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Césares del exilio

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César Vallejo y César Moro representan dos formas contrapuestas de asumir la literatura y de integrarse a una cultura, en este caso la francesa.
César Vallejo era 11 años mayor que Moro (el primero nació en 1892 y el segundo en 1903), sin embargo los dos crecieron bajo el mismo influjo cultural. Ambos publicaron en la revista Amauta, ambos leyeron a Eguren, a los simbolistas, a los postmodernistas y a los vanguardistas.
Hoy sabemos que a principio del siglo XX, César Vallejo y sus amigos escritores de Trujillo leían a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Mallarmé; además de Rubén Darío y otros modernistas y posmodernistas. Orrego y Haya habían sido educados por curas franceses en el colegio Seminario y es de suponer que conocían el idioma y la literatura francesas. ¿Leyó Moro lo mismo? Yo supongo que sí, aunque desde otro punto de vista. Moro estaba más seducido por el espíritu de la vanguardia. Recordemos que el nombre artístico que asumió desde 1923 lo extrajo de una de las obras del vanguardista español Ramón Gómez de la Serna.
En el itinerario creador de estos grandes poeta peruanos hay, sin embargo, muchas  diferencias. Moro pertenece de una vertiente de la poesía peruana que viene de José María Eguren (el creador de la poesía moderna en el Perú) y es hasta cierto punto purista y concentrada en sí misma. Vallejo, en cambio, inaugura una vertiente que se abre hacia lo colectivo y el drama humano. Durante ocho años, entre 1925 y 1933, ellos vivieron en París, sin embargo nunca coincidieron. ¿Tuvieron noticias uno del otro? Yo sospecho que no quisieron coincidir debido a tenían intereses ideológicos y artísticos disímiles.
Gracias a la publicación de las cartas que su cruzaron Emilio Adolfo Westphalen y José María Arguedas, íntimo amigo de Moro y compañero de aventuras contestatarias, hoy se sabe que los «surrealistas» peruanos no estimaban la poesía de César Vallejo. «En Trilce se siente una falla, un fracaso (…) Hasta ahora nadie nos ha explicado obedeciendo a qué propósitos, influido por cuáles motivos subjetivos y objetivos, por cuáles ejemplos, Vallejo escribió Trilce. ¿No es sintomática la ninguna influencia que ha tenido en las manifestaciones posteriores de la poesía castellana?», le dice Westphalen a Arguedas.
En Europa, alrededor de 1925, Moro entra en contacto con los surrealistas y cuatro años después publica en la revista El surrealismo al servicio de la revolución (1933). Continuará con esta filiación artística en su estadía en México. En realidad, nunca abdicará del surrealismo. Moro fue, artística y programáticamente, un surrealista. César Vallejo, si seguimos la línea de su pensamiento en su crónica Autopsia del surrealismo, estaba más bien convencido de que el surrealismo era una impostura de la vida, una escuela pasajera y una farsa de tintes anarquistas.
El exilio de Moro fue radical, a tal punto que escribió el 90% de su obra en francés. Esta extrañeza se explica, por una parte, en su deseo de guardar en la máxima reserva posible su vida íntima; y por otra, en usar el francés como un medio idóneo para su propuesta estética. César Vallejo vivió también un exilio radical. Es más, nunca volvió al Perú. Pero él no renunció al español por razones personales o culturales, sino que lo sometió a un destripamiento, a una reinvención para que lograra expresar lo que el quería. Moro le dio en cierta forma la espalda al español como vehículo de expresión poética; Vallejo más bien lo destruyó para volver a armarlo en mejores condiciones.
En la época en que escribieron Vallejo y Moro, el francés era el lenguaje de los diplomáticos y la lingua franca de los artistas Llegar a París era, asimismo, la meta soñada por un poeta. En ambos casos existía, como sostiene Marco Martos, el convencimiento de que un solo eje lingüístico era insuficiente para conocer la cultura mundial. No sé hasta qué punto Moro dominaba el francés, pero lo cierto es que escribió todas obras en ese idioma, salvo La tortuga ecuestre. Vallejo, por su parte admiraba hasta donde sé la lengua de Verlaine y Rimbaud.
Quizás César Moro se aproximó más a la cultura francesa que César Vallejo, no obstante ninguno de los dos logró integrarse totalmente a ella. Ambos crearon sus obras desde la periferia. Moro no fue nunca parte del cogollo del surrealismo ni Vallejo estuvo entre los intelectuales marxistas con más poder y prestigio, lo cual no mella en nada su extraordinaria poesía.
En Francia, César Vallejo conoció, analizó y le tomó el pulso a la cultura mundial. Sus crónicas escritas entre 1923 y 1937 se publicaron en muchos medios importantes en el Perú. Y, sobre todo, allí Vallejo conoció mejor al Perú, con el que mantuvo siempre una relación amor-odio. Estoy convencido que sin Francia y su cultura su poesía sería otra. En el caso de César Moro, Francia le dio el surrealismo, que él abrazo con la fe del fanático y la firmeza de un rebelde. Digamos que Moro amó el primer surrealismo, el de la contestación pura, el del anarquismo ingenuo. También en su caso es imposible imaginar su poesía en un marco que no sea el del surrealismo.

Ciencia: imaginación y azar

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Sin el poder de la imaginación y la casualidad probablemente la ciencia habría avanzado muy poco. No todo entonces es obra de la experimentación y la rigidez, los dioses de los positivistas.
Es unánime en la comunidad científica el reconocimiento de que la ciencia avanza sobre dos piernas: una de naturaleza teórica y otra de naturaleza experimental. Ambas han contribuido de manera extraordinaria a su desarrollo, aunque se puede decir que la primera es el resorte que más la ha impulsado hacia adelante.
Son muchos los hombres de ciencia, entre ellos Galileo Galilei, que han descubierto leyes universales o inventado cosas siguiendo los dictados de la imaginación antes que los procedimientos de la experimentación pura y dura. Por esta vía, la de los procedimientos que no pueden ponerse en práctica, es que el científico italiano llegó al enunciado de leyes sobre la caída libre.
Usando más el pensamiento que la comprobación, Newton llegó al descubrimiento de la ley de la gravitación universal. Es probable que la anécdota de la caída de la manzana que presenció mientras descansaba en su jardín sea una metáfora para destacar la influencia de la imaginación en el camino para hallar la verdad. Los más conservadores le llaman a esto deducción.
Es también célebre la explicación del origen de los corales que dio Charles Darwin mientras realizaba su mítico viaje alrededor del mundo en el Beagle. Sin usar ninguna clase de instrumentos ni menos someter a pruebas de laboratorio muestras de los corales, llegó a la conclusión de que estos habían crecido sobre la base de volcanes que se habían dio hundiendo poco a poco en el mar. Sus argumentos eran el producto de una especie de proyección mental, intuición o «epifanía científica».
Es cierto que la vía de la inducción (o vía de lo experimental) es un camino más seguro, aunque no el único. Albert Einstein, quien pensaba que Galileo era el más grande maestro de todos los tiempos del «experimento imaginario», fue muy radical al momento de reconocer la importancia de esta manera científica de obrar: «Los métodos experimentales de los que disponía Galileo eran tan imperfectos que solo la especulación más audaz podía llenar los vacíos de los datos empíricos».
¿Especulación? ¿Puede la ciencia perderse en sutilezas o hipótesis sin base real? La historia dice que sí, en tanto la ciencia, como el arte en general, es un largo camino de vacilaciones y hallazgos inesperados. Sin embargo, pienso, estos ocurren solo si alguien es capaz de observar con atención, obsesionarse con una idea o meditar y teorizar con profundidad. No es que un científico llegue a resultados óptimos por obra de un milagro o una revelación divina. Digamos que la meta científica es el resultado de una serie de esfuerzos fallidos en el que interviene mucho la imaginación.
Así como los músicos encuentran a veces la melodía que tanto buscan mientras descansan en la banca de un parque, o los pintores dan con el color que hace falta en la tela en el momento en que beben una copa de vino, o los poetas hallan las palabras y los versos adecuados para el poema que persiguen en tanto caminan sin direción alguna, así también las mentes científicas han coronado la cima de su imaginación en circunstancias totalmente banales. Quizás más adelante un científico obtenga una explicación más convincente sobre los agujeros negros mientras da de comer a su gato en la azotea de su casa o acierta con una manera de detener el calentamiento global justo cuando pasea en bicicleta por una calle desierta.
Pero no es únicamente la «experimentación imaginaria» la que pone su cuota en el desarrollo de la ciencia. También está el azar. Wilhelm Conrad Rönteng detectó, por ejemplo, la existencia de los rayos X mientras experimentaba a oscuras con electricidad en un tubo donde se había hecho un semivacío. Observó de pronto que una pantalla revestida de bario, platino y cianuro brillaba al otro lado cada vez que encendía la electricidad del tubo. ¿Cómo podía ser esto si el tubo estaba encerrado en cartón negro y la luz no podía escapar de él? Absorto por el fenómeno, colocó su mano entre el tubo y la pantalla y vio cómo esta se volvía transparente y dejaba ver sus huesos. ¡Había descubierto, sin quererlo, los rayos X! A Henri Becquerel le pasó lo mismo: se topó con la radioactividad luego que unas placas fotográficas envueltas en papel negro y guardadas en un cajón fueran impresionadas, en oscuridad total, por un pedazo de uranio que olvidó encima de ellas. El azar favorece a la mente preparada, decía Louis Pasteur.
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Ilustración Ángel Pantoja

Las brechas culturales

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La mala educación es un escollo para el arte, pero nunca un fundamento para el fracaso. La historia está llena de autodidactas y tipos que han hecho de la perseverancia un don.
De haber nacido en un hogar más acomodado probablemente hubiera podido asistir a una buena escuela, estudiado desde pequeño inglés o francés, escuchado música clásica o practicado un deporte menos vulgar que el fútbol. Lo que quiero decir es que la economía de un hogar influye en la formación de un niño y moldea en cierta forma la personalidad que este tendrá después.
Quien nace en un hogar pobre o relativamente pobre  ―como es mi caso― tiene que hacer un doble esfuerzo, correr dos veces la misma distancia o arriesgar el pellejo en doble vía para abrirse un camino en la vida. Y, sobre todo, en la vida literaria, tan competitiva en unos casos y tan despreciable en otros.
Estudiar en una escuela pública es llegar a formarse a la mitad ―y esto es―, leer desordenadamente, masticar una lengua distinta (el inglés, por ejemplo), cultivarse a cuentagotas en el arte, pulir con pasmosa lentitud la sensibilidad, relegarse en el gusto musical y conocer muy poco de viajes y culturas. Queda, claro, el consuelo de que los viajes mentales, como los de José María Eguren, también son enriquecedores.
En un sentido metafórico, una carrera artística de 100 metros planos es una competencia de doble salida. Primero van los que corren en mejores condiciones (los que tienen una sólida cultura). Ellos llevan una ventaja de veinte o treinta  metros por lo menos. Luego parten los tembleques, los entrenados a duras penas, aunque rebosantes de pundonor y de buenos deseos. No se necesita ser un adivino para saber que los segundos  siempre llegarán últimos. Pero por allí a veces sucede lo inesperado, salta la excepción que supera a la regla o aparece el outsider que cambia la historia del arte: César Vallejo, etcétera.
¿Cuántos libros he tenido que leer alguien para llenar los grandes vacíos que tiene en su educación? ¿Cuántas películas he tenido que mirar, cuántos discos de música  oír y cuántas conversaciones seguir para estar a la altura de los desafíos que implica una vida artística? Por esta razón abundan los autodidactas; es decir, los que buscan por sí mismos suplir las carencias de su educación primaria y secundaria en arte, filosofía y literatura. Mal que bien, poco a poco, año tras año, fracaso tras fracaso, ellos tienen que domesticar al “salvaje” que llevan dentro y  reducir en algo el abismo que los separa de quienes tienen una educación más esmerada.
Pienso que es fabuloso  en todo caso  partir de cero. Conforme alguien se esfuerza, estoy seguro que  más disfruta de lo que aprende todos los días de su vida.  Placer más gratuito no podría encontrar en el largo  y a menudo ingrato camino del arte; sin embargo, lo que a otros les ha costado veinte años, a los que recibieron una mala formación en la escuela les significa cuarenta. Reducir esta brecha cultural es muy difícil, aunque estoy convencido que la perseverancia y la obsesión pueden transformar la realidad.
La literatura es una criatura voraz, un monstruo que exige más y más alimento, más y más información y más y más cultura. Así que resbalan estrepitosamente quienes piensan que escribir es cultivar el ocio o pasarse la vida entre sueños y entelequias. En otras profesiones que no sean las artísticas, esta brecha cultural de la que hablo se nota menos, quizás porque la falta de gusto estético se trasluce menos o se disimula con más facilidad. No puede haber por este motivo un escritor inculto o un artista inculto, aunque sí un economista o un contador ignorante en materia de arte. En todo caso, si hay escritores y artistas incultos  es porque no están en condiciones de competir y, por lo tanto, no sirven para el oficio.
Pese a las enormes dificultades que supone enfrentarse al arte con una formación mediocre, es muy atractivo y desafiante tratar de saltar con garrocha las dificultades. Acelerar el paso, acortar las distancias, hacer de las noches días, tomar el camino más corto, cultivarse como si el mundo se fuera a acabar, dejar de lamentarse porque se ha nacido en la periferia y no en el centro, pensar como ciudadanos del mundo y no como provincianos, desarrollar con placer y no con dolor una vocación; he ahí  una manera, o varias maneras, de reducir la brecha cultural y competir sin complejos en un mundo de salvajes e ignorantes.

Leer es un arte de vivir

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El tiempo me ha puesto en la encrucijada de los libros. Me hallo a su merced, estoy expuesto a su multiplicación inesperada, a su presencia casi fantasmal que se apiña entre anaqueles de madera y cajas de cartón. Pero se trata de acoso placentero, de una persecución gozosa, de una vieja  relación de amor con la lectura.
De niño fue el propietario de un libro con el cual iba a todas partes. Contaba la historia de un pirata y estaba primorosamente ilustrado. Era de esos que se hacen especialmente para los niños: páginas gruesas, de gran formato y muy resistente. Debido al uso, el librito, sin embargo, se caía a pedazos y yo, que apenas sabía leer, lo amaba por sus figuras y el misterio que encerraban las letras que narraban las aventuras del personaje. Al parecer, el amor era tanto que dormía con el libro. Un día, mientras jugaba en el parque cercano a mi casa, un grandulón me lo arrebató de un zarpazo y lloré, según me cuentan, varios días.
Mi historia de lector comienza con ese robo violento. Soy, en cierta forma, un lector que se la ha pasado lamentando en silencio la pérdida de ese objeto tan preciado. Quiero creer que partir de entonces la historia de mi vida es algo así como la búsqueda de ese santo grial. Cada libro al que le he metido diente es la recuperación parcial de la historia del pirata y de esos dibujos primorosos que tanto me gustaba mirar.
Desde hace más o menos treinta años, con la disciplina de un asceta y la seriedad de un detective privado, he estado tras las huellas del libro perdido. He buscado no tanto al libro físico (al que a veces creo ver en las librerías de suelo o en esos antros informales donde reinan las polillas), sino al objeto que mi imaginación convirtió en algo vivo, en un ser al  que yo quería por lo que contenía y no por lo que era. Claro que sin el libro físico me ha sido casi imposible recuperar ese amor que el grandulón de mi historia destruyó por pura maldad.
Leer es un arte de vivir. En mi caso, de vivir buscando un libro que me hizo feliz en la infancia. Por añadidura, cuando me ha sido imposible recuperar una de las partes de la historia del pirata he optado, como hacen todos los escritores, por escribirla. La literatura es, de algún modo, el arte de vivir con los libros perdidos y con los libros encontrados. Los primeros son los que se escriben porque la escritura es la construcción minuciosa del pasado, la corrección de la realidad, la recuperación de lo que hemos amado y hemos perdido para siempre. Los segundos  son los que se leen porque a través de la lectura los seres humanos convivimos con los fantasmas ajenos. Yo leo por ejemplo a El Quijote para establecer una relación de amor-odio con el idealista que me hubiera gustado ser. Aunque en realidad lo que algunos seres humanos hacemos todo el tiempo es leer con la escritura los libros que hemos perdido y escribir con la lectura los libros que hemos encontrado en forma inesperada.
A veces el espejismo de la lectura me ha llevado por falsas pistas; en otras, la emoción de la lectura me ha hecho creer que había dado finalmente con lo que tanto buscaba. Los libros son finalmente lo que son: cajas de mentiras verdaderas. ¡Cuántos poemas de Vallejo, de Juarroz y de Pessoa fungieron como mapas para llegar al tesoro! ¡Cuántas novelas de Tabucchi, de Flaubert, de Auster, me alertaron de la inminencia del descubrimiento! ¡Cuántos ensayos de Montaigne, cuántos sonetos de Quevedo, cuántas crónicas de Villoro me anunciaron que el camino había llegado a su fin!
Es probable que mi búsqueda nunca llegue a coronar su meta. Sigo por tanto en la persecución de ese librito colorido que guarda la historia del pirata en tanto escribir es ir tras algo que nunca se encuentra. La paradoja es que mientras en el texto que amaba el pirata ya había encontrado su tesoro, en mi historia real yo soy un pirata que lo busca y que, sin duda nunca lo va a encontrar. Es cierto entonces: el arte es una batalla perdida de antemano, y en esto felizmente reside su riqueza.
¿Pero qué hay detrás de ese amor por las figuras y el misterio de las letras que contaban la historia del pirata? «El libro es la valiosa materialización de una emoción, o la posibilidad de sentirla algún día, y separarse de él sería correr el grave riesgo de crear un vacío» dice Jacques Bonnet. Por esta razón, leer es un arte de vivir, una guía para retener o resucitar un estado anímico que hemos extraviado en el camino de la vida, un manual para acometer el disparate de eternizar lo fugaz o alentar la esquizofrenia de vivir con un pie en la realidad y con el otro en el recuerdo.
Lo que quiero decir finalmente es que leer es el acto fundacional. La escritura, por tanto, no sería más que la consecuencia lógica de este acto de arrojo primigenio: escribimos los libros que nos hubiera gustado leer o los libros que hemos perdido o que alguien nos arrebató con furia de nuestras manos. Ahora caigo en cuenta que lo único que he hecho todos los días de mi vida es reescribir inútilmente un libro sobre la historia de mi pirata favorito.
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Fotografía: Instalación de Stilkey realizada con 2000 libros.

El factor Cisneros

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Antonio Cisneros es, después de César Vallejo, el poeta peruano que más influencia ha ejercido en nuestra poesía. Entre otras razones, por la calidad de los libros que publicó; por haber introducido  un nuevo modo de poetizar que concilia la voz colectiva con la voz personal; por su original y anti solemne manejo del oficio; por la potencia de su personalidad narcisista; por su polémica relación con la tradición literaria peruana; y por sus aportes  como promotor cultural desde el periodismo.
En los años ochenta todos queríamos escribir como Antonio Cisneros, todos queríamos publicar un libro como Canto ceremonial contra un oso hormiguero, todos queríamos leer poemas con esa capacidad histriónica que tenía para seducir al público; todo queríamos dirigir un suplemento periodístico como El caballo rojo; todos queríamos cultivar ese aire de rock star que tan bien le quedaba. Era sin duda un mito viviente para los jóvenes de esos años en que el Perú atravesaba una terrible crisis económica, social y política.
Soy y seré un fiel lector de la obra de Antonio Cisneros.  Concuerdo con críticos y lectores comunes y corrientes respecto al valor de tres de sus libros: Comentarios realesCanto ceremonial contra un oso hormiguero yCrónica del Niño Jesús de Chilca. Los he leído siempre, una y otra vez, para aprender cómo se escribe a partir de la historia, la experiencia personal y las vivencias sociales. Este tal vez sea uno de los mayores aportes de Cisneros: haberse movido entre varios registros poéticos con un estilo brillante y muy personal. Copiarlo es tan difícil como copiar a Vallejo: en ambos casos todo imitador se expone al ridículo.
Pero además de leerlo me gustaba escucharlo en cuanto recital intervenía. Era, lo que se dice, un profesional de la actuación. Sin duda ayudaban su porte, su voz de fumador y bebedor y la desfachatez con que asumía la condición de poeta. Tiene poemas muy buenos, pero hay tres que alcanzan la condición de memorables: Tercer movimiento affettuosso (Para hacer el amor): «La oscuridad no guarda el buen amor. / El cielo debe ser azul y amable, limpio y redondo como un techo / y entonces la muchacha no verá el Dedo de Dios. Los cuerpos discretos / pero nunca en reposo, / los pulmones abiertos, / las frases cortas. /Es difícil hacer el amor pero se aprende»; Entonces en las aguas de Conchán (La ballena): «Entonces en las aguas de Conchán ancló una gran ballena. / Era azul cuando el cielo azulaba y negra con la niebla. / Y era azul. / Hay quien la vio venida desde el Norte (donde dicen que hay muchas). / Hay quien la vio venida desde el Sur (donde hiela y habitan los leones). / Otros dicen que solita brotó como los hongos o las hojas de ruda. / Quienes esto repiten son las gentes de Villa El Salvador, / pobres entre los pobres»; y Tres boleros maroqueros:«No me aumentaron el sueldo por tu ausencia /sin embargo/ el frasco de Nescafé me dura el doble/ el triple las hojas de afeitar». Supongo que ahora que su autor no está más con nosotros, nadie los podrá leer como él lo hacía, y por lo mismo irán cediendo su lugar a otros poemas y deslizándose hacia el fondo de la memoria de quienes lo oímos alguna vez recitar con tanta emoción.
El autor de Crónica del Niño Jesús de Chilcafue, como escribí, uno de los poetas peruanos más admirados de mi generación. Conservo con esmero ediciones príncipes de sus primeros libros comprados en librerías de segunda. Debe ser el autor de quien conservo la mayor cantidad de libros y obras completas. Y solo con el objetivo de averiguar cómo se  enriquece un poema, cómo se matan las frases cursis y romanticonas, cómo se incorpora la oralidad, cómo se despliega la elegancia de la ironía y cómo se asume una voz colectiva sin necesidad de ser retórico e idelogizante.
No sé si el Mejor Cisneros fue el de los años 80, el que yo conocí a través de sus libros. Con los años, él fue creciendo como autor de poemas memorables y yo como lector de libros memorables. El tiempo transcurrido sirvió también para comprobar su ascenso y expansión entre los círculos de lectores de habla hispana y otras lenguas como el inglés y el francés. Desde hace más o menos medio siglo su obra es ineludible, un modelo que se impone, una presencia que no se puede soslayar. Existe por esta razón un estilo Cisneros, un factor Cisneros mejor dicho.

La importancia de las comunicaciones

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Si la escritura permitió la democratización de la cultura, la sociedad de la información ha cambiado nuestra manera relacionarnos y, sobre todo, ha convertido a la comunicación en un valor intangible para las sociedades modernas.
A comienzos del siglo XX cuando se empieza a hablar de “medios de comunicación” para referirse a las instituciones, empresas, sistemas o instrumentos tecnológicos cuyo principal objetivo es trasmitir información, y a partir de la segunda mitad de este mismo siglo de “revolución de las comunicaciones”; es decir, de la influencia que estos medios y sus tecnologías ejercen sobre la vida social.
La primera gran revolución de la humanidad fue la escritura. A esta le siguió en importancia la imprenta, que al igual que la primera hizo posible la acumulación de conocimiento, la democratización del libro, la lectura masiva y la aparición de los periódicos que, a su vez, dieron nacimiento al concepto de “público” y “opinión pública”. Tras la “revolución de la imprenta”, la humanidad viviría quinientos años después la llamada “revolución de la información”, en la que estamos inmersos. Marshall McLuhan llamó hace más de 40 años a este fenómeno “aldea global”, cuyo eje central fue la invención de las computadoras portátiles.
Es verdad que las ciencias y técnicas de la comunicación tienen antecedentes muy remotos, sin embargo la formación universitaria en este campo es relativamente reciente. Primero aparece ligada al campo del periodismo (la más antigua de todas las profesiones ligadas a las Comunicaciones), de ahí que los primeros centros de enseñanza sean escuelas de periodismo (siglo XIX). Más tarde, con la aparición de la comunicación social (década del 70 siglo XX), se constituyen las facultades de ciencias de la información y poco después (a fines del siglo XX) las facultades de ciencias de la comunicación, lo cual prueba el enorme poder de adaptación de estos centros a los distintos modelos de sociedad.
Hasta hace poco tiempo, las ciencias y técnicas de la comunicación estaban delimitadas en tres campos: el periodismo, la publicidad y las relaciones públicas. Debido al desarrollo vertiginoso de las tecnologías de la información (TIC), esas tres primeras disciplinas comparten ahora el espacio con la comunicación audiovisual y, más recientemente, con la comunicación corporativa, una nueva corriente que impulsa el desarrollo de estrategias para fortalecer la imagen de un institución o empresa frente a públicos internos y externos. Paralelamente estos campos aparecen ligados en muchos centros de enseñanza con las artes escénicas, musicales y visuales.
Profundos cambios asociados a las tecnologías de la comunicación digital, la expansión de internet y la globalización han cambiado la orientación de las Comunicaciones. Hemos saltado, en poco tiempo, de la revolución de Gutenberg a la revolución de las tecnologías de la información. Esta aceleración del desarrollo, según Antonio Gago, es más visible si hacemos un ejercicio de imaginación. Consideremos que toda la historia de la humanidad se puede condensar en 30 días pues. Pues bien: a la era pretecnológica le corresponderían 29 días y 22 horas; a la civilización agraria una hora, 28 minutos y 30 segundos; a la civilización industrial un minuto y 16 segundos; y a la sociedad de la información únicamente ¡14 segundos! A esta aceleración es a la que deben responder con rapidez, eficiencia e imaginación los procesos de enseñanza-aprendizaje que se desarrollan en las facultades de comunicación de todas partes del mundo.
El desarrollo en materia de comunicaciones es de índole predominantemente tecnológica. En este proceso convergen viejas y nuevas tecnologías. En el lado de las primeras están, por ejemplo, la escritura como el sistema más acabado del pensamiento; y en el lado de las segundas, están el hipertexto, los blogs, la digitalización de los periódicos, el diseño gráfico por computadora, la publicidad interactiva y el imperio de la multimedia.
El impacto más grande, no obstante, se refleja en las audiencias, más numerosa que nunca, y dentro de las cuales hay que identificar grupos y tendencias. Un fenómeno muy visible es, por ejemplo, la forma en que las nuevas tecnologías influyen sobre la práctica del periodismo. El concepto “ciclo de noticias de 24 horas” ha sido remplazado parcialmente por el de periodismo instantáneo o “información actualizada”. Por esta razón, así como los medios y las herramientas tecnológicas se adaptan al cambio, así también – y a la misma velocidad – deben adaptarse los conocimientos que se imparten en las universidades.
En el Perú las facultades de ciencias de la comunicación tienen una antigüedad no mayor a 35 años en las que estudian unos 20 mil jóvenes anualmente en todo el territorio nacional. La ventaja para estos es que se trata de una profesión muy versátil, con un gran abanico de especialidades. Urge, a la luz los cambios tecnológicos, comunicadores buenos para redactar, para manejar cámaras digitalizadas, para organizar eventos y protocolos, para idear piezas y campañas publicitarias, para manejar software complejos, para gerenciar empresas cada vez más dependientes de las comunicaciones. Por si fuera poco se necesitará además comunicadores emprendedores, creativos, con sentido común, con conocimiento del mercado donde van a laborar y, sobre todo, con una gran vocación por el respeto y cumplimiento de los principios éticos.

La poesía del lenguaje cotidiano

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Si no fuera por la metáfora, el lenguaje cotidiano sería meramente informativo y monótono. La gente común y corriente habla con ellas y a través de ellas, solo que a veces no comprende la magnitud de su uso.
Una de las manifestaciones más importantes del nivel figurado del lenguaje es la metáfora, que en principio es algo así como la semejanza o traslación de significado de un término a otro con el que guarda una relación parcial. En el siguiente verso de Borges el significado ‘glaciares’, que pertenecen al entorno de las montañas, ha sido trasladado a ‘olvido’, que ahora dispone de los suyos: «No he sido/ Feliz. Que los glaciares del olvido/ Me arrastren y me pierdan, despiadados».
Metáforas literarias y corrientes
Pero las metáforas no se manifiestan únicamente en el plano en el plano literario, sino también en el plano de la vida cotidiana. Algunos autores advierten que la mayoría de la gente piensa que la metáfora es un recurso de la imaginación poética; es decir, un recurso cultista más que de la vida corriente. Algunos autores piensan que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana, no solamente del lenguaje, sino también del pensamiento y la acción. Para ilustrar su afirmación, estos autores citan la siguiente frase: «La discusión es una guerra», que vendría a ser algo así como un concepto metafórico, puesto que el significado de la palabra “guerra” ha sido trasladado a la palabra “discusión” y de este modo ha adquirido una nueva realidad semántica. Ahora, este concepto metafórico, dicen estos autores, está presente en nuestro lenguaje corriente a través de una amplia variedad de expresiones: “Sus críticas dieron justo en el blanco”, “Destruí su argumento”, “Nunca le he vencido en una discusión”, “Sus argumentos son indefendibles”. Esto quiere decir que la metáfora no está meramente en las palabras, sino también en el proceso del pensamiento, en los conceptos.
Metáforas en el lenguaje periodístico
Según mi punto de vista, es en los medios de comunicación escritos, especialmente en los populares o sensacionalistas, donde confluyen estas ideas de la metáfora del lenguaje y la metáfora del concepto, y donde también ocurre una extraña simbiosis entre el lenguaje de la calle y el lenguaje del periodismo. Esto puede parecer una contradicción, puesto que uno de los objetivos principales de esta profesión es ser “objetiva” y veraz; es decir, presentar la realidad tal cual es, sin añadir ni quitar nada. Sin embargo, leamos el siguiente titular del diario El Trome (23/11/12) : «Humala y correo juzgan a la prensa en Ecuador». Aquí el significado juzgar, que es eminentemente judicial y consiste en someter al imperio de la ley un comportamiento humano, ha sido traslado a un contexto periodístico: una conferencia de prensa donde ambos presidentes “critican” el comportamiento de los medios de comunicación de sus respectivos países. En otro titular publicado en el mismo diario: «Paolo Guerrero alista duelo con Neymar», el significado “duelo” (combate, lucha) ha sido trasladado o ha sustituido al significado “juego” o “competencia”.
A veces, bajo el disfraz del humor, las metáforas del lenguaje periodístico esconden profundos prejuicios racistas. Un titular del diario Ajá del 1 de julio del 2007 es revelador: «Choledo es mismo globo con hueco. Men de CGTP dice que es el único que se desinfla». Al margen de estas manifestaciones embozadas de racismo, lo que hace el titular es presentarnos metafóricamente una situación: que el presidente Toledo sigue bajando en el nivel de preferencia en las encuestas. En este caso, el significado de “globo con hueco” ha sido trasladado al sustantivo “Choledo” (o Toledo). Quizás estas metáforas ordinarias cobran más fuerzo debido a la incorporación de algunas expresiones coloquiales como “Choledo” o “globo con hueco”. Pero no son únicamente los diarios populares los que emplean las metáforas. Están también los diarios serios como El Comercio (23/11/12): “Sergio Agüero es el delantero más letal de la Liga Premier». El significado “letal” (mortífero, mortal) ha sido trasladado al del significado «jugador”, “competidor”; todo esto, evidentemente con la intención de volver más eficaz e impactante el mensaje periodístico.
El valor de las metáforas
Las metáforas forman parte sustantiva no solo del lenguaje, sino también del pensamiento y la acción del hombre corriente. Una de los campos más propicios para su desarrollo es la prensa popular y, de manera esporádica, la prensa “seria”. Esto ocurre por una razón fundamental: el uso metafórico de la escritura anula el sentido unívoco a las expresiones y las dotan más bien de una riqueza semántica imposible de conseguir solo a través del nivel referencial del lenguaje. Los hombres comunes y corrientes, los escritores y los periodistas utilizan las figuras retóricas (consciente e inconscientemente) porque valerse únicamente de la codificación supondría empobrecer la comunicación y la semántica.





Profundos y superficiales

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La historia demuestra que lo superficial y lo profundo en estado puro no es a veces lo más conveniente. Una dosis equilibrada de ambos factores es necesaria para enriquecer un mundo moralmente empobrecido.
Uno de los síntomas de la pérdida de la calidad humana consiste, según algunos filósofos, en que nuestros seres y actos se han vuelto cada vez más superficiales y, por lo mismo, la vida ha ido perdiendo profundidad e importancia. Esta idea no deja de tener razón, ¿pero esto es realmente así?
Según el diccionario de la RAE, superficial en sus diversas acepciones vendría a ser todo lo que se queda en la superficie, lo que no tiene solidez o sustancia, lo frívolo, lo aparente, lo que no tiene fundamento. En cambio, una de las acepciones de profundo se refiere a lo vasto, lo que penetra o ahonda mucho, lo que procura el entendimiento íntimo.
Superficial en los actos de la vida corriente sería, por ejemplo, asistir a un estadio de fútbol, y profundo a un concierto de música clásica. En la pintura, los entendidos llaman superficial a lo que se queda en la mera descripción o lo lúdico, y profundo a lo que toca las fibras del sentimiento. El escritor Milan Kundera cree que esta distinción es insuficiente y define de otra manera lo profundo: lo que atañe a lo esencial.
En realidad, Milan Kundera nos remite a lo ontológico, a lo sustancial, a lo principal y notable y no aquello que tiene que ver necesariamente con los afectos. Leamos unos versos de Wislawa Zsimborska para comprobarlo, el cual tiene sentimiento, pero sobre todo sustancia: «Cuando pronuncio la palabra Futuro,/ la primera sílaba pertenece ya al pasado./ Cuando pronuncio la palabra Silencio, / lo destruyo./ Cuando pronuncio la palabra Nada,/ creo algo que no cabe en ninguna no-existencia» (Las tres palabras más extrañas).
Aunque los conceptos superficial y profundo no son del todo precisos ― en algunos casos son incluso complementarios, como es el caso de determinados productos artísticos―, cualquier ser humano es capaz de reconocer cuándo una chica es superficial y frívola, o cuándo profunda y seria. El sentido común indica que es lo primero cuando piensa más en sus joyas que en cómo puede llegar a ser mejor ser humano; y que es lo segundo cuándo se interesa más por los derechos de la mujer antes que en conseguir marido a toda costa.
Lo cierto es que la realidad nos demuestra siempre que no existen ideas o cosas en estado puro. Una novela que pretenda ser eminentemente profunda, terminará siendo aburrida. Y una que procure solo el entretenimiento, acabará sepultada bajo el calificativo de vacía. En las grandes historias como El Quijote de la Mancha o Madame Bovary hay algo de superficial en el mundo de sus personajes, solo que en dosis necesarias. ¿No es acaso un acto de frivolidad tener que servir a una señora como Dulcinea del Toboso? ¿O que la heroína Emma Bovary siga sus instintos básicos para no morirse de aburrimiento en la casa burguesa donde vive? Profundos en estado puto tal vez solo sean los filósofos y los científicos, aunque se me ocurre que tanto Diógenes como Einstein necesitaban a veces ser frívolos para conseguir sus objetivos más profundos. Y, especialmente, para no sucumbir a la monotonía.
Pero si de verdades se trata y nos atenemos a los conceptos de superficialidad y profundidad que presenta el diccionario de la RAE, vivimos en un mundo donde campea lo superficial y se desdeña la profundidad. Todo aquello que nos remite al pensamiento, a la educación y al pulimiento de nuestros gustos y sensibilidades es visto con cierta sorna o sospecha. Los medios de comunicación han impuesto lo frívolo como modélico y lo superficial como norma. Es, digamos, políticamente incorrecto preferir la alta cultura o la cultura a secas. Háganlo y verán las reacciones: ¡Qué aburrido, por Dios!, dirá la mayoría.
Como dije, en dosis combinadas adecuadamente lo superficial y profundo, lo frívolo y trascendente, lo limitado y lo vasto producen resultados aceptables. En el caso de las estereotipadas sagas góticas que leen con desesperación los adolescentes, lo superficial es a todas luces lo más importante para la conexión con el lector; en cambio, en las novelas de la saga Millenium del sueco Stieg Larsson, una razonable mezcla de lo superficial con lo profundo la ha convertido en uno de los grandes productos literarios del siglo XXI.
Todo tenemos algo de frívolos y trascendentes. Lo difícil es lograr el equilibrio.


Taller para imaginantes

¿Los diarios impresos venden más que antes?

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Un reciente estudio sobre venta de diarios en el Perú revela que estos han incrementado su venta en un 55%. ¿No era que Internet y los medios digitales los habían borrado del mapa?

Los periódicos impresos no solo han cedido terreno y perdido protagonismo, sino que se han quedado solos en casa, pues los lectores se han mudado a Internet o se han vuelto adictos a los medios audiovisuales en general. Esta afirmación es en realidad una media verdad.
Donde los periódicos impresos se han quedado solos en casa y han perdido protagonismo es en realidad en Estados Unidos y Europa, donde cada cierto tiempo anuncian su defunción en medio de un gran drama económico. Hace poco, por ejemplo, el semanario Newsweek, durante años uno de los referentes del periodismo de calidad en Estados Unidos, se despidió de su edición impresa con un portada emblemática en el que aparecía un rótulo muy elocuente: «#lastprintissue».
En esas realidades, para equiparar el desbalance los medios impresos tienen una versión electrónica y se siguen esmerando en diseñar formatos en los que se privilegiaba la comunicación multitemporal y mutidireccional. Con el paso de los años, sin embargo, el modelo ciberperiodístico ha terminado por abrirse camino y volverse mucho más importante.
Pero en realidades como el Perú, el fenómeno parece ser a la inversa; es decir, los medios electrónicos son los que se quedan solos en casa y pierden protagonismo entre los lectores. ¿Qué? ¿Está usted seguro de lo que dice? Pues sí, lo acaba de revelar un estudio de la consultora KPMG, entidad que midió la circulación de 12 importantes diarios peruanos a pedido de la Sociedad de Empresas Periodísticas del Perú.
Desde hace unos años, muchas instituciones dedicadas al estudio de venta y niveles de lectorías de diarios impresos hablan de la caída libre de la prensa escrita y sus ínfimas cifras como negocio. Los expertos atribuyen a la TV y a la Internet el menoscabo del número de lectores; esto a causa de que la imagen es más explícita, sintética e inmediata que la palabra escrita.
El desarrollo de las tecnologías de la información, según esos estudiosos, ha acentuado esta diferencia y, por supuesto, ha motivado una huida más rápida de los lectores. Los periodistas y el gran público han tomado conciencia de que los diarios ya no son más «el único y el más importante vehículo en la trasmisión de información». Su lugar lo ocupaban ahora las páginas electrónicas y los canales de televisión. Pero, como dijimos, esto funciona muy bien para Europa y Estados Unidos.
De ser cierta la información de KPMG, los diarios impresos en el Perú gozan de muy buena salud. La consultora internacional KPMG sostiene que la venta de diarios en el Perú creció 55% entre el 2007 y el 2011. Los datos son sencillamente espectaculares. ¿En un país que no lee ahora se venden más diarios que hace unos seis años atrás? ¿Qué ha pasado? ¿Cuáles son las razones que explican esta sorprendente realidad?
La primera respuesta podría ser que la serie de herramientas y recursos desplegados para enfrentar a la televisión e internet han dado resultado: reducir el tamaño (del sábana o estándar han pasado al tabloide o al berliner) y con ello dar más cabida a los grandes titulares, fotografías e ilustraciones; introducir la infografía como un nuevo género informativo, profundizar los temas y relatos de una historia (en lugar del hecho noticioso que ya revelaron el día anterior la TV y los medios electrónicos ahora prefieren abocarse a destacar alguna consecuencia o efecto relacionado con ese hecho); transmutar la información densa y homogénea del cuerpo del diario a la información en profundidad de los suplementos de diversa naturaleza; y enfatizar el en periodismo de opinión (más columnistas y más opinión libre con participación de los lectores).
Todas las estrategias anteriores han aumentado, sin duda, el valor informativo, temático y formador de opinión pública de la prensa escrita. ¿Es esto suficiente para explicar el fenómeno? Creo que no. Hay algunas razones más: El crecimiento económico de algunos sectores sociales, lo cual explica que haya más gente dispuesta a comprar diarios impresos (aunque no necesariamente a leerlos más). Se trata de grupos sociales emergentes que quieren verse representados en los medios impresos, con los cuales sienten más cercanos y mejor representados.
Otra razón, como dicen los expertos Hernán Chaparro y Úrsula Freundt, es que en el Perú no tenemos una alta penetración de Internet y smartphones y, por lo mismo, no hay una gran demanda en lectura de diarios a través de los formatos digitales. Seguramente la mudanza hacia el formato digital llegará en algún momento, sin embargo es todavía un escenario hasta cierto punto lejano. Los diarios impresos, supongo, van a seguir conviviendo (y compitiendo) por un tiempo más o menos largo con los diarios electrónicos. Los periodistas, por su lado, seguirán ideando nuevas estrategias editoriales y gráficas para enfrentar un mañana en el que los lectores se tornan cada vez más fugaces y especializados.
Por lo pronto, hay que mirar con mucha atención este crecimiento del 55% en la venta de diarios impresos. Por un lado, este hecho revela que estamos muy lejos todavía de vivir en medio de la agonía de los diarios impresos y, por otro, que quizás los peruanos no seamos tan malos lectores y hayamos entrado ya en un profundo proceso de cambio

El extraño oficio de escribir ficciones

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¿Por qué y para qué se escribe? ¿Para ganar dinero o para satisfacer un conjunto de necesidades íntimas que tienen que ver más con el ser que con el parecer?
Se escribe no ficción para satisfacer la necesidad informativa de los individuos. Y ficción, según la novelista Eugenio Rico, para colmar los sueños de las sociedades. Al parecer, la mente humana no puede soportar la realidad sin los sueños, y los encargados de que esto no ocurra son precisamente los escritores.
¿Pero qué hay de los escritores? Está claro que la forma más terrible de matar a un hombre es no dejarlo soñar, ¿pero qué ganan quienes escriben fábulas, cuentos, novelas, obras de teatro y poesías? ¿Cuál es el milagro, recompensa, justificación o ideal por el que vale la pena hacer de las noches días o apartarse hasta cierto punto de la rutina del mundo?
Hay que recordar a los aspirantes a escritores que este oficio es penoso y mal pagado, salvo cuando llegan los famosos
quince minutos de gloria a los que se refería Andy Warhol. En el mundo hay miles de escritores profesionales y otros miles más aguardando convertirse en uno de estos, sin embargo muy pocos entran por la puerta grande la historia. A otros el éxito les llegará post mortem. A la gran mayoría, en cambio, le está reservada la realidad descrita por Jean Rhys: «Too Little too late» (en español peruano: muy poquito y muy tarde).
Es verdad que existen quienes conocen la gloria estando vivos, pero esta es una situación de privilegio en la que intervienen una serie de factores, entre otras cosas estar en el tiempo y lugar correctos cuando el inconsciente colectivo se conecta con tu obra. Pero de ahí a pensar que se puede obtener dinero fácil escribiendo, hay una gran distancia. Si alguien pretende hacer fortuna con la literatura, dice la Rico, «sería más recomendable escribir libros de cocina, manuales de autoayuda o simplemente no escribir». Rainer Maria Rilke ha sido más enfático: «Las obras de arte nacen siempre de quien ha afrontado el peligro, de quien ha ido hasta el extremo de la experiencia, hasta el punto que ningún humano puede rebasar. Cuanto más se ve, más propia, más personal, más única se hace una vida». Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Fernando Pessoa, César Vallejo, Miguel de Cervantes Saavedra, Robert Walser o Martín Adán no tuvieron nunca un cuarto de hora de celebridad; es más, algunos de ellos fueron antisociales y vivieron un proceso de autodestrucción que los volvió invisibles para la gran mayoría de lectores. Charles Dickens, Leon Tolstoi, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa son la cara opuesta. A ellos, la fama, como quería Pasteur, los sorprendió o ha sorprendido mientras trabajaban. Su recompensa, en algunos casos, ha sido alcanzar el máximo galardón impuesto por el canon literario: el Nobel.
¿Entonces qué clase de satisfacción brinda la literatura? Según mi punto de vista, hay una condición natural: suministrar mundos imaginarios a los lectores. Y varios placeres. El más importante de todos quizás sea leer; o mejor, releer. Un escritor escribe porque en esencia es un lector; es decir, alguien que vive dos veces, puesto que aprende de los que otros experimentan y aspiran. Leer es el acto de seducción por antonomasia y el escritor que no sucumbe a su hechizo está renunciando a su propia condición de creador de ficciones.
Otro placer reside en el hecho de que una ficción (o un texto de ficción) es el punto de encuentro entre dos cómplices: el lector y el hacedor de historias. Ambos celebran un contrato tácito, una ceremonia íntima en la que, por un lado, el lector se compromete a vivir lo imaginado como si fuera real y, por otro, el lector garantiza que su historia, aunque no sea perfecta, tiene como objetivo encantar con recurso verosímiles a quien busca escapar de la monotonía de la realidad.
Satisfacer la necesidad de soñar, leer y estimular la complicidad del lector son razones muy importantes, pero carecen de sentido si falta un acto voluntario y gratuito: escribir por convicción, por necesidad, por fe. Rainer Maria Rilke aconseja escribir únicamente si esta es la única forma posible de que estemos en el mundo. En esta elección no cuentan ambiciones, cálculos, objetivos materiales, deseos de fama y reconocimiento, sino unas ganas profundas de ser uno mismo.
El oficio de escribir ficciones es, en principio, un acto de arrojo que con el tiempo se pule, se organiza y se estudia. Está motivado por la necesidad de llenar el imaginario de las sociedades y por un estado existencial interior: expresar los sentimientos. Hacerlo mal o bien depende de cuánto sacrificio esté uno dispuesto a asumir. Esto, desde luego, no se contradice con el éxito, un factor externo producto muchas veces del azar y de la manera con que un escritor mueve las fichas de en el gran tablero del mundo mediático.
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Ilustración: Rainer María Rilke, el autor de Cartas a un joven poeta.

Presentación: domingo 3 de marzo, en la Feria Internacional del Libro de Trujillo. Mi libro más reciente.

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Poesía en voz alta. No faltar

Mi umbral del dolor

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¿Hasta dónde es posible resistir el dolor? Padecerlo es, sin duda, una de las formas más patéticas de conocer los límites de nuestra propia humanidad.
 No me había dado cuenta de lo que significa el umbral del dolor hasta hace quince días, cuando un súbita punzada que empezó en la parte izquierda de mi cintura fue extendiéndose por toda mi pierna hasta acabar con mi humanidad completa.
Hay dolores que suponen una gran pena y congoja, así como dolores que causan una terrible sensación de molestia y aflicción en el cuerpo. A los primeros los conozco muy bien, pero a los segundos casi nada. Y supongo que nunca terminaré de conocerlos. Al margen de esto, ambos dolores son terriblemente irresistibles.
La medicina define el umbral del dolor como la intensidad mínima de un estímulo que causa molestia o aflicción en alguna zona del cuerpo. No todos los seres humanos, sin embargo, reaccionamos de la misma manera frente a un estímulo que causa dolor. Para algunos, este puede resultar intolerable e incluso provocarle angustia, depresión, náuseas o lágrimas. Para otros, en cambio, se trata de una simple molestia o cosquilleo incómodo.La ciencia llama analgesia congénita a un trastorno genético que no permite sentir dolor como debiera a la persona que lo padece. 
Un personaje de la novela La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina de Stieg Larsson, el gigante rubio Ronald Niedermann, es incapaz de sentir la efectividad de un puñetazo. Solo una patada en la entrepierna lo puede afectar, y esto es. He leído también sobre el caso de una niña británica, Grace, quien nació con el síndrome de Smith-Magenis, un trastorno cromosómico  debido a lo cual es incapaz de sentir dolor frente a una quemadura, por ejemplo.
La mayoría de personas estamos librados de estos trastornos congénitos, aunque no exentos de ver literalmente al “diablo calato”, expresión popular con que se describe la intensidad de nuestros dolores. No sé si la expresión metafórica “diablo calato”  pueda expresar cabalmente lo que resulta inaguantable para nuestro cuerpo, pero lo cierto es que el dolor, cuando lo padecemos, remite nuestra humanidad a un estadio de tormento en el que deseamos con todas las fuerzas de nuestra alma que el mundo se acabe o que alguien nos borre literalmente de un plumazo de la faz de la tierra. Chancarse un dedo en la puerta es, sin duda, el “diablo calato” cotidiano.
La ciática o inflamación de las raíces del nervio ciático no nace en el infierno, sino en lo más hondo de nuestro cuerpo. El dolor que causa es, como todos los dolores, indescriptible e insoportable, y se siente desde la zona lumbar hasta los glúteos, los muslos, la rodilla,  la pantorilla y hasta en el pie. No se lo deseo ni a mi peor enemigo.
Hace más o menos quince días que convivo con este nuevo dolor metido en mi cuerpo. Los tres o cuatro primeros días fue capaz de humillar mi salud y acabar con mi rutina diaria. Empezó como una punzadita de alfiler que fue creciendo y creciendo y que solo cedió ―en parte― a seis pinchazos de cargados de Diclofenaco y Metamizol Sódico, complementado con dosis posteriores de Dolo Trineural.
Los médicos que me han examinado han añadido nuevos dolores a mi dolor original: me han enviado a sacarme placas de Rayos X y a un plan de rehabilitación que consiste en diez sesiones ―que pueden extenderse a más― de ultrasonido, masajes y ejercicios sumamente dolorosos.  Sé que es por mi bien, pero si por mí fuera hace rato que tendría que haber abandonado esos estiramientos que me conducen a una visión bastante familiar: el horripilante striptease del diablo.
Yo sé que la muerte es un poder contra el que nada se puede, pero si me fuera dado elegirla, me gustaría que fuera súbita y sin ese dolor que el Diclofenacoe, Metamizol Sódico, el Dolo Trineural y los diligentes masajes que la señorita de rehabilitación me aplica con su mejor buena voluntad no le impiden sobrepasar mis propios límites de resistencia. 

Un homenaje a los solitarios

La épica cruda de Mo Yan

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El último premio nobel, el chino Mo Yan, nos devuelve a la épica de antiguo  cuño con una novela brutal e inolvidable: Las baladas del ajo, de reciente aparición en español.
 La novela contemporánea ha marcado un rumbo en el que las historias que tienen como protagonistas a las revueltas sociales, las gestas colectivas y las revoluciones campesinas y obreras son proscritas del canon o tipificadas como anacrónicas.
Los autores y lectores de estos tiempos prefieren las narraciones cortas, localizadas en ambientes urbanos  y con protagonistas que padecen conflictos individuales salpicados con grandes dosis de sexo y violencia. Son los tiempos de las novelas breves, los libros de autoayuda y las sagas góticas en los que el entretenimiento, en algunos casos, vale más que la trascendencia.
La épica sigue existiendo, pero ha perdido fuerza y sobrevive a duras penas. Son raros los novelistas de hoy que desarrollan historias donde lo colectivo ocupa el rol central. Después de novelas como Redoble por Rancas de Manuel Scorza y La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, la literatura mundial, con escasas excepciones, ha transitado preferentemente por el camino inverso: el descubrimiento del individuo y su existencia agónica como centros de gravedad de las historias.
Uno de los escritores que continúa el camino de la épica a la antigua usanza es  el chino Mo Yan, último Premio Nobel de Literatura. Su novela Las baladas del ajo es en cierta forma un homenaje tardío a la novelística de William Faulkner y los patriarcas del boom latinoamericano. Los ecos de Yoknapatawpha Countyy el bíblico de Macondo resuenan sutilmente en sus páginas.
Con los pelos de punta y la piel de gallina, los lectores leemos la historia de unos granjeros chinos que deciden cultivar ajo por presión del gobierno comunista. Para venderlo, ellos tienen que caminar grandes distancias y pagar coimas e impuestos que  exasperan sus ánimos  hasta empujarlos a una sublevación que es aplastada a sangre y fuego. Como en las grandes historias épicas, la violencia social y estructural está amalgamada con microhistorias  de amor, lealtad y ternura, como la que protagonizan Gao Ma y Jinju. Él es un joven licenciado del ejército desencantado de los dicterios de las autoridades y ella una víctima de la mentalidad feudal china que consideran a la mujer poco menos que  una cosa.
La sublevación en condado Paraíso es contada desde dos puntos de vista. La de un narrador omnisciente que cede su lugar cada cierto tiempo a diversos narradores protagonistas y testigos; y la de un rapsoda ciego, Zhang Kou, quien a través de unas baladas cargadas de ironía y reclamo se erige como la voz de una conciencia colectiva que preserva los acontecimientos para las generaciones futuras. La narración de Zhang Kou está estructurada a manera de viñetas antes de cada capítulo.
Es admirable la forma en que Mo Yan ha asimilado las técnicas del autor de Las palmeras salvajes. Su narración se arma como un rompecabezas, pero sin llegar al extremismo de su maestro. Esa ruptura espacio-temporal desconcierta por momentos al lector, pues gracias a esta destreza narrativa los personajes muertos reaparecen o los vivos se proyectan en el tiempo en que ya no estarán. En realidad, lo que consigue Mo Yan con esa habilidad  técnica es intensificar las expectativas del lector y, con esto, capturarlo hasta el final.
Del realismo mágico, Mo Yan probablemente ha tomado esa vocación por contar las cosas extrañas con naturalidad y las normales con lirismo y brutalidad: Gao Ma, tras descubrir el cadáver de su amada, decapita a decenas de periquitos multicolores; el olor podrido del ajo invade todos los recintos y en todo momento la vida de los habitantes del condado Paraíso; los personajes beben su orina o comen sus vómitos si es necesario salvar sus vidas; los hombres y mujeres sufren, pero soportan el dolor ―elevado a la mil potencia― gracias a su fe en los sueños, la libertad y el amor.
«Cruda, brillante, inolvidable…», ha dicho un diario norteamericano sobre esta novela. Y no deja de tener razón. 

Aprender a leer periódicos

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Antes, los periodistas aprendían a producir noticias; ahora, tienen que alfabetizar a ciudadanos con gustos volátiles, sin opiniones propias y una cultura incipiente.
Regularmente recibimos noticias del cierre de algún diario o revista impresa, o de la desaparición inminente de alguno de estos medios tradicionales. Y, sin embargo, la profecía apocalíptica de su desaparición no se cumple.
En la era digital han surgido una serie de movimientos que han transformado las funciones de los periódicos. Ahora se habla, por ejemplo, de periodismo cívico, periodismo ciudadano o periodismo de participación, que consiste en esencia en la posibilidad de crear y al mismo tiempo difundir información por parte de las audiencias.
La prensa no es, por supuesto, un medio estático ya que ha atravesado una serie de etapas de transformación impulsadas por los cambios tecnológicos y socio-económicos. Las relaciones tensas con el poder crearon a fines del siglo XIX y comienzos del XX las figuras de los “mukcrackers” o periodistas de investigación incómodos. Luego en los años 60 del siglo XX, la necesidad de renovar el lenguaje y los géneros derivaron en el “nuevo periodismo”. En la primera mitad del siglo XX, surgió el “periodismo de servicio”, encaminado a facilitar a los ciudadanos información práctica para que pudieran resolver sus problemas cotidianos; mientras que en la segunda mitad del siglo XX se buscó dotar al periodismo de una metodología más “científica” para informar.
La concepción anglosajona de que periodismo es aquello que consiste en salir a la calle para ver lo que sucede y luego contárselo a los demás, sigue siendo, en principio, válida. Sin embargo, en la primera década del siglo XXI se ha configurado una nueva manera de entender y practicar el periodismo escrito que pasa por la redefinición de sus roles.
El semiólogo y escritor Umberto Eco lo ha descrito con extraordinaria exactitud y claridad: «Los periódicos han perdido muchísimas funciones. Por la mañana lo hojeo rápidamente porque las noticias principales ya me las ha contado la televisión, pero continúa siendo importante por los editoriales, por los análisis, y es fundamental no leer uno, sino al menos dos cada día. Se debería enseñar a leer periódicos a la gente, dos o tres, para ver la diferencia entre las opiniones, no para conocer las noticias, eso ya nos lo dice la tele».
¿Enseñarle a leer a la gente los periódicos para ver la diferencia entre las opiniones?  Menudo problema que plantea Eco. Lo primero implica el fomento de una nueva cultura o el rescate de una antigua: leer periódicos, cosa que en el Perú hace, creo, el 5% de la población. Lo segundo, contrastar opiniones,  crea la necesidad de una cultura de la tolerancia y las prácticas sociales democráticas en medio de una ignorancia campante. Lo cierto es que la realidad cíclicamente le plantea desafíos de sobrevivencia a los periódicos, y hoy estamos en una de estas circunstancias.
En síntesis, los periódicos serán fundamentales mientras haya demanda de opiniones, aunque tendremos que aprender a escribirlos y a leerlos. Su suerte es muy parecida a la que augura Eco para los libros: «El libro como objeto continuará existiendo de la misma manera que la bicicleta sigue existiendo pese a la invención del automóvil; es más, hoy hay más bicicletas que hace unos años. Lo mismo podemos decir del fin de la radio por culpa de la televisión…”.


Escribir con las tripas

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Hay quienes escriben para vender más o para ser  famosos, mientras que otros lo hacen por el simple placer de jugarse la vida a cada instante o coronar algún ideal  profundo que los llene de vida.
Un libro se escribe principalmente por dos razones: 1) un profundo desacuerdo con el mundo y 2) el placer de reconstruir con un poco de belleza ese mundo con el que se está en desacuerdo. Es decir, el acto creador es algo así como un proceso de construcción y deconstrucción. Ambos actos, por supuesto, relacionados entre sí.
Estas dos motivaciones atraviesan toda la historia de la literatura. Así, hay seres humanos que escriben alentados por un ideal, por una ideología, por una religión o por una causa noble. Otros, en cambio,  crean impulsados por gusto y amor a la belleza. Y hay también quienes combinan adecuadamente ambas cosas.
Un ideal muy profundo es, por ejemplo, que la maldad del hombre no arruine el hogar en el que vivimos. Esta es en realidad la gran ideología actual. En un mundo descreído políticamente, sin utopías y con mucha gente viviendo con un gran temor a hacer el ridículo, entretener y trasmitir valores a la mente y los corazones humanos para que no destruyan el planeta tierra es un móvil creativo de gran envergadura.  Pero hasta aquí hemos hablado de aquellos autores que, según Almudena Grandes, «se juegan la vida en lo que escriben» y viven al margen de la fama y el acoso de los medios de comunicación.
Hace poco, Dan Brown, el autor del bestseller Infierno, confesó al The Sunday Times que era un esclavo de la escritura porque necesitaba publicar títulos superventas, aunque después ha dicho que escribe por placer. Desde luego, hay quienes escriben un libro para ganar fama o dinero. Sus productos son a menudo libros de autoayuda y cocina y, a veces, novelas en las que hábilmente se entretejen referentes reales, mitos y ficciones. Son, digamos, los escritores que no precisan destruir el mundo en el que viven ni menos perseguir el absoluto estético para ser ellos mismos.
Estos autores tienen, por supuesto, todo el derecho del mundo a escribir y publicar lo que quieran, así como a utilizar como rasero de éxito el número de ejemplares vendidos.  Para esto, sin duda, hay mercado y lectores.  Sin embargo, las razones a las que me referí al principio pertenecen a un estrato más profundo y son la base de una vocación más sincera y transparente que nada tiene que ver con el marketing editorial. Esto, por supuesto, no lo sabe el lector común y corriente que rápido sucumbe a los cantos de sirena.
Un narrador o poeta que «se juegan la vida en lo que escribe» lo hace porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto creador es el aire que respira, porque no encuentra otra manera de ser y estar y porque construir es para él inventar un mundo a la medida de sus aspiraciones. Esta reconstrucción, por supuesto, tiene que ver con el placer, con el encanto de sentirse un pequeño Dios y disponer a su antojo el mundo que lo rodea.
Los autores que escriben por desacuerdo y por placer tejen sin  ataduras ni intereses inmediatos o mezquinos una realidad ficticia, que es finalmente la realidad perfectible, la que queremos que exista pero que, afortunadamente para nuestra imaginación, siempre termina convertida en una persecución, en una revelación que nunca se produce.¿Pero luego de la destrucción y reconstrucción de la realidad qué queda? Sin duda, el libro solo, las historias solas, algo que ya no le pertenece al autor, algo que viaja empujado por sí mismo al porvenir y busca el corazón de los lectores para perdurar o para recordarle ese acto de arrojo gratuito y desinteresado: escribir con las tripas

Queremos tanto a Rayuela

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El libro mítico que Julio Cortázar publicó en los años 60 cumple medio siglo. Pese al tiempo trascurrido, sus personajes Horacio Oliveira y La Maga siguen convocando el cariño de los lectores.
¿Qué es Rayuela? ¿Una anti-novela? Es decir, una novela que va contra los parámetros de la novelística universalmente aceptados.  ¿Un manual de instrucciones para jugar con la cultura? ¿Una novela-abismo, novela-laberinto o novela-revelación como gustaron llamarla los críticos sorprendidos en los años 60? ¿O simplemente una genial creación de Julio Cortázar?
Su desconcertante naturaleza y relativa dificultad para comprenderla han propiciado toda clase de herramientas de ayuda para el lector: diccionarios para comprender el conocimiento enciclopédico que despliega, planos para seguir el trayecto de Horacio Oliveira, Las Maga y el Club de la Serpiente y discos que compilan los temas de jazz citados por su autor, además de las ediciones críticas.
Pese a todos los esfuerzos, hace cincuenta años que nadie acierta a dar una respuesta precisa. Y no acierta porque Rayuela es inclasificable: en su variedad está su riqueza y en sus límites imprecisos su trascendencia. Mucho se ha  hablado de la amplia resonancia que tiene entre los jóvenes. Y puede que sí, que esta sea una novela para ser leída mientras se disfruta de la libertad de ser alguien que no ha superado los 30 años.  Aunque para los jóvenes cincuentones como yo el asunto es cómo se siente uno como lector.
En 1983, Rayuelacumplía veinte años y todavía se leía con mucha devoción en ediciones de segunda mano. Julio Cortázar murió un año después y dejó tras de sí una estela de asombro entre los lectores de mi generación. Esta novela nunca ha sido un best-seller ni Cortázar una superestrella de la literatura, sin embargo su influjo reaparece cada cierto tiempo en las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos. En mis tiempos, todos queríamos ser como Horacio Oliveira y La Maga que andaban siempre sin buscarse, aunque siempre para encontrarse, enamorarnos como ellos, hablar en «gíglico» y escribir con el estilo de Morelli nuestras óperas primas.
¿Qué fascina tanto a los lectores en Rayuela? En realidad, nadie lo sabe a ciencia cierta. Cada uno de los lectores tiene una o varias respuestas. En mi caso, que tenga un «Tablero de dirección» para leer el libro siguiendo algunas reglas y, al mismo tiempo, transgredirlas, si deseas.  Creo que esta es una brillante estrategia que muerde directamente al lector en la yugular. Extraño y atractivo; desconcertante y motivador; asombroso e incitante. Que ocurra en el París que todos habíamos idealizado (que la final es como el París de la novela) y que eleve el humor, la melancolía y el juego a la categoría de absolutos literarios. Que esté escrita con el lenguaje de la vida corriente y relate las simplezas de la vida corriente y que, simultáneamente, nos divierta con sus juegos de inteligencia y erudición.
No hay gran anécdota en sus cientos de páginas. La novela tiene dos partes. «En el lado de allá» (¿Europa, la otra cultura, el mundo apátrida?), cuenta la historia de amor de Horacio Oliveira y La Maga, la muerte del hijo de esta y la consiguiente ruptura de la pareja. «En el lado de acá» (¿Latinoamérica, nuestra cultura, la patria interior y exterior?), relata la vida de Horacio Oliveira en su regreso a Buenos Aires, su noviazgo con Gekrepten y su amistad con Talita y Traveler. Lo que nos atrae de los personajes son las cosas que piensan y hacen, y no como encajan sus vidas en una trama. Rayueladestila, en este sentido, una ternura que envuelve rápidamente al lector.

Medio siglo después de escrita, Rayuela resurge otra vez como una «novela summa», como una «novela total». A mí me encanta la idea de que se trata de una especie de agujero negro en el que cabe toda la energía creativa en un espacio muy diminuto. Y, sin embargo, no estoy seguro de que este concepto sea preciso.  La novela de Cortázarsigue siendo tan evanescente que como cuando la concibió su autor en un miserable piso parisino en los años cincuenta del siglo pasado.
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