la llaga y suscita polémica en torno al arte, la cultura y la civilización.
Si Mario Vargas Llosa se hubiera dedicado solo a escribir artículos y ensayos, estoy seguro que hubiera tenido la misma aceptación que tiene ahora como novelista. Muchos de sus trabajos —al margen de su postura ideológica— son sin duda verdaderos modelos de exposición y argumentación.
La idea central de su libro La civilización del espectáculo es que la cultura está marcada por el puro entretenimiento y la frivolidad. Los principales síntomas de esta situación serían la banalización de las artes y la literatura, el imperio de la prensa amarilla y la puerilidad de la política.
Según Vargas Llosa, hemos pasado de un proceso de cultura a uno de post-cultura donde, en principio, los intelectuales, los artistas y los escritores han perdido la importancia que tenían antaño. Ahora, dice, es normal y obligatorio que los medios den tribuna a cocineros, diseñadores y deportistas como si ellos fuesen los portadores de una nueva verdad.
«La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos y el porcorn», escribe. Su convencimiento es que esta mimetización de lo profundo a lo ligth es un fenómeno universal, una nueva cultura en la que participan ricos y pobres, desarrollados y subdesarrollados, y en la que los intelectuales lo único que hacen es sentarse a mirar cómo pasa ante sus ojos el cadáver de la cultura.
Si antes cultura significaba —explica— «la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución, el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber», ahora representa un cóctel de información en el que es imposible distinguir lo bueno de lo malo.
Las causas de que haya surgido esta nueva realidad son diversas: la multiplicación de las industrias de la diversión debido al crecimiento del ocio y la fuerza de la publicidad, la democratización de la cultura (esta ya no es más patrimonio de una élite), la desaparición de la crítica en los medios de comunicación (y con esto la posibilidad de que los ciudadanos sean guiados en su acercamiento a la alta cultura), la masificación de las actividades escapistas como el deporte y las drogas, la proliferación de iglesias y sectas y el empequeñecimiento y volatilidad del intelectual. En la actualidad, ya no solo se piensa sino que se da la espalda al pensamiento. Lo ligtht—que como nos recuerda Vargas Llosa «quiere decir responsable y a menudo idiota»— es la religión de nuestro tiempo.
Los efectos más graves de este cambio cultural son los siguientes: la imposibilidad de distinguir una obra de arte de un mamarracho mediático, el libertinaje en el plano de las ideas, la desaparición del erotismo (el arte del sexo según el novelista), el deterioro y frivolización de la política, la confusión total entre precio y valor y la desaparición de los límites entre lo público y lo privado. Pero tal vez lo más lamentable sea la desaparición de un tipo de saberes que daban respuestas sobre el absurdo existencial de la vida, los cuales han sido sustituidos ahora por una maraña de propuestas triviales y volubles.
Uno de los aspectos más discutibles de las ideas desarrolladas por Vargas Llosa quizás sea su opinión respecto al cine de Woody Allen y la pintura de Andy Warhol, autores de culto para muchos: «Pero, nuestra época, conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, que privilegia el ingenio sobre inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce creadores como Ingmar Berman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Wells, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura, o un Darío Fo a un Chéjov o un Ibsen en teatro».
Sus ideas pueden ser impugnables —como es el caso del concepto de cultura que maneja—, sin embargo no se les puede calificar de pesimistas o contrarias al progreso tecnológico. Son más bien, como él mismo lo confiesa, melancólicas, en tanto lamentan la pérdida de una civilización donde la lectura valía no solo por la información sino por el placer que procuraba a los lectores.
En las hermosas Reflexiones finales, MarioVargas Llosa reivindica el rol de los libros tradicionales y la responsabilidad ética de los escritores como proveedores de pensamiento crítico. Los reivindica, pero en el fondo sabe que estos ya no tienen cabida en la vida social o han sido engullidos por la voracidad de la civilización del espectáculo.